—No seas exagerada, Daniela ―dijo alegremente, quitándose el chaquetón y subiendo una de sus piernas por encima de la baranda―. Soy tu marido y tendré que salvarte.
― ¡Ten cuidado! ―le dijo, adivinando en algún remoto lugar de su cerebro que tanta simpatía en esas circunstancias no podían significar sino que estaba enfadado con ella.
―Tonterías, les contaré a nuestros hijos todo esto ―continuó, deslizándose con total agilidad por la curva del techo. Al llegar al borde, se detuvo, para calibrar su próximo movimiento―. Y a los hijos de nuestros hijos. Y a los hijos de los hijos de nuestros hijos. ―Entonces saltó.
Dani ahogó un grito.
Aterrizó graciosamente, primero con el pie izquierdo y después con el otro, en el mismo pequeño apoyo que ella había utilizado. Daniela parpadeó, boquiabierta y con el corazón en un puño.
—De hecho ―dijo mientras salvaba una pequeña depresión―, debería escribir esto en los anales de la historia de Ascensión. Mejor aún, lo declararé día nacional. El Día de la Escalada al Tejado, ¿qué te parece?
Ella ahogó de repente un grito de terror al ver que se tambaleaba sobre sus pies un momento, riéndose.
― ¡Estás borracho!
Pegándose a la torreta para poder acercarse a ella, la miró indignado.
—No lo estoy. Eso no sería muy galante de mi parte, ¿no crees? Siendo como eres una vestal virgen. ¿Cómo diablos has llegado hasta aquí?
― ¡Eres un lunático! ¡No puedo creer que estés borracho! ¡Vas a hacer que nos matemos los dos!
―Vamos, querida. He hecho cosas mucho más estúpidas en mi vida y siempre he salido ileso. ¿Por qué te has subido a esta chimenea? Pensé que lo que querías es ir hacia abajo.
Ella se mordió la comisura de los labios.
—Estaba tratando de volver.
― ¿Ah, sí? ―le dirigió una afectuosa mirada.
―Por favor, alteza. No sé cuánto tiempo puedo seguir sujetándome.
Él hizo una mueca divertida con un brillo en los ojos que le recordó a las estrellas.
Ella cerró los ojos con fuerza.
—Es insoportable, señor. Insoportable. ―Y le oyó reírse de ella, por lo que abrió los ojos―. ¡No tiene gracia!
—Está bien. Te diré lo que vamos a hacer. Dame un segundo. ―Como tenía las piernas más largas que ella, pudo fácilmente salvar el hueco que a ella le había paralizado. Se aferró con el pie izquierdo al ángulo del tejado y con el derecho se apoyó en el estrecho borde que flanqueaba la torre. Balanceándose, estiró las manos hacia ella.
—Debes de estar bromeando ―gruñó ella, mientras Rafe la sujetaba firmemente por las caderas.
—Vamos ―le ordenó, esta vez sin un rastro de humor en su voz.
—A ti nada te sujeta. ¡Te caerás! ¡Vuelve dentro!
—No tengas miedo, amor ―la animó―. Vamos, ven conmigo. Lentamente.
—Raffaele.
—No pasa nada. Sólo déjate ir. No dejaré que te caigas.
Ella cerró los ojos al oír el tono dulce de su voz, pero aún cuando quería con todo su corazón obedecerle, sus brazos se negaban a soltarse de la puntiaguda chimenea.
—No puedo.
—Tranquila ―le dijo―. Vamos, no dejaré que te pase nada. Tienes que confiar en mí, cariño.
Ella tragó fuerte.
—Está bien, voy a empezar a soltarme.
—Bien. Quédate quieta en mis brazos.
Sabía que el más mínimo movimiento podría hacerle perder el equilibrio. Maldiciéndose por ponerles a los dos en una situación tan peligrosa, aflojó los dedos del tejado al sentir como su apretón se hacía más fuerte alrededor de sus caderas, bajándola, poco a poco. No podía hacer otra cosa que rezar.
Podía sentir la fuerza en los brazos de Raffaele, en sus hombros y pecho, conforme iba atrayéndola hacia él. Sus movimientos eran lentos, cuidadosos y equilibrados, y ponían de manifiesto una agilidad que sólo podía ser resultado de sus años de entrenamiento en esgrima, un deporte que como todo el reino sabía, el príncipe dominaba a la perfección. Con la fortaleza de sus largas piernas pudo sujetarles a ambos, con una estabilidad milagrosa, sobre el abismo que se abría a sus pies.
Ella no podía hacer otra cosa que esperar, atragantada de miedo, mientras él quitaba uno de sus pies del borde de la torre, tentando el vacío, y se echaba hacia atrás con ella en brazos, de vuelta a la relativa seguridad del saliente del tejado.
Daniela se quedó allí tumbada, aliviada después del miedo que había pasado, y agradeciendo a Dios una y otra vez que les hubiera salvado.
—Me pregunto si me he ganado un beso ―dijo, de repente, Rafe.
Ella le miró, con los ojos entrecerrados. Rafe le sonreía como un niño malo, con unos cuantos mechones de pelo dorado cayéndole por la cara.
― ¿Qué opinas?
―Todavía no estamos dentro.
—Al menos, tenía que intentarlo ―señaló él―. Deben de ser esos pequeños pantalones tuyos. De verdad pueden atormentar la imaginación de cualquier hombre, si me permites que te lo diga. ―Se tumbó en el tejado de espaldas, con los brazos flexionados bajo la cabeza―. Es una noche preciosa. ¿Sabes?, muchas mujeres han arriesgado su vida tratando de entrar en mi cama, no intentando salir de ella. Tú eres la primera. En realidad, eres la primera y la única ―repitió en voz baja, con la mirada lejana y fija en la luna.
Ella contempló su perfil, sus increíbles pestañas, su imperiosa nariz y su despejada frente. Sintió una punzada de culpabilidad por haber sido tan cobarde.
—Lo siento, Raffaele.
—Bueno, mi caracolito, supongo que estás perdonada.
― ¿Lo estoy?
―Te dije que sólo había una cosa que podría enfadarme.
—La mentira.
—Sí.
― ¿Raffaele?
―Mi madre me llama Raffaele, ¿lo sabías? ―La luz de la luna le iluminó la mejilla cuando giró la cara para mirarla. Tenía una incipiente barba dorada, lo que hacía que sus facciones, ya de por sí hermosas, adquiriesen un aire mucho más masculino. Él levantó una mano y le acarició la cara.
—Tienes unos ojos preciosos. Dime, amor.
Ella no se apartó, pero al oír el piropo, olvidó de repente lo que iba a decir. Él cambió su intensa mirada por una sonrisa.
—Puedo sentir cómo te ruborizas bajo la palma de mi mano ―murmuró, y después le dio un pequeño pellizco. Tratando de ser juicioso, retiró la mano y volvió a colocarla debajo de su cabeza.
Dani miraba a lo lejos, a la lejanía del mar.
— ¿Es así como conquistas a todas las mujeres?
Él se detuvo. Dani sintió que se ponía tenso, como si su inocente pregunta le hubiese pinchado. Su tono fue seco.
—Bueno, no siempre las rescato de una muerte segura, pero normalmente sí, las conquisto hablando.
—Entonces ése es tu método.
—No. No tengo ningún método. Seducir no es ninguna ciencia, ¿entiendes? Es un arte. Y tú, querida, estás en las manos de Miguel Ángel.
― ¿Vas a...? Va, soy una estúpida, no me hagas caso.
— ¿Qué?
―No importa.
― ¿Qué es, Dani? ―susurró, mirándola con una sonrisa de niño malo―. ¿Quieres saber si voy a seducirte?
— ¡No! ¡Ésa no era mi pregunta! ―gimió, mortificada.
— ¿Qué es lo que estás pensando?
Ella bajó los ojos, avergonzada. Sin embargo, tenía que saber si sus intenciones con ella iban en serio.
—Vas... vas a mantener a tu amante, la señorita Sinclair, ¿verdad?
Ella sabía que Rafe la estaba mirando, pero era incapaz de levantar los ojos. Su voz sonó apagada y forzada, sus palabras cayeron con rapidez en la oscuridad de la noche.
—Quizás sería más fácil para mí si volviéramos dentro ahora y termináramos con todo esto... ―empezó, pero cuando trató de levantarse una mano de hierro rodeó su cintura y lo siguiente que supo fue que estaba de espaldas sobre el tejado y una boca maravillosa la cubría de besos. Unos cuantos mechones de pelo le caían en la cara como si fuera seda, y la mano de su marido abarcaba toda su cara, acariciándole el cuello y el pelo. Era la gloria.
Aún peor. Le rodeó el cuello con los brazos como si se hubiesen puesto de acuerdo y ella le sujetase con una sensación indescriptible de dolorosa alegría. Lentamente, comprendió que quería que abriese la boca, y le complació, entregándosela.
Él suspiró su nombre y después la besó lenta y profundamente, enredando su lengua en la de ella. No había nada en el mundo aparte de Raffaele. Su boca sobre la de ella, sus manos en su piel y sus fuertes músculos bajo las palmas de sus manos.
El beso fue cada vez más profundo, y sentía cómo le partía el cuerpo y se colaba entre sus piernas, cálido y esbelto. Con el brazo izquierdo hizo una almohada para su cabeza y con el derecho exploró su cuello y el resto de su cuerpo. Un momento después sintió que le tocaba el estómago, y se preguntó si podría sentir los latidos de su corazón que parecía querer salírsele del pecho.
Estaba desabrochándole la camisa. Ella apartó la boca.
—Raffaele ―suspiró al sentir una mano que se deslizaba por dentro de su camisa y abarcaba su pecho. Pero no pudo sino gemir, arqueando la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados.
Nunca hubiese imaginado que las caricias de un hombre pudiesen ser tan increíblemente cálidas y tiernas. El beso de Raffaele le llegó hasta la garganta, sus labios eran como de seda y la barba incipiente le rozaba como la arena de la playa. Sólo su mano se movía dentro de su camisa, acariciándole suavemente el pecho.
No se dio cuenta de que llevaba ya un tiempo conteniendo la respiración mientras él pasaba su pulgar por el pezón, provocándola antes de contener una vez más todo el seno en su cálida mano. Los minutos pasaban, pero ella había perdido toda noción del tiempo. Gimió de nuevo al notar que él retiraba la mano de su cuerpo.
—Pronto, amor. Paciencia. ―El tono alegre de Raffaele le recordó que se suponía que ella debía resistirse.
Obediente, se abotonó la camisa. Él le puso la mano en el estómago y bajó la mirada. Jadeante, abrió los ojos y le miró ensimismada. Su sonrisa era franca, y había una especie de extraña sabiduría en sus ojos bajo la eternidad de sus pestañas. Arriba, en el cielo negro, se alzaba inmensa la luna fría y blanca, como una paloma posada en el hombro de Raffaele.
Apoyaba ahora el codo sobre el tejado y la mejilla sobre su puño. Daniela, a su vez, le rodeaba el cuello con los brazos, dándose cuenta de que no quería dejarle marchar.
― ¿Lo ves? ―murmuró, haciendo círculos en su estómago con un dedo―. No hay nada que temer.
Ella no estaba segura de eso, pero le sonrió somnolienta. Era consciente de que sus besos la habían distraído.
—Has esquivado mi pregunta con gran maestría.
—No la he esquivado. Quería besar a mi esposa. ¿Tan malo es eso?
― ¿Y bien? ¿Cuál es la respuesta? ¿O no quieres decírmela?
Bajó las pestañas y jugó con uno de los botones de la camisa de Dani.
—Es una concesión que me resisto a hacer.
—Estás enamorado de ella ―dijo, con un escalofrío en su interior.
—Ni lo más remotamente ―declaró―. Es una cuestión de principios.
― ¿Qué principios? ―preguntó ella dudosa.
―Bueno, si te obedezco en esto, entonces pensarás que puedes controlarme todo lo que quieras, como haces con esos pobres chicos tuyos...
― ¡Yo no controlo a nadie!
―Por otro lado, si la razón por la que me pides esto es porque me quieres todo para ti..., de una manera celosa, entonces no veo cómo podría negártelo ―le dirigió una sonrisa traviesa, pero Dani entrecerró los ojos de nuevo.
― ¿Alguna vez te ha dicho alguien lo arrogante que eres?
— ¿Yo? ―exclamó, burlándose de ella. Su voz se suavizó al acariciarle el pelo con la punta de sus dedos―. Ya la he hecho salir del palacio, Daniela. No avergonzaré a mi esposa.
Ella apartó los ojos, desilusionada de que él no se ofreciera a romper con ella definitivamente.
—Está bien, gracias por ser tan considerado ―dijo tensa.
― ¿Estás segura de que no me quieres para ti sola? Será mejor que lo digas ahora o de lo contrario tendrás que olvidar el asunto. Lo digo en serio. Tendrás que pedírmelo, si es lo que quieres. ―Le hizo una mueca, provocándola.
— ¿Qué sacaría yo con eso?
―Nunca se sabe.
«Podría querer también la luna», pensó, pero en vez de contestar, se limitó a pasar sus nudillos por la dura línea de su dorada mejilla. Él sonrió, seductor, y parpadeó con lentitud, visiblemente complacido con su caricia.
― ¿Raffaele?
El murmullo de su respuesta fue como una caricia para ella.
― ¿Sí, Dani?
— ¿Te sorprendió que intentara escapar?
―No.
― ¿Te sorprendió que intentara volver?
―No.
― ¿No? ―repitió ella, sorprendida por su respuesta, porque ni siquiera ella sabía que iba a actuar de esa manera. Su buen juicio le dijo que no debía seguir haciendo más preguntas. El hombre le había perdonado la vida a ella y a sus amigos. Le debía mucho más que huir sin dar explicaciones, especialmente cuando sabía que ya le habían traicionado antes.
―Me diste tu palabra. Un momento de debilidad es comprensible, dadas las circunstancias, pero me hiciste un juramento y yo sé que no eres una cobarde.
Ella apartó los ojos, escondiendo su dolor.
― ¿Raffaele? ―le preguntó aún más suavemente.
— ¿Sí, Dani?
―Siento haberte golpeado ―susurró―. Y dado una patada. Dos. Aunque te lo merecieras.
—Siento haberte disparado ―respondió él, mirándola con abatimiento.
—Bueno, tenías una buena razón ―admitió gravemente―. Te había robado.
Él se volvió y la miró fijamente, desconcertado.
― ¿Qué? ―preguntó.
Él sacudió la cabeza, y después empezó a reír, alta y toscamente.
― ¿Qué pasa? No entiendo qué puede ser tan divertido... ¿otra vez te estás burlando de mí?
―Calla. ―Se inclinó y la besó en los labios, sin dejar de reír por lo bajo―. Creo que estoy locamente enamorado de ti, princesa Daniela di Fiore.
― ¡Ahórrate tus galanterías conmigo, Rafe! ―le replicó avergonzada, pero su sonrisa indicaba que sus palabras la habían complacido.
Haciendo un esfuerzo, Rafe se levantó y le tendió la mano con una inclinación.
—Vamos, entremos.
La idea de entrar al dormitorio con él casi la desconcertaba, pero pensó que no podía quedarse el resto de su vida en el tejado, por lo que se cogió de su mano. Los dos escalaron de vuelta con cuidado hasta el balcón. Raffaele no la soltó ni un segundo. Ella pensó que, en realidad, había sido una suerte que hubiese venido a rescatarla, porque aunque había sido fácil bajar por los curvos tejados de mansarda, volver hubiese sido imposible para alguien de su tamaño. Raffaele, sin embargo, medía alrededor de un metro noventa, y no tenía ninguna dificultad en superar la distancia, tanto si la impulsaba por delante de él o si pasaba primero él y tiraba después de la mano de ella. La subida ponía a prueba su forma física, que era espectacular.
Cuando por fin Dani llegó a la barandilla del balcón detrás de su atlético esposo, él le abrió los brazos, invitándola divertido a que se dejara caer. Intrigada por la enigmática sonrisa que vislumbró en la oscuridad de su cara, salvó la barandilla y se dejó caer, nerviosa por el riesgo. Él la cogió en sus brazos sin dificultad.
No la depositó en el suelo. En vez de eso, se dio la vuelta y le apoyó la espalda contra la pared del muro, bajando los labios para besarla. Su beso lento y sabroso le dijo alto y claro que iba a ser el comienzo de una noche memorable. Sin embargo, el temor se apoderó de ella. El peligro estaba cada vez más cerca.
La tenía agarrada por detrás con las dos manos y su apretón se hizo más fuerte junto con su risa, una risa ronca que la volvía loca. En ese instante, decidió que debía tomar medidas drásticas para no sucumbir al deseo. Estaban demasiado cerca del dormitorio, demasiado cerca de la cama, pero sus húmedos y cálidos besos eran como el caramelo, y ella sólo quería devorarlos. Era como si no pudiera evitarlo, no podía dejar de acariciar su pecho. Le soltó el pelo y deslizó sus dedos por él.
Le deseaba con todas sus fuerzas, quería tocar todo su cuerpo, como él había hecho con el suyo la noche anterior en la embarcación.
La tenía aprisionada contra la pared, levantándole los muslos a la altura de sus caderas, primero uno y después el otro, persuadiéndola para que le rodeara con las piernas. Desesperada,
Dani obedeció, y sólo cuando él pareció sentirse satisfecho con el grado de seguridad con que ella le rodeaba, se despegó de su boca para tomar aire después de un agotador beso.
Respirando con dificultad, la miró.
—Hola ―susurró.
—Hola ―dijo ella, sonrojada.
—Tengo una idea ―murmuró―. Vayamos a ver lo que hay dentro.
Con ella en brazos, Raffaele se apartó del muro y caminó lentamente hacia el dormitorio.
A ella se le secaron los labios.
—Raffaele...
― ¿Sí, cariño? ―murmuró su esposo con suavidad, rozándole la mejilla.
El corazón le latía desbocado.
—Yo no... no estoy lista.
—Calla ―respiró él, acunándola levemente en sus brazos como si fuera una niña pequeña que necesitase que la tranquilizaran―. Lo estarás.
—Raffaele.
Besó la punta de su nariz.
―Dani, ángel mío. Mi pequeña bandida pelirroja. No tengas miedo. Yo cuidaré de ti, te lo prometo. ¿Recuerdas lo que te di la otra noche?
―Lo recuerdo.
—Pues hay mucho más esperándote.
― ¿Ah, sí? ―susurró, con una voz que se perdía en el deseo.
Él cruzó la habitación y llegó hasta la cama, donde la colocó debajo de él y empezó a besarla lenta, profundamente.
Le levantó las piernas e hizo que le rodeara con ellas la cintura, una vez más. Ella tembló al sentir la dura calidez entre sus piernas.
― ¿No te gusta? ―le susurró contra su piel―. ¿La sensación de nuestros cuerpos juntos, Dani? No siempre es así, ¿sabes? Hay malas combinaciones y las hay buenas.
―Raffaele. ―Apenas podía pronunciar su nombre, con una súplica en la mirada.
Ah, se estaba rindiendo demasiado pronto.
Él sonrió con ternura.
—Dani ―mirándola intensamente a los ojos, empezó a quitarle la camisa negra con una mano―, nosotros somos una buena combinación. ¿Puedes sentirlo?
Se preguntó cuántas veces habría dicho lo mismo a otras mujeres. Lo peor era que ella quería creer que sólo se lo decía a ella.
Tragó fuerte y buscó un tono algo más razonable.
—Ahora, Raffaele...
—Dani ―repitió él con voz ronca. Le desnudó el hombro y empezó a besárselo mientras sus dedos desabrochaban el resto de la camisa hasta dejarle al descubierto pecho y estómago―. Eres maravillosa. Tan inocente. No tengas miedo.
—Creo que deberías parar ahora.
― ¿Ahora? ―Bajó la cabeza y le besó la garganta, moviéndose cada vez más hacia abajo―. No, ahora no, vida mía. Ahora te daré placer como nunca antes has conocido.
―Pero yo... no quiero. ―Trató de apartarle, cogiéndole por los hombros.
Él se limitó a reír sobre su estómago, y después la mordió levemente junto al ombligo.
― ¡Me has mordido!
— ¿Lo he hecho? Bueno... ―Su voz parecía perezosa, melosa incluso―. Podría comerte como si fueras un dulce melocotón, querida. De hecho, puede que lo haga.
―De verdad, pienso que es suficiente...
—En realidad, nunca podré tener suficiente. ―Su cálida y húmeda boca se movió juguetona por su piel, lentamente, rodeándole la curva de su pecho, y después capturando su pezón, besándolo, chupándolo con una delicadeza que la hizo perder el sentido―. Mmmm ―se deleitó al succionarlo.
Ella se retorció, con el corazón acelerado.
― ¡Por favor!
— ¿Por favor, qué, Dani? ¿Qué es lo que quieres que haga? ¿Esto, quizás? ―Deslizó la mano por sus muslos, rozándola suavemente.
— ¡Para! ―gimió ella, retorciéndose de forma frenética como si tratase de escapar de sus agradables caricias―. ¡Sabes que no es eso a lo que me refiero! ¡Aléjate de mí! ¡Por favor!
―Calla ―le susurró―. Deja que te mime. Sólo quiero hacerte sentir bien. Dani, voy a hacerte sentir muy bien.
—Me siento bien. Sólo quiero que pares...
Rafe cogió el cordón que le sujetaba los pantalones negros, deshizo el nudo, y vio como los pantalones caían libremente por sus caderas.
—Preciosa ―susurró, tirando lentamente de ellos para ver palmo a palmo la piel que se iba mostrando. No podía dejar de mirarla―. Ah, Dani ―respiró―. Te deseo con todas mis fuerzas.
Con movimientos pausados, besó su tembloroso vientre, y después se detuvo. Apartándole las piernas, se puso de rodillas sobre ella y empezó a desabrochar su camisa, un botón tras otro, como si se tratase de un ritual.
Había una breve oportunidad de escapar. Cuando Rafe se desabrochó los puños de la camisa, Dani se giró boca arriba, con la intención de salir de allí. Entonces le vio quitándose la camisa lentamente, dejando primero sus hombros descubiertos y luego todo su torso. La fina tela de la camisa cayó sobre las mantas y Dani olvidó moverse, ensimismada al ver la desnudez de su cuerpo.
Era hermoso. Profunda y extravagantemente hermoso.
Se quedó sin respiración al ver la nobleza y majestuosidad de su piel sedosa y la fortaleza de sus brazos brillando a la luz de la luna como mármol caliente y pulido. Su mirada se deslizó sobrecogida por su pecho bañado por el sol y sus exquisitos abdominales.
Con un silencio reverencial, su corazón se detuvo. ¿Cómo iba a poder resistirse a algo así? No tenía la más mínima oportunidad, nada podría salvarla.
Era humana como las demás. Además, nunca podría escapar a su fortaleza. Si la deseaba, la tendría, y no había nada más que hacer.
Pero Raffaele di Fiore nunca tomaría a una mujer en contra de su voluntad. Esto era algo de lo que ella estaba totalmente segura.
Levantó los ojos lentamente, aturdida, desde su monumental torso hasta su rostro anguloso. El la miraba.
Los dos se perdieron en esa mirada.
«No puedo arruinar su vida ―pensó―. Eres demasiado maravilloso como para que lo arriesgues todo por mí.» Sintió el espontáneo impulso de decirle lo atractivo que era, la perfección y la masculinidad que irradiaba, pero se mordió la lengua. Él lo sabía, pensó sabiendo que estaba perdida. Ah, él lo sabía.
Sin dejar de mirarla, Rafe tomó sus manos entre las suyas. Se las llevó a la boca para besar dulcemente sus palmas, primero una y luego la otra. Después, se las puso sobre su bien esculpido estómago, invitándola sin decir una palabra a que le acariciara.
Con un pequeño e imposible gemido de deseo, se entregó a la seducción de su belleza masculina, explorándole, maravillada del calor aterciopelado de su piel. Recorrió con sus manos el vientre hasta llegar a su pecho, conociéndole, agasajándole. Él temblaba como un semental al contacto de sus manos.
Su esculpido pecho se alzaba, el deseo tintineando en sus ojos, y su pelo dorado oscuro se esparcía como un lujurioso pecado hasta sus hombros. Tenía un aspecto salvaje y elemental, de lo más masculino.
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