3-el principe azul



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—Está bien así ―dijo Rafe. Se dejó caer perezosamente en su silla a los pies de la mesa, colgando su brazo con desgana en el respaldo de la silla―. Soy un amante, no un luchador.

El almirante de la Armada, con las mejillas rubicundas, se aclaró la garganta para reprimir una carcajada. Era quizás el úni­co de los allí presentes que entendía y apreciaba a Rafe, o al me­nos, el único que no se sentía ofendido por su comportamiento.

No se podía decir lo mismo de la formidable pareja situada al otro lado de la mesa, el obispo Justinian Vasari y el primer ministro, Arturo di Sansevero.

Los dos se merecían un estudio por sus contrastes: el obispo era gordo y rimbombante, achaparrado como un buldog vestido de encajes; ladrador, pero poco mordedor. Su cara era redonda y rubicunda. Unos mechones de pelo blanco salían sin ningún con­trol por debajo de su roquete morado. Estaba tan seguro de que era Dios quien dictaba sus opiniones en cualquier asunto, como de que había sido bendecido con unos jardines siempre hermosos en su palacio. Sobre todo, era conocido por sus sermones llenos de impetuosa elocuencia, y cuando hablaba contra el vicio y el li­bertinaje, todo el mundo sabía a quién se estaba refiriendo.

En resumen, el obispo veía al príncipe heredero como el hijo pródigo derrochador que abusaba de la bondad y la beatitud de su padre, el rey Lazar. Afortunadamente, había un segundo hi­jo, el querubín dulce y obediente de diez años, el príncipe Leo, que desempeñaba el papel de Abel frente a su hermano Caín, según la cosmología del obispo. Para él era irrelevante la opi­nión de su niñera, quien aseguraba que el pequeño era también un granuja en potencia. El obispo Justinian había sido desig­nado por el Rey como guardián legal del príncipe Leo y se le ha­bía otorgado el título de regente, lo que significaba que si Dios castigaba alguna vez a Rafe por sus bacanales y carreras de cua­drigas bajo los efectos del alcohol, el obispo podría gobernar en nombre de Leo hasta su mayoría de edad.

Por razones que Rafe no podía comprender, los habitantes de Ascensión amaban a su orgulloso y pomposo obispo.

El primer ministro era el más firme opositor del obispo Jus­tinian, aunque también lo era de Rafe. Limpio, rápido, ordenado y discreto. Don Arturo era un cortesano consumado. Su aguda y penetrante mente era como la de una barracuda silenciosa de dientes afilados. Por fortuna, su señoría estaba dotado de una inquebrantable lealtad hacia Ascensión. De estatura menuda, don Arturo tenía los ojos marrones y una boca delgada y enjuta que sólo suavizaba cuando veía a los hijos de su hermana, sus sobrinos. El no tenía hijos, porque su mujer había muerto hacía veinte años y no había vuelto a casarse. Su trabajo ―Ascen­sión― era su vida.

Si Rafe se hubiese arrepentido de sus fechorías, el grandilo­cuente obispo habría matado él mismo un cordero para cele­brarlo. El primer ministro, sin embargo, tenía razones más per­sonales para odiarlo.

Mientras tanto, al lado de Rafe se sentaba su pariente flo­rentino, el duque Orlando di Cambio, quien le pasó con discre­ción las notas que habían estado tomando.

«Grazie, primo.» Rafe echó un vistazo a la página, sintién­dose como si estuviese siendo escarmentado por el gesto de su primo. Él sabía que la mayor parte del gabinete hubiese prefe­rido ver a Orlando haciéndose con el trono que a él, si eso fuese posible.

Con el sello de los Fiore en su guapo perfil, Orlando, unos cinco años mayor que Rafe, parecía más su hermano que un primo lejano. Los dos eran altos, de hombros anchos, atractivos y arrogantes, conscientes de su superioridad innata. Pero si Ra­fe tenía el pelo rubio oscuro y los ojos color avellana, Orlando era moreno y de ojos verde claro.

Orlando era de los solitarios, vestido siempre de negro. En Florencia, había tenido éxito como comerciante de barcos. Des­pués se había trasladado a la tierra de sus ancestros y servía ahora a Ascensión como ministro de Finanzas. Se había ganado la con­fianza del gabinete y del mismo Rey por su predisposición y sus maneras sobrias y fiables. Sobre todo, era muy querido por el pri­mer ministro. Desde hacía algunos meses, Orlando había sido in­cluido en las reuniones de alto nivel como la que les ocupaba ahora, ya que por sus venas circulaba, aunque poca, sangre real.

—Sus habituales tardanzas son un reflejo de que peca de or­gulloso, príncipe Raffaele ―murmuró el obispo, deteniéndose grandilocuente en cada una de las «erres».

—Bueno, pido disculpas por el retraso ―les dijo a todos mientras miraba las notas de Orlando. Levantó los ojos inocen­temente, odiándose por necesitar pedir excusas, incluso aunque la de esta vez fuese buena―. Da la casualidad de que fui abor­dado por unos salteadores de caminos.

El obispo y algunos de los demás consejeros abrieron la boca sorprendidos. Don Arturo entornó los ojos.

El Rey arqueó una ceja en dirección a Rafe, quien le devol­vió el gesto con una sonrisa.

¿Estás herido? ―preguntó Orlando, con preocupación.

―No ha habido heridos. Todos los ladrones menos uno es­tán ya bajo custodia. Mis hombres están buscando al último fu­gitivo todavía.

—Bien ―asintió el Rey.

¡Atacar a un miembro de la familia real! ―dijo Orlando, quien volvió a sentarse en su silla con una mirada de disgusto―. Me gustaría verles a todos en la horca.

―No sabían a quién estaban atacando, supongo. Iba en un carruaje que no era el mío... en fin, ¡qué importa! ―murmuró Rafe, evitando la sonrisa irónica de su padre en relación a la ca­rrera y al eje roto.

Orlando sacudió la cabeza con pesar junto a los otros.

El Rey carraspeó.

—Bien, Raffaele, la razón por la que te hemos hecho venir aquí es porque he decidido tomarme unas vacaciones. Me voy mañana.

Los ojos de Rafe se abrieron por la sorpresa, al tiempo que dejaba caer el brazo por el respaldo de la silla.

Su padre no se había tomado un descanso en treinta años de gobierno.

Ahora que ese horrible corso ha sido encarcelado de nue­vo, y esperemos que esta vez sea para mucho tiempo, he deci­dido llevar a tu madre a España durante un par de meses, y po­der ver así a nuestros nietos. Te hago príncipe regente en mi ausencia, Rafe. ¿Qué tienes que decir a esto? Rafe estaba conmocionado.

Miró fijamente a su padre y su padre le miró a él, con unos ojos penetrantes que parecían desafiarle. Le pareció ver tam­bién una expresión divertida en la profundidad de sus ojos os­curos y sagaces.

¿Estás preparado?

¡Sí, señor! ―se apresuró a responder, con fervor. Su co­razón empezó a acelerarse.

Su padre levantó una mano, tratando de detener tanta euforia.

—Sin embargo, tengo una condición. Rafe se mojó los labios.

—Lo que sea.

El rey Lazar hizo un gesto en dirección a Orlando. Su primo se levantó de la silla y fue al gran aparador de la pared, de donde volvió con una gran bandeja de madera para Rafe. Una sonrisa de picardía apareció en la dura boca del Rey al ver a Rafe inspec­cionar la bandeja.

En ella, se extendían cinco pequeñas imágenes de mujeres y una pila de papeles oficiales. Arrugando el entrecejo, interrogó con la mirada a su padre.

Es hora de que elijas una mujer, Rafe. Él le miró horrorizado.

―Vamos, elige una ―dijo el Rey, haciendo un gesto en direc­ción a la bandeja.

¿Ahora? ―exclamó, desesperado.

¿Por qué no? ¿Cuánto tiempo más piensas seguir pospo­niéndolo? Hemos esperado a que tomaras la decisión por ti mismo durante tres años. Tienes la obligación de darnos un he­redero, ¿lo sabes, no?

―Sí, pero...

—Si quieres probar el trono, hijo, tendrás que elegir a una de estas jóvenes como esposa y firmar el poder para el contrato matrimonial que está ahí.

¡Poder matrimonial! ―gritó, alejando la mano del taco de papeles―. ¿Quiere decir que si firmo esto, estoy casado?

―En efecto. ¿No lo entiendes? No hubiésemos podido ha­cerlo de una forma menos dolorosa para ti.

Rafe se quedó mirando el pliego como si hubiese una mano severa sobre la bandeja.

El Rey se hizo sonar los dedos, mirándole con preocupación.

—Raffaele, tu compromiso de asumir las responsabilidades matrimoniales que te corresponden es la única manera que tengo de asegurarme de que puedo confiarte Ascensión en mi ausencia. Se echó hacia atrás en la silla y miró a su padre.

—Debe estar bromeando. Lazar se limitó a esperar.

Rafe traspasó con la mirada a su anciano padre, quien a su vez le observaba con una mezcla de rencor y desdén. Nadie es­taba dispuesto a echarle una mano, observó. Miró a Orlando, pero su primo se dedicaba a estudiar las fotos de las mujeres. Rafe no podía soportar mirarlas.

—Padre, sea razonable. No puedo simplemente elegir a cual­quiera sabiendo que voy a tener que verle la cara durante el res­to de mi vida. ¡Ni siquiera sé quiénes son estas mujeres!

Tienes treinta años, Rafe. Has tenido tiempo de sobra para cortejar a las mujeres adecuadas, pero en vez de eso, has preferido perder el tiempo seduciendo a actrices. Por ese motivo, hemos tenido que facilitarte la elección nosotros mismos. ―El Rey hizo crujir los nudillos, haciendo descansar los codos sobre la mesa―. Elige, y después, firma. Si no, tendré que dejar a don Arturo al mando, y tú podrás seguir jugando. Pero ―añadió con un tono duro―, si eliges eso, me veré obligado a reconsiderar seriamente tu sucesión al trono. Leo es aún lo suficientemente joven como para poder ser educado para la corona.

Rafe no podía creer lo que oía. Se le había formado un nudo seco en el estómago y la furia corría por sus venas.

¿Qué podía hacer? Tendría que obedecer... como siempre. Con la cabeza baja, se aplicó en las imágenes. La rabia iba ce­gando lentamente sus ojos, por lo que le costaba ver las caras sonrientes y estúpidas de las posibles novias que habían elegido por votación para él. Una marioneta. Un prisionero.

Entonces recordó a Daniela Chiaramonte, una mujer, ape­nas una niña, allí de pie con la frente tan altiva como satisfecha, dueña de su propio destino... y se sintió humillado.

«No», pensó desesperado. Durante años había aceptado la dominación de su padre. Sus críticas y sus exigencias imposi­bles. La intimidación por un lado y la sobreprotección por el otro, lo que había terminado por minar su ya de por sí vapuleada autoestima. Pero esto era pasarse de la raya.

—Esto ―dijo, con un tono muy tranquilo―, es intolerable.

¿Cómo dices? ―preguntó el Rey como para intimidarle, con las dos cejas levantadas.

Rafe levantó con parsimonia la vista de las fotos, los ojos en­furecidos. De repente, se puso en pie, tirando atrás su silla.

Los ministros ahogaron un grito. Orlando arqueó una ceja y el obispo entornó los ojos. Sin decir una palabra, Rafe dio me­dia vuelta y caminó con decisión hacia la puerta.

¡Rafe! ¿Qué demonios haces?

¡Liberarme de usted, señor! ―gritó, dándose la vuelta. ¡Estoy harto de que controle mi vida! Dele la corona a Leo. No la quiero si debo pagar mi alma por ella.

Una vez dicho esto, salió de la habitación, temblando de miedo. Caminó por el vestíbulo, sacándose los guantes con manos temblorosas y miró hacia delante, con la vista nublada por la ra­bia. No podía creer lo que acababa de hacer. Pero al diablo, le ha­bían enseñado desde pequeño a comportarse como un Rey y ahora querían que aceptase órdenes como un lacayo. Había lle­gado al límite.

Que el Rey le desheredara, si quería. Ya no le importaba. Lo había hecho lo mejor posible y nunca había sido suficiente para él. Esta vez su padre había ido demasiado lejos.

¡Raffaele! ―oyó la voz de su padre, llamándole airado por detrás.

Su cuerpo se puso tenso. Se detuvo al momento, sin que­rerlo, pero estaba habituado a comportarse como un perro bien entrenado para la caza, como un spaniel real idiotizado. Era de­sesperante, porque sabía que si no seguía caminando ahora, per­dería la única oportunidad que tenía de ser libre.

Y aun así, lo único que le mantenía anclado era su amor por Ascensión. Ese amor lo amarró al suelo, un amante cruel que le forzaba una vez más a humillarse. Desde luego resultaba extra­ño que su padre le siguiese después de haberle desafiado tan des­caradamente frente al gabinete. Su orgullo le impedía volverse, pero se quedó donde estaba, con las manos a ambos lados y los guantes sujetos en un puño.

—Rafe, maldita sea ―murmuró el Rey enfadado mientras caminaba hacia él.

Rafe se dio la vuelta con una expresión amarga y enfrentó a su padre mirándole a los ojos.

Lazar se quitó las gafas y le miró con intensidad.

—Has elegido el peor momento para rebelarte, muchacho.

—No soy ―replicó― ningún muchacho.

¿Crees que no sé por qué esto es tan difícil para ti?

¿Porque esta vez me está obligando a tomar la decisión más importante de mi vida cogiéndome por el cuello? ¿Porque me considera tan idiota que ni siquiera cree que pueda elegir una buena esposa por mí mismo?

El Rey sacudía la cabeza con impaciencia.

No, no. Los dos sabemos que la razón para que rechaces comprometerte es porque todavía estás dolido por lo que esa mujer te hizo cuando tenías diecinueve años. ¿Cómo se llama­ba? ¿Julia?

Rafe se quedó helado, mirando incómodo a su padre. Él le miraba con intensidad y astucia.

—Ya es hora de que lo superes, Rafe. Han pasado diez años.

El apartó la mirada.

La Debacle.

Algunas personas tenían que aprender de la manera más difícil. Él, joven heredero y estúpido, había sido una de estas personas cuando había intentado salvar a su dama en apuros. Qué objetivo tan fácil debió ser, con sus generosos bolsillos y su inocente corazón.

Aquellos días habían pasado.

—Deberías haber dejado que la persiguiésemos, Rafe. Se­gún la ley, debería haber sido colgada. Deberías haberme dejado a mí hacerme cargo del asunto.

—No necesito que luche mis batallas por mí, padre ―dijo lacónico, apesadumbrado por el recuerdo.

Un caballero joven de su nobleza, tan seguro de sí mismo, ni siquiera había desconfiado al oír los rumores de que su hermosa amante, mucho mayor que él, era una femme fatal que se había acostado con todos los hombres del reino y simplemente le es­taba utilizando. No le importaba. Estaba seguro de que si le daba todo, acabaría por conseguir que ella le amara por lo que era, y no por su rango, su físico o su dinero. Había cuidado a Julia después de encontrarla casualmente maltratada por alguno de sus aman­tes. Había pagado sus deudas y había rehabilitado su orgullo, y por todos sus cariñosos cuidados, ¿qué era lo que había recibido?

Ella le sedujo, le quitó la virginidad y después le robó mien­tras dormía. Buscando en su escritorio, había robado unos ma­pas secretos que él estaba preparando para su padre, mapas que luego vendió a los franceses y que luego ellos utilizaron para invadir Ascensión.

La Casa de los Fiore había estado a punto de perder Ascen­sión en manos de Napoleón, y todo porque el heredero no ha­bía podido, al parecer, controlar su deseo adolescente por una mujer inapropiada.

Ningún hombre del Gobierno le había tomado en serio desde entonces, ni su padre, ni nadie, y mucho menos los miem­bros del gabinete.

―Esa ramera te sedujo, se aprovechó de tu juventud...

—No quiero discutir eso, padre ―le cortó, apartando los ojos―. Fue culpa mía. Confié en la mujer equivocada.

Y ahora no quieres confiar en ninguna de ellas. Rafe, Rafe. ―Lazar suspiró―. Necesitas un heredero, Rafe.

¿Por qué? ―preguntó―. ¿Por qué esa prisa, de repente?

―Estoy enfermo ―dijo su padre.

¿Qué? ―respiró, volviéndose hacia él.

Lazar le miró, y después, lentamente, bajó los ojos.

Por eso es por lo que voy a España a ver a Darius, a Serafina y a los niños. No sé cuánto tiempo me queda de vida. Toda­vía me quedan fuerzas para hacer el viaje.

¿De qué está hablando, padre? ―exclamó―. ¡No parece enfermo!

―Habla en voz baja ―dijo el Rey, recorriendo la estancia con la vista―. Nadie lo sabe excepto el médico jefe, don Arturo, y ahora tú. Quiero mantenerlo en secreto durante el mayor tiempo posible.

Rafe le miró boquiabierto un momento, sin creer lo que oía.

¿Lo sabe madre?

―No, por Dios, no ―susurró, armándose de valor―. No quiero que se preocupe más tiempo del que haga falta.

¿Cuál es el problema? ¿Sabe el doctor de qué se trata?

Se encogió de hombros.

—Una enfermedad de estómago. Seguramente un cáncer.

Dios mío ―dijo Rafe, atónito. Entonces le sobrevino el enfado―. ¿Cómo es posible? ¡Nunca ha estado enfermo, ni un día de su vida! ¿Está seguro de que es eso?

―Totalmente seguro. Rafe, lo que quiero es dejar la casa en orden. No es momento ahora de que me des la espalda.

Rafe le miró desconcertado. Ahora que sabía lo que le pasaba, pudo ver los signos de estrés en la cara de su padre. La cara des­gastada de Lazar aparecía tensa en la zona de los pómulos y sus ojeras eran considerables, como si llevase tiempo sin dormir.

No podía creerlo. Su padre siempre le había parecido tan in­vulnerable e inmortal como un dios.

¿Tiene dolores?

Lazar se encogió de hombros.

—Estoy bien si no como.

Él sacudió la cabeza.

—Padre, ¿por qué demonios no me dijo esto en primer lugar, en vez de ponerme entre la espada y la pared de esa manera? Siento muchísimo haber perdido los nervios ahí dentro...

—No quería que lo supieras. Vas a tener ya demasiados que­braderos de cabeza cuando seas el responsable de medio millón de personas. ―Puso una mano firme en el hombro de Rafe y le dio un apretón―. Tal vez el método que he utilizado esta noche contigo haya sido un poco despótico, Rafe, pero quiero que te cases. No sólo por la obligación para con el reino y la familia, sino por tu propio bienestar. Yo también hice muchas tonterías en su día, pero, Dios lo sabe, no me gusta ver lo que te está pa­sando a ti.

Rafe no dijo nada.

—Querrás a alguien que de verdad se ocupe de ti cuando lleguen los problemas... y llegarán. Honestamente te lo digo, nunca hubiese podido soportar esto tanto tiempo si no hubiese sido por tu madre.

Rafe apartó la mirada de la intensidad que vio en la de su pa­dre y fingió mirar al suelo, tragando fuerte para hacer pasar el nudo que sentía en la garganta. Temía echarse a llorar como un niño allí mismo. ¿Y él iba a ser Rey?

—Sí, señor ―farfulló. Ahora que entendía la situación, no podía de ninguna manera negarse a los deseos de su padre. No te­nía corazón para hacerlo. Se casaría, aunque hacerlo sería como firmar su sentencia de muerte―. Haré lo que me pide, aunque me temo que no hay otra como ella, señor.

Su padre sonrió abiertamente. No perdía el coraje, ni si­quiera sabiendo que iba a morir. Rafe se sintió sobrecogido. El Rey le dio una palmadita cariñosa en la espalda.

—En eso tienes razón. Venga, vamos. Tenemos aún que con­cretar algunos detalles administrativos.

Lazar rodeó con el brazo a su hijo por los hombros, hacién­dole entrar en la Cámara del Consejo, aunque la cabeza aún le daba vueltas.

—Lo harás bien, hijo. Lo he dejado todo hablado con don Arturo para que te ayude...

Si algún día pudiese llegar a ser la mitad de hombre de lo que era su padre, consideraría que había tenido éxito en la vida, pensó, todavía conmocionado con la noticia. No obstante, y sin saber por qué, su cabeza se negaba a aceptar la idea de que su pa­dre estuviera muñéndose.

Quizás por eso su cabeza se puso de inmediato a buscar otras explicaciones, incluidas algunas bastante siniestras. Pero claro, los médicos debían de haber revisado ya si se trataba de veneno.

Si hubiesen encontrado alguna sustancia venenosa, su pa­dre no habría aceptado el diagnóstico de cáncer de estómago. Además, ¿quién querría envenenar al grande y célebre rey La­zar di Fiore, también conocido como la Roca de Ascensión? Su majestad era amado y respetado por todos.

Una cosa estaba clara: Rafe haría una visita a los médicos de la familia real para pedirles información al respecto. Decidió mandar a su propio cocinero para que les acompañase en la tra­vesía, porque sabía que podía confiar en él plenamente. Reem­plazaría también las provisiones del navío antes de partir.

Por fortuna, sabía que si su padre estuviese realmente en peligro, no había lugar más seguro para él que bajo el techo de Darius, en España. El fiero y atractivo marido de su hermana había sido siempre el guardián de la familia real, el único hom­bre que había sabido echar a los invasores franceses de las cos­ías de Ascensión, en aquel aciago día, diez años atrás.

De hecho, por muy grande que hubiese sido la amenaza, siempre habían sido más fuertes cuando la familia se había man­tenido unida. Un pensamiento que debería tener en mente cuan­do eligiese a su esposa.

Esta vez, Rafe tomó asiento en la cabecera de la mesa, con una expresión de gravedad y agitación. Se dirigió a los miembros del gabinete para murmurar una breve disculpa por su comporta­miento.

Lazar carraspeó.

Mi hijo y yo hemos llegado a un acuerdo. Su alteza ha ac­cedido a elegir a una de estas jóvenes, que nosotros le hemos pro­puesto, cuando yo vuelva de mi viaje. La boda tendrá lugar entonces. No creo que sea necesario hacerle tomar una decisión ahora. Después de todo, no queremos que la precipitación haga que luego pueda arrepentirse de su decisión. En estos momentos, el príncipe tiene otras muchas cuestiones de las que ocuparse, por lo que estoy seguro de que todos estarán de acuerdo conmigo.

Los presentes movieron la cabeza, asintiendo en silencio.

Rafe se encontró con la mirada dura, aunque esperanzadora, de su padre.

Había llegado el momento, el momento de probar que todos se habían equivocado con él. Bajó los ojos en dirección a las no­tas que le había pasado su primo, con el corazón encogido. Las leyó por encima, sintiéndose como el alumno que tiene que res­ponder a una pregunta del profesor. Asustado ante la idea de contestar mal. Tomó aire y levantó la barbilla.

—Muy bien, señores ―dijo con un deje de nerviosismo en la voz―, ¿por dónde quieren que empecemos?

Don Arturo le dirigió una mirada penetrante y mordaz.

— ¿Por dónde quiere usted que empecemos, alteza? Rafe le miró sin saber qué decir durante unos segundos. En estos primeros segundos de plena autoridad monárquica se sintió como si se hubiese subido a un caballo de carreras y no supiese muy bien cómo controlarlo. Era desconcertante, verti­ginoso, intoxicador. Pero los años de estudio continuo sobre cien­tos de temas diferentes le habían preparado para este momento, y el período de aprendizaje había terminado.

Cuando volvió a hablar, su voz fue firme, autoritaria:

—Empecemos con ese asunto de la sequía. ¿Cuál es el es­tado de las reservas de agua de la ciudad? Y denme una estima­ción de lo rápido que podríamos construir más canales de riego para suministrar agua a las plantaciones de trigo.

El ministro de Agricultura levantó la mano y se ofreció a responder.

Rafe le escuchó con atención, tratando de recuperar el equi­librio. Por el rabillo del ojo vio que su padre bajaba la cabeza y sonreía satisfecho.


Capítulo cuatro
Dani se despertó con la luz de la mañana que atravesaba sua­vemente la muselina del dosel de su cama, que hacía las veces de mosquitera. La luz enfocaba los tonos desvaídos del viejo mobi­liario. Las paredes del dormitorio aparecían revestidas de un monótono estuco. Arrugó la nariz al sentir el dolor ardiente de su brazo y volvió a cerrar los ojos al recordar la mala noche que había pasado.

Después de la visita del príncipe, Dani había tenido que ca­balgar hasta el pueblo para comunicarle a la viuda de los Gabbiano lo que le había ocurrido a sus hijos. Sin duda, había sido una de las cosas más duras que Dani había tenido nunca que ha­cer. Entre el temor por los chicos, el dolor de su brazo y el re­cuerdo de la conversación mantenida con el príncipe Raffaele, apenas había podido pegar ojo. Y eso que la jornada iba a exigir de ella todas sus energías.


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