-¡De mí es de quien hablan! -murmuró-; me señalan con el dedo, me esperan: me habrán buscado esta noche: mi ausencia habrá causado escándalo; ¡estoy perdido!
Ocurrióle la idea de huir, pero muchos religiosos venían ya a su encuentro: reflexionó que si huía le perseguirían, evidentemente.
El P. Gorenflot se hacía justicia, conociendo que no había nacido para correr, y que si corría, sería alcanzado, atado y conducido al convento; prefirió, pues, la resignación.
Avanzó con aire compungido hacia sus compañeros, que al parecer dudaban si le hablarían o no.
-¡Ah! -dijo Gorenflot-; fingen no conocerme: soy la piedra de escándalo.
-En fin, uno de ellos se arriesgó a dirigirse a Gorenflot, y le dijo:
-¡Pobre P. Gorenflot!
Este levantó la vista al cielo y suspiró.
-¿Sabéis que el padre prior os aguarda? -dijo otro.
-¡Ah, Dios mío!
-¡Oh! sí -dijo otro-, ha mandado que tan luego como viniéseis al convento os condujeran a su presencia.
-Eso es lo que yo temía -murmuró Gorenflot.
Y más muerto que vivo entró en el convento, cuya puerta se cerró detrás de él.
-¡Ah, sois vos! -dijo el padre portero-, venid pronto, el reverendo padre prior José Foulon pregunta por vos.
Y el padre portero, asiendo a Gorenflot de la mano, le condujo, o mejor decir, le arrastró hasta la celda del prior.
Allí también se cerraron detrás de él las puertas.
Gorenflot bajó los ojos temiendo hallar las severas miradas del prior; veíase solo, abandonado de todos, y en presencia de su superior, que debía estar irritado, e irritado justamente.
-¡Ah! ¿sois vos? ¡Al fin habéis venido!
-Reverendísimo padre... -balbuceó Gorinflot.
-¡Con qué cuidado nos habéis tenido! -dijo el prior.
-Es demasiada bondad, padre -repuso el limosnero que no comprendía aquel inesperado acento de indulgencia.
-Temíais volver al convento después de la escena de esta noche ¿no es verdad?
-Confieso que no me atrevía a volver -repuso Gorenflot, cuya frente estaba bañada de un sudor frío.
-¡Ah, hijo mío, qué imprudencia habéis cometido!
-Dejad padre mío, que os explique...
-¿Y qué me habéis de explicar? Esa salida intempestiva...
-Si no necesito explicarla -dijo entre sí Gorenflot-, tanto mejor, porque no sabía cómo hacerlo.
-La comprendo perfectamente -prosiguió el prior-. Un instante de exaltación, de entusiasmo, os ha arrastrado a ese extremo; la exaltación es una virtud santa, el entusiasmo es un sentimiento sagrado; mas las virtudes exageradas llegan a ser vicios y los sentimientos más honrosos llevados al extremo son reprensibles.
-Perdonad, padre mío, pero si vos comprendéis, yo no comprendo bien del todo. ¿De qué salida me habláis?
-De la de esta noche.
-¿Fuera del convento? -preguntó tímidamente Gorenflot.
-No tal, en el convento.
-¿En el convento yo?
-Sí, vos.
Gorenflot se restregó las narices, creyendo que el padre prior quería jugar con él al juego de los despropósitos.
-Yo soy tan buen católico como vos, y no obstante, vuestra audacia me ha espantado.
-¿Mi audacia? -dijo Gorenflot-: ¿tan audaz he sido?
-Más que audaz, hijo mío, habéis sido temerario.
-¡Ah! padre, ¿no perdonaréis los extravíos de un temperamento aún mal dominado? Yo me corregiré.
-Sí, pero entretanto no puedo menos que temer por vos, y por nosotros, las consecuencias de ese escándalo. Si la cosa hubiera sucedido entre nosotros nada importaría.
-¡Cómo! -dijo Gorenflot-, ¿y lo saben otros?
-Sin duda, bien sabéis que había allí más de cien seglares, que no han perdido una palabra de vuestro discurso.
-¿De mi discurso? -repitió Gorenflot cada vez más admirado.
-Confieso que era bueno; conozco que los aplausos han debido lisonjearos y que el sentimiento unánime ha. podido trastornaros la cabeza; mas proponer una procesión por las calles de París y ofreceros a vestir la coraza y excitar el celo de los buenos católicos, el casco en la cabeza y la partesana al hombro, vos mismo convendréis en que es ya demasiado.
Gorenflot contemplaba al prior cada vez con más muestras de sorpresa.
-Ahora bien -continuó el reverendo-, hay un medio de conciliarlo todo. Esa savia religiosa que bulle en vuestro generoso corazón os perjudicaría en París, donde hay tantos malos ojos que os espían. Quiero que vayáis a otra parte a comunicarla.
-¿Y adónde, padre? -preguntó Gorenflot, convencido de que iba desde allí al calabozo.
-A las provincias.
-¡Desterrado! -murmuró Gorenflot.
-Si os quedaseis aquí, podría sucederos otra cosa peor, querido hijo.
-¿Y qué me podría acontecer? -Que os formulasen una causa criminal, que según todas las probabilidades, traería por consecuencia la prisión perpetua o la muerte.
Gorenflot se puso espantosamente pálido, no pudiendo adivinar cómo había incurrido en la pena de prisión perpetua o en la de muerte por haberse embriagado y haber pasado la noche fuera del convento.
-Mientras que sometiéndose a este destierro momentáneo -prosiguió el prior-, no sólo os libráis del peligro, sino que plantáis la bandera de la fe en las provincias: lo que habéis dicho esta noche, peligroso y aun imposible a la vista del rey y de sus validos malditos, en las provincias es más fácil de realizar. Partid, pues, lo más pronto posible, P. Gorenflot, tal vez sea ya tarde, y los arqueros hayan recibido orden do prenderos.
-¿Qué decís, reverendísimo padre? -dijo Gorenflot abriendo desmesuradamente los ojos, porque conforme el prior le hablaba le sorprendían más y más las proporciones colosales que iba tomando un pecado que cuando más podía ser considerado como venial-; ¿los arqueros decís? ¿y qué tengo yo que hacer con los arqueros?
-Vos, nada; mas ellos tal vez tendrán que hacer algo con vos.
-¿Pero me han denunciado? -dijo Gorenflot.
-Lo apostaría -dijo el prior-; salid pues, lo más pronto posible de París.
-¡Salir, reverendísimo padre! -dijo Gorenflot espantado-, eso no es tan fácil de hacer como de decir. ¿Con qué me he de mantener si me voy de París?
-Nada más sencillo: sois el limosnero del convento: ahí tenéis vuestros medios de vida. Con las limosnas nos habéis mantenido a los demás hasta ahora; manteneos vos con ellas. Además, nada tenéis que temer en este punto, pues el sistema que habéis explicado ayer os dará en las provincias tantos partidarios que desde ahora puedo afirmar que no careceréis de nada. Pero andad, por Dios, y sobre todo no volváis sin que yo os lo mande.
Y el prior, después de haber abrazado tiernamente al P. Gorenflot, le empujó suavemente pero con firmeza hasta la puerta de su celda.
Hallábase en el claustro toda la comunidad reunida esperando al P. Gorenflot.
Apenas se presentó, se precipitaron los frailes hacia él y todos querían a porfía tocarle las manos y el cuello. Algunos había cuya veneración llegaba hasta el punto de querer besarle el extremo del hábito.
-Adiós -exclamaba uno estrechándole contra su pecho-, adiós P. Gorenflot; sois un santo varón; no me olvidéis en vuestras oraciones.
-¡Bah! -contestaba entre sí Gorenflot-; ¡yo un santo varón! ¡Pues no me falta nada para eso!
-Adiós -decía otro oprimiéndole la mano-, valiente campeón de la fe; Godofredo de Bouillón sería bien poca cosa al lado vuestro.
-Adiós, mártir -decía otro, besandole el extremo del cordón-; la ceguedad habita aún entre nosotros, pero pronto llegará la hora de la luz.
Y de este modo se halló Gorenflot llevado de brazo en brazo, de beso en beso, de epíteto en epíteto hasta la puerta del convento, que se cerró detrás de él apenas hubo salido.
Miró aquella puerta con indecible expresión y al fin salió de París, andando de espaldas, como si, negándose a partir, el ángel exterminador le hubiese mostrado la punta de su espada llameante.
Las únicas palabras que pronunció al llegar a la puerta fueron las siguientes:
-¡Lléveme el diablo! O ellos están locos o, si no lo están, lo estoy yo.
XXVII. CONTINUACIÓN
Hasta el día nefasto que hemos llegado, día en que le sobrevino al pobre Gorenflot la persecución inusitada que hemos referido en el anterior capítulo, nuestro buen fraile había tenido una vida contemplativa, es decir, que saliendo de madrugada cuando quería tomar el fresco, y tarde cuando quería tomar el sol, confiado siempre en Dios y en la cocina del convento, nunca había pensado en otra cosa más que en proporcionarse los extraordinarios, bastante mundanos, aunque raros, del Cuerno de la Abundancia; estos extraordinarios dependían del capricho de los fieles y no podían salir sino de las limosnas en dinero, a las cuales el P. Gorenflot mandaba hacer alto al pasar por la calle de Santiago para penetrar con ellas en la hostería, de donde después las sacaba para el convento, disminuidas en la cantidad con que contribuía al establecimiento de maese Claudio Bonhomet. Tenía así mismo a Chicot su amigo, al cual agradaban las buenas comidas y los buenos compañeros de mesa; pero Chicot era un ser muy fantástico en su vida; el fraile le veía en ocasiones tres o cuatro días seguidos y otras veces no le solía ver en quince días, un mes, o seis semanas, ya porque se hallase encerrado con el rey, ya porque le acompañase en alguna peregrinación, ya en fin porque se hallase fuera de París viajando por sus negocios o por divertirse. Gorenflot era, pues, uno de esos frailes para quienes, a semejanza de ciertos soldados, el mundo empezaba en el superior de la casa, es decir, en el coronel del convento y concluía en la marmita vacía. Así, este soldado de la Iglesia nunca se había figurado que algún día le había de ser necesario ponerse en camino en busca de aventuras.
Lo peor de todo era que se hallaba sin dinero; la respuesta del prior a su demanda había sido sencilla y sin adorno apostólico, como un fragmento del Evangelio.
-Busca y encontrarás.
Gorenflot, pensando que iba a verse obligado a buscar por mucho tiempo, se sentía fatigado antes de principiar.
Sin embargo, lo principal era librarse por de pronto del peligro desconocido, pero inmediato, según lo que podía deducirse de las palabras del prior.
El pobre fraile no era de aquellos que pueden disfrazarse y rehuir las investigaciones por medio de alguna metamorfosis; resolvió, pues, salir ante todo de París, y con este objeto se encaminó con paso rápido a la puerta de Bordelle, y pasó prudentemente, y haciéndose lo más flaco posible, por delante de la caseta de los vigilantes nocturnos y del cuerpo de guardia de los suizos, temiendo que estos arqueros, de quienes el prior de Santa Genoveva le había hablado, tuviesen realmente algo que hacer con él.
Pero luego que se halló en el aire libre y a quinientos pasos de la Puerta; luego que vio la primera hierba de la primavera que se esforzaba en penetrar la tierra, y en el horizonte el sol refulgente, a izquierda y a derecha la soledad, y detrás la capital, cuyo murmullo todavía llegaba hasta él, se sentó a un lado del camino, encajó la doble barba en la ancha y gruesa mano, rascó con el índice la punta cuadrada de su nariz de perro dogo y empezó una meditación con acompañamiento de gemidos.
No le faltaba al P. Gorenflot más que la cítara para parecerse a uno de aquellos hebreos que, colgando sus arpas de los sauces, en tiempo de la desolación de Jerusalén, dieron motivo y texto al famoso versículo: Super flumina Babylonis, e inspiraron una infinidad de cuadros melancólicos.
Gorenflot gemía tanto más tristemente cuanto que iban a dar las nueve de la mañana, que era la hora de comer en el convento, pues los frailes, atrasados en civilización, como conviene a los que están desprendidos de las cosas de este mundo, seguían aún en el año de gracia de 1578 las prácticas del buen rey Carlos V, el cual comía a las ocho de la mañana después de oír misa.
Tanto trabajo costaría contar los granos de arena que agita el aire a orillas del mar un día de tempestad, como enumerar las ideas contradictorias que una después de otra se presentaron a la mente de Gorenflot.
La primera idea que le ocurrió y la que más trabajo le costó desechar, debemos decirlo, fue la de regresar a París, irse derecho al convento, declarar al prior que prefería el calabozo al destierro, que consentía, si era preciso, en sufrir las disciplinas, el suplicio del látigo, del doble látigo y del in pace, con tal que le diesen de comer y aun prestándose a reducir el número de sus comidas a cinco.
A esta idea tan tenaz, que en más de un cuarto de hora no desamparó el cerebro del pobre fraile, sucedió otra más racional, que fue irse en línea recta al Cuerno de la Abundancia, preguntar por Chicot, que regularmente estaría durmiendo todavía, exponerle la situación deplorable en que se hallaba a consecuencia dé sus sugestiones báquicas, sugestiones a que había tenido la debilidad de ceder, y alcanzar de su generoso amigo una pensión alimenticia.
Este plan ocupó la imaginación de Gorenflot durante otro cuarto de hora, porque Gorenflot era hombre juicioso y no carecía de mérito.
Por último, otro de los proyectos que se le ocurrieron, proyecto bastante audaz, consistía en entrar en la capital por la puerta de San Germán o por la torre de Nesle y seguir clandestinamente su oficio de limosnero. Conocía los buenos parajes, los sitios fértiles, las callejuelas, donde ciertas comadres que criaban suculentas aves tenían siempre algún capón que echar en la alforja del limosnero; veía en el agradable espejo de sus recuerdos cierta casa de vestíbulo donde en estío se hacían conservas de toda especie, y esto con el objeto principal (al menos el P. Gorenflot se complacía en creerlo así) de echar en su alforja, a cambio de su paternal bendición, ya un tarro de jalea de membrillo, ya una docena de nueces en dulce, ya una caja de conserva de manzanas, cuyo olor solamente habría dado ganas de beber a un moribundo. Porque, preciso es decirlo, las ideas del padre Gorenflot, en último resultado, siempre venían a parar en representarle los placeres de la mesa y las dulzuras del reposo; de modo que algunas veces pensaba, no sin cierta inquietud, en los dos abogados del diablo que en el día del juicio final argüirían contra él, y que se llamaban la pereza y la gula. Pero debemos confesar que el digno fraile seguía, no sin remordimiento quizá, la florida pendiente que conduce al abismo donde aúllan constantemente, como Escila y Caribdis, estos dos pecados mortales.
Por eso este último plan le agradaba; este género de vida le parecía el único a que se hallaba destinado por la Naturaleza; mas para lograr su objeto necesitaba permanecer en París y se exponía a hallar a cada paso a los arqueros, a los alguaciles, a las autoridades eclesiásticas, gente peligrosa para un fraile vagabundo.
Había también otro inconveniente, y era que el tesorero de Santa Genoveva, como administrador celoso, no dejaría a París sin limosnero; Gorenflot corría, pues, el riesgo de hallarse cara a cara con un nuevo colega, que tendría sobre él la superioridad de estar en el ejercicio legítimo de sus funciones.
Esta idea le hizo estremecer, y ciertamente había motivo para ello.
Aquí llegaba en su monólogo y en sus meditaciones, cuando vio asomar a lo lejos, bajo el arco de la puerta de Bordelle, un caballero que con el galope de su caballo hizo retemblar la bóveda.
Aquel hombre echó pie a tierra al llegar a una casa situada a cien pasos próximamente del paraje donde se hallaba Gorenflot; llamó a la puerta, le abrieron, y caballo y cabalgadura penetraron en lo interior.
Gorenflot observó esta circunstancia porque envidiaba la dicha del caballero, que tenía caballo, y por lo tanto podía venderlo.
Pero al cabo de un instante el caballero, que por la capa conoció Gorenflot ser el mismo que acababa de entrar, salió de la casa y fue a esconderse entre un bosquecillo de árboles que había cerca y una multitud de grandes piedras que se hallaban inmediatas al bosquecillo.
-Alguna emboscada se prepara -murmuró Gorenflot-. Si yo fuera menos sospechoso a los arqueros iría a advertírselo, o me opondría a ella si fuese más valiente.
En aquel instante, el hombre emboscado, que no quitaba los ojos de la puerta de la ciudad sino para inspeccionar las inmediaciones con cierta inquietud, en una de las rápidas miradas que dirigía a todos lados, divisó al P. Gorenflot sentado v con la barba apoyada en la mano. Esta vista le desagradó, y se puso a pasear afectando indiferencia detrás de las piedras.
-Esa estatura, ese aire -murmuró Gorenflot... - yo conozco a ese hombre. . . pero no, es imposible.
En aquel momento el desconocido, que volvía la espalda a Gorenflot, se bajó de pronto como si las piernas hubieran dejado de sostenerle, porque acaba de oír ruido de herraduras hacia la puerta de la ciudad.
Efectivamente, tres hombres, de los cuales dos parecían lacayos, montados en tres mulas y llevando cada uno a la grupa una abultada maleta, salían lentamente de París por la puerta de Bordelle
Tan pronto como los conoció el emboscado se escondió más todavía, y después, arrastrándose, más bien que andando, se dirigió al grupo de árboles, eligió el más grueso y se situó detrás de él como un cazador en acecho.
Los de las mulas pasaron sin verle o al menos sin fijar en él la atención, mientras que, al contrario, él parecía quererlos devorar con los ojos.
-Yo soy quien ha impedido que se realice el crimen -dijo Gorenflot, y mi presencia en el camino, justamente en este momento, es una de las manifestaciones de la voluntad divina, como la que ahora necesito para almorzar.
Luego que pasó la cabalgata, el hombre que acechaba volvió a entrar en la casa.
-Bueno -dijo Gorenflot-, esta es una circunstancia que si no me engaño va a proporcionarme la ventaja que ambicionaba. Hombre que acecha no quiere ser visto: este es un secreto que yo poseo, y aunque no valiera más que seis dineros, me los haría pagar por él.
Y sin más demora se dirigió a la casa: pero a medida que se iba aproximando, se le presentaba el aire marcial del caballero, la larga tizona que le azotaba las pantorrillas y la terrible mirada que había dirigido a los de las mulas.
-Creo -dijo por último-, creo haberme alegrado demasiado pronto, porque ese hombre no me parece que se dejará intimidar.
Al llegar a la puerta estaba ya completamente convencido de lo inútil de su proyecto, y en vez de rascarse la nariz, como había hecho al principio, se rascaba la oreja.
De repente su rostro se iluminó.
-Una idea se me ocurre -dijo-, y una idea ingeniosa. Le diré: Caballero, todo hombre tiene sus planes, sus deseos, sus esperanzas; yo rezaré a Dios por vuestros proyectos, y dadme alguna cosa. Si sus planes son malos, como no dudo, tendrá doble necesidad de que ruegen por él y me dará limosna. Yo después someteré el caso a la deliberación del primer doctor que encuentre, a saber: si se debe rezar en favor de proyectos ignorados cuando hay alguna duda sobre la bondad de estos proyectos: lo que me diga el doctor lo haré, y por consiguiente, no seré yo responsable, sino él; y si no encuentro doctor... entonces, en la duda de lo que debo hacer, me abstendré de rezar; pero mientras tanto habré almorzado con la limosna de este hombre de malas intenciones.
Tomada esta determinación, se arrimó a la pared de la casa y aguardó.
Cinco minutos después se abrió la puerta y presentóse el caballero a caballo.
Gorenflot se le aproximó.
-Caballero, si gustáis que rece cinco pater noster ,y cinco Avemarías por el logro de vuestros proyectos...
El hombre volvió la cabeza, y exclamó:
-¡Gorenflot!
-¡M. Chicot! -exclamó el fraile admirado.
-¿Adónde diablos vais de ese modo, compadre? -preguntó Chicot.
-Lo ignoro, ¿y vos?
-Yo es diferente, yo bien sé adonde voy. Voy todo derecho.
-¿Muy lejos?
-Hasta que me detenga; pero vos, compadre, pues no podéis decir con qué objeto os encontráis aquí, me hacéis sospechar una cosa.
-¿Qué?
-Que me habéis espiado.
-¡Jesús, Dios mío! ¡yo espiaros! ¡Dios me libre! Os he visto es cierto, pero nada más.
-¿Y qué habéis visto?
-Que acechabais el paso de las mulas.
-¿Estáis loco?
-Os he visto detrás de las piedras mirar muy atentamente. -Es que quiero construir una casa fuera de puertas: esas piedras son mías, y he estado examinando si eran de buena calidad.
-Pero, en fin, ¿qué hacéis aquí?
-¡Ah, M. Chicot, estoy proscrito! -repuso Gorenflot dando un enorme suspiro.
-¿Cómo? -dijo Chicot.
-Proscrito.
Y Gorenflot, tapándose con la capucha, movió la cabeza de adelante atrás, acompañando este movimiento con la mirada imperativa del hombre al cual una gran catástrofe da derecho a reclamar la compasión de sus semejantes.
-Mis hermanos me arrojaron de su seno -prosiguió-; estoy excomulgado, anatematizado.
-¡Bah! ¿y por qué?
-Escuchad, M. Chicot -dijo Gorenflot poniéndose la mano en el pecho-: podéis o no creerme; pero a fe de Gorenflot que lo ignoro.
-¿Os han encontrado corriendo alguna broma con gente non sancta?
-No gastéis esas chanzas, M. Chicot. Bien sabéis lo que he hecho desde ayer noche.
-Sí -dijo Chicot-, desde las ocho a las diez, pero no desde las diez a las tres de la mañana.
-¿Cómo desde las diez a las tres?
-Indudablemente, a las diez salisteis.
-¡Yo! -dijo Gorenflot mirando al gascón con ojos dilatados por la sorpresa.
-Como que os pregunté adónde ibais.
-¿Me preguntasteis que adónde iba?
-Sí.
-¿Y qué contesté?
-Que ibais a pronunciar un discurso.
-Algo hay de cierto en eso, a pesar de todo -murmuró Gorenflot.
-Pardiez si es cierto! Como que me habéis referido parte de vuestro discurso, que era bastante largo.
-Se hallaba dividido en tres partes; es la división que recomienda Aristóteles.
-Y en él había terribles cosas contra el rey Enrique III.
-¡Bah! -dijo Gorenflot.
-Tan terribles, que no me extrañaría que os persiguiesen como enemigo de la tranquilidad pública.
-Monsieur Chicot, vos me abrís los ojos; ¿estaba bien despierto cuando os hablaba?
-Debo confesar, compadre, que me parecíais muy extraño; particularmente vuestras miradas eran tan fijas que me asustaban; parecía que estabais despierto sin estarlo y que hablabais durmiendo.
-No obstante -dijo Gorenflot-, estoy seguro de haber despertado esta mañana en el Cuerno de la Abundancia.
-¿Y qué tiene eso de particular?
-¡Cómo! ¿pues no decís que salí a las diez?
-Sí, pero regresasteis a las tres de la mañana, por cierto que dejasteis la puerta abierta y tuve frío.
-Y yo también me acuerdo de eso.
-Ya veis -dijo Chicot.
-¡Si es verdad lo que decís! ...
-¡Cómo si es cierto! preguntádselo a maese Claudio Bonhomet.
-¡A maese Bonhomet!
-Sin duda; él os abrió la puerta. Debo así mismo advertiros que a vuestra vuelta veníais hinchado de orgullo, .y que os dije: -Quitad allá, compadre, el orgullo no sienta bien al hombre y mucho menos al fraile.
-¿Y de qué estaba yo orgulloso?
-Del éxito que había alcanzado vuestro discurso, de las felicitaciones que os habían dirigido el duque de Guisa, el cardenal y M. de Mayena, que Dios guarde, añadió Chicot quitándose el sombrero.
-Entonces todo lo hallo explicado.
-Al fin convenís en haber estado en esa asamblea; ¿cómo diablos la llamáis? ¡Ah! ya me acuerdo, asamblea de la santa Unión, eso es..
Gorenflot dejó caer la cabeza sobre el pecho y lanzó un gemido.
-Soy sonámbulo -dijo-; hace tiempo que lo sospechaba.
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