Alejandro dumas



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-¡Pues qué! -exclamó Chicot aparentando no conocer al rey- ­¿se le ha indigestado la cena a Su Majestad?

-Chicot, amigo mío -dijo En­rique-, soy yo.

-¿Quién eres tú?

-Yo, Enrique.

-Hijo mío, indudablemente son las becacinas las que te han hecho daño; no será porque no te lo dije; comiste muchas anoche, lo mismo que de aquella pepitoria de can­grejos.

-Si apenas la probé -repuso En­rique.

-Entonces es que te han enve­nenado, ¡diablos! ¡qué pálido estás, Enrique!

-Es que tengo puesta la careta de tela, amigo mío.

-De modo que no estás malo?

-No.

-Entonces, ¿por qué me has des­pertado?



-Porque la tristeza me persigue.

-¿Estás triste?

-Mucho.

-Tanto mejor.

-¿Cómo tanto mejor?

-Sí: la tristeza hace meditar, tú meditarás que no se debe despertar a un hombre a las dos de la maña­na, como no sea para hacerle un regalo. Veamos qué me traes.

-Nada, Chicot; vengo a conver­sar un rato contigo.

-Eso no es bastante.

-Chicot, M. de Morvillers vino ayer noche a palacio.

-Mala gente recibes, Enrique: ¿y qué venía a hacer aquí?

-Venía a pedirme audiencia.

-¡Ah! ese es hombre que sabe portarse: no es como tú, que entras en el cuarto de las personas a las dos de la mañana sin hacerte anun­ciar.

-¿Qué tendrá que decirme, Chi­cot?

-¡Cómo! -dijo el gascón-; ¿me has despertado para preguntar­me eso"?

-Chicot, amigo mío, ya sabes que M. de Morvilliers tiene a su cargo la policía.

-No a fe, no lo sabía -repuso Chicot.

-Chicot -prosiguió el rey-, yo creo que M, de Morvilliers está siem­pre bien informado.

-¡Cuando pienso -dijo el gas­cón- que podría estar durmiendo en vez de oir tales disparates!

-¿Dudas de la vigilancia del can­ciller? -preguntó Enrique.

-Sí, ¡pardiez! dudo -contestó Chicot-, y tengo razones para du­dar.

-¿Cuáles?

-¿Tendrás bastante con una sola"?

-Sí, si es buena.

-¿Y después me dejarás tran­quilo?

-Ciertamente.

-Pues bien, un día... no, era una noche.......

-Es igual.

-Al contrario, importa mucho se­ñalar la hora: una noche te di de palos en la calle de Froidmantel: ibas con Quelus y Schomberg...

-¿Tú me diste de palos?

-Sí: y no sólo a ti, sino a los otros dos.

-¿Y por qué motivo?

-Porque insultasteis a mi paje; recibisteis los golpes, y M. de Mor­villiers nada te ha dicho.

-¡Cómo! -exclamó Enrique-, ¿eras tú, malvado? ¿eras tú, sacrí­lego?

-Yo mismo -dijo Chicot res­tregándose las manos-; ¿no es ver­dad, hijo mío, que doy bien cuando doy?

-¡Miserable!

-¿Confiesas que es verdad?

-Te he de azotar, Chicot.

-No se trata de eso: ¿es verdad, o no?

-Bien sabes que es verdad, be­llaco.

-¿Llamaste al día siguiente a M. de Morvilliers?

-Sí, y tú estabas presente cuan­do vino.

-¿Le contaste el desagradable ac­cidente que había sucedido el día antes a un gentilhombre amigo tuyo?

-Sí.

-¿Le ordenaste que hallara al culpable?



-Sí.

-¿Le halló?

-No.

-Pues entonces, vuélvete al lecho, Enrique, ya ves que tu policía no vale nada.



Y volviendo la cara a la pared sin querer contestar más, se puso a roncar haciendo un ruido de artille­ría gruesa, que quitó al rey toda esperanza de sacarle de aquél segun­do sueño.

Enrique volvió a su aposento sus­pirando, y a falta de otro interlocu­tor llamó a su lebrel Narciso y de­ploró con é1 la desgracia que tienen los reves de no saber jamás la ver­dad sino a su costa.

Al día siguiente se reunió el con­sejo, el cual por entonces componía­se de Quelus, Maugiron, d'Epernon y Shomberg, que hacía más de seis meses disfrutaban del más alto fa­vor en el ánimo del rey.

Chicot, sentado a la cabecera de la mesa, hacía barcos de papel y los alineaba metódicamente, con el objeto, según decía, de formar una escuadra a Su Majestad Cristianísi­ma a imitación de la del Rey Cató­lico.

Anuncióse M. de Morvilliers.

El canciller entró vestido con su más obscuro traje y revestido de su más lúgubre aspecto; y después de hacer un profundo saludo que le devolvió Chicot, se aproximó al rey.

-¿Estoy -dijo- delante del con­sejo de Vuestra Majestad?

-Sí, delante de mis mejores ami­gos. Hablad.

-Señor, he hecho esta pregunta porque debía hacerla previamente, tratándose como sé trata de denun­ciar a Vuestra Majestad un terrible complot.

-¡Un complot! -exclamaron to­dos los circunstantes.

Chicot prestó atención e interrum­pió la fabricación de una soberbia goleta de dos cabezas que pensaba destinar para el almirante de la es­cuadra.

-Un complot, sí, señor -dijo M. de Morvilliers bajando la voz, con aquel aire de misterio que augu­ra una terrible confidencia.

-¡Hola! -dijo él rey-, veamos ¿es algún complot español?

En aquél instante el duque de Anjou, avisado para que asistiese al consejo, entró en la sala, cuyas puertas se cerraron al instante.

-¿Habéis oído, hermano? -dijo Enrique, terminadas las ceremo­nias-; M. de Morvilliers nos anun­cia un complot contra la seguridad del Estado.

El duque dirigió a los circunstan­tes una mirada de desconfianza.

-¿Es posible? -murmuró.

-¡Ah! sí, Monseñor -dijo M. de Morvilliers-, un complot terrible.

-Contádnoslo -dijo Chicot po­niendo su galeota ya concluida en una fuente de cristal que había sobre la mesa.

-Sí -dijo el duque de Anjou con voz temblorosa-, contádnoslo, señor canciller.

-Os escuchamos -dijo Enrique.

El canciller dio a su voz el acento más tenebroso, a su cuerpo la acti­tud más misteriosa y a sus miradas la expresión más hosca, y dijo:

-Señor: ya hace mucho tiempo que tenía yo noticia de los manejos de algunos descontentos.

-¿Algunos? -dijo Chicot-: sois muy modesto, M. de Morvilliers.

-Eran -prosiguió el canciller­- hombres sin oficio ni beneficio, ten­deros, artesanos o escribientes de abogado... Había también entre ellos alguno que otro fraile y varios estudiantes.

-¡Grandes personajes! -dijo Chicot empezando un navío de tres puentes.

El duque de Anjou hizo un es­fuerzo para sonreírse.

-Yo sabía -continuó el canci­ller-, que los descontestos se apro­vechan siempre de dos pretextos principales, la guerra y la religión.

-Bien pensado -dijo Enrique-, proseguid.

El canciller, satisfecho con este elogio, prosiguió:

-Tenía en el ejército oficiales adictos a la persona de Vuestra Ma­jestad que me informaban de todo; pero entre los individuos del clero es más difícil hallar personas de quien valerse en estos casos. Enton­ces di comisión a mis agentes...

-Muy bien pensado -dijo Chi­cot.

-Y éstos -continuó M. de Mor­villiers-, lograron que uno de los empleados en el prebostazgo de Pa­rís se resolviese...

-¿A qué? -preguntó el rey.

-A espiar a los predicadores que van excitando al pueblo contra Vuestra Majestad.

-¡Hola! -exclamó Chicot para sí- ¿habrán conocido a mi amigo?

-Esta clase de gente recibe las inspiraciones, no de Dios, sino de un partido muy hostil a la corona; me he dedicado a estudiar los ele­mentos que constituyen este partido.

-Muy bien -dijo el rey.

-Bien pensado -dijo Chicot.

-Y en la actualidad sé cuáles son sus deseos y sus esperanzas -aña­dió en tono de triunfo M. de Mor­villiers.

-¡Soberbio! -dijo Chicot.

El rey hizo seña al gascón de que callase.

El duque de Anjou no perdía de vista al orador..

-Por espacio de uno o dos me­ses -dijo el canciller-, he sosteni­do a sueldo por cuenta de Vuestra Majestad a ciertos hombres de mu­cha habilidad, de un valor a toda prueba, de insaciable avaricia, es verdad, pero que me eran muy úti­les para el servicio de Vuestra Ma­jestad, pues aun pagándolos mag­níficamente todavía ganaba. Supe por ellos que mediante el sacrificio de una fuerte cantidad de dinero, tendría noticia de la primera reunión de los conspiradores.

-Muy bien -dijo Chicot-; paga, hijo mío, paga.

-Por dinero no quede -repuso Enrique-; veamos, canciller, cua­les eran el objeto, las esperanzas de los conspiradores.

-Señor, se trata nada menos que de una segunda jornada de San Bar­tolomé.

-¿Contra quién? -Contra los hugonotes.

Los concurrentes se miraron unos a otros sorprendidos.

-¿Cuánto os ha costado saber eso, sobre poco más o menos? -in­terrogó Chicot.

-Setenta y cinco mil libras por una parte y cien mil por otra.

Chicot se volvió hacia el rey.

-Si quieres -le dijo-, por mil escudos te revelaré el secreto de M. de Morvilliers.

El canciller hizo un ademán de sorpresa; el duque de Anjou puso mejor cara de lo que se podía aguar­dar.

-Di -contestó el rey.

-Es la Liga, ni más ni menos, la Liga que ha comenzado hace diez años. M. de Morvilliers ha des­cubierto lo que todos los vecinos de París conocen como el padrenues­tro...

-M. Chicot -interrumpió el can­ciller.

-Digo la verdad, y lo probaré -continuó Chicot en tono de abo­gado.

-Entonces decidme dónde se reu­nen los de la Liga.

-Con mucho gusto, se reunen primero en la plaza pública; segun­do en la plaza pública; tercero en las plazas públicas.

-M. Chicot se bromea -dijo el canciller haciendo un gesto-: ¿y qué señal tienen para reunirse?

-Están vestidos de parisienses y mueven las piernas cuando andan -contestó gravemente Chicot.

Una carcajada general acogió esta explicación. M. de Morvilliers creyó que el buen gusto exigía de él que se riese con los demás y así lo hizo: más poniéndose al momento serio, dijo:

-En fin, mi espía ha asistido a una de eses sesiones, celebrada en un sitio que M. Chicot ignora.

-¿Dónde? -preguntó el rey.

-En la abadía de Santa Geno­veva.

Chicot dejó caer una pájara de papel que iba a embarcar en la ga­leota capitana.

-¡En la abadía de Santa Geno­veva! -repitió el rey.

-Es imposible -murmuró el du­que.

-No es sino muy cierto -dijo Morvilliers satisfecho del efecto que sus palabras habían producido y mirando a todas partes con aire triunfante.

-¿Y qué han hecho, señor can­ciller? ¿qué han resuelto? -pregun­tó el rey.

-Que los de la Liga nombrarían jefes; que cada individuo se pro­porcionaría armas; que se enviarían emisarios a cada una de las provin­cias; que todos los hugonotes que­ridos de Su Majestad... son sus expresiones.

El rey sonrió,

-Serían degollados en día seña­lado.

-¿Y nada más? -preguntó En­rique.

-¡Diablo!-dijo Chicot-, bien se ve que eres católico.

-¿Es eso todo? -interrogó el duque.

-No, Monseñor.

-¡Ya lo creo! -dijo Chicot-, sería un robo no decirnos más que eso por ciento setenta y cinco mil libras.

-Proseguid, canciller -dijo el rey.

-Hay jefes.

Chicot vio agitarse la ropilla en el pecho del duque, a impulso sin duda de los latidos de su corazón.

-¡Oiga! -dijo-, ¡un complot con -jefes! es sorprendente; no obs­tante, algo hemos de tener por nues­tras ciento setenta y cinco mil libras.

-Veamos sus nombres -dijo el rey-, ¿cómo se llamas esos jefes?

-Ante todo un predicador, un fanático, un energúmeno, cuyo nom­bre he comprado por diez mil li­bras.

-Y habéis hecho bien.

-El P. Gorenflot, monje de San­ta Genoveva.

-¡Pobre diablo! -murmuró Chi­cot, movido verdaderamente a com­pasión-: estaba escrito que esta aventura te había de salir mal.

-¡Gorenflot! -dijo el rey escri­biendo este nombre- bien, ¿qué más?

-Además... -continuó el can­ciller- pero no hay más, señor.

Y Movilliers dirigió a todas partes una mirada inquisitorial y misterio­sa que parecía querer decir: Si Vues­tra Majestad estuviese solo sabría mucho más.

-Hablad, canciller... aquí no hay más que amigos míos.

-Señor, la persona cuyo nombre callo los tiene también, y muy po­derosos.

-¿Cerca de mí?

-En todas partes.

-¿Son más poderosos que yo? -exclamó Enrique pálido de ira y de inquietud.

-Señor, un secreto no se dice en alta voz; perdone Vuestra Majestad, soy hombre de Estado.

-Es justo.

-Bien dicho -agregó Chicot-, pero nosotros también somos hom­bres de Estado.

-Señor canciller -dijo el duque de Anjou-, si no podéis comunicar al rey ese secreto en nuestra presencia, nos despediremos de Su Ma­jestad.

M. de Morvilliers titubeaba. Chi­cot espiaba hasta el menor gesto, te­miendo que el canciller, con toda la candidez que al parecer tenía, hu­biese llegado a descubrir alguna cosa más grave que sus primeras revelaciones.

El rey hizo seña al canciller de que se aproximase, al duque de Anjou de que permaneciera en su puesto, a Chicot de que guardase silencio, y a sus tres favoritos de que mirasen a otra parte.

M. de Morvilliers se inclinó al oído de Su Majestad; mas aún no había hecho la mitad del movimien­to compensado, según las reglas de la etiqueta, cuando se oyó en el patio del Louvre un ruidoso clamo­reo. El rey se levantó de repente, Quelus y d'Epernon corrieron a la ventana, el duque de Anjou llevó la mano a la espada, como si aquel ruido amenazador se dirigiese con­tra él; Chicot, alzándose sobre la punta de los pies, miraba unas ve­ces al patio y otras a la estancia.

-¡Oiga! -exclamó el gascón-, M. de Guisa entra en el Louvre.

El rey hizo un movimiento.

-Es cierto -dijeron los gentiles­hombres.

-¿El duque de Guisa? -tarta­mudeó el de Anjou.

-¡Vaya cosa singular, ¿no es ver­dad?, que mi primo el de Guisa esté en París -dijo lentamente el rey, que acababa de leer en la mirada de sorpresa de M. de Morvilliers el nombre que éste había querido de­cirle al oído.

-¿Quizá la comunicación que te­níais que hacerme era referente a mi primo el de Guisa? -preguntó en voz baja al magistrado.

-Sí, señor, él mismo presidía la sesión -repuso el canciller en el mismo tono.

-¿Y los otros?

-No conozco otros.

El rey consultó a Chicot con una mirada.

-¡Vive Dios! -dijo el gascón tomando una actitud majestuosa-, ¡qué entre mi primo el de Guisa!

Y aproximándose a Enrique, le dijo al oído:

-Ese es uno cuyo nombre co­noces bastante, y por lo mismo, no hay necesidad de que le escribas.

Los ujieres abrieron la puerta con estruendo.

-¡Una sola hoja! ¡señores, una sola! -dijo Enrique-, las dos son para el rey.

El duque de Guisa, que avanza­ba por la galería, llegaba ya bas­tante cerca para oír estas palabras; pero no desterró de sus labios la sonrisa con que había resuelto pre­sentarse al rey.

XXXVII. DEL OBJETO QUE PERSEGUIA EL DUQUE DE GUISA CON SU VISITA AL LOUVRE

Detrás del duque de Guisa venían gran número de oficiales, cortesanos, gentileshombres, y detrás de esta brillante escolta seguía el pueblo, escolta menos brillante, pero más segura, y, sobre todo, más terrible.

Mas sólo los gentileshombres en­traron en palacio y el pueblo se quedó a la puerta.

De las filas de aquel pueblo era de donde salían los gritos, aun en el instante mismo en que el duque de Guisa, a quien había perdido de vista, entraba en la galería.

Los guardias, al ver aquella es­pecie de ejército que acompañaba al héroe parisiense siempre que se presentaba en las calles, cogieron las armas, y formados detrás de su va­liente coronel, lanzaban al pueblo miradas amenazadoras, y al triunfa­dor muchas provocaciones.

Guisa notó la actitud de aquellos soldados, mandados por Crillon, e hizo un gracioso saludo al coronel, el cual, con la espada en la mano, estaba a cuatro pasos al frente de sus soldados; mas Crillon, a pesar de aquel saludo, permaneció en su desdeñosa inmovilidad.

Aquella protesta de un hombre y de un regimiento contra su poder, generalmente reconocido, sorprendió al duque y le puso por un instante en cuidado; pero a medida que se aproximaba al rey, su frente se iba serenando, de suerte que entró son­riéndose en el gabinete de Enrique III.

-¡Ah! sois vos, primo mío -dijo el rey-, ¡qué ruido traéis! ¿No han sonado las trompetas? Me parece haberlas oído.

-Señor -repuso el duque de Guisa-, las trompetas no suenan en París sino por el rey, y en cam­paña por el general; estoy demasia­do familiarizado con los usos de la corte v de la guerra para no saberlo. Aquí las trompetas harían demasia­do ruido para un súbdito; en cam­paña no harían bastante para un príncipe.

El rey se mordió los labios.

-¡Pardiez! -dijo, al cabo de un rato de silencio, empleando en de­vorar con la vista al príncipe de Lo­rena-; ¡qué reluciente venís, primo mío! ¿Habéis llegado hoy del sitio de la Caridad?

-Hoy mismo, sí, señor -contes­tó el duque, cuyo rostro se cubrió de un leve rubor.

-¡Pardiez! es mucho honor para nos, primo, vuestra visita, mucho honor, mucho honor.

Enrique III repetía las palabras cuando tenía muchas ideas que ocul­tar, así como se espesan las filas de soldados frente a una batería de ca­ñones que no deben descubrirse has­ta un momento dado.

-Mucho honor -repitió Chi­cot-, imitando tan exactamente la voz del rey, que habría podido creer­se que aquellas palabras salían de su boca.

-Señor -repuso el duque de Guisa-, Vuestra Majestad se burla sin duda: ¿cómo ha de honrar mi visita a aquel de quien procede todo honor?

-Quiero decir, M. de Guisa -respondió Enrique-, que todo buen católico tiene costumbre al vol­ver de la guerra ir a ver a Dios pri­mero en alguno de sus templos: al rey se le visita luego de haber visto a Dios. Ya sabéis, primo, que hon­rar a Dios y servir al rey, es un axioma semipolítico, semireligioso.

Cubrióse el semblante del duque de Guisa de un rubor mucho más vivo que la vez primera; el rey, que le estaba mirando mientras habla­ba, lo observó; sus ojos, como guia­dos de un movimiento instintivo, se dirigieron del duque de Guisa al de Anjou, y entonces vio con sorpresa que su hermano se había puesto tan pálido como colorado estaba su primo.

Aquella emoción que se manifes­taba de dos modos tan distintos, le chocó. Volvió con afectación la vis­ta a otro lado y tomó un aire afable, máscara con la cual nadie mejor que Enrique sabía ocultar sus malas intenciones.

-En todo caso, duque -dijo-, mi alegría no tiene límites al veros libre de los riesgos de la guerra, riesgos que vos buscáis, según di­cen, con demasiada temeridad. Mas el peligro os conoce, primo, y huye de vos.

El duque contestó a este cumpli­miento con una reverencia.

-Sin embargo, primo, debo acon­sejaros que no seáis tan ambicioso de peligros mortales, pues vuestra muerte sería verdaderamente muy terrible para holgazanes como nos, que pasamos la vida durmiendo, co­miendo y cazando, siendo nuestras conquistas las modas y las oracio­nes que inventamos.

-Señor -repuso el duque, to­mando pretexto de la última palabra para entrar en materia-, ya sabemos que Vuestra Majestad es un príncipe ilustrado y piadoso, y que no hay placer ninguno que pue­da hacerle olvidar la gloria de Dios y los intereses de la Iglesia. Por eso hemos venido tan confiadamente a ver a Vuestra Majestad.

-Mira, Enrique, la confianza de tu primo -dijo Chicot enseñando al rey los gentileshombres que por respeto se habían quedado fuera del aposento-; la tercera parte de esa confianza se ha quedado a la puer­ta de tu estancia, y las otras dos es­tán a la puerta del Louvre.

-¡Con confianza! -repitió Enri­que, ¿no venís siempre con confian­za a vernos?

-Señor, yo me entiendo: la con­fianza de que hablo se refiere a la proposición que voy a hacer a Vues­tra Majestad.

-¡Ah! tenéis que proponernos al­guna cosa. Siendo así, hablad con confianza, como vos decís, con toda confianza. ¿Qué tenéis que propo­nernos?

-La realización de una de las ideas más grandiosas que han con­movido al mundo cristiano desde que se hicieron imposibles las Cru­zadas.

-Hablad, duque.

-Señor -prosiguió el de Guisa alzando la voz de modo que lo oye­sen en la antecámara-. Señor, no es un, vano título el de Rey Cristia­nísimo: al contrario, obliga a tener un celo ardiente por la defensa de la religión. El primogénito de la Iglesia, y éste es, señor, vuestro tí­tulo, debe estar siempre dispuesto a defender a su madre.

-¡Oiga! -dijo Chicot-, ¡mi pri­mo predicando con una gran tizona al costado y su casco en la cabeza! ¿Qué mucho que los frailes quieran hacer la guerra cuando los soldados predican? Enrique, te pido el mando de un regimiento para Gorenflot.

El duque de Guisa aparentó no haber oído estas palabras; Enrique cruzó las piernas una sobre otra y apoyó el codo en la rodilla y la bar­ba entre los dos primeros dedos de la mano.

-¿Está la Iglesia amenazada por los sarracenos, querido duque? ¿o aspiráis por ventura al título de rey... de Jerusalén?

-Señor -repuso el duque-, esa grande afluencia de pueblo que me sigue, bendiciendo mi nombre, no me honra con su afecto sino para pagar de alguna manera el ardor de mi celo en defensa de la fe. Ya he tenido el honor de hablar a Vues­tra Majestad antes de su advenimien­to al trono de un proyecto de alianza entre todos los buenos católicos.

-Sí, sí -dijo Chicot-, sí, ya recuerdo, la Liga, ¡pardiez! Enrique, la Liga, voto a San Bartolomé, la Liga, hijo mío, ¡qué olvidadizo eres! ¿no te acuerdas de esa magnífica idea?

El duque de Guisa se volvió al oír estas palabras y lanzó una mira­da de desprecio al que las había pronunciado, ignorando el peso que tenían en el ánimo del rey, aumen­tado con el de las revelaciones de M. de Morvilliers.

El duque de Anjou se estreme­ció y apoyando un dedo en los la­bios, miró fijamente al de Guisa, pálido e inmóvil como la estatua de la circunspección.

El rey no observó por entonces aquella señal de inteligencia que unía entre sí a los dos príncipes; pero Chicot, acercándose al oído bajo pretexto de colocar una de las pájaras en las cadenetas de rubíes de su toquilla, le dijo en voz baja.

-Enrique, mira á tu hermano.

El rey levantó rápidamente la vis­ta; el duque de Anjou bajó el dedo casi con la misma rapidez; mas era ya demasiado tarde; Enrique había visto el movimiento y adivinado lo que quería decir.

-Señor -continuó el duque de Guisa, que vio la acción de Chicot, mas no pudo entender sus pala­bras-, los católicos han llamado en efecto a esta asociación, la Santa Liga, la cual tiene por objeto prin­cipal, fortificar el trono contra los hugonotes, sus enemigos encarniza­dos.

-¡Bien dicho! -exclamó Chi­cot-, apruebo pedibus et nutu.

-Pero -continuó el duque-, no basta formar una asociación, no bas­ta formar una masa tan compacta, como se quiera; es necesario darle dirección. Ahora bien, en un reino como Francia no se reúnen muchos millones de hombres sin consenti­miento del rey.

-¡Muchos millones de hombres! -repitió Chicot-, leve núcleo de descontentos, que si es cultivado como no dudo por diestras manos, no dejará de dar sabrosos frutos.

El duque de Guisa perdió la pa­ciencia; apretó los desdeñosos labios y apoyándose sobre una pierna en el suelo por no atreverse a dar en él con el pie.

-Me extraña, señor -dijo-, que Vuestra Majestad consienta en que así se me interrumpa tantas veces, cuando tengo el honor de hablarle de materias tan graves.

Chicot, comprendiendo al parecer la justicia de esta demostración, di­rigió a todos lados feroces miradas, e imitando la voz gangosa del ujier del Parlamento, gritó:

-¡Silencio, pues! o vive Dios que se las habrán conmigo.

-¡Muchos millones de hombres! -repitió Enrique sin tratar de disi­mular su sorpresa y su espanto­- ¡Muchos millones de hombres! -volvió a decir el rey sin poder tragar la píldora-; es satisfactorio para la religión católica tener tantos defensores; pero en oposición a esos millones de asociados, ¿cuántos pro­testantes hay en mi reino?

El duque de Guisa estuvo un rato meditando.


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