3-el principe azul



Yüklə 1,63 Mb.
səhifə29/29
tarix17.03.2018
ölçüsü1,63 Mb.
#45745
1   ...   21   22   23   24   25   26   27   28   29

Aun así, tenía algunas cosas por las que sentirse agradecido. Los cargos por asesinato le habían sido retirados a pesar de su confesión firmada. Leo había testificado que fue Orlando, y no Rafe, el que había matado al obispo Justinian. El Rey había en­viado un aviso devastador al Senado por su comportamiento con Rafe.

Todo el Senado se había disculpado con él y había quedado claro que nadie volvería nunca a reírse de él, pero hasta que Dani no estuviese fuera de peligro, no quería oír nada de ninguno de ellos. Si no le hubiesen detenido, podía haber llegado antes a salvar a su mujer, librándola de las horribles manos de Orlando. No estaba dispuesto a perdonarles tan pronto con todo lo que ella había sufrido.

En cuanto al primer ministro, don Arturo estaba tan aver­gonzado de haber permitido que su rencor le cegara el juicio que había presentado su dimisión.

El Rey había desde luego recuperado su antigua salud, des­pués de pasar algún tiempo sin ingerir las dosis del fatal y lento veneno llamado cantarela. Rafe se alegraba en lo más profundo de su alma de que su padre se hubiese restablecido, porque se había sentido superado en su interludio como supremo señor de Ascensión. Ya no tenía ninguna prisa por ser Rey. Había com­prendido que todavía tenía mucho que aprender de su padre so­bre cómo gobernar un país. Al fin, había encontrado la humil­dad necesaria para obtener toda la sabiduría que su padre pudiera impartirle.

Al oír la historia de lo mucho que Dani había sufrido para sal­var a Leo, y lo duro que habían trabajado Rafe y Dani para llegar a la gente, ni el Rey ni la Reina encontraban ninguna razón para desautorizar su matrimonio.

Rafe estaba también contento de que su hermano pequeño, Leo, hubiese escapado sano y salvo y de que Elan hubiese salido de ello sin nada más serio que una simple rotura de tobillo. Por último, Rafe se alegraba de que Darius y Serafina hubiesen de­cidido instalarse definitivamente en Ascensión, y Dios sabía lo mucho que significaba para sus padres tener cerca a sus nietos para poder malcriarlos.

El futuro parecía lleno de alegrías para todo el mundo. Pero si Dani no se recuperaba, Rafe sabía que su propio futuro no se­ría nada más que una maldición para él.

No podía imaginar encontrar a otra mujer tan hermosa co­mo Dani. Ella lo era todo para él. Cada segundo que ella pasaba tumbada en esa cama, él se sentía más abatido y perdido. Todos sabían lo mucho que sufría, por mucho que intentase disimu­larlo. Sus adorables sobrinos le alegraban de alguna manera, in­cluso cuando le rompían el corazón por el temor de que su pro­pio hijo pudiera sufrir algún mal.

—Hijo ―murmuró su padre, mirando hacia él en el banco de piedra en el que estaban.

Rafe le preguntó con la mirada, la garganta seca y los ojos rojos y doloridos.

—Tengo algo que decirte.

—Sí, señor.

—He estado pensando. Con todo el rencor y odio de Or­lando, creo que es importante que te lo diga, para que lo se­pas. . ―Su voz se quebró. Una línea de preocupación se dibujó en sus cejas al mirarle, después hizo un segundo intento―. Quiero decirte que quizás he sido demasiado duro contigo to­dos estos años. Tú has sido un buen muchacho y eres ahora un buen hombre. Quiero decirte que yo... me siento orgu­lloso de ti. Yo... la verdad es que... te quiero, hijo. Eso es todo ―masculló.

Rafe miró al suelo con un picor en los ojos. Su padre le puso una mano firme en el hombro. Él tragó fuerte y arrugó el entrecejo.

—Gracias, señor.

Cuando el Rey arrugó también el entrecejo y bajó la cabeza con la misma pose que Rafe, se sorprendió de ver lo parecidos que eran.

—Ella se pondrá bien, Rafe. Pensó que iba a partirse en dos en aquel momento. ―Sí, señor. ―Levantó la barbilla, con la boca contraída. Justo entonces, su hermana salió por la veranda saludándo­les con la mano mientras cruzaba el césped.

¡Rafe! ¡Ven, rápido!

Se puso en pie de un salto y empezó a correr sobresaltado, con el corazón acelerado de repente.

¿Qué sucede?

Serafina le dedicó una sonrisa cautivadora.

¡Se ha despertado! Sus ojos se abrieron.

Toda la fatiga pareció desaparecer como si le hubieran qui­tado una pesada carga de los hombros. Salió disparado en direc­ción a la casa. Entró y subió a toda prisa las escaleras, salvando los escalones de dos en dos.

Dani estaba sentada en la cama cuando la puerta se abrió de un golpe. Raffaele se quedó paralizado al verla, con la cara roja y su melena dorada despeinada. La miró como si le fuera la vida en ello.

El amor inundó los ojos de Dani al verle.

Moviéndose de repente, él cruzó la habitación con dos zan­cadas y se quedó un momento de pie junto a su cama, mirán­dola con sus ojos verde oro. Luego se inclinó y le tomó la mano entre las suyas.

Lentamente, se arrodilló junto a su cama, llevándose con fer­vor la mano a sus labios. Sus largas pestañas se cerraron junto con sus ojos.

—Raffaele ―susurró ella.

Él presionó su mejilla sobre la mano de ella y abrió los ojos, llenos de lágrimas.

—Dios, ¡te he echado tanto de menos! ―dijo con voz tem­blorosa.

Ella le ofreció los brazos. Rafe la abrazó con cuidado, po­niendo la cabeza sobre su pecho. Ella a su vez, le abrazó dejando caer su mejilla sobre lo alto de la cabeza de él. Estuvieron así un rato, en tembloroso silencio, inundados de gratitud, y dolor, y alegría por su encuentro.

—Pensé que te había perdido, Dani ―dijo abruptamente.

—No ―susurró ella, poniendo todo el amor que poseía en cada una de sus caricias―. No nos has perdido.

Su cuerpo grande y duro temblaba. Bajó la cabeza y le besó la barriga a través de la muselina blanca del camisón. Después cerró los ojos y dejó reposar la cabeza sobre su regazo.

Ella le acarició el pelo y la cara, amando cada una de las lí­neas de su angulado y bronceado rostro. Después de unos se­gundos, Rafe levantó la cabeza y la miró, con toda el alma con­tenida en sus ojos.

Para ser un seductor empedernido, parecía haberse quedado mudo de la emoción. Sin embargo, todo lo decían sus tempes­tuosos ojos.

—Lo sé, amor. Yo también te amo ―susurró ella.

Él cerró los ojos una vez más, con pánico, y bajó la barbilla, moviendo la cabeza en busca de sus caricias.

No me dejes nunca, Daniela ― dijo una voz tensa y enco­gida ―. No puedo vivir sin ti.

― Nunca te dejaré. Ven conmigo, vida mía ― murmuró, atra­yéndole hacia ella.

Él se levantó del suelo y se tumbó en la cama a su lado, pro­tegiéndola entre sus brazos.

Se quedaron así tumbados, mirándose uno a otro y acari­ciándose. Él la besaba de vez en cuando en la frente, en los ojos y el pelo.

Ella se acurrucó contra su pecho con un suspiro, sintiéndose maravillosamente protegida y querida, sabiendo que por fin es­taba en el lugar al que pertenecía. Rafe buscó su mano y entre­lazó sus dedos entre los de ella, mientras ella escuchaba el lento y poderoso sonido de su corazón, como el ritmo continuo de las mareas de Ascensión. La luz vibrante de la tarde se reflejaba en su anillo real y lo hacía brillar como si se tratara de una llama­rada de miles de soles.


Epílogo
Abril, 1815


Las campanas de la iglesia repicaban salvajemente por toda Ascensión el día en que el nuevo príncipe fue bautizado. En la ciudad y en los recién plantados campos, por toda la tierra, na­die trabajó ese día, porque el rey Lazar lo había declarado día oficial de fiestas y celebraciones.

Los hermanos Gabbiano permanecían juntos en medio de la animada multitud, mirando hacia el adornado balcón del pala­cio donde la familia real en pleno estaba colocada detrás de Dani y el príncipe Raffaele. Sus caras eran de silencioso asombro. Los orgullosos padres sonreían uno al lado del otro, dejando que el mundo viera al pequeño futuro rey de Ascensión.

Su alteza real, el príncipe Amador di Fiore, tenía apenas dos meses de edad. Resultaba imposible distinguir su pequeño ros­tro a esa distancia, pero Alvi había leído en los periódicos que el niño tenía los ojos agua marina de su madre y un suave pelo ru­bio igual que el de su padre.

La antigua banda de gallardos bandoleros suspiró a coro. Habían sido perdonados por la Reina y bienvenidos a la tierra que les vio nacer.



«Brava, bella», pensó Mateo, mirando a su amiga de la in­fancia con una sonrisa en su bronceado rostro. Dani parecía preparada, majestuosa y bella con su hijo en brazos, y era ob­vio que el hombre grande y elegante que estaba junto a ella la adoraba.

¡Mirad, allí está Gianni! ―dijo Rocco de repente, señalan­do hacia el balcón donde su hermano pequeño podía ser visto con el príncipe Leo, los dos riendo y con los brazos uno en el hombro del otro.

Dani había dispuesto que el pequeño granjero fuese edu­cado junto al príncipe Leo y le había trasladado al palacio como compañía del muchacho. Príncipe y mendigo se habían hecho ya inseparables.

Mateo se rio al ver las payasadas de su hermano y después sintió un suave tirón del brazo. Miró a su lado para ver a su nueva prometida. Su corazón se encogió de amor, como siem­pre, al descubrir su tímida sonrisa y una confianza poco a poco conseguida reflejada en sus ojos oscuros.

¿Crees que de verdad son tan felices como parecen? ―pre­guntó Carmen escéptica, cruzándose de brazos.

Mateo le rodeó los hombros con su habitual sentido pro­tector y la atrajo hacia sí con fuerza, aunque de una manera muy cariñosa. ¡Era tan fuerte y a la vez, tan frágil, y tan joven para la vida de sufrimiento que había llevado! Sabía que el destino la había puesto en su camino para que pudiese sal­varla. Siempre había querido ser un aguerrido caballero y salvar a las damas.

—Sí, mi amor ―murmuró. Carmen empezó a sonrojarse al ver su sonrisa―. Pero ni la mitad de lo que lo somos nosotros.

Ella se burló, pero la alegría iluminó sus ojos oscuros. Le tomó la mano y empezó a tirar de él hacia la plaza, donde se ha­bían dispuesto un gran número de puestos de comida. Los aro­mas de la primavera llegaban hasta allí y se mezclaban con los de los exquisitos platos.

—Vamos, tengo hambre.

Yo también ―dijo el más grande de sus hermanos, Rocco Mateo echó una última mirada al balcón en el que se reunían las tres generaciones de Reyes: la Roca de Ascensión, el re cien nacido, y el príncipe heredero que empezaba su época d madurez. Raffaele parecía que fuese a reventar de orgullo. Dar le miraba con una sonrisa calmada y decidida, llena de amo con el niño cómodamente en sus brazos. Entonces se volvió y la familia real desapareció de vuelta al palacio.

Supuso que hacía falta un demonio para domar a un granuja... y un granuja para seducir a un demonio.

«Adiós, Dan», pensó, con los ojos henchidos de orgullo por la pelirroja de modales masculinos a la que una vez conoció.

Después Carmen tiró de él con impaciencia hacia la plaza y él se alejó de allí, con una amplia sonrisa en la boca por la feli­cidad que veía en ellos.

Nota histórica


Siendo como soy, desde hace mucho tiempo, una gran admiradora de las novelas románticas ambientadas en el período de la Regencia, la inspiración para esta historia surgió de mi interés por la vida frívola y disipada de Jorge IV de Inglaterra, conocido también como Prinny.

A menudo me he preguntado lo diferente que hubiese sido su vida si el príncipe regente hubiese conseguido encontrar una mujer capaz de aprovechar su potencial en vez de lo que le reservó el des­tino: un sombrío, escandaloso y forzado matrimonio con la igualmen­te desafortunada princesa Carolina de Brunswick. El desprecio que sentía el matrimonio era mutuo.

Si estáis interesados en saber más sobre «el primer caballero de Europa», os recomiendo encarecidamente la lectura de The Prince of Pleasure and His Regency 1811-1820, de J.B. Priestly (Editorial Hei-nemann, 1962).

El personaje de Dani proviene de una fuente bastante diferente. ¿Podéis creer que la ladrona de carruajes existió en la realidad?

Para este aspecto de mi historia, os recomiendo leer el excelente libro de Autumn Stephens, Wild Women (Conari Press, 1992).

En este fantástico y rompedor pequeño volumen, subtitulado Da­mas guerreras, irreverentes y sin corsés de la aun así virtuosa era victoriana, Stephens cuenta la historia verdadera de Pearl Hart. Nacida en 1871, Hart llevaba pantalones, rifle, y asaltaba diligencias para pagar los cuidados médicos de su debilitada madre. Cuando la famosa bando­lera fue arrestada, se la condenó a pasar cinco años en una prisión para hombres, donde, según Stephens, la mujer del alcaide tuvo miedo de que Pearl pudiera corromper la moral de los otros prisioneros.



Con esto, nuestra trilogía ha llegado a su término. Gracias por haberla leído y espero que hayáis disfrutado con la historia de Rafe y Ascensión tanto como yo lo he hecho escribiéndola.

Hasta pronto, Gaelen
Yüklə 1,63 Mb.

Dostları ilə paylaş:
1   ...   21   22   23   24   25   26   27   28   29




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©muhaz.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

gir | qeydiyyatdan keç
    Ana səhifə


yükləyin