Alejandro dumas



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Y Chicot hizo uno de esos movi­mientos de cabeza, que en todos los países del mundo pasan por señales de incredulidad.

-Señor -dijo maese Claudio-, hoy es viernes y estamos en Cua­resma.

-¿Y eso qué importa? -repuso Chicot con cierto aire que no daba muy buena opinión de las tenden­cias religiosas de Gorenflot.

-¡Vaya! -replicó Claudio ha­ciendo un gesto que claramente que­ría decir: yo tampoco lo entiendo, pero es así.

-Pues señor -dijo Chicot-, por fuerza se ha descompuesto esta má­quina sublunar. ¡Cenar Gorenflot en cinco minutos! Indudablemente es­toy destinado a ver hoy cosas mi­lagrosas.

Y como un viajero que pone el pie en una región desconocida, avan­zó hacia una especie de gabinete particular, abrió la puerta vidriera cubierta con una cortinilla de lana de cuadros blancos y encarnados, y en el interior del aposento, al res­plandor de la humeante mecha de un velón divisó al digno fraile, que negligentemente revolvía en el pla­to una pequeña ración de espinacas cocidas, tratando de hacerlas más sabrosas con la mezcla de un poco de queso de Surennes.

Ínterin el buen padre condimenta sus espinacas haciendo gestos que in­dican el poco resultado que espera de su combinación, tratemos de pre­sentarle a nuestros lectores bajo un aspecto que les indemnizará del mu­cho tiempo que han tardado en co­nocerle.

El P. Gorenflot tenía treinta años y cinco pies de rey.

Esta estatura, tal vez un poco exi­gua, estaba compensada, según decía él mismo, con la admirable armonía de sus proporciones; pues lo que en altura perdía lo ganaba en anchu­ra, contando próximamente tres pies de diámetro de un hombro a otro, lo cual, como todos saben, equiva­le a nueve pies de circunferencia.

En el centro de sus hercúleos omó­platos se elevaba un ancho cuello surcado de músculos gruesos como un dedo y salientes como cuerdas. Desgraciadamente este cuello se ha­llaba también en proporción con las demás partes del cuerpo, es decir, que era grueso y corto, circunstan­cia que hacía inminente la apople­gía tan luego como el P. Gorenflot experimentase alguna emoción algo violenta. Más el P. Gorenflot, co­nociendo este defecto y el peligro a que se exponía, no se impresio­naba jamás, y aún debemos decir que era muy raro verle manifiesta­mente afectado como estaba cuando Chicot entró en el gabinete.

-¿Qué es esto, amigo mío? ¿qué hacéis ahí? -exclamó nuestro gas­cón, mirando sucesivamente a Go­renflot, las espinacas, la mecha del velón y cierta copa llena de agua mezclada con algunas gotas de vino.

-Ya lo veis, hermano, estoy ce­nando -repuso Gorenflot con una voz vibrante como el sonido de la campana de su convento.

-¿Vos llamáis a eso cenar? ¿vos Gorenflot? ¡Epinacas y queso! Va­mos, estáis delirando -exclamó Chicot.

-Nos hallamos en uno de los primeros viernes de Cuaresma; ha­gamos algo por nuestra salvación, hermano mío -contestó Gorenflot con voz gangosa y levantando fer­vorosamente los ojos al cielo.

Chicot quedó asombrado. Sus mi­radas indicaban que ya más de una vez había visto a Gorenflot celebrar de distinta manera el santo tiempo de Cuaresma.

-¡Nuestra salvación! -repitió- ­¿y qué diantre tienen que ver el agua y las espinacas con nuestra salvación?

-No comas sino pescado

en miércoles de ceniza,

y en los viernes de Cuaresma

la carne está prohibida.

-dijo Gorenflot.

-Mas, ¿a qué hora habéis al­morzado?

-No he almorzado, hermano mío -dijo el fraile con voz más gan­gosa todavía que antes.

-¡Ah! si no se trata más que de hablar por las narices, estoy dis­puesto a apostármelas con todos los frailes del Universo. Y si no habéis almorzado -añadió con voz en ex­tremo gangosa-, ¿qué habéis he­cho, hermano mío?

-He compuesto un discurso -dijo Gorenflot levantando orgu­llosamente la cabeza.

-¡Bah! un discurso, ¿y para qué?

-Para pronunciarlo esta noche en el convento.

-¡Oiga! -pensó Chicot-, un discurso para esta noche: ¡es parti­cular!

-Y ya es hora -agregó Goren­flot llevando a la boca una cucha­rada de espinacas con queso-: es preciso pensar en volver a la aba­día, pues tal vez mi auditorio esta­rá impaciente.

Chicot pensó en la multitud de frailes que había visto entrar en el convento, y recordando que, según todas las probabilidades, M. de Ma­yena se hallase entre ellos, no podía atinar el motivo por el cual Goren­flot, apreciado hasta entonces por cualidades que ninguna relación te­nían con la elocuencia, había sido elegido por su superior José Foulon, a la sazón abad de Santa Genoveva, para predicar delante del príncipe de Lorena y de una tan numerosa asamblea.

-¡Bah! -exclamó-, ¿y a qué hora predicáis?

-De nueve a nueve y media, hermano mío.

-Bueno: son las nueve menos cuarto, de modo que bien podéis concederme cinco minutos, ¡qué dia­blo! más de ocho días hace que no hemos tenido ocasión de comer jun­tos.

-No ha sido culpa nuestra -dijo Gorenflot-, y nuestra amistad, caro hermano, no por eso ha disminuido; los deberes de vuestro empleo os encadenan al lado de nuestro gran rey Enrique III (Q. D. G.) ; los de­beres de mi estado me imponen a mí el de qüestar y después de la qüesta la oración. No es, pues, ex­traño que nos veamos separados.

-Efectivamente: mas por Dios, que ésta me parece una nueva razón para alegrarnos cuando nos encon­tramos.

-¡Y como que me alegro! -dijo Gorenflot en tono lastimero-; pero no por eso puedo permanecer más tiempo aquí.

Y el fraile hizo un movimiento para levantarse.

-Acabad al menos vuestras hier­bas -dijo Chicot poniéndole la mano en el hombro y haciéndole sentar.

Gorenflot miró las espinacas y suspiró; luego dirigió la vista al vino aguado y volvió a otro lado la cabeza.

Chicot conoció que había llegado el momento de comenzar el ataque.

-¿Os acordáis -preguntó-, de aquél almuerzo de que os hablaba hace poco, ¿eh? en la puerta de Montmartre, donde dejamos a nues­tro gran rey Enrique III discipli­nándose y disciplinando a los otros, y nosotros dos fuimos a comer una cerceta del pantano de la Granje-­Batelière, y a beber de ese vino de Borgoña?: ¿cómo se llama ese vino? ¿no le habéis descubierto vos?

-Es un vino de mi país -repu­so Gorenflot-, de la Romanía.

-Sí, sí, ya me acuerdo; es la le­che que habéis mamado desde que vinisteis al mundo, digno hijo de Noé

Gorenflot se relamió los labios con triste sonrisa.

-¿Qué decís de ese vino? -pre­guntó Gorenflot.

-Bueno era -contestó el frai­le-, pero todavía le hay mejor.

-Eso es lo que afirmaba el otro día Claudio Bonhomet, nuestro hués­ped, el cual dice que tiene en su cueva un vino, que en su compara­ción el de la puerta de Montmartre es puro vinagre.

-Es verdad -dijo Gorenflot.

-¡Cómo! ¿es cierto -exclamó Chicot-, y bebéis esta abominable agua teñida, cuando no tenéis que hacer más qué extender el brazo para beber un vino semejante? ¡Puah!

Y Chicot, tomando la copa, arro­jó el contenido.

-Tiempo hay para todo, herma­no -exclamó Gorenflot-: el vino es bueno cuando después de haberlo bebido no hay que hacer nada más que alabar a Dios que lo ha criado; pero cuando hay que pronunciar un discurso, el agua es mejor, no para el gusto, sino para el uso: facunda est aqua.

-¡Bah! -replicó Chicot -, ma­gis fecundum est vinum y la prueba es que yo también debo pronunciar esta noche un discurso y que tengo fe en mi receta, voy a pedir una botella de ese vino de Romanía. Veamos: ¿qué me aconsejáis que tome para echar un trago?

-No toméis espinacas -dijo el fraile-: no puede haber cosa peor.

-¡Puf! -dijo Chicot tomando el plato de Gorenflot y aproximán­doselo a las narices-, ¡puf!

Y abriendo una pequeña ventana, no se contentó ya con tirar las espi­nacas sino arrojó también a la calle el plato.

Luego volviéndose hacia la puerta gritó:

-¡Maese Claudio!

El huésped, que probablemente estaba escuchando la conversación, se presentó al momento.

-Maese Claudio -exclamó Chi­cot-, traedme ese vino de la Ro­manía que vos decís ser mejor que el de ningún establecimiento.

-¡Dos botellas! -dijo Goren­flot-, ¿y para qué, puesto que yo no bebo?

-Si bebieseis, haría traer cuatro botellas, seis, doce, todas las que hay en la casa -dijo Chicot-; pero cuando bebo solo, bebo mal y con dos botellas tengo bastante.

-En efecto -repuso Goren­flot-, dos botellas son una cosa re­gular, y si no coméis más que pes­cado, nada podrá deciros vuestro confesor.

-Ciertamente -repuso Chi­cot-; ¡carne en viernes de Cua­resma! ¡Ni por pienso!

Y abriendo una alacena ínterin que maese Bonhomet iba a buscar a la cueva las dos botellas pedidas, sacó una hermosa gallina de Mans.

-¿Qué hacéis, hermano? -dijo Gorenflot, que con involuntario in­terés observaba los ademanes del gascón.

-Ya lo veis, me apodero de esta carpa, para evitar que otro le eche la mano. En viernes de Cuaresma son muy buscados estos comestibles.

-¡Una carpa! -dijo Gorenflot admirado.

-Indudablemente, una carpa -dijo Chicot poniéndole inmediata a la vista la apetitosa gallina.

¿Y desde cuándo las carpas tienen pico? -preguntó el fraile.

-¡Pico! ¿Dónde está el pico? -dijo el gascón-, hocico es lo que yo veo.

¿Y estos alones? -prosiguió el fraile.

-Aletas, querréis decir.

-¿Y estas plumas?

-Escamas, querido Gorenflot, es­camas: paréceme que estáis borra­cho.

-¡Borracho! -exclamó Goren­flot-, ¡yo borracho! Pues no falta­ba otra cosa luego de no haber comi­do sino espinacas, ni bebido más que agua.

-Pues amigo, las espinacas os han sobrecargado el estómago y el agua se os ha subido a la cabeza.

-¡Pardiez! -exclamó Goren­flot-, aquí viene nuestro huésped y él decidirá.

-¿Qué


-Si ésta es carpa o gallina. -Convengo en ello; pero antes, que destape las botellas, porque siento grandes deseos de saber si es el mismo vino que bebimos aquél día. Destapad, maese Claudio.

Maese Claudio destapó una bo­tella y llenó hasta la mitad un vaso.

Chicot lo apuró e hizo chasquear su lengua.

-¡Ah! -dijo-, pobre catador soy; mi lengua ha perdido entera­mente la memoria: imposible me es decir si este vino es peor o me­jor que el de la puerta de Montmar­tre, y aun no estoy seguro de si es o no el mismo.

Chispeábanle los ojos a Gorenflot mirando en el fondo del vaso de Chicot algunas gotas de líquidos ru­bíes.

-Tomad, padre -dijo Chicot, echando un dedo de vino en el vaso del fraile-, vos os halláis en el mundo para socorrer al prójimo, di­rigid mi conciencia en este punto.

Gorenflot tomó el vaso, lo llevó a los labios, saboreó lentamente el licor que contenía y repuso:

-Es del mismo país; pero...

-¿Pero qué? -preguntó Chicot.

-Pero había muy poco -repuso el fraile-, y no he podido averi­guar si es mejor o peor que el otro.

-No obstante, deseo saberlo por­que no me gusta que me engañen, y si no tuvieseis que pronunciar un discurso, os rogaría que cataseis este vino por segunda vez.

-Lo haré por serviros -dijo el fraile.

-Gracias -repuso Chicot.

Y llenó hasta la mitad del vaso.

Llevóle Gorenflot a sus labios con no menos respeto que la vez prime­ra y lo saboreó con no menos con­ciencia.

-Mejor -dijo-, mejor, respondo de ello.

-¡Bah! vos os halláis en inteli­gencia con el huésped.

-Un buen bebedor -dijo Goren­flot- debe al primer trago conocer la tierra, al segundo la calidad y al tercero el año del vino.

-¡Oh, el año! -exclamó Chi­cot-. ¡cuánto daría yo por saber de qué año es este vino!

-Es cosa muy fácil -repuso Go­renflot-; no tenéis más que echar­me dos gotas v os lo diré al instante.

Chicot llenó las tres cuartas par­tes del vaso; el fraile se bebió el contenido lentamente, pero de un solo trago.

-Mil quinientos setenta y uno -dijo poniendo el vaso sobre la mesa.

-¡Viva! -gritó Claudio Bonho­met-; el P. Gorenflot ha acertado.

-P. Gorenflot -dijo el gascón quitándose el sombrero-, frailes han sido beatificados en Roma que no lo merecían tanto como vos.

-Todo consiste en un poco de Práctica -dijo con modestia Goren­flot.

-Y en el genio -dijo Chi cot-. ¡Vive Dios! la práctica sola de nada aprovecha: testigo yo que me jacto de ser un poco práctico en estas cosas. ¿Mas qué hacéis?

-Ya lo veis, me levanto.

-¿Para qué?

-Para ir a mi asamblea.

-¿Sin tomar un bocado de esta carpa?

-¡Ah! es verdad -dijo Goren­flot-; parece, hermano, que enten­déis, aún menos de comestibles que de bebidas. Maese Bonhomet, ¿qué animal es éste?

Y el P. Gorenflot mostró a Bon­homet el objeto de la discusión.

El hostelero miró sorprendido a quien semejante pregunta le hacía.

-Sí -repuso Chicot-, ¿qué ani­mal es éste? Decid.

-¡Pardiez! -dijo el huésped­- una gallina.

-¡Una gallina! -exclamó Chi­cot con aire consternado.

-Y del Mans -agregó maese Claudio.

-¡Qué tal! -dijo Gorenflot ce­lebrando su triunfo.

-Es decir, que yo me he equivo­cado -dijo Chicot-; mas como me he empeñado en comer esta gallina y no pecar, es necesario, padre mío, que en consideración a nuestra amis­tad, me hagáis el favor de rociarla con un poco de agua y bautizarla carpa.

-Ja, ¡a!. . .

-¡Sí, padre! -agregó Chicot-, pues si la comiese sin bautizarla, la comería tal vez en pecado mortal.

-Vamos allá -dijo Gorenflot, que siendo excelente compañero por naturaleza, empezaba a animarse por efecto de las tres catas que aca­baba de hacer-; pero advierto que no hay agua.

-Como dice no sé quién, en caso de urgencia, puede servir el lí­quido que se halle más a mano. La intención basta; bautizadla con vino. padre; será tal vez menos católica, pero no menos apetitosa.

Y Chicot llenó completamente el vaso del fraile, con lo cual se acabó la primera botella.

-En el nombre de Baco, Momo v Como, trinidad del gran santo Pantagruel -dijo Gorenflot-, yo te bautizo carpa.

Y mojando las puntas de los de­dos en el vino, dejó caer dos o tres gotas sobre la gallina.

-Ahora -exclamó Chicot, tocan­do con el suyo el vaso de Goren­flot-, a la salud de la nueva bauti­zada, y ojalá que salga bien cocida y que las cualidades que de la Na­turaleza ha recibido, con el arte que va a emplear maese Claudio se au­menten y perfeccionen.

-A su salud -contestó Goren­flot, interrumpiendo una estrepitosa carcajada para beberse el vaso de vino que le había echado Chicot-; poned ahora mismo esa carpa en el asador, rociádmela con manteca fres­ca y sazonadla con unos ajos y to­cino bien picado; después, cuando empiece a dorarse me pondréis un par de tostadas en la cazuela y lo traeréis todo al momento.

Gorenflot no hablaba una pala­bra, pero aprobaba todas estas dis­posiciones con la vista y con cierto movimiento de cabeza, señal de com­pleto asentimiento.

-Ahora -añadió Chicot luego que vio su objeto conseguido-, aho­ra, maese Bonhomet, traednos sar­dinas y atún. Nos hallamos en Cua­resma, como decía hace poco el pia­doso P. Gorenflot, y no quiero co­mer carne... ¡Ah! esperad... otras dos botellas de ese exquisito vino de la Romanía de 1571.

Comenzaban a extenderse por el aposento los perfumes de la cocina e insensiblemente invadían el cere­bro del fraile. Humedecióse su len­gua: sus ojos centellearon, pero se contuvo todavía, y hasta hizo un movimiento para levantarse.

-¿Conque así me abandonáis en el momento del combate? -dijo Chicot.

-Es preciso, hermano -dijo Go­renflot alzando los ojos al cielo como para que Dios comprendiese bien el sacrificio que le hacía.

-Es una imprudencia ir en ayu­nas a pronunciar un discurso.

-¿Por qué? -preguntó el fraile.

-Porque apenas tendréis pulmo­nes; padre Galeno ha dicho: Pulmo hominis facile deficit, lo cual quie­re decir: el pulmón del hombre es débil y con facilidad se daña.

-Es verdad -dijo Gorenflot-, y a menudo lo he experimentado por mí mismo; si hubiera tenido bue­nos pulmones, habría sido un to­rrente de elocuencia.

-Ya veis cómo tengo razón -dijo Chicot.

-Por fortuna -repuso Gorenflot volviéndose a sentar-, tengo celo.

-Sí, pero el celo no es suficiente; en su lugar yo probaría estas sardi­nas y bebería algunas gotas de este néctar.

-Nada más que una sardina y un vaso de vino -repuso Gorenflot.

Chicot puso una sardina en el plato del fraile y colocó a su lado la segunda botella.

El fraile se comió la sardina y bebió un vaso de vino.

-¿Qué tal? -repuso Chicot, que cuidaba de comer y beber lo menos posible, al mismo tiempo que exci­taba la glotonería de Gorenflot.

-Efectivamente -dijo éste-, no me siento tan débil.

-¡Vive Dios! -dijo Chicot-, el que tiene que pronunciar un discur­so no debe contentarse con sentirse menos débil, sino que debe aspirar a sentirse completamente fuerte; yo, en vuestro lugar me comería las dos aletas de esta carpa, porque si no coméis más, os arriesgáis a ir olien­do a vino: merum sobrio male olet.

-¡Diablo! -dijo Gorenflot-, te­néis razón, no había pensado en ello.

Y como en aquel instante entrase el huésped con la gallina asada, Chi­cot cortó una de las patas que con el nombre de aletas había bautizado, y Gorenflot se la comió con muslo y todo.

-¡Cuerpo de Cristo! -excla­mó-, y qué sabrosillo es este pez.

Chicot cortó la otra parte y se la puso al fraile en el plato, ínterin él chupaba con la mayor delicadeza el alón.

-¡Pues, y el vino! -dijo desta­pando la tercera botella.

Gorenflot, una vez despertada y excitada su glotonería, no tuvo fuer­zas para reprimir la imperiosa voz de su inmenso estómago; devoró el otro alón y la pechuga, dejando sólo el esqueleto de la gallina; después llamó a Bonhomet y le dijo:

-Maese Claudio, tengo mucha hambre, ¿no me habíais ofrecido cierta tortillita con jamón?

-Sin duda -dijo Chicot-, como que se está haciendo, ¿no es ver­dad, Bonhomet?

-Es cierto -dijo el hostelero, el cual tenía por costumbre no contra­decir nunca a sus parroquianos, cuando sus discursos tenían por ob­jeto hacer un aumento de gasto.

-Pues bien, traedla -dijo el fraile.

-Dentro de cinco minutos -con­testó el huésped que, obedeciendo a una mirada de Chicot, salió presu­roso a preparar lo que se le pedía.

-¡Ah! -dijo Gorenflot, dejando caer con fuerza sobre la mesa su enorme mano que empuñaba un te­nedor-, ¡ah! esto ya es diferente.

-¿Qué os decía yo? -murmu­raba Chicot.

-Y si estuviera aquí la tortilla me la comería de un bocado como bebo de un trago este vaso de vino.

Y mostrando en sus ojos brillan­tes la gula de que se hallaba domi­nado, se bebió la cuarta parte de la tercera botella.

-¿Pero qué era eso? -dijo Chi­cot-, ¿estabais malo?

-Estaba tonto, amigo; ese mal­dito discurso me enloquecía; tres días hace que no pienso en otra cosa.

-Debería ser magnífico -dijo Chicot.

-¡Sorprendente! -repuso el frai­le.

-Decidme algo de él mientras viene la tortilla.

-No -dijo Gorenflot-; ¡pues no faltaba más! ¿dónde habéis vis­to, señor bufón, que se prediquen sermones a la mesa? ¿Tal vez en la corte del rey Enrique?

-En la corte del rey Enrique, que Dios guarde -dijo Chicot, echando mano al sombrero-, se pronuncian muy buenos discursos.

-¿Y sobre qué versan esos dis­cursos? -interrogó Gorenflot.

-Sobre la virtud.

-¡Ah! en efecto -exclamó el fraile recostándose en la silla- ­¡vaya una virtud la de tu rey En­rique III!

-Yo no sé si es virtuoso o no -dijo Chicot-, lo que sé es que aún no he visto en su corte cosa que haya tenido qué avergonzarme.

-Bien lo creo, ¡pardiez! -dijo el fraile-, hace mucho tiempo que habéis perdido la vergüenza, señor sibarita.

-¡Sibarita yo! -replicó Chi­cot-, ¡yo que soy la abstinencia personificada, la castidad en carne y hueso! ¡Yo que asisto a todas las procesiones y observo todos los ayu­nos!

-Sí, a todas las procesiones y ayunos de tu Sardanápalo, de tu Nabucodonosor, de tu Herodes, pro­cesiones interesadas, ayunos hipó­critas; por fortuna ya principia a saberse lo que es tu rey Enrique III. ¡Llévele el demonio!

Y Gorenflot, en vez del discurso que se había negado a pronunciar, entonó a grito herido la canción que sigue:

Sed de dinero sintió

el avaro rey de Francia,

e indigente se fingió

con hipócrita constancia;


Y tanto ayunó en su anhelo

de acrecentar su gaveta,

que ganar pudiera el cielo

como austero anacoreta.


Mas París entiende ya

por qué toca este registro,

y aunque pida, no querrá

hacer otro suministro.


Porque de tanto prestarle

tiene cansada la mano,

y ha resuelto contestarle:

perdone por Dios, hermano.

-¡Bravo! -exclamó Chicot­- ¡bravo!

Luego añadió por lo bajo:

-Bueno; cuando ahora canta, él hablará después.

En aquel momento entró maese Bonhomet con la famosa tortilla y otras dos botellas.

-Venga, venga -exclamó el frai­le echando fuego por los ojos y con una sonrisa que descubrió sus treinta y dos dientes.

-Pero, amigo mío -dijo Chi­cot-, creo que teniendo un discurso que pronunciar...

-El discurso está aquí -dijo el fraile, dándose una palmada en la frente, por la cual comenzaba a ex­tenderse el calor que encendía sus mejillas.

-A las nueve y media... -aña­dió Chicot.

-Mentía -dijo Gorenflot-, om­nis homo mendax, confiteor.

-¿Pues, a qué hora?

-A las diez.

-¿A las diez? Pensaba que el convento se cerraba a las nueve.

-Que se cierre -dijo el fraile mirando la luz a través del líquido rubí que contenía el vaso- que se cierre, yo tengo la llave.

-¡La llave del convento! -repi­tió Chicot-, ¿tenéis llave para en­trar en el convento?

-Aquí, en mi bolsillo -dijo Go­renflot, dándose un golpe en el hábito.

-No es posible -dijo Chicot-; yo entiendo bastante de reglas mo­násticas porque he hecho penitencia en tres conventos, y sé que no se confía la llave de la puerta a quien no ejerce un cargo superior en la comunidad.

-Pues aquí está -repuso Goren­flot recostándose en la silla y en­señando una moneda a Chicot.

-¡Oiga! dinero ¿eh? Ya compren­do: sobornáis al hermano portero para entrar a las horas que os agra­da; ¡pecador endurecido!

Gorenflot contestó con una de esas graciosas sonrisas que dilatan la boca hasta las orejas y cuya ex­presión de beatitud únicamente los borrachos saben darla.

-Sufficit -murmuró.

Y se dispuso a volver la moneda a su bolsillo.

-Aguardad -dijo Chicot-, ¿qué diablo de moneda es esa?

-Tiene el busto del hereje -dijo Gorenflot-, por eso tiene un agu­jero ahí en el lado del corazón.

-En efecto -dijo Chicot-; es una moneda con la efigie del rey de Bearn, y aquí hay, en efecto, un agujero.

-Hecho con un puñal -dijo Go­renflot-; muera el hereje, el que le matare quedará beatificado desde luego, y yo le doy parte de paraíso.

-¡Hola! -exclamó Chicot-, este misterio se va aclarando; pero el pobre hombre aún no está bien borracho.

Y llenó de nuevo el vaso del fraile, diciendo:

-¡Sí, muera el hereje y viva la misa!

-¡Viva la misa! -repitió Goren­flot, bebiéndose el vaso de un solo trago.

-Conque según eso -repuso Chi­cot, que al mirar la moneda relu­ciente en la ancha mano de Goren­flot, se acordaba del portero exami­nando las manos de todos los frai­les que había visto concurrir a la abadía-; según eso no tenéis más que enseñar esa moneda al hermano portero al entrar y...

-Y entro -dijo Gorenflot.

-¿Sin dificultad?

-Con igual facilidad que este vaso de vino entra en mi estómago.

Y el fraile absorbió una nueva do­sis del generoso licor.


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