Alejandro dumas



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-Hermanos, ya es hora de reti­rarse; se levanta la sesión.

Los frailes se pusieron de pie mur­murando y prometiéndose pedir uná­nimemente en la sesión inmediata la procesión propuesta por el ani­moso hermano Gorenflot, se enca­minaron lentamente hacia la puerta.

Muchos se aproximaron al púlpi­to esperando a que bajase el herma­no limosnero Para felicitarle por su brillante triunfo; pero Chicot, refle­xionando que su voz, de la cual no había podido extraer enteramente el acento gascón, oída de cerca, podía ser conocida, y que podía así mismo excitar alguna admiración visto de cerca su cuerpo, que en línea ver­tical tenía seis u ocho pulgadas más que el de Gorenflot, el cual sí se había engrandecido para con sus oyentes, su engrandecimiento era más bien moral que material; medi­tando, decimos, todo esto, se había arrodillado, y parecía, como Samuel, abismado en una conversación cara a cara con el Señor.

Respetaron, pues, su éxtasis y se dirigieron a la puerta con una ex­citación que llenó de alegría a Chi­cot.

Este, sin embargo, no había lo­grado su objeto. Lo que le había impulsado a dejar a Enrique III sin pedirle permiso, era la presencia del duque de Mayena, así como la de Nicolás David le había hecho regre­sar a París. Quería, pues, vengarse de los dos; pero no podía atacar personalmente a un príncipe de la casa de Lorena, o al menos para hacerlo tenía que aguardar con paciencia a que la ocasión se presen­tase. No acontecía lo mismo con Ni­colás David, el cual no era sino un mero abogado normando, muy as­tuto y redomado, que había sido mi­litar antes de ejercer la abogacía, y maestro de armas mientras fue mili­tar; más Chicot, sin ser maestro de armas, se jactaba de manejar bien la tizona: lo importante, pues, para él era alcanzar a su enemigo, y una vez alcanzado, Chicot, como los an­tiguos campeones, ponía su vida bajo la salvaguardia de su derecho y de su espada.

Empleó, por consiguiente, gran cuidado en ver salir a los frailes unos detrás de otros, con el objeto de reconocer, si era posible, bajo el hábito y la capucha el cuerpo largo y delgado de maese Nicolás; mas de repente observó que cada fraile, al salir, era examinado del mismo modo que lo había sido al entrar; notó también que todos sacaban del bolsillo una contraseña, y no obte­nían el exeat después que el her­mano portero la había detenidamen­te inspeccionado.

Chicot creyó al principio que se engañaba, pero sus dudas se convir­tieron pronto en evidencia.

Cubrióse su frente de un sudor frío. El P. Gorenflot le había indi­cado la señal por medio de la cual podía entrar; mas no se había acor­dado de indicarle la que debía ser­virle para salir.

XX. LO QUE SIGUIÓ VIENDO CHICOT

Apresuróse Chicot a bajar del púlpito y confundirse entre los úl­timos frailes con objeto de recono­cer, si era posible, la señal por cuyo medio se salía a la calle, y propor­cionársela si aún era tiempo. En efecto, después de haberse mezcla­do entre ellos y de haber alargado el cuello por encima de todas las cabezas, vio que la señal de salida era una moneda cortada en forma de estrella.

Nuestro gascón tenía bastantes monedas en su bolsillo; pero por desgracia ninguna estaba cortada de este modo particular, tanto más ex­traño, cuanto que separaba para siempre a la moneda mutilada de la circulación monetaria.

En un momento se hizo cargo de los peligros de su situación. Si lle­gaba a la puerta, no pudiendo pre­sentar la moneda en forma de es­trella, conocerían que no era indi­viduo de la Unión; y como natural­mente no se limitarían a esto las investigaciones, sería cogido en la ratonera; pues el empleo de bufón del rey, si bien le daba grandes pri­vilegios en el Louvre y en los de­ más palacios reales, en el convento de Santa Genoveva, y particular­mente en aquella ocasión, perdía mucha parte de su prestigio. Aco­gióse, pues a la sombra de un pilar y se embutió en el ángulo que for­maba este pilar con un confesio­nario.

-Si yo me pierdo -pensaba-, pierdo también la causa de mi imbé­cil soberano, a quien tengo la debi­lidad de amar, no obstante la burla que le hago y las injurias que le digo. Seguramente hubiera sido me­jor volver a la hostería del Cuerno de la Abundancia a buscar a Goren­flot; pero nadie está obligado a hacer cosas imposibles.

Hablando así consigo mismo, esto es, con el interlocutor más intere­sado en no revelar una palabra de lo que decía, se ocultó lo mejor que pudo entre el confesionario y las molduras del pilar.

Entonces oyó la voz del frailecillo que gritaba desde el presbiterio: -¿Se han ido todos? Se van a cerrar las puertas.

Nadie respondió. Chicot alargó el cuello y vio efectivamente vacía la capilla: sólo los tres frailes, ente­ramente encubiertos bajo sus hábi­tos y capuchas, continuaban en el coro sentados en los sillones que para ellos se habían dispuesto.

-Bueno -dijo Chicot-, con tal que no se cierren las ventanas, no deseo otra cosa.

-Reconozcamos la iglesia -dijo el frailecillo al hermano portero.

-¡Diablo! -dijo Chicot-, este frailecillo me hace gracia.

El hermano portero encendió un cirio, y seguido del frailecillo empe­zó a registrar la iglesia.

No había un momento qué per­der.

El hermano portero y su cirio debían pasar a cuatro pasos de Chi­cot, el cual no podría menos de ser conocido.

Chicot, a medida que iba llegan­do la luz adonde él estaba, dio una vuelta en torno del pilar, quedán­dose siempre a la sombra, y abrien­do un confesionario, se sentó en él luego de haber cerrado la puerta.

El hermano portero y el fraileci­llo pasaron a cuatro pasos de allí y por la labrada celosía pudo Chicot ver reflejarse en sus hábitos la luz del cirio que les alumbraba.

-¡Qué diablo! -dijo entre sí-, este hermano portero, este mona­guillo y esos frailes no se han de quedar eternamente en la iglesia; cuando se marchen yo pondré las sillas sobre los bancos. Pelión sobre Osa, como dice M. Ronsard, y sal­dré por la ventana. ¡Ah! sí, por la ventana -agregó como respondién­dose a sí mismo-, pero después de haber salido por la ventana me ha­llaré en el patio, y el patio no es la calle.

Pienso que será mejor pasar la noche en el confesionario; el hábito de Gorenflot abriga bastante; será una noche menos pagana que las que he pasado otras veces y la aplicaré por la salud de mi alma.

-Apagad las lámparas -dijo el monaguillo-, para que desde fuera se vea que se ha terminado el con­ciliábulo.

El portero tomó un inmenso apa­gador y ahogó con él la llama de las dos lámparas de la nave, la cual quedó en fúnebre obscuridad.

Luego hizo lo mismo con la lám­para del coro.

Quedó entonces la iglesia ilumi­nada solamente por los pálidos ra­yos de una luna de invierno, que a través de los vidrios de colores pasaban.

Luego reinó el mayor silencio.

El reloj dio las doce.

-¡Vive Dios! -dijo Chicot-, ¡estar yo a media noche en una iglesia! ¡Vaya un miedo que ten­dría mi hijo Enrique si se hallara en mi lugar! Afortunadamente yo no soy tan tímido. Vamos -dijo Chicot-, amigo mío, buenas no­ches, hasta mañana.

Y después de haberse dirigido a sí mismo este saludo, se acomodó lo mejor que pudo en el confesio­nario, echó el cerrojo interior para que nadie le incomodase y cerró los ojos.

Diez minutos próximamente ha­cía que sus párpados se habían ce­rrado, y que su espíritu, turbado por los primeros vapores del sueño, veía en la vaguedad misteriosa que el crepúsculo de pensamiento for­ma, flotar multitud de sombras, cuando un gran golpe aplicado so­bre una plancha de metal. vibró en la iglesia e hizo retemblar la bó­veda.

-¡Huy! -dijo Chicot abriendo los ojos y prestando oído-. ¿Qué quiere decir esto?

En aquel momento la lámpara del coro apareció encendida y des­pidiendo una azulada luz, que con sus primeros reflejos iluminó el si­tio donde los tres mismos frailes es­taban sentados uno junto a otro y en la misma inmovilidad.

Chicot no pudo eximirse de cierto temor supersticioso; nuestro gascón, aunque valiente, era 'hombre de su época y su época era la de las tradiciones fantásticas y leyendas espan­tosas.

Hizo, pues, la señal de la cruz y murmuró en voz baja:



-¡Vade retro, Satanás!

Pero como las luces no se apa­garon al hacer Chicot la señal de nuestra redención, lo cual no ha­brían dejado de hacer si hubieran sido luces infernales, y como los tres frailes permanecieron en sus si­llas, a pesar del vade retro, el gas­cón empezó a creer que aquellas luces eran naturales, y que los que con aquellos hábitos se cubrían, si no eran verdaderos frailes, eran al menos hombres de carne y hueso.

No obstante, aunque era natural en él desperezarse, como que aca­baba de dejar el sueño, su desperezo estaba combinado con el temblor que produce el miedo.

Alzóse entonces lentamente una de las lápidas del coro y quedó le­vantada sobre su estrecha base. Una capucha gris apareció primero por la negra sima, después todo el cuer­po de un fraile, el cual puso el pie en el pavimento ínterin la losa vol­vía lentamente a su sitio.

Al ver esto Chicot, olvidó la prue­ba que acababa de intentar y dejó de tener confianza en el conjuro que creía decisivo; erizósele el ca­bello y por un momento se figuró que todos los priores, abades y guar­dianes del convento de Santa Ge­noveva, desde Optat que falleció en 533 hasta Pedro Boudin, prede­cesor del superior actual, iban a alzarse de sus sepulcros, situados en la cripta donde en otro tiempo reposaban las reliquias de Santa Genoveva, y a alzar sus cráneos huesosos todas las lápidas del coro.

Pero no le duró mucho este pen­samiento.

-Hermano Monsóreau -dijo uno de los tres frailes del coro di­rigiéndose al que de tan extraño modo había aparecido-, ¿ha lle­gado ya la persona a quien espe­ramos?

-Sí, monseñor -respondió Mon­soreau-, y está aguardando.

-Abrid la puerta y que venga.

-Bueno -dijo Chicot-, parece que esta comedia tenía dos actos y yo no he visto más que el primero. ¡Dos actos! ¡mala división!

Y a pesar de los chistes que se le ocurrían, no pudo impedir un estremecimiento que le hizo expe­rimentar la misma sensación que si mil agudas espinas, saliendo del si­llón de madera en que estaba sen­tado, se clavaran en su cuerpo.

El hermano Monsoreau descendió por una de las escaleras que con­ducían del coro a la nave, y abrió la puerta de bronce que daba a la cripta y que, hemos dicho, estaba situada entre las dos escaleras.

Al mismo tiempo el fraile de en medio se bajó la capucha y dejó al descubierto la gran cicatriz, noble señal por la cual los parisienses en­tusiasmados conocían al que ya pa­saba por héroe de los católicos, mientras llegaba el tiempo de que fuese su mártir.

-¡Enrique de Guisa! -murmu­ró Chicot-, ¡el gran Enrique en persona, el mismo a quien Su Ma­jestad imbecilísima cree ocupado en el sitio de La Caridad ! ¡Ah! ya en­tiendo; el que está a su derecha, que ha dado su bendición a los circuns­tantes, es el cardenal de Lorena, y el que está a su izquierda y hablaba con ese trastuelo de monaguillo es M. de Moyena, mi amigo: pero ¿dónde diablos está maese Nicolás David?

Efectivamente, como para mani­festar inmediatamente cuán funda­das eran las suposiciones de Chicot, tanto el fraile de la derecha como el de la izquierda se bajaron las ca­puchas y mostraron la inteligente cabeza, la frente despejada, y los penetrantes ojos del famoso carde­nal, y el semblante infinitamente más vulgar de M. de Mayena.

-¡Ah! -dijo Chicot-, ya te co­nozco, trinidad no muy santa, pero sí muy visible: veamos ahora lo que vas a hacer; soy todo ojos: oigamos lo que vas a decir: soy todo oídos.

-¿Habéis creído que vendría? -interrogó el duque de Guisa a su hermano el cardenal.

-No sólo lo he creído -dijo éste-, sino que estaba tan seguro de ello, que traigo bajo el hábito todo lo necesario para la consagración.

Y Chicot, demasiado cerca de la trinidad, como él la denominaba, para verlo y oirlo todo, vió brillar al débil resplandor de la lámpara del coro una caja de plata sobredo­rada con relieves.

-¡Calla! -murmuró-, parece que van a consagrar a alguno. Véase cómo se me cumple el deseo de ver una consagración.

Mientras tanto unos veinte frailes, ocultas las cabezas en las capuchas, salieron por la. puerta de la cripta y se colocaron en la nave. Uno solo, guiado por M. de Monsóreau, subió la escalera y se situó a la derecha de los Guisas en una de las sillas de coro, o mejor dicho, en el escalón de la silla.

Después se presentó el monagui­llo, tomó respetuosamente las órde­nes del fraile que estaba a la de­recha, y desapareció.

El duque de Guisa miró a ambos lados de aquella asamblea, seis ve­ces menos numerosa que la primera, y que por consiguiente debía al pa­recer de estar compuesta de perso­nas distinguidas, y habiéndose ase­gurado de que no sólo todos espe­raban a que hablase, sino que es­peraban con impaciencia:

-Amigos -comenzó diciendo-, el tiempo es precioso: voy sin preámbulos a decir lo que pienso. Acabáis de oír, porque presumo que habéis asistido a la primera asam­blea, acabáis de oir, digo, en los discursos de algunos personajes de la Liga católica, las quejas de aque­llos que acusan de tibieza y aun de malevolencia a uno de los princi­pales personajes que hay entre nos­otros, al príncipe más inmediato al trono.

Ha llegado el instante de rendir a este príncipe el tributo de justi­cia y respeto que le debemos. Vais a oírle a él mismo y juzgaréis, vos­otros los que con entusiasmo pro­curáis que se cumpla el principal objeto de la santa Liga, si vuestros jefes merecen las acusaciones de frialdad y de inercia que contra ellos se han dirigido por uno de los her­manos a quien no hemos creído con­veniente participar nuestro secreto, por el P. Gorenflot.

Al oir Chicot desde su confesio­nario este nombre, pronunciado por el duque de Guisa en un tono de voz que ponía de manifiesto su ene­mistad con el belicoso fraile, no pudo menos de reírse para sí, risa que, no por ser muda, dejaba de ser insultante para los personajes que de ella eran objeto.

-Hermanos -continuó el duque de Guisa-, el príncipe cuya adhe­sión se nos había prometido, el príncipe del cual apenas osábamos esperar no digo la presencia en este sitio, sino ni aun el consentimiento, ese príncipe, hermanos, está aquí.

Todas las miradas se fijaron con expresión de curiosidad en el fraile que seguía en pie en el escalón de la silla de coro y a la derecha de los tres príncipes de Lorena.

-Monseñor -dijo el duque de Guisa dirigiéndose al que en aquel momento era objeto de la atención general-, la voluntad de Dios me parece manifiesta, y, pues habéis consentido en uniros a nosotros, cla­ro es que hacemos bien en lo que hacemos. Un ruego tengo que diri­gir a Vuestra Alteza, y es que os bajéis la capucha, a fin de que vues­tros fieles amigos vean por sus pro­pios ojos que cumplís la promesa que en vuestro nombre les hemos hecho, promesa tan lisonjera que no osaban creerla.

El misterioso personaje a quien Enrique de Guisa acababa con es­tas palabras de interpelar, llevó la mano a la capucha y se la echó a la espalda. Chicot, que esperaba ver en él algún príncipe lorenés de quien hasta entonces no hubiera oído hablar, vio con sorpresa al du­que de Anjou, tan pálido que al resplandor de aquella lámpara se­pulcral, su semblante parecía el de una estatua de mármol.

-¡Hola, hola! -dijo Chicot-, ¡nuestro hermano Anjou! ¿No se cansará de jugar al trono con las cabezas de otros?

-¡Viva el duque de Anjou! -gri­taron los circunstantes.

Francisco se puso más pálido que lo que estaba.

-Nada temáis, monseñor; esta capilla es sorda y sus puertas están bien cerradas.

-Feliz precaución -dijo para sí Chicot.

-Hermanos -dijo el conde de Monsoreau-, Su Alteza desea diri­gir algunas palabras a la reunión.

-Sí, sí, que hable -añadieron todos-, ya escuchamos.

Los tres príncipes de Lorena se volvieron hacia el duque de An­jou y le hicieron una reverencia.

El duque de Anjou apoyóse en el brazo de la silla; parecía que se iba a caer.

-Señores -dijo en voz tan sor­da y temblorosa que apenas se pu­dieron oír las primeras palabras que pronunció-; señores, creo en Dios, aunque a menudo parece mirar con indiferencia las cosas de este mun­do; tiene, al contrario, sus pene­trantes ojos constantemente fijos en nosotros, y no permanece mudo y negligente en apariencia, sino para remediar en un día con algún su­ceso extraordinario y terrible los desórdenes producidos por las locas pasiones de los hombres.

El principio de este discurso era como el carácter del orador, bastan­te tenebroso; por eso esperaron to­dos a que un poco de luz iluminase los pensamientos de Su Alteza para aplaudirlos o censurarlos.

El duque de Anjou prosiguió con voz más firme.

-Yo también he dirigido los ojos a este mundo, y no pudiendo con mi débil vista abarcar toda su su­perficie, he detenido mis miradas en Francia. ¿Qué he visto entonces en todos los lugares del reino? La san­ta religión de Cristo conmovida has­ta en sus augustas bases, y los ver­daderos servidores de Dios dispersos y proscritos. He sondeado las pro­fundidades del abismo abierto hace veinte años por las herejías que con pretexto de llegar más seguramente hasta Dios, minan todas las creen­cias, y mi alma, como la del profe­ta, ha quedado inundada de tristeza y dolor.

La asamblea respondió a estas pa­labras con un murmullo de aproba­ción. El duque acababa de manifes­tar la pena con que veía los sufri­mientos de la Iglesia, lo cual era casi una declaración de guerra con­tra los autores de aquellos sufri­mientos.

-Sumergido me hallaba en esta aflicción profunda -continuó el príncipe-, cuando llegó hasta mí el rumor de que muchos ilustres ca­balleros, piadosos y amigos de las costumbres de nuestros antepasados, trataban de unir sus esfuerzos para la defensa del altar. Miré en derre­dor de mí, y me pareció que asistía ya al juicio supremo y que Dios había separado a los réprobos de los elegidos. A un lado se hallaban aquéllos, y yo me separé de su in­mediación con horror; al otro esta­ban los escogidos y he venido a arrojarme en sus brazos. Hermanos míos, vedme aquí.

-Amén -repuso Chicot en voz baja.

Pero el bajar la voz en aquel mo­mento era precaución inútil; Chicot podía haber hablado en voz alta sin que de nadie le hubiera oído, por los aplausos estruendosos cuyos ecos hasta las bóvedas de la capilla se elevaron.

Los tres príncipes de Lorena, des­pués de haber dado la señal, deja­ron que el entusiasmo se calmase, y en seguida el cardenal, que era el que más próximo estaba al duque de Anjou, dio un paso hacia él y le dijo:

-Príncipe, ¿habéis venido aquí libre y espontáneamente?

-Libre y espontáneamente he ve­nido.

-¿Quién os ha manifestado el santo misterio?

-Mi amigo un celoso defensor de la religión, el conde de Monso­reau.

-Ahora que Vuestra Alteza es de los nuestros -dijo entonces el duque de Guisa-, tendrá a bien decirnos lo que piensa hacer por el bien de la santa Liga.

-Pienso servir a la religión cató­lica, apostólica, romana, en todas sus exigencias.

-¡Vive Dios! -murmuró Chi­cot-, que esta gente es lo más im­bécil que he conocido: ¿qué nece­sidad tienen de ocultarse para decir semejantes cosas? ¿por qué no pro­ponen buenamente todo eso al rey Enrique III, mi ilustre amo? Él lo acogería con mucho gusto, procesio­nes, disciplinas, extirpación de he­rejías como en Roma, autos de fe como en Flandes y en España: ¡par­diez! como que éste sería el único medio de que el buen rey tuviera hijos. Ganas siento de salir del con­fesionario y presentarme también a la reunión: tanto es lo que me ha conmovido el discurso del ama­ble duque de Anjou. Continúa, dig­no hermano de Su Majestad, noble imbécil, prosigue.

El duque de Anjou, como si hu­biera querido obedecer este man­dato, continuó en efecto diciendo:

-Mas el interés de la religión no es el único objeto que un no­ble caballero debe proponerse; por mi parte creo que existe otro.

-¿Eh? -dijo Chicot-, yo tam­bién soy noble, y por consiguiente, eso me interesa lo mismo que a los demás. Adelante, señor duque de Anjou, adelante.

-Monseñor, todos oímos a Vues­tra Alteza con la más profunda atención -dijo Enrique de Guisa.

-Y nuestros corazones se abren a la esperanza al oírlos -añadió M. de Mayena.

-Me explicaré -dijo el duque de Anjou sondeando con sus in­quietas miradas los tenebrosos rin­cones de la capilla, como para ase­gurarse de que sus palabras no se­rían oídas sino por personas dignas de ello.

M. de Monsoreau conoció la ín­quietud del príncipe y le tranqui­lizó con una mirada de las más significativas.

-Cuando un caballero ha pensa­do en lo que debe a Dios -prosi­guió el duque de Anjou bajando in­voluntariamente la voz-, piensa en su…

-¡Pardiez! en su rey -dijo Chi­cot-, eso ya se sabe.

-En su país -dijo el duque de Anjou-, y procurará investigar si su país goza realmente de toda la honra y prosperidad a que está des­tinado: porque el bienestar de un noble procede en primer término de Dios y después del país donde ha nacido.

La asamblea aplaudió estrepitosa­mente.

-Muy bien -dijo Chicot-, mas, ¿y el rey? ¿no se cuenta aquí para nada con ese pobre monarca? ¡Y yo que creía que siempre había de decirse lo que dice la inscripción de la pirámide de Juvisy: ¡Dios, el honor y las damás!

-Yo me pregunto, pues, a mí mismo -continuó el duque de An­jou, cuyo rostro presentó en sus dos prominentes juanetes dos puntos sonrosados, efecto del calor febril que le animaba-: yo me pregunto a mí mismo si mi país, si esta pa­tria tan hermosa y tan dulce que se llama Francia, goza de la paz y prosperidad que merece, y veo con dolor que no. En efecto, hermanos, el Estado se encuentra conmovido en sentidos diversos por voluntades y gustos diferentes, tan poderosos los unos como los otros, por resul­tado de la debilidad de una volun­tad superior, la cual, dando al olvido que debe dominarlo todo para el bien de sus súbditos, no se acuerda de esta máxima de los reyes, sino alguna vez por capricho y siempre tan inoportunamente que sus actos enérgicos sólo sirven para hacer el mal. Esta desgracia debe induda­blemente atribuirse al fatal destino de Francia o a la ceguedad de su jefe; pero, aunque ignoramos su ver­dadero origen, o no tenemos de él sino sospechas que no llegan a ser evidencia, no por eso el mal es me­nos cierto, y yo le atribuyo a los crímenes cometidos por Francia con­tra la religión o la impiedad de cier­tos amigos falsos del rey, más bien que del rey mismo. En uno y otro caso, señores, he debido, como fiel servidor del altar y del trono, unir­me a los que por todos los medios persiguen la extinción de la herejía y la ruina de pérfidos consejeros. Esto es, señores, lo que pienso ha­cer por la Liga al declararme indi­viduo de ella.

-¡Oh! -murmuró Chicot, cuya sorpresa llegaba al colmo-; ya le veo asomar la punta de la oreja; sólo que yo creía que era de burro y es de zorra.

Este exordio del duque de Anjou, que acaso habrá parecido un poco largo a nuestros lectores, separados como están por tres siglos de la política de aquella época, había in­teresado de tal modo a los concu­rrentes, que la mayor parte se ha­bían aproximado al príncipe para no perder una sílaba de su discurso, precaución por otra parte indispen­sable, pues fue pronunciado con voz cada vez más obscura a medida que el sentido de las palabras iba siendo más claro.

Curioso era en aquel instante el espectáculo. Los concurrentes, en número de veinticinco o treinta, con las capuchas bajas, dejaban ver sus rostros, cuyas facciones anunciaban en unos la generosidad, en otros el valor, la nobleza o la inteligencia, en todos la curiosidad excitada has­ta el colmo. Hallábanse agrupados en torno de la única lámpara que con sus débiles resplandores ilumi­naba entonces la escena, y por to­das las demás partes del edificio se veían grandes sombras, que pare­cían extrañas al drama que en un solo sitio se estaba representando. En medio del grupo se distinguía el rostro pálido del duque de An­jou, cuyos huesos frontales casi del todo ocultaban sus hundidos ojos, y cuya boca cuando se abría se asemejaba a la siniestra hendidura de una cabeza de muerto.


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