3-el principe azul



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El único problema era que la chica apenas le había mirado, mucho menos le había dirigido la palabra. Tenía el presenti­miento de que su reputación le precedía y, por extraño que pa­reciera, su silencio acusador le dolía. Desde luego era extraño, teniendo en cuenta que hasta ahora siempre se había reído de las diatribas del primer ministro contra su carácter caprichoso, sin que éstas le importasen lo más mínimo.

La siguió hasta la entrada con paso relajado, sopesando las palabras que podía decir a esta chica de campo para sacarla del virtuosismo y conducirla a su guarida de perdición.

No esperaba una conquista fácil, circunstancia que le sedu­cía aún más. La señorita Daniela, como había podido comprobar después de su nerviosa actuación ahí fuera, era una de esas mujeres tocadas por la inteligencia y el aplomo indestructible de la feminidad, capaz de hacer sentir a un hombre como un verda­dero inepto con solo mirarlo. Ella era poco convencional, malin­tencionada y espontánea. Por si esto fuera poco, era pelirroja, y su experiencia le decía que las pelirrojas siempre eran sinónimo de problemas.

Pero para su desgracia, él se moría por los problemas.

Estaba claro, y eso le divertía, que no había conseguido im­presionarla en absoluto. Aun así, al mirar a su alrededor, no ha­bía podido obviar el estado lamentable en el que se encontraba la villa, la falta de sirvientes, la frágil salud del viejo hombre, las pobres ropas que cubrían el cuerpo de la joven, cuando esa piel tierna como las flores debería ser envuelta en seda. Como corres­pondía a su noble linaje. Además de sus ganas por llevársela a la cama, había en él una necesidad profunda de ayudar a esta gente.

Habría la posibilidad de casarla con uno de sus nobles y bien acomodados amigos. Aunque eso tendría que esperar a que él hu­biese tenido bastante de ella. Por el momento, no podía resistir imaginarla en unos brazos que no fueran los suyos.

La señorita Daniela permanecía severa y silenciosa mien­tras le conducía a la puerta principal de la villa. Sus pequeñas y castigadas manos reposaban en su regazo. Era un crimen ver las condiciones en las que se encontraba esta pobre gente, pensó. Les hubiese dado un batallón de sirvientes, para que ella no tu­viese que volver a levantar un dedo en su vida.

«Pólvora, ¿eh?», pensó divertido. Ella misma era como una pequeña mecha de pólvora.

Tenía curiosidad sobre sus gimnasias ecuestres y no podía evitar preguntarse, con la mente calenturienta que le caracteri­zaba, si su agilidad podría utilizarse en otros ruedos donde él, en cambio, podría alardear de una cierta experiencia. Intentó adivi­nar cuáles serían sus pensamientos en ese momento, pero unas largas pestañas color canela cubrían sus ojos.

En realidad no sabía por qué la deseaba. Un antojo, quizás. Un capricho pasajero. El simple y egoísta impulso de un granuja de temporada. Chloe era diez veces más hermosa y sofisticada, una cortesana con talento a la altura de su rango. Pero claro, Chloe bailaba en la palma de su mano. ¿Qué tenía eso de divertido?

La muchacha debía de ser muy joven, pensó, mientras mi­raba furtivamente a su presa. Tenía el aire de un niño en creci­miento, una cabeza redonda apoyada en un cuerpo esbelto. Tenía una altura agradable, la parte más alta de su cabeza le llegaba cuatro centímetros por debajo de su hombro.

Cuanto más la miraba, más intrigado se sentía. Tenía unos pómulos prominentes y angulosos y una boca pequeña y deli­cada, como el capullo de una rosa. Su barbilla era firme y fresca, y a él le hubiese gustado pellizcársela para ver si así podía arran­carle una sonrisa. Su nariz era pequeña y descarada. En cuanto a sus ojos, Rafe hubiese querido que ella le mirase al menos una vez para poder ver su color.

Como ella había elegido sentarse en el sitio más alejado del salón, él sólo había podido vislumbrar la expresión brillante de esos ojos grandes e inteligentes, llenos de una fuerte vo­luntad y autoridad innata... llenos también, de una intensidad tan inocente que hacía que su pecho se encogiese de manera extraña.

Ah, iba a ser un hueso duro de roer. Sería maravilloso poder sentir a una criatura tan salvaje y pura bajo él. Domesticarla. Ella era de las duras, ¿eh?, pensó mientras salían por la puerta y se adentraban en la oscuridad de la noche. De alguna forma supo que ella era la que mantenía esa casa en pie. Era horrible que una muchacha tan joven tuviera que trabajar tan duro, pensó, entris­tecido, y a la vez admirándola por ello más aun si cabe.

—Gracias por haber sido tan amable con mi abuelo ―dijo en voz baja Daniela Chiaramonte.

Él se volvió para mirarla: una joven aquí, en medio de la na­da, sin nadie que la protegiera y con un criminal acechando por los alrededores. A saber si la familia tenía siquiera para comer. Desde luego, ella estaba en los huesos.

De repente, lo vio claro. La seduciría, y al diablo con todo lo demás. Al menos, como amante suya, estaría protegida y bien alimentada.

—Mañana es mi cumpleaños ―dijo de repente, golpeándo­se suavemente con la fusta las rodillas.

Ella le miró extrañada.

¡Ah, felicidades por adelantado, alteza!

―No, no ―dijo impaciente―, ¿sabe? Mis amigos dan una fiesta en mi palacete para la ocasión. Me gustaría que viniera.

Ella levantó los ojos con rapidez.

¿Yo?

Pero Rafe se negó a contestar, mirando fijamente a sus ojos y tratando de ver el destello que producía en ellos la antorcha que había colgado la sirvienta en la puerta.

«Aguamarina.»

Por supuesto. Se quedó perdido en esos ojos grandes e ino­centes de extraordinario color azul agua. Le recordaron a las ca­las secretas donde solía ir a nadar cuando niño. Llegaba allí y se quedaba dormido sobre las rocas, con el sol dorando su piel y la música del agua acunando sus oídos. Era el mejor sitio para es­capar de la presión de su .destino y esa búsqueda desesperada por agradar a su padre.

Al mirar en esos ojos cristalinos y dulces, se sintió por pri­mera vez contento de celebrar su cumpleaños.

Porque le daba la oportunidad de volver a verla.

—Sí, debe venir ―dijo con una sonrisa de lo más determi­nada―. No se preocupe de los detalles prácticos. Enviaré un ca­rruaje a por usted. Será mi invitada de honor.

¿Qué?

El príncipe quería buscar una forma delicada de explicarle que quería ayudarla, pero decidió que era demasiado orgullosa como para aceptarlo. Era preferible tomarse las cosas con calma y hacerle ver sus intenciones poco a poco. La honró con una de sus más encantadoras sonrisas.

Me gustaría mucho poder conocerla mejor, señorita Daniela ―dijo―. ¿Baila?

―No.

—No ―repitió él. ¡Maldición!, no se había precisamente des­vanecido ante la perspectiva de bailar con él.



Mordiéndose el labio, pensativo, la miró fijamente. Quería tocarla, quizás una ligera caricia en la mejilla... Pero se lo pensó mejor.

¿Le gusta la música?

―Algo.

¿Y qué hay de los jardines de recreo? ¿Le gustan?



Ella frunció el ceño y le miró con recelo, sacudiendo ligera­mente la cabeza.

—No he visto ninguno.

Se inclinó hacia ella y bajó la voz hasta que sólo fue un susurro.

¿Y los caramelos? ―Sacó una pequeña caja de latón de su bolsillo y la abrió, colocando dos caramelos de menta en su pal­ma―. Yo soy un goloso. ―Levantó la mano y esperó a que ella cogiera uno―. Es mi único vicio.

¿Sólo ése? ―preguntó ella escéptica, moviendo los ojos desde los caramelos hasta su cara, sin saber si podía creerle.

Él se rio.

Vamos, tome uno. No están envenenados. ―La observó cuando por fin cogió uno y lo colocó con desconfianza en su bo­ca―. Usted, señorita Daniela ―dijo― va a venir a mi fiesta de cumpleaños y juntos podremos darnos el gusto, sin el menor de los recatos, de disfrutar de las mejores tartas de chocolate, del mejor champán y de unos deliciosos pastelillos de color rosa lla­mados Pechos de Venus, y que mi cocinero hace ―se besó los dedos― alla perfezione.

―Gracias ―dijo, con el caramelo en un carrillo―, pero le aseguro que no puedo...

—No hable con la boca llena ―la reprimió, interrumpiendo su protesta―. ¿Y qué pasaría si insistiese?

Esa inocente confusión en sus ojos se intensificó. Parecía abrumada. Le miró fijamente con una expresión de lo más se­ria, chupando diligentemente el mentolado.

Para satisfacción del príncipe, ella le obedeció y no trató de hablar hasta que hubo terminado de comerlo.

Dios, cómo la deseaba. Un deseo tembloroso y salvaje des­cendió en cascada por su cuerpo.

—Le agradezco la invitación y me imagino que usted dice esto únicamente porque se compadece de mí en este lugar des­tartalado, acompañada únicamente por un viejo aunque en­trañable coronel loco. ―Daniela miró en dirección a la casa―. Pero le aseguro, príncipe Raffaele, que no puedo ir de ningún modo a su fiesta. ―Dudó―. Si de verdad quiere ayudarme, ocúpese de que el niño, Gianni, no pase la noche en la cárcel.

Él movió la cabeza con una sonrisa suplicante que le había funcionado con las mujeres desde que andaba a gatas.

—Si hago esto por usted, ¿vendrá al baile?

—De verdad, no entiendo cómo podría...

¡Chist! No se hable más, entonces. ―Le dedicó la más en­cantadora de sus sonrisas―. Enviaré un carruaje a por usted ma­ñana a las seis. Eso le dará tiempo suficiente para vestirse. Una se­ñora amiga mía le enviará un vestido adecuado para la ocasión y me atrevería a decir que puedo hacerle llegar un collar de ópalos de fuego que irán a la perfección con sus rasgos. Confíe en mí, tengo ojo para estas cosas. Hasta mañana por la noche entonces, señorita. ―Levantó su mano y la besó en los nudillos. Ella, sin embargo, le miraba con severidad. Sin hacer caso, el príncipe le soltó la mano y empezó a retirarse. Con una sonrisa de victoria en los labios empezó a bajar las escaleras dando pequeños sal­tos en dirección a su caballo, silbando La ci darem la mano.

―Señor, he dicho que no.

Se detuvo. Se giró, un poco sorprendido, pero encantado con su resistencia de doncella. Nadie quería conquistas fáciles. Ha­ciendo descansar la fusta sobre uno de sus hombros, preguntó:

—Señorita Daniela, ¿está segura de que no quiere conce­derse un poco de diversión en esta vida?

Ella se cruzó de brazos y levantó la barbilla.

—Con todos mis respetos, alteza, mis amigos acaban de ser arrestados. No es un buen momento.

—Para empezar, no debería relacionarse con criminales, que­rida ―le dijo con condescendencia. Después sonrió―. Nuestro trato está sellado. Sacaré al niño de la cárcel y me ocuparé de que le coloquen en un lugar seguro y, a cambio, usted bailará con­migo mañana... y probará uno de mis deliciosos pastelillos ro­sas del chef. Insisto en esto.

Ella se puso las manos en la cintura, con la frente fruncida, y le dijo en tono beligerante.

—He dicho que no iré, señor. ¿Acaso está sordo?

Decididamente, adoraba discutir con ella. Se puso una mano en la oreja a modo de audífono.

¿Cómo dice?

¿Cómo puede su alteza pedirme que sea tan egoísta como para pensar en superfinos entretenimientos mientras mis ami­gos pueden ser mandados a la horca mañana?

En ese momento, Rafe se dio cuenta de dos cosas, absorto como estaba de música y amare. En primer lugar, la muchacha no había aún comprendido la verdadera naturaleza de su propo­sición; y en segundo lugar, su contestación no era una estupidez porque, se dio cuenta ahora, ella estaba enamorada de ese impe­tuoso y feroz joven que acababa de arrestar.

En conclusión, su no era rotundo.

Darse cuenta de esto supuso un jarro de agua fría para el ca­lor de su entusiasmo. Apenas podía creerlo.

Vaya esto es interesante ―dijo, sin dejar de mirarla, con un puño levantado a la altura de la cadera.

Recordó entonces al mayor de los rebeldes bandoleros a los que había enviado a la cárcel hacía más de una hora. Era un hom­bre alto, un chico de granja robusto, de unos veinticuatro años, que había dicho llamarse Mateo Gabbiano. Iba vestido con ro­pas de trabajo, un chaleco marrón y un pañuelo rojo anudado al cuello. Mateo Gabbiano tenía ese tipo de belleza rústica, el pelo rizado negro y esos grandes ojos marrones que hacían derretir a las mujeres de corazón bondadoso.

¡Ahá! Ahora esa indiferencia de la señorita Daniela desde el principio cobraba algún sentido.

Raffaele estaba acostumbrado a ser adorado por las mujeres. No tenía mucha experiencia en rechazos de este tipo, por lo que no solía tomárselos bien.

Su opinión sobre ella se desplomó.

Su cara se ensombreció. ¿Cómo podía esta joven incauta dar su corazón, y tal vez también sus favores, a un criminal?, pensó con un resoplido aristocrático de desdén. Tal vez la soledad en éste lugar apartado... pero, ¿acaso no tenía esta mujer respeto por su rango? ¿Cómo diablos podía elegir a ese campesino en vez de... a él?

―Está bien, señorita ―dijo con fría prepotencia―. Veré qué puedo hacer por el chico. Que usted lo pase bien.

Se dio medio vuelta y completó los pocos escalones que le quedaban para salir del soportal, caminando muy derecho hacia el caballo blanco. Su mejor sentido le decía que el bandolero había corrido hasta su propiedad y que es posible que ella estu­viese también envuelta en sus crímenes. De ser así, él prefería no saberlo.

Unos pocos pasos más allá, Rafe se detuvo y se volvió brus­camente.

Ella seguía allí, con su delgado cuerpo silueteado por la luz de la antorcha.

¿Por qué pretendió no saber quién era yo? ―preguntó.

Para bajarle un poco los humos ―contestó―. ¿Por qué pa­só más de una hora con un anciano senil cuando estaba tan de­terminado a coger a un fugitivo?

―Porque, señorita ―dijo con destreza―, hay veces en las que un acto de ternura supera a uno de justicia.

Ella se quedó en silencio un momento, sin apartar la mira­da de él.

—Le estoy agradecida por haber querido ayudarme ―le di­jo―. Pero en vez de eso, soy yo la que voy a ayudarle.

¿Ayudarme? ―preguntó con sarcasmo―. Lo dudo.

―Eche un vistazo a los libros del recaudador de impuestos de esta región, alteza, y podrá encontrar al verdadero criminal.

Él entornó los ojos.

¿Qué quiere decir, señora?

―Ya lo verá.

Se golpeó la palma de la mano con la fusta.

—No existe la corrupción bajo el mandato de mi padre. Al menos no si el rey Lazar di Fiore puede evitarlo.

—Dígaselo al conde Bulbati.

¿Quién es ése?

―El hombre que sube mis impuestos cada vez que me nie­go a casarme con él.

El asunto llamó su atención como si le hubiese apuntado con un sable. Tomó mentalmente nota de ello y apartó la acusa­ción de malversación para centrarse en ella.

¿Por qué le rechaza? ¿No podría un matrimonio conve­niente aliviar un poco su situación aquí?

―Tal vez. Pero, en primer lugar, el conde Bulbati es un co­rrupto y un cerdo codicioso; y en segundo lugar, nunca voy a casarme. Con nadie. Nunca.

¿Por qué, por el amor de Dios? ―preguntó conmocionado, como si no hubiese pronunciado él mismo esas mismas palabras cientos de veces.

Ella levantó la cabeza, con la luz de las estrellas iluminando su pelo.

Porque yo soy libre. ―Hizo un gesto hacia la villa―. Nuestra casa puede necesitar alguna remodelación, pero es mi casa. Y todas estas tierras... ―añadió y, extendiendo la mano, le mostró el paisaje―. Aunque están sedientas por la sequía y el grano no ha crecido mucho, al menos son mis tierras. Todas ellas me pertenecerán hasta el día en que me muera. ¿Cuántas muje­res pueden sentirse tan afortunadas?

Él miró a su alrededor, perplejo de que pudiera sentirse tan afortunada cuando él había dudado de que hubiese comido lo suficiente en los últimos días o incluso en las últimas semanas.

Para mí no es sino mucho trabajo y algunos dolores de cabeza.

―Yo no necesito dar explicaciones a nadie, sino a mí misma -replicó―. ¿Por qué debería convertirme en propiedad legal de una persona que no es mejor que yo, y con toda seguridad, inferior a mí en casi todos los sentidos? ―Sus finos hombros se elevaron, como si no conociese la respuesta―. No espero que ni usted ni nadie me entienda. Simplemente, es una decisión que yo he tomado.

Una decisión que usted ha tomado ―repitió, sintiéndose desorientado con las palabras de la muchacha. No estaba seguro de si llegaría muy lejos con esas opiniones, pero al menos pare­cía tener el control de su vida, que era mucho más de lo que po­día decir de sí mismo.

Ese pensamiento le molestó.

Al oír caballos acercándose, miró a su alrededor y vio a sus hombres que salían del bosque y se aproximaban adonde él es­taba. Vio que traían su oro, pero no había ni rastro del Jinete Enmascarado. Con el ceño fruncido miró a Daniela Chiaramonte por encima del hombro. La muchacha esperaba en lo alto de la escalinata, haciendo reposar sus manos en su extremada­mente delgada cintura.

Había pensado dejar dos soldados haciendo guardia en la casa, como medida de protección para ella y su familia. Sin em­bargo, cambió de idea al darse cuenta de que el Jinete Enmasca­rado no podía ser ninguna amenaza para ella si era tan cercana a los miembros de su banda, especialmente a uno de ellos. El pensamiento le asqueaba.

―Si ha terminado de instruirme, señorita Daniela, el Rey espera mi llegada.

—Adiós, príncipe ―dijo con educación―. Y... feliz cum­pleaños.

¿Se estaba riendo de él esta pequeña mocosa? La miró con dureza, con la sensación de que en su voz había habido un li­gero tono de sarcasmo. Y aun así, a pesar de él mismo, todo lo que quería era marchar sobre ella y cubrir con sus labios esa sonrisa engreída. Pero, no, no lo haría. Seguiría andando hasta su caballo y cabalgaría lejos, muy lejos de ella. Él era bueno ol­vidando a las mujeres; y había decidido sacar inmediatamente de su mente a esa descarada pelirroja.

Aunque tarde, recordó que ya había sufrido las consecuen­cias de querer ayudar a mujeres en apuros hace años.

Al montar en el caballo y apremiarlo para que se pusiera en movimiento, su cabeza borró para siempre la imagen de la ex­céntrica Daniela Chiaramonte.

El propio Don Giovanni se hubiese sorprendido.
Capítulo tres
El mundo le parecía un lugar insufrible, después de su en­cuentro con la problemática pelirroja y su rechazo en favor de un campesino. Rafe hizo el resto del viaje sin ningún otro con­tratiempo, aunque estuvo en todo momento alerta al atravesar los suburbios más empobrecidos de la capital de Ascensión.

Conforme iban acercándose al centro de la cosmopolita ciu­dad italiana, proliferaban las lámparas de hierro forjado que iluminaban las calles pavimentadas. La gente había salido de sus casas para disfrutar del fresco de la noche. Las calles de Belfort bullían con la risa y las conversaciones provenientes de los cafés y las tabernas por las que iban pasando. Como era su de­ber, el príncipe saludaba a todos con la mano desde lo alto de su robusto caballo.

Al trote, el animal tosió bajo él con la brisa cálida que traía partículas de polvo en suspensión. Al palmear el cuello húmedo del animal, una nube de polvo subió de su piel. Rafe hizo una mueca, al sentir en su garganta el picor de la fina arcilla.

El polvo lo envolvía todo. No en vano llevaban cuatro meses de dura sequía. Incluso las caléndulas de los maceteros colgados en las fachadas se veían marchitas. Las elegantes fuentes de to­das las plazas habían sido cerradas para ahorrar agua.

«Parece que esto empeora, en vez de mejorar», pensó con preocupación. Era casi julio y pronto el siroco llegaría deslizán­dose desde el corazón del desierto del Sahara. Como cada año, cruzaría el norte de África, se expandiría por las limpias aguas de color jade del Mediterráneo y caería pesadamente por todo el sur de Europa. Durante estas dos o tres semanas, sería como si el mismo infierno se desplomase sobre la isla.

Al girar una esquina, Rafe pudo vislumbrar a lo lejos la her­mosa cúpula de bronce que se elevaba sobre los techos de la ciu­dad, brillante a la luz de las estrellas. Sin embargo, no se diri­giría ahora a su palacio de recreo. Había sido requerido en el palacio real.

Condujo al paso al semental blanco hasta llegar a la gran pla­za central pavimentada de la ciudad. En ese punto, la catedral y el palacio real se daban la cara como dos bailarines majestuosos en un minueto. Interponiéndose entre ellos se elevaba la famosa fuente de bronce, dedicada a los anteriores reyes de Fiore. Las pa­lomas se cobijaban entre los recovecos de la gloriosa escultura.

Rafe descendió de la silla y fue rápidamente escoltado por la guardia real al interior del palacio. Mirando la hora en el reloj de bolsillo, aceleró el paso al cruzar la puerta.

En el imponente salón de la entrada, fue recibido por Falconi, el viejo mayordomo de palacio al que tanto había atormentado de pequeño. Rafe le devolvió el saludo dándole una palmada en su frágil espalda, tan fuerte que a punto estuvo de hacerle caer. Después, le apremió para que le acompañara:

¿Dónde está mi anciano padre, Falconi?

―En la cámara del Consejo, señor. Me temo que la reunión está ya terminando.

¿Reunión? ―exclamó, sin dejar de caminar―. ¿Qué reu­nión? ¡Diablos! ¡Nadie me ha dicho nada de una maldita reunión!

―En fin, buena suerte, señor.

Rafe le despidió dándole las gracias y traspasó, a toda prisa, la entrada de mármol hasta el bloque administrativo del palacio. ¡Diablos!, había vuelto a hacerlo. Al llegar ante la puerta cerrada de la cámara privada del Consejo del Rey, se detuvo, tratando de tranquilizarse. Después, abrió la puerta con contundencia, inten­tando que su entrada fuera digna del mejor representante de la bohemia.

¡Caballeros! ―les saludó, paseándose tranquilamente por la pieza con un aire de indiferencia―. ¡Dios bendito, el gabinete en pleno! ¿Estamos en guerra? ―preguntó con una mueca, dan­do un empujón a la puerta para cerrarla.

―Su alteza ―mascullaron los almidonados pares.

—Hola, padre.

El rey Lazar leía un documento situado en la cabecera de la larga mesa. Al oír su saludo, levantó la cabeza y miró a su hijo por encima de las gafas cuadradas que caían de su pertinaz nariz romana.

El rey Lazar di Fiore era un hombre imponente, de facciones lluras y mandíbula cuadrada. Tenía el pelo muy corto, canoso, y la piel bronceada por el sol. Frunció el ceño al ver a Rafe, sus ojos oscuros y penetrantes fijos en él con la intensidad que tanto le caracterizaba.

Rafe recogió esta mirada, preguntándose cómo de grande podía haber sido su incompetencia esta vez.

Desde niño, había estudiado con el más mínimo detalle las expresiones de su padre, no sólo para aprender de él cómo en­frentarse a los hombres, algo que su padre dominaba a la perfec­ción, sino también porque su niñez se había caracterizado por un intento continúo de responder a las expectativas de su progeni­tor. Finalmente, había acabado aceptando con filosofía que nunca sería suficiente a los ojos de su padre. Nunca llegaría a conseguir que se olvidaran de La Debacle.

―Es un honor que haya decidido unirse a nosotros, alteza ―observó el Rey, volviendo a inspeccionar el documento que tenía en las manos―, y no, no estamos en guerra. Siento ne­garle ese entretenimiento.


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