Alejandro dumas



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-M. Chicot -dijo el fraile-, valor no me falta a mí; pero- el pobre Panurgo no puede ir más allá.

En efecto, el animal, trabajado durante dos días, más de lo que per­mitían sus fuerzas, temblaba como un azogado y comunicaba a Goren­flot la agitación de su pobre cuerpo.

-Ni vuestro caballo tampoco -continuó Gorenflot-, miradle en qué estado se encuentra.

Efectivamente, el noble animal, a pesar o más bien a causa de su fogosidad, estaba bañado en sudor, arrojando espuma por la boca y próximo a arrojar sangre por los ojos.

Chicot examinó rápidamente las dos cabalgaduras y se adhirió a la opinión de su compañero.

Gorenflot comenzaba a respirar, cuando oyó que el gascón le decía: -Vamos, padre limosnero, aquí es necesario adoptar una gran reso­lución.

-No sé qué otra cosa hemos adoptado desde hace algunos días -exclamó Gorenflot, cuyo semblan­te se descompuso, aun antes de sa­ber lo que iba a proponerle Chicot.

-Es necesario separarnos -dijo éste, abordando de frente la dificul­tad.

-¡Bah! -contestó Gorenflot-, ¡siempre con las mismas chanzas! ¿por qué nos hemos de separar?

-Porque corréis poco, compadre.

-¡Voto a San Crispín! -exclamó Gorenflot-, ¡pues si corro como el viento! ¿no he galopado hoy cinco horas seguidas?

-No es suficiente.

-Pues entonces volvamos a po­nernos en marcha; cuanto más de prisa vayamos, más presto llegare­mos, porque al fin presumo que he­mos de llegar.

-Mi caballo ya no quiere andar y vuestro pollino tampoco.

-Y entonces, ¿qué hemos de ha­cer?

-Les dejaremos aquí y a la vuel­ta les recogeremos.

-¿Pensáis caminar a pie?

-Iremos en mulas.

-¿Y dónde están?

-Las compraremos.

-Vamos -dijo Gorenflot dando un suspiro-, hagamos otro sacri­ficio.

-Así pues...

-Vaya por las mulas.

-¡Bravo, compadre! comenzáis a formaros;: encargad al posadero que cuide de Bayardo y Panurgo, mien­tras yo voy a hacer la compra.

Gorenflot desempeñó en concien­cia la comisión de que quedó en­cargado; en los cuatro días de rela­ciones que llevaba con Panurgo ha­bía apreciado, no diremos sus cuali­dades, mas sí sus faltas, y observado que sus tres defectos principales eran los mismos de que él adolecía, a saber: la pereza, la glotonería y la lujuria. Esta observación le chocó y por eso se separaba con sentimien­to de su asno; pero Gorenflot era no tan sólo perezoso, lujurioso y glo­tón, sino egoísta y prefería por lo tanto separarse de Panurgo a sepa­rarse de Chicot, en atención a que, como hemos dicho, era éste el que llevaba la bolsa.

Chicot llegó por último con dos mulas, con las cuales caminaron veinte leguas aquel día, de suerte que por la noche, a la puerta de un herradero, Chicot tuvo la satisfac­ción de ver las tres mulas consa­bidas.

-¡Ah! -exclamó respirando por la primera vez.

-¡Ah! -contestó el fraile dando otro suspiro.

Pero el ojo ejercitado de Goren­flot no vio los arneses de las mulas, ni al amo ni a los lacayos: las mu­las se hallaban reducidas a se ornamento natural, es decir, que no te­nían arneses de ninguna especie, y el amo y los lacayos habían des­aparecido.

Al lado de aquellos animales es­taban varias personas desconocidas que los examinaban, como para adi­vinar sus cualidades o defectos; aquellas personas eran un chalán, el herrador y dos frailes franciscanos, los cuales obligaban a andar de un lado a otro a las mulas, y les exa­minaban los dientes, las patas y las orejas.

Chicot se estremeció.

-Adelantaos -dijo a Goren­flot-, aproximaos a esos frailes franciscanos, llamadles aparte, inte­rrogadles: de fraile a fraile no habrá secretos: informaos diestramente de quién son estas mulas, a qué precio quieren venderlas y dónde están sus dueños; luego venid a decirme lo que hayáis averiguado.

Gorenflot, asustado al ver el so­bresalto de su amigo, partió al trote y volvió pocos momentos después.

-Esta es la historia -dijo-. En primer lugar, ¿sabéis dónde nos ha­llamos?

-¿No he de saberlo? Estamos en el camino de Lyon -dijo Chicot-; es la única cosa que me importa sa­ber.

-Aún os importa saber otra se­gún me habéis dicho, y es qué se han hecho los dueños de las mulas. -Justo; decid.

-El que parece el amo...

-Sí.

-Ha tomado aquí el camino de Aviñón por un atajo que pasa por Chanteau Chinon y Privas.



-¿Solo?

-¿Cómo solo?

-Pregunto si va solo.

-Con un lacayo.,

-¿Y el otro?

-El otro lacayo ha seguido ade­lante.

-¿Hacia Lyon?

-Hacia Lyon.

-Muy bien. ¿Por qué irá el amo a Aviñón? Yo tenía entendido que iba a Roma. Pero -añadió Chicot como hablando consigo mismo-, yo os pregunto cosas que no debéis saber.

-Sí tal, sí las sé -repuso Goren­flot-, ¿y eso os admira?

-¿Qué sabéis?

-Que va a Avignon porque Su Santidad Gregorio XIII ha enviado a Avignon un legado con plenos po­deres.

-Bueno -repuso Chicot-, ya entiendo... ¿y las mulas?

-Las mulas se hallaban cansadas y las han vendido a un chalán, el cual las revende a los frailes fran­ciscanos.

-¿En cuanto?

-En quince doblones cada una.

-¿Y cómo han seguido su viaje?

-En caballos que han comprado.

-¿A quién?

-A un capitán de caballería que se halla aquí de remonta.

-¡Vive Dios, compadre -dijo Chicot-, que sois un hombre pre­cioso, y que hasta hoy no he co­nocido lo que valéis!

Gorenflot se hizo el modesto.

-Ahora continuó Chicot-, con­cluir lo que con tanta habilidad habéis empezado.

-¿Qué debo hacer?

Chicot echó pie a tierra y dando al fraile la brida de su mula, le dijo:

-Llevaos esas dos mulas y ofre­cedlas por veinte doblones a los frai­les franciscanos: os deben la prefe­rencia.

-Y me la darán -repuso Go­renflot-, o les denunciaré a su su­perior.

-¡Bravo! compadre, os vais for­mando.

-¡Ah! ¿pero cómo seguiremos nuestro camino? -preguntó Goren­flot.

-A caballo, ¡pardiez! a caballo.

-¡Diablo! -dijo el fraile rascán­dose la oreja.

-¿Os asustáis? ¡Un jinete como vos!

-¡Bah! -exclamó Gorenflot-, ¿dónde nos veremos?

-En la plaza del pueblo.

-Esperadme allí.

Y Gorenflot se adelantó con re­suelto paso hacia los frailes fran­ciscanos, mientras Chicot, por una calle de travesía, se encaminaba a la plaza del lugar.

Allí encontró en la posada del Gallo Atrevido al capitán de caba­llería, que estaba bebiendo una bo­tella de un vinillo de Auxerre, que los aficionados de segundo orden confundían con el de Borgoña: el gascón supo por el capitán nuevas noticias que confirmaron de todo punto las que le había dado Goren­flot.

En un instante ajustó Chicot dos caballos que el capitán puso en la lista de los muertos en el camino, y que merced a este accidente pudo darlos por treinta y cinco doblones los dos.

Sólo faltaba ajustar las sillas y las bridas, cuando Chicot vio salir por una callejuela lateral al P. Goren­flot, llevando las dos sillas en la cabeza y las dos bridas en la mano.

-¡Hola! ¿qué es esto, compadre?

-¿Qué ha de ser? -repuso Go­renflot-, las sillas y los frenos de nuestras mulas.

-¿No las habéis vendido, padre? -dijo Chicot sonriéndose.

-¡No faltaba más! -exclamó el fraile.

-¿Pero habéis vendido las mu­las?

-En diez doblones cada una.

-¿Y os han pagado?

-Aquí está el dinero.

Y Gorenflot hizo sonar su bol­sillo lleno de monedas de toda es­pecie.

-¡Diablo! -dijo Chicot-, sois un grande hombre, compadre.

-Yo soy así -dijo Gorenflot con modesta fatuidad.

-Manos a la obra -repuso Chi­cot.

-Sí; pero tengo sed -repuso el fraile.

-Vamos, bebed mientras pongo las sillas a los caballos; pero que no sea mucho.

-Una botella.

-Vaya por una botella.

Gorenflot apuró dos y volvió a en­tregar el resto del dinero a Chicot.

Chicot tuvo intención por un mo­mento de dejarle al fraile todo aquel dinero; pero meditó que no sería dueño de Gorenflot desde el instan­te en que éste tuviera un escudo a su disposición. Tomó, pues, el di­nero sin que el fraile hubiese po­dido adivinar el pensamiento que le había ocurrido, y montó a caballo.

Gorenflot hizo lo mismo ayudado del oficial de caballería, que era un hombre temeroso de Dios y que le tuvo el estribo, recibiendo en cam­bio su bendición.

-Sea en buena hora -exclamó Chicot poniendo el caballo al galo­pe-; ¡vaya un bellaco oportuna­mente bendecido!

Gorenflot, viendo correr a Chicot delante de él o, lo que es igual, viendo correr la cena, lanzóse en su seguimiento: había hecho ya pro­gresos en la equitación, y en vez de agarrar la crin con una mano y la cola con la otra, se asió con las dos del arzón y con este solo punto de apoyo galopó cuanto quiso Chi­cot; y hasta llegó a ganar al gascón en celeridad, pues siempre que Chi­cot contenía a su caballo y le hacía cambiar de paso, el fraile, que pre­fería el galope al trote, continuaba corriendo y animando con gritos á su cabalgadura.

Tan nobles esfuerzos eran dignos de recompensa; al día siguiente por la noche, poco antes de llegar a Cha­lon, encontró Chicot a maese Ni­colás David, que era el que iba dis­frazado de lacayo, a quien no perdió de vista hasta Lyon, donde penetra­ron los tres en la noche del octavo día después de su salida de París, y en el momento mismo en que como hemos dicho, Bussy, San Lu­cas y su mujer, habiendo seguido un camino opuesto, llegaban al cas­tillo de Meridor.

XXX. CHICOT Y SU COMPAÑERO SE ALOJAN EN LA HOSTERIA DEL CISNE DE LA CRUZ

Maese Nicolás David, disfrazado como ya dijimos, de lacayo, se diri­gió a la plaza des Terreaux y eligió en ella la principal hostería, que era la del Cisne de la Cruz.

Chicot le vio entrar y permaneció un instante en observación para ase­gurarse de que había hallado habi­tación y por lo tanto de que no sal­dría.

-¿Tenéis alguna objeción que ha­cer contra la hostería del Cisne de la Cruz? -preguntó a su compañero de viaje.

-Ninguna absolutamente -res­pondió éste.

-Pues bien, vais a entrar en ella; ajustaréis un aposento retirado, di­ciendo que esperáis a un hermano vuestro, y en efecto, me esperaréis a la puerta; yo voy a dar un paseo y no volveré hasta bien entrada la noche. Cuando vuelva os hallaréis en vuestro aposento, y sabiendo ya las entradas y salidas de la posada, me llevaréis a nuestra habitación, sin que tenga necesidad de tropezar con gente que no quiero ver. ¿En­tendéis?

-Entiendo perfectamente -repu­so Gorenflot.

-Elegid un cuarto espacioso con buenas luces, y si es posible conti­guo al del viajero que acaba de llegar; sobre todo que tenga venta­nas a la calle para que yo vea quién entra y quién sale. No digáis mi nombre bajo ningún pretexto y pro­meted montones de oro al cocinero.

-Así lo haré.

En efecto, Gorenflot desempeñó maravillosamente su comisión. Ele­,gido el aposento, luego que llegó la noche condujo a él a Chicot. El astuto fraile hizo observar al gascón que su habitación, aunque situada en diferente piso que la de Nicolás David, estaba contigua a ella, pues separaban únicamente a ambas un tabique sencillo y fácil de agujerear si se quería.

Chicot no perdió una palabra de esta relación, y si alguno hubiera escuchado al orador y visto al oyen­te, habría podido ver reflejada en el rostro de uno la satisfacción que le causaban las palabras del otro.

Cuando el fraile concluyó de con­tar cuanto sabía, dijo Chicot:

-Cuanto acabáis de decirme me­rece recompensa: esta noche en la cena tendremos vino de Jerez, sí, le tendremos, ¡voto al diablo! o no soy vuestro compadre.

-No conozco la embriaguez de ese vino -dijo Gorenflot-, pero debe ser deliciosa.

-La conoceréis dentro de dos horas, y decid que soy yo quien lo afirma.

Chicot llamó al hostero.

Tal vez se extrañará que el na­rrador de esta historia haga pasear al lector, siguiendo a sus personajes por un número demasiado grande de hosterías; pero a esto contestará que no es culpa suya si los dichos personajes, unos por complacer a sus queridas, otros por huir de la cólera del rey, emprenden viajes por opuestos caminos. Ahora bien, como la época que describe está justamen­te entra la antigüedad, en cuyos tiempos no se necesitaban posadas, gracias a la hospitalidad fraternal, que reinaba y la vida moderna en, que las posadas se han convertido en fondas, le es forzoso detenerse en las hosterías donde deben des­arrollarse las escenas importantes de su historia. Por otra parte, los cara­vanseralls de nuestro Occidente se presentaban entonces bajo tres for­mas diferentes: la posada, la hoste­ría y el bodegón. Repárese que no hablamos aquí de ninguna de aque­llas agradables casas de baños, que no tienen semejantes en nuestros días y que legadas por la Roma de los emperadores al París de los anti­guos reyes, habían conservado la comodidad y profana tolerancia de los tiempos antiguos.

Estos establecimientos, en el rei­nado de Enrique 11, estaban limita­dos a la capital; las provincias no tenían aún sino la hostería, la posa­da y el bodegón.

Por ahora nos encontramos en una hostería, y así se lo hizo enten­der el huésped á Chicot cuando éste le llamó, diciéndole que tuviese pa­ciencia, pues se hallaba hablando con un viajero, que habiendo llega­do primero que él, tenía derecho a ser servido antes.

Chicot adivinó que aquel viajero era su abogado.

-¿Qué se dirán? -preguntó.

-¿Creéis que haya algún secreto entre los dos?

-¡Diablo! ya lo veis, pues que ese hombre carilucio que hemos vis­to, y que según presumo es el hués­ped...

-El mismo -repuso el fraile.

-Consiente en entrar en conver­sación con un hombre vestido de lacayo.

-Es que ha cambiado de traje -dijo Gorenflot-; ahora está ves­tido todo de negro.

-Razón más en favor de lo que yo digo: el huésped está indudable­mente en la intriga.

-¿Queréis que procure confesar a su mujer? -dijo Gorenflot.

-No -dijo Chicot-, prefiero que os vayáis a dar un paseo.

-¡Bah! ¿y la cena? -dijo Go­renflot.

-Haré que la dispongan mientras volvéis: tomad un escudo para ha­cer boca.

Gorenflot tomó el escudo con muestras de gratitud.

El fraile, durante su viaje, había ya hecho alguna de las excursiones nocturnas a que se hallaba acostum­brado en París, para lo cual le daba entonces facilidad su cargo de li­mosnero.

Desde su salida del convento halla­ba placer en tales excursiones; as­piraba, por decirlo así, la libertad por todos los poros, de tal modo que el convento ya no se presentaba a su imaginación sino bajo el as­pecto de una lóbrega cárcel.

Salió, pues, de la hostería con el hábito recogido por los lados y el escudo en el bolsillo.

Apenas Chicot le vio fuera, sin perder un instante, tomó una barre­nilla, y a la altura de la vista hizo un agujero en la pared. Aquella abertura, del tamaño de la de una cerbatana, no le permitía, a causa del espesor de las tablas, ver clara­mente las diferentes partes de la ha­bitación; pero aplicando el oído po­día oír la mayor parte de lo que en ella se dijera.

Sin embargo, por la disposición de los interlocutores, hizo el azar que Chicot pudiese ver claramente al huésped que hablaba con maese Nicolás David.

Aunque, como hemos dicho, Chi­cot perdía algunas palabras, lo que de la conversación oía fue suficiente para que se enterase de que David ponderaba su fidelidad al rey, y hablaba de una misión que le ha­bía confiado el jefe de policía.

El huésped le escuchaba con res­peto, pero con indiferencia sin duda, porque respondía poco, y aun Chi­cot creyó observar en sus miradas y en la entonación de su voz una ironía bastante marcada cuando pro­nunciaba el nombre del rey.

-¡Hola, hola! -exclamó Chi­cot-, ¿si será de la Liga nuestro huésped? ¡Pardiez! yo lo veré.

Y como nada importante oyó en el cuarto de Nicolás David, se re­tiró de su puesto de observación y aguardó a que el huésped le visi­tase.

Por fin se abrió la puerta de su aposento.

El huésped -se presentó con el gorro en la mano; pero tenía abso­lutamente la misma fisonomía burlona que había observado Chicot en su conversación con el abogado. -Sentaos, amigo mío -le dijo Chicot-, y antes que nos arregle­mos definitivamente, oíd si os place mi historia.

El huésped pareció escuchar des­favorablemente este exordio e hizo con la cabeza seña de que quería continuar de pie.

-Como gustéis, amigo mío -re­puso Chicot.

El huésped hizo una seña que significaba que para hacer lo que gustase no necesitaba permiso de nadie.

-Me habéis visto con un fraile -dijo Chicot.

-Sí, señor -repuso el huésped.

-Silencio, no digáis nada, ese fraile está proscrito.

-¡Bah! -dijo el huésped-; pue­de que sea algún hugonote disfra­zado.

Chicot tomó un aspecto de digni­dad ofendida y repuso:

-¡Hugonote! ¿quién ha dicho que es hugonote? Sabed que ese fraile es pariente mío, y yo no tengo pa­rientes hugonotes. ¡Pardiez! buen hombre, deberíais avergonzaros de usar semejante lenguaje.

-¡Ah! caballero, nada tendría de extraño... -exclamó el huésped. -En mi familia no ha habido nunca hugonotes, señor huésped; ese fraile es, al contrario, el enemigo más encarnizado de ellos de modo que ha merecido la indignación de Enrique III, que como sabéis les proteje.

El huésped comenzaba a intere­sarse por la suerte de Gorenflot.

-¡Silencio! -dijo llevando un dedo a sus labios.

-¿Cómo silencio? -preguntó Chicot-, ¿tenéis aquí dependientes del rey?

-Mucho lo temo -dijo el hués­ped- aquí en el aposento de al lado hay un viajero...

-Entonces -dijo Chicot-, hui­remos al momento mi pariente y yo, pues proscrito, amenazado...

-¿Y adónde habéis de ir?

-Un hostelero amigo nuestro, cuyo nombre es La Huriére, nos ha dado recomendación para dos o tres casas.

-¡La Huriére! -dijo el hués­ped-, ¿conocéis a La Huriére?

-¡Silencio! no lo digas a nadie -respondió Chicot-, nos. conoci­mos en la jornada de Sap Barto­lomé.

-Vamos -dijo el huésped-, ya veo que vuestro pariente y vos sois dos santos varones. Yo también co­nozco a La Huriére y cuando com­pré esta hostería tuve deseos de ponerla como una prueba de amis­tad, el mismo título que tiene la suya, es decir, de La Hermosa Es­trelle, pero como era ya conocida bajo la denominación del Cisne de la Cruz, temí que la mudanza del título me perjudicase. Habéis dicho, pues, caballero, que vuestro parien­te...

-Ha cometido la imprudencia de predicar contra los hugonotes; su sermón ha tenido un éxito asom­broso, tanto que Su Majestad Cris­tianísima, indignada al saber este triunfo que le revelaba el estado de los ánimos, ha ordenado prender a mi pariente.

-¿Y entonces? -preguntó el huésped con acento de marcado in­terés.

-¡Pardiez! le he sacado del con­vento.

-Hicisteis bien, ¡pobre hombre!

-El duque de Guisa me ha ofre­cido protegerle.

-¡Cómo! ¿el gran Enrique de Guisa, el de la cara cortada?

-Enrique el Santo.

-Sí, Enrique el Santo, vos lo habéis dicho.

-Mas he temido que por nosotros estallase la guerra civil.

-Entonces, si sois amigos del du­que de Guisa, conoceréis esto.

Y el huésped hizo con la mano una seña masónica.

Chicot, en la dichosa noche que pasara en Santa Genoveva, había observado veinte veces no solamen­te esta seña, sino la que a ella res­pondía. Respondióle, pues, con otra, diciendo:

-¡Pardiez! y vos esto.

-Estáis en vuestra casa -dijo el posadero-; miradme como ami­go; yo os miro como hermano, y si os hace falta dinero...

Chicot respondió sacando una bol­sa que, aunque un poco disminuida, presentaba todavía una corpulencia bastante respetable.

La vista de una bolsa bien redon­dita es casi siempre agradable hasta para el hombre generoso que ofrece su dinero .Y que sabe que la perso­na a quien hace su oferta no tiene precisión de aceptarla, de modo que conserva el mérito de ella sin nece­sidad de ponerla en práctica.

-Muy bien -dijo el huésped.

-Para tranquilizaros más -aña­dió Chicot-, os diré que viajamos para propagar la fe y que el tesoro de la Unión nos paga el viaje; indi­cadnos, pues, una hostería donde nada tengamos que temer.

-¡Pardiez! -repuso el hués­ped-, en ninguna parte estaréis me­jor que aquí; tenedlo por seguro.

-Pero hace poco que hablabais de un hombre que ocupaba ese apo­sento de al lado.

-Sí, pero que vea lo que hace porque a la primera vez que le halle espiando, a fe de Bernouillet que le haré mudarse a otra parte.

-¿Os llamáis Bernouillet? -pre­guntó Chicot.

-Tal es mi nombre, caballero, nombre conocido entre los fieles, sino de la capital, al menos de la provincia, y de ello me glorio. De­cid, pues, una palabra y veréis cómo le planto de patitas en la calle.

-No -dijo Chicot-, al contra­rio, dejadle; a los enemigos vale más que uno les tenga cerca de sí, pues de este modo se les puede vi­gilar.

-Tenéis razón -dijo Jornouillet, admirado.

-¿Más que razón hay para creer que ese hombre es nuestro enemigo? Digo nuestro -continuó el gas­cón con amable sonrisa-, porque veo que somos hermanos.

-¡Oh! sí, seguramente -dijo el huésped-; lo que me lo hace creer es ...

¿Qué?


-Que llegó aquí disfrazado de lacayo y después se puso un traje de abogado; pero ni es abogado ni lacayo, pues bajo su capa, que se hallaba sobre una silla, he visto la punta de una larga espada. Ade­más me ha hablado del rey como nadie habla, y por último me ha confesado que traía una comisión de M. de Morvilliers, que según sabéis es uno de los ministros de Nabuco­donosor.

-Del Herodes, como yo le llamo.

-Del Sardanápalo.

-¡Bravo!


-¡Ah! ya veo que nos entende­remos -dijo el huésped.

-¡Pardiez! -exclamó Chicot-; por eso me quedo aquí.

-Ya lo creo.

-Pero no habléis una palabra de mi pariente.

-¡Cómo!

-Ni de mí.

-Menos... Mas silencio, alguien viene.

Gorenflot se presentó en el um­bral.

-¡Oh, es él, el santo varón! -dijo el huésped.

Y se dirigió hacia el fraile hacién­dole la seña con que se reconocían entre sí los individuos de la Liga.

Esta seña dejó estupefacto a Go­renflot.

-Responded, responded, herma­no -dijo Chicot-; nuestro hués­ped lo sabe todo y es de los nues­tros.

-¿Es de los nuestros? -interro­gó Gorenflot-, ¿quiénes son los nuestros?

-Los de la santa Unión -dijo el huésped a media voz.

-Ya veis que podéis contestar; contestad pues.

Gorenflot contestó, lo cual col­mó de alegría al hostelero.

-Pero -dijo Gorenflot, que de­seaba mudar cuanto antes de con­versación-, me han prometido vino de Jerez.

-Vino de Jerez, vino de Málaga, vino de Alicante, todos los vinos de mi bodega se hallan a vuestra disposición.

Gorenflot paseó sus miradas des­de el huésped a Chicot y desde Chi­cot al techo. Nada entendía de lo que estaba pasando, y era eviden­te que en su humildad monacal re­conocía que su felicidad era muy superior a su mérito.

Gorenflot se embriagó tres días seguidos, el primero con Jerez, el segundo con Málaga, el tercero con Alicante; pero luego confesó que a todos ellos prefería el Borgoña, al cual tocó el turrip el cuarto.

Durante aquellos cuatro días en que Gorenflot hacía sus experimen­tos báquicos, Chicot no salió de su aposento, ocupado desde por la ma­ñana hasta por la noche en espiar las acciones del abogado.

El huésped, que atribuía la reclu­sión de Chicot al temor que le ins­piraba el fingido realista, hacía que le sirviesen mal.

Pero maese Nicolás no se daba por entendido, pues habiendo citado a Pedro de Gondy en la hostería del Císne de la Cruz, no quería salir de su domicilio provisional, temiendo que si salía no pudiese encontrarle el mensajero del duque de Guisa; de suerte que en presencia del hués­ped parecía insensible a todo: ver­dad es que luego que se cerraba la puerta, se entregaba a todo su furor, y esto para Chicot, que por el agu­jero de la pared le miraba, era un espectáculo divertido.


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