-¿Podéis referir cuanto habéis visto sin omitir nada al enviado de Su Santidad Gregorio XIII? -preguntó de Guisa.
-Todo, punto por punto.
-Perfectamente. Mi hermano Mayena dice que habéis hecho maravillas por nosotros. Veamos: ¿qué es lo que habéis hecho?
El cardenal y la duquesa formaban entonces un solo grupo.
A tres pies de ellos estaba Nicolás David, bajo los fulgores de la lámpara.
-He hecho lo que había prometido -dijo maese Nicolás-, es decir, que he hallado el medio de haceros sentar sin oposición en el trono de Francia.
-¡También ellos! -exclamó Chicot-, pues señor, aquí todo el mundo pretende ser rey de Francia. El último que llegue será el mejor.
El ánimo del valiente Chicot había recobrado su alegría por efecto de tres circunstancias; en primer lugar por haberse librado de una manera imprevista del inminente peligro que había corrido; en segundo lugar porque estaba descubriendo una gran conspiración; y por último, porque con este descubrimiento se le proporcionaba el medio de perder a sus irreconciliables enemigos, el duque de Mayena y el abogado Nicolás David.
-¡Querido Gorenflot! -dijo luego que reflexionó en todo lo que acabamos de decir-, ¡qué cena te voy a pagar mañana por el alquiler de tu hábito!
-Mas si la usurpación es demasiado manifiesta, abstengámonos de ese medio -exclamó Enrique de Guisa-, porque no quiero tener por enemigos a todos los reyes de la cristiandad que proceden de derecho divino.
-Ya he tenido en cuenta ese escrúpulo de Vuestra Señoría -dijo el abogado saludando al duque y fijando en el triunvirato tranquilas miradas-. No se limita mi habilidad al arte de la esgrima, como acaso habrán propalado mis enemigos para arrebatarme vuestra confianza; he estudiado también con fruto la teología y las leyes. He consultado, como debe hacerlo un buen casuista y un entendido jurisconsulto, los anales y decretos que robustecen mi aserción en nuestro sistema de sucesión al trono. Ganar la legitimidad es ganarlo todo, monseñor, y he descubierto que vuestras señorías son los herederos legítimos de la corona, y que los Valois no son más que una rama parásita y usurpadora.
La convicción con que Nicolás David pronunció este pequeño exordio excitó la alegría de madame de Montpensier y la curiosidad del duque de Mayena, haciendo al mismo tiempo que se desarrugase casi por completo la frente severa del duque de Guisa.
-Difícil es -dijo éste- que la casa de Lorena, aunque muy ilustre, pretenda tener más derechos que la de Valois.
-Pues no obstante, está probado que los tiene-, repuso maese Nicolás alzándose los hábitos para sacar un pergamino del bolsillo de sus anchos calzones, y descubriendo el puño de una larga tizona.
El duque cogió el pergamino de manos de Nicolás David.
-¿Qué es esto? -preguntó.
-El árbol genealógico de la casa de Lorena.
-¿Cuyo tronco es?...
-Carlo Magno.
-¡Carlo Magno! -repitieron los tres hermanos con incredulidad, si bien con cierta especie de satisfacción-. Es imposible. El primer duque de Lorena era contemporáneo de Carlo Magno, pero se llamaba Raniero, y no tenía el más leve parentesco con aquél célebre emperador.
-Ya conoceréis, monseñor -dijo Nicolás-, que no he ido yo a buscar una de esas cuestiones que se terminan con una simple negación y que el primer juez de armas resuelve en un instante. Lo que necesitan vuestras señorías es un buen pleito que dure mucho tiempo, que llame la atención del Parlamento y del pueblo, y durante el cual se pueda conquistar, no al pueblo, porque es de vuestras señorías, sino al Parlamento. Ahora bien, esto es precisamente lo que yo he procurado.
-Raniero, primer duque de Lorena, contemporáneo de Carlo Magno.
Gilberto, su hijo contemporáneo de Ludovico Pío.
Enrique, su hijo, contemporáneo de Carlos el Calvo.
-Pero. . . -interrumpió el duque de Guisa.
-Un poco de paciencia, monseñor, a eso voy... Poned atención. Bona...
-Sí -dijo el duque-, hija de Ricino, segundo hijo de Raniero.
-Bien -prosiguió el abogado-; ¿y con quién se casó?
-¿Bona?
-Sí.
-Con Carlos de Lorena, hijo de Luis IV, rey de Francia.
-Con Carlos de Lorena, hijo de Luis IV, rey de Francia -repitió David-; ahora agregad, y hermano de Lotario, despojado de la corona de Francia por el usurpador Hugo Capeto.
-¡Oh! -exclamaron el duque de Mayena y el cardenal.
-Proseguid -dijo Enrique de Guisa-, empiezo a ver alguna claridad en ese negocio.
-Ahora bien -continuó el abogado-, Carlos de Lorena heredaba el trono de su hermano Lotario al extinguirse la raza de éste, y como se extinguió, resulta que vuestras señorías son los únicos y legítimos herederos de la corona de Francia.
-¡Pardiez! -murmuró Chicot-, este animal es más venenoso de lo que yo creía.
-¿Qué decís a eso, hermano? -preguntaron a un mismo tiempo el cardenal y el duque de Mayena.
-Digo -contestó el duque de Guisa-, que por desgracia existe en Francia una ley, que se llama la ley Sálica, y que destruye todas nuestras pretensiones.
-Aquí aguardaba yo a Vueseñoría -exclamó Nicolás David con el tono de la vanidad satisfecha-; ¿cuál es el primer ejemplo de la ley Sálica?
-El advenimiento al trono de Felipe de Valois, en perjuicio de Eduardo de Inglaterra.
-¿Cuál es la fecha de ése advenimiento?
El duque de Guisa recapacitó un momento.
-Mil trescientos veintiocho -dijo sin titubear el cardenal.
-Es decir -continuó maese Nicolás-, 341 años después de la usurpación de Hugo Capeto, y 240 después de la extinción de la estirpe de Lotario. Así, pues, cuando se introdujo la ley Sálica ya hacía 240 años que vuestros antepasados tenían derecho a la corona y sabido es que ninguna ley tiene efecto retroactivo.
-Sois muy diestro, maese Nicolás -dijo el duque de Guisa contemplando al abogado con cierta especie dé admiración a que no dejaba de agregarse un poco de desprecio.
-Eso es muy ingenioso -dijo el cardenal.
-Es muy bueno -repuso Mayena.
-Es admirable -añadió la duquesa-; ya soy princesa real; no tomaré por marido menos de un emperador de Alemania.
-¡Dios mío! -dijo Chicot-, tan sólo una súplica te hago: Nec nos inducas in tentationeni et libera nos ab avocatibus.
A pesar del entusiasmo general el duque de Guisa quedóse pensativo. Por último exclamó:
-¡Y ha de necesitar tales subterfugios un hombre como yo! ¡Conque es decir que los pueblos, antes de obedecer, examinan pergaminos como éste, en lugar de leer la nobleza de un hombre en las chispas que despiden sus ojos o su espada!
-Tenéis razón, Enrique -observó el cardenal-, tenéis no una sino mil razones, y si los pueblos se contentasen con mirar el rostro, vos seríais rey entre los reyes, pues los demás príncipes parecen pueblo a vuestro lado. Mas para subir al trono, lo principal es un buen pleito, como ha dicho maese Nicolás David, y después que subamos, como vos mismo habéis dicho, debe tratarse de que el blasón de nuestra casa no sea inferior a ninguno de los que ostentan los demás tronos de Europa.
-Entonces esa genealogía es buena -dijo dando un suspiro Enrique de Guisa-. Maese Nicolás David, aquí tenéis los doscientos escudos de oro que me ha pedido para vos mi hermano Mayena.
-Y aquí tenéis otros doscientos -dijo el cardenal al abogado, cuyos ojos chispeaban mientras con codicioso afán se guardaba el oro en los profundos bolsillos de sus calzones-; aquí tenéis otros doscientos por la nueva comisión que vamos a encomendaron.
-Hablad, monseñor, a las órdenes de Vuestra Eminencia.
-No podemos encargaron que llevéis vos mismo esa genealogía a Roma para entregársela a nuestro Santo Padre Gregorio XIII, cuya aprobación necesita; pues sois de inferior clase y no se os abrirán las puertas del Vaticano.
-¡Ah! -dijo Nicolás David-, tengo gran corazón, es cierto, pero soy de pobre linaje. ¡Si al menos fuera hidalgo!
-¡Quieres callar, truhán! -exclamó Chicot.
-Pero sois plebeyo -observó el cardenal-, y es una desgracia. Nos vemos, pues, obligados a valernos para esta comisión de Pedro de Gondy.
-Permitid, hermano -dijo la duquesa poniéndose seria-; los Gondy son personas de talento, evidentemente, pero no tenemos ninguna garantía de su fidelidad. Su ambición sola nos responde de ellos y lo mismo pueden satisfacer su ambición con el rey Enrique que con la casa de Guisa.
-Tiene razón mi hermana, Luis -dijo el duque de Mayena con su brutalidad habitual-, no podemos fiarnos de Pedro de Gondy como nos fiamos de Nicolás David, que es nuestro y a quien podríamos hacer ahorcar cuando quisiéramos.
Esta franqueza del duque, lanzada a quemarropa sobre el abogado, produjo en el desventurado legista el más extraño efecto, pues soltó una carcajada convulsiva que denotaba lo inmenso de su miedo.
-Mi hermano Carlos se bromea -dijo Enrique de Guisa a Nicolás-; ya sabemos que sois fiel, y de ello nos habéis dado pruebas en muchas ocasiones.
-Y especialmente en aquella en que yo fui la víctima- murmuró Chicot, amenazando desde su escondrijo a su enemigo, o por mejor decir a sus dos enemigos.
-Tranquilizaos, Carlos, tranquilizaos, Catalina -agregó Enrique-; tengo adoptadas de antemano todas las precauciones. Pedro de Gondy llevará esa genealogía a Roma, pero confundida entre otros papeles y sin saber lo que lleva, y el Papa la aprobará o no, sin que Gondy sospeche nada. Vos, Nicolás David, saldréis al mismo tiempo que él y le aguardaréis en Chalons, en Lyon o en Avignon, según los avisos que de nosotros recibáis. De este modo vos solo sabréis el verdadero secreto de la empresa: ya veis que sois nuestro único confidente.
David hizo una reverencia.
-Ya sabes con qué condición, querido amigo -murmuró Chicot-, con la de ser ahorcado si das algún paso fuera del camino que a ellos les convenga, mas no tengan cuidado; yo te juro por Santa Genoveva, aquí presente en estatua de yeso, de mármol o de madera, y tal vez en esqueleto, que el suplicio que yo te preparo es el que tienes más cerca de los dos que te amenazan.
Los tres príncipes se estrecharon la mano y abrazaron a su hermana la duquesa, que acababa de traerles los hábitos de fraile dejados en la sacristía; madame do Montpensier, luego de haber ayudado a sus hermanos a ponerse sus disfraces, se bajó la capucha hasta los ojos, marchó delante hasta el pórtico, donde esperaba el portero, y desapareció seguida de los príncipes y de Nicolás David, cuyos escudos de oro a cada paso que daba resonaban en su bolsillo.
Cuando todos se hubieron retirado, el portero echó los cerrojos, y entrando después en la iglesia, apagó la lámpara del coro. Una obscuridad completa invadió entonces la capilla, y renovó el misterioso terror que más de una vez había erizado los cabellos de Chicot.
El gascón oyó el ruido que las sandalias del fraile hacían en las losas; después este ruido fue disminuyendo, y por último se extinguió por completo.
-Bueno -dijo Chicot-, parece que todo se ha concluido; los tres actos están terminados y los actores se han ido a descansar. Procuremos seguirles, pues ya es mucha comedia ésta para una sola noche.
Y abandonando la idea de esperar el día en la iglesia, por temor de que volvieran a abrirse las tumbas y a habitarse los confesonarios, descorrió el cerrojo del suyo, empujó la puerta con cuidado y sacó los pies fuera.
Mientras la revista que pasaron el portero y el monaguillo a todos los rincones de la iglesia, había Chicot observado arrimada a la pared una escalera, que sin duda servía para poder limpiar subido en ella los vidrios de colores de las ventanas. No quiso, pues, perder tiempo, y con las manos extendidas hacia adelante y echando el paso con precaución, logró llegar al ángulo donde la escalera estaba, y tomándola la puso debajo de la ventana que más a propósito le pareció para evadirse.
Al resplandor de la luna le pareció que se había engañado en su cálculo, pues la ventana caía al cementerio del convento, cuyas tapias lindaban con la calle de Bordelle.
Abrió la ventana, púsose sobre ella a caballo, y trayendo así la escalera con la fuerza y destreza que dan casi siempre la alegría o el miedo, la hizo pasar a la parte de afuera.
Luego que bajó al cementerio, la ocultó entre unos árboles que crecían cerca de la pared, y llegando a la tapia que le separaba de la calle, la saltó, no sin dejar caer detrás de sí algunas piedras.
Una vez en la calle respiró con toda su fuerza.
Acababa de salir, sin más que algunos rasguños, de un avispero, en donde más de una vez había creído perder la vida.
Luego que sintió que el aire entraba más libremente en sus pulmones, echó a correr hacia la calle de Santiago, y no se detuvo hasta llegar a la hostería del Cuerno de la Abundancia, adonde llamó inmediatamente y sin titubear.
Maese Claudio Bonhomet llegó en persona a abrir la puerta. Era maese Claudio hombre que sabía que toda incomodidad se paga, y contaba para hacer su fortuna mejor con las incomodidades extraordinarias que con las ordinarias.
A la primera ojeada reconoció a Chicot, aunque le había visto salir en traje de caballero y le veía en hábito de fraile.
-¡Ah! ¿sois vos, señor hidalgo? -exclamó-; bien venido.
Chicot le dio un escudo y le preguntó:
-¿Y el P. Gorenflot?
El posadero se sonrió, avanzó hasta la puerta del gabinete, lo abrió y dijo:
-Miradle.
El P. Gorenflot continuaba roncando en el mismo sitio donde Chicot le había dejado.
-¡Vive Dios, respetable amigo -dijo-, que acabas de tener un sueño terrible sin tú saberlo!
XXII. LOS SEÑORES DE SAN LUCAS, VIAJANDO JUNTOS, SE ENCUENTRAN CON UN COMPAÑERO DE VIAJE
A la mañana siguiente y a la hora en que el P. Gorenflot se despertaba vestido y abrigado con su hábito, si el lector hubiese recorrido el camino de París a Angers, habría podido ver entre Chartres y Nogent dos personas, un hidalgo y su paje, cuyas pacíficas cabalgaduras marchaban estrechamente unidas, acariciándose con las cabezas y hablándose con relinchos como honrados animales, que no por estar privados del don de la palabra dejaban de tener medios para comunicarse sus pensamientos.
A la misma hora, próximamente, del día anterior, habían llegado nuestros caballeros a Chartres en dos caballos fatigados y arrojando espuma por la boca, uno de los cuales había caído en la misma plaza de la Catedral; y como a la sazón iban los fieles a misa, y había por lo tanto gran concurrencia, no dejó de ser espectáculo interesante para los vecinos de Chartres el de aquel corcel expirando de cansancio y cuyos dueños hacían de él tan poco caso como si fuera un innoble rocín.
Algunos observaron (porque los vecinos de Chartres han sido en todos tiempos muy observadores) que el más alto de los dos caballeros llamó a un honrado muchacho, el cual, mediante un escudo que recibió, les guió a una posada inmediata, por cuya puerta trasera, que daba al campo, volvieron a salir los viajeros media hora después en caballos de refresco y con un color en las mejillas, que anunciaba que habían bebido vino caliente.
Una vez en el campo, todavía desnudo y frío, pero matizado acá v allá por azulados colores, precursores de la primavera, el más alto de los dos caballeros se aproximó al más pequeño y le dijo, abriendo los brazos:
-Querida esposa, abrázame con confianza, pues a estas horas nada tenemos qué temer.
Entonces madame de San Lucas -pues era ella- se inclinó con gracia, abriendo el espeso manto con que iba cubierta y apoyando los brazos en los hombros del joven, en cuya postura y sin cesar de mirarle con deleite, le dio el tierno y cariñoso beso que reclamaba.
De esta confianza que San Lucas inspiró a su mujer, y quizá del beso dado por ella a su marido, resultó que aquel día se detuvieron en un mesón de la aldea de Courville, situada a cuatro leguas tan sólo de Chartres, el cual por su soledad, por sus dobles puertas y por otra multitud de ventajas, ofrecía a los dos esposos amantes todas las garantías apetecibles de seguridad.
Allí permanecieron todo el día y toda la noche misteriosamente ocultos en su aposento, donde después de haberse hecho servir el almuerzo, se encerraron dando orden al mesonero, en atención a lo largo del camino que habían andado y a lo fatigados que se encontraban, de que no les llamase hasta el día siguiente al amanecer, orden que fue puntualmente cumplida.
Al amanecer se pusieron en camino y como aquel día estaban más tranquilos que la víspera, caminaban no como fugitivos, ni tampoco como enamorados, sino como estudiantes que se separan a cada paso del camino para subir alguna cuesta y mostrarse uno a otro desde su cima como una estatua ecuestre sobre su caballo; que destrozan los primeros botones de las plantas; que buscan el primer musgo; que cogen las primeras flores, centinelas de las primaveras, y que admiran gozosos el reflejo de un rayo de sol sobre el plumaje de un ánade o el veloz paso de una liebre en la llanura.
-¡Pardiez! -exclamó San Lucas-, ¡qué felicidad es ser libre! ¿Te has visto tú en libertad alguna vez, Juana?
-Yo -repuso la joven con alegre acento-, jamás, esta es la primera vez que salgo al campo y respiro el aire libre. Mi padre era muy receloso y mi madre muy casera: no me dejaba salir sino acompañada de una dueña, dos doncellas y un lacayo, de modo que no recuerdo haber corrido por el campo desde que siendo niña jugaba en los bosques de Meridor con mi querida Diana, desafiándola a correr y corriendo hasta que una a otra nos perdíamos de vista. Entonces nos deteníamos conmovidas al ruido de alguna cierva, de algún gamo o cervatillo, que espantado al vernos se lanzaba fuera de su cueva. Pero tú, querido San Lucas, tú al menos eras libre.
-¿Yo libre?
-Sin duda; un hombre...
-¿Y qué importa? Nunca he tenido libertad alguna. Educado al lado de Enrique cuando era duque de Anjou, llevado por él a Polonia, traído por él a París, condenado por las eternas reglas de la etiqueta a no separarme de él, perseguido cuando de él me separaba por la voz plañidera que me decía: "San Lucas, amigo mío, yo me aburro, ven a aburrirte conmigo." no he tenido un instante mío; y aquel corsé que me prensaba el estómago, y aquella gorguera almidonada que me desollaba la garganta, y mis cabellos engomados que con la humedad se adherían unos a otros y con el polvo se ensuciaban, y aquel birretillo, en fin, prendido en la cabeza con alfileres... ¡Oh, no, no querida Juana, creo que todavía era yo menos libre que tú! Así ya ves cómo me aprovecho de la libertad, ¡qué ventura! yo no sé cómo hay quien se prive de ella pudiendo gozarla.
-¿Y si nos atrapan, San Lucas? -dijo la joven mirando atrás con inquietud-, ¿y si nos encierran en la Bastilla?
-Si nos encierran juntos, querida Tuanita, no nos irá del todo mal. Me parece que todo el día de ayer hemos estado encerrados lo mismo que si hubiésemos sido presos de consideración, y no hemos echado nada de menos.
-San Lucas, no te fíes -repuso Juana con maliciosa y alegre sonrisa-, si nos atrapan, no creo que nos encierren juntos.
Y la linda joven se ruborizó al pensar lo mucho que había dado a entender en lo poco que había dicho.
-Entonces vamos adonde estemos bien ocultos -dijo San Lucas.
-No temas -contestó Juana-, en cuanto a eso nada tenemos que temer. Si supieses lo que es Meridor... Si hubieses visto sus grandes encinas, que parecen columnas de un templo que tiene por bóveda el cielo, y sus alamedas sin fin, y sus perezosos riachuelos que corren en estío bajo umbrosos arcos de verde follaje, y en invierno sobre alfombras de hojas secas, y sus grandes estanques, y sus campos de trigo, y sus jardines de flores, y sus prados sin límites, y sus torrecillas de donde se escapan millares de palomas arrullándose y revoloteando incesantemente como abejas alrededor de una colmena... y presidiendo a todo la reina de ese pequeño reino, la encantadora de esos jardines de Armida, la bella, la amable, la incomparable Diana, un corazón de diamante en una caja de oro:- tú la amarás, San Lucas.
-La amo ya, porque es tu amiga.
-¡Oh! estoy bien segura de que ella me ama aún, y me amará siempre. ¡No es Diana de las que varían caprichosamente de amigas! Figúrate qué vida tan feliz vamos a pasar en ese nido de flores y de musgo, que va a reverdecer con la primavera; Diana ha tomado la dirección de la casa de su padre: tenemos que preocuparnos del buen barón; es un guerrero del tiempo de Francisco I, anciano débil e inofensivo tanto como en otro tiempo ha sido fuerte y valeroso, que no tiene otro recuerdo de lo pasado que el del vencedor de Mariñán y vencido de Pavía, ni más esperanza en el porvenir que la que ha puesto en su amada Diana.
Podemos vivir en Meridor sin que él lo sepa ni llegue a sospecharlo nunca; y si lo sabe, seremos bien recibidos con sólo dejarle decir que su Diana es la doncella más hermosa del mundo, y Francisco I el mejor capitán de todos los siglos.
-¡Magnífico! -dijo San Lucas-; pero adivino grandes disputas.
-¿Cómo?
-Entre el barón y yo.
-¿Por qué? ¿Por Francisco I?
-No, le concederé cuanto quiera de Francisco I; mas en cuanto a la más hermosa del mundo...
-Yo no entro en cuenta, pues soy tu mujer.
-Es cierto -dijo San Lucas.
-Calcula tú qué existencia tan envidiable va a ser la nuestra -prosiguió Juana-. Por la mañana saldremos al bosque por la puerta del pabellón, que sin duda será la habitación que nos den: ya conozco ese pabellón: tiene dos torrecillas unidas por un cuerpo de edificio construido en tiempo de Luis XII; la arquitectura es soberbia; ya verás cómo te gusta. Tiene también ventanas: desde una se descubren los inmensos bosques, que a la vista parecen interminables, entre cuyos árboles se ve a lo lejos pacer algún Ramo o cervatillo que alza la cabeza al menor ruido; desde la otra, que se halla al lado opuesto, se divisan doradas llanuras y aldeas de rojos tejados y blancas paredes, situadas a orillas del Loira, cuyas cristalinas aguas se cubren de barquichuelos.
Luego, a tres leguas de Meridor tenemos un lago con su barca; tendremos igualmente perros y caballos con los cuales cazaremos en los bosques mientras el anciano barón, ïgnorando que semejantes huéspedes tiene en su casa, dirá al oír los ladridos: "Diana, escucha, no parece sino que Astrea y Flegetón están cazando." Y Diana contestará: "Si cazan, querido padre, dejadles que cacen."
-Apresurémonos, Juana -dijo San Lucas-; ya quisiera estar en Meridor.
Y ambos espolearon los caballos v galoparon por espacio de dos o tres leguas, hasta que los caballos fueron aflojando espontáneamente el paso como para dar tiempo a sus amos para reanudar la conversación interrumpida, o corrigiesen un beso mal dado.
De este modo llegaron a Mans, donde tranquilos ambos, permanecieron un día que fue otro de los días venturosos en el feliz camino que seguían, y a la mañana siguiente penetraron en los bosques arenosos que en aquella época se extendían desde Guécelard a Ecomoy, firmemente resueltos a llegar aquella misma noche a Meridor.
Creía San Lucas que en Meridor estaría libre de todo peligro, pues conocía el carácter, unas veces enérgico y otras perezoso, del rey, y sabía que según la disposición del ánimo en que se encontrara, así podría haber enviado veinte correos y cien guardias detrás de ellos con orden de conducirlos a París muertos o vivos, como haberse contentado con sacar los brazos fuera de la cama un poco más que de costumbre y dar un gran suspiro diciendo:
-¡Oh, traidor San Lucas! ¡que no te haya conocido antes!
Ahora bien, como no habían sido alcanzados por ningún correo ni visto ningún guardia, era probable que el rey Enrique III, en vez de encontrarse en sus momentos de energía, se hubiese hallado cuando partió San Lucas en sus momentos de pereza.
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