-¡Oh! si estuviese en ayunas -exclamó éste haciendo al mismo tiempo un movimiento de cólera.
-Me pegarías, ¿no es esto, ingrato? siendo tu mejor amigo.
-Decís que sois mi amigo, M. Chicot, y no obstante me castigáis.
-Quien bien te quiere, te hará llorar.
-Quitadme la vida -exclamó Gorenflot.
-Debería hacerlo.
-¡Oh! si estuviese en ayunas -contestó el fraile lanzando un profundo gemido.
-Ya lo has dicho otra vez -contestó Chicot.
Y empezó a dar nuevas pruebas de amistad al pobre frailuco, y éste a berrear con todas sus fuerzas.
-Vamos -dijo el gascón-, después de la tormenta sale el sol, ahora agárrate bien a Panurgo y a dormir alegremente al Cuerno de la Abundancia.
-No veo el camino -repuso el fraile derramando gruesas lágrimas.
-Si llorases el vino que has bebido puede que esto te aligerase algo la cabeza; pero va a ser preciso que te guíe yo todavía.
Y cogió al asno del ramal, y el fraile se agarró lo mejor que pudo a la albarda para no perder el equilibrio; pasaron la calle de San Bartolomé, y subieron por la calle de Santiago, el fraile sin dejar de llorar, Chicot sin dejar de tirar.
Los dos criados de maese Bonhomet bajaron al fraile del asno por mandato de Chicot y le llevaron al gabinete que conocen ya nuestros lectores.
-Ya está -dijo maese Bonhomet, cuando bajó de la habitación.
-¿Queda acostado? -preguntó Chicot.
-Y roncando.
-Perfectamente: mas como es inevitable que llegue a despertar, tened presente que no quiero que sepa cómo ha vuelto: y no sería malo -añadió- hacerle creer que no ha salido de aquí desde aquella célebre noche en que dio tanto escándalo en su convento, y que ha sido un sueño todo lo que ha pasado después.
-Está bien, señor Chicot -respondió el hostelero-; pero, ¿qué le ha ocurrido a este pobre fraile?
-Una gran desgracia; parece que ha matado en Lyon de resultas de una disputa a un emisario de M. de Mayena.
-¡Dios mío! -exclamó el huésped-; ¿de modo que?...
-De modo que M. de Mayena ha jurado -añadió Chicot- que le ha de hacer enrodar vivo, o ha de perder el nombre que tiene.
-Pues id descuidado -dijo Bonhomet-, que no saldrá de aquí.
-Bueno -dijo el gascón-. Y ahora que no me da ya cuidado Gorenflot, necesito encontrar al duque de Guisa; vamos a buscarle -añadió encaminándose al palacio de Su Majestad Francisco III.
XLII. DONDE ESTABA EL PRINCIPE
En vano había buscado Chicot al duque de Anjou por las calles de París, mientras firmaban la Liga los vecinos de la capital.
El duque de Guisa había propuesto al príncipe que saliese, proposición que hizo reflexionar a Su Alteza, y cuando Francisco se tomaba el trabajo de reflexionar, tenía más prudencia que la serpiente.
No obstante, como exigía su interés que viese por sus propios ojos lo que pasaba aquella noche, se decidió a aceptar la invitación, aunque tomando a la par la resolución de no dar un paso fuera de palacio, sin ir bien y debidamente acompañado; y como todo el que teme se previene a la defensa con su arma favorita, también fue a buscar el duque su espada favorita, que era Bussy d'Amboise.
Mucho le debió hostigar el miedo cuando se resolvió a dar semejante paso, porque Bussy estaba muy enfadado desde que le había faltado a lo prometido con respecto á M. de Monsoreau; y el mismo Francisco pensaba, que si él fuese Bussy, y suponiendo que al tomar su nombre adquiriese también su valor, no se habría contenido con demostrar su disgusto al príncipe que tan cruelmente le hubiera engañado.
Bussy, como todas las naturalezas privilegiadas, sentía más intensamente el dolor que el placer; un hombre intrépido delante del peligro, tranquilo y frío ante el hierro y el fuego, pocas veces deja de sucumbir, más fácilmente que un cobarde, a las emociones de un gran pesar. Los hombres a quienes las mujeres hacen llorar más fácilmente son los más temibles para los demás hombres.
Bussy estaba, por decirlo así, aniquilado por el dolor; vio presentar a Diana en la corte, estuvo delante cuando la reina Luisa la admiró entre sus damas de honor, y la vio reconocer públicamente como condesa de Monsoreau; mil curiosas miradas habían devorado aquella sin par belleza, descubierta por él, que la había labrado la tumba en donde estaba enterrada viva. No apartó la vista en toda la noche de la joven dama, que permaneció toda con los ojos bajos; y olvidando lo pasado y destruyendo él mismo todos los fantasmas que había forjado en su imaginación, injusto además como todo el que está realmente enamorado, ni siquiera pensó una vez en lo mucho que debía costar a Diana no levantar la vista, pudiendo ver enfrente de ella, entre el brillo de la función, y en medio de todas aquellas cabezas indiferentes o estúpidamente curiosas, un semblante velado por la tristeza simpática que ella misma experimentaba.
-¡Oh! -pensó Bussy, viendo que esperaba inútilmente una mirada-; las mujeres sólo son astutas y audaces cuando se trata de engañar a un tutor, a un marido o a una madre; pero si se trata de pagar una deuda de reconocimiento, son torpes y tímidas; tienen tanto miedo de que se sepa que aman, ponen un precio tan exagerado a sus más pequeños favores, que no les importa nada, cuando éste es su capricho, destrozar el corazón del que les ama para quitarle la esperanza. Podría decirme francamente: Os doy las gracias por todo lo que habéis hecho por mí, M. de Bussy, pero no os amo. Me hubiera matado de una vez, o me habría curado, mas no... me prefiere, me deja que la ame, y que la ame inútilmente; pues no ha conseguido nada, porque yo no la amo, la desprecio.
Y abandonó la real cámara con la rabia en el corazón.
No tenía en aquel momento el hermoso semblante que todas las mujeres miraban con amor, y todos los hombres con terror; estaba lívida su frente, miraba de soslayo, y se sonreía con desesperación.
Se vio al paso en un gran espejo de Venecia y se halló muy demudado.
-¡Qué loco soy! -exclamó-; ¿por una que no me ama me he de hacer odioso a ciento que me quieren?... Pero ¿por qué me desprecia, o más bien, por quién?
¿Es tal vez por ese larguirucho esqueleto de lívida faz, que clavado a diez pasos de ella la cubre sin cesar con su celosa mirada, y que tan bien finge no verme? Y pensar que, si yo quisiera, le tendría dentro de un cuarto de hora mudo y frío debajo de mi rodilla con la punta de mi espada dentro del corazón; pensar que si quisiera teñir ese blanquísimo vestido con la sangre del que ha prendido en él esas flores; que si quisiese, ya que no puedo ser amado, sería por lo menos terrible y aborrecido.
-¡Oh! su odio, su odio es preferible con mucho a su indiferencia Sí, pero eso sería vil y mezquino; así obrarían Quelus y Maugiron, si Quelus y Maugiron supiesen lo que es amar. Más vale asemejarse al héroe de Plutarco a quien tanto he admirado, al joven Antioco que murió de amor sin arriesgar una declaración, sin exhalar un suspiro.
Sí, callaré, callaré, yo que he combatido cuerpo a cuerpo con todos los hombres temibles de este siglo; yo que he visto a Crillon, al valiente Crillon, desarmado delante de mí, y que he podido disponer de su vida; sí, esconderé mi dolor, le ahogaré dentro de mi alma, lo mismo que Hércules ahogó al gigante Anteo, sin dejarle tocar una sola vez con el pie la Esperanza, su madre. No, nada es imposible para Bussy; me han llamado el valiente como a Crillon, y soy capaz de hacer todo lo que han hecho los héroes.
Y al decir esto, extendió la mano con que desgarraba convulsivamente su pecho, enjugó el sudor de su frente, y se encaminó lentamente a la puerta; iba a levantar de un violento puñetazo los tapices, más reuniendo toda su paciencia, salió con frente tranquila y la sonrisa en los labios aunque llevaba un volcán en el pecho.
Verdad es que halló al salir al duque de Anjou y volvió la cabeza, porque conoció que no bastaba la energía de su alma ni la fuerza de su carácter para hacerle sonreír, ni siquiera saludar al príncipe que le llamaba su amigo y le había vendido tan cruelmente.
Pronunció el príncipe el nombre de Bussy al pasar a su lado, pero Bussy no volvió la cabeza.
Cuando entró en su aposento, dejó la espada sobre la mesa, sacó el puñal de la vaina, se quitó él mismo la capa y el jubón, y se sentó en un sillón, apoyando la cabeza en el escudo de sus armas esculpido en el respaldo.
Contempláronle absortos sus criados; creyeron que quería descansar y le dejaron solo. Bussy no dormía, deliraba.
Muchas horas pasaron de este modo sin notar que al otro extremo de la habitación estaba sentado un hombre que le espiaba con curiosidad, el cual, sin hacer un ademán, sin pronunciar una palabra, esperaba, según todas las probabilidades, ocasión de entrar en conversación con M. de Bussy. Un estremecimiento glacial agitó los hombros de Bussy, y cerró los ojos sin que se moviese el observador, ni pronunciase una palabra.
Los dientes del conde chocaron luego unos con otros, tendió los brazos, se deslizó su cabeza por el respaldo del sitial, y cayó sobre un hombro.
El que le observaba se levantó entonces dando un suspiro y se acercó a él.
-¿Tenéis fiebre, señor conde? -le dijo.
Levantó el conde la frente, encendida con el ardor de la fiebre, y contestó:
-¡Ah! eres tú, Remigio.
-Sí, conde, os estaba aguardando aquí.
-¡Aquí! ¿por qué?
-Porque donde se sufre, no se puede estar mucho tiempo.
-Gracias, amigo mío -dijo Bussy alargando la mano al joven.
Tomó Remigio entre las suyas aquella terrible mano, más débil ahora que la de un niño, y estrechándola con cariño y respeto contra su corazón:
-Veamos -dijo-, se trata de saber, señor conde, si queréis continuar así. Sí queréis dejaros dominar y abatir por la fiebre, seguíd así: si queréis vencerla, meteos en la cama, oíd leer algún buen libro de que podáis sacar fuerzas y ejemplo.
No teniendo el conde otra cosa mejor que hacer, obedeció; los amigos que le vinieron a visitar, le encontraron pues, en el lecho.
Todo el día siguiente estuvo Remigio sin separarse un momento de la cama del conde; desempeñaba las nobles funciones de médico del cuerno y del alma, curando el uno con brebajes refrigerantes, y con palabras cariñosas la otra.
Pero al día siguiente, que era el mismo en que M. de Guisa fue al Louvre, miró Bussy a su alrededor y no vio a Remigio.
-Se habrá cansado -pensó-; era muy natural. El pobre joven debe tener necesidad de respirar el aire puro, de ver el sol y el campo, y tal vez le estaría aguardando Gertrudis, que no es más que una criada, pero le ama... Una criada que ama vale más que una reina que no ama.
Transcurrió todo el día sin que pareciese Remigio; Bussy le echaba de menos por lo mismo que estaba ausente, y sentía contra el pobre joven terribles movimientos de impaciencia.
-¡Oh! -murmuró una o dos veces-, ¡todavía creía en la gratitud y en la amistad! No, en adelante no quiero creer en nada.
A la caída de la tarde, cuando empezaban las calles a llenarse de gente, cuando empezaba el ruido, y no se distinguían ya los objetos en la habitación, oyó Bussy muchas voces en la antecámara.
Entró un criado todo azorado, diciendo:
-Monseñor el duque de Anjou.
-Que entre -contestó Bussy frunciendo las cejas, al pensar que se había acordado de él su amo, aquel amo a quien tanto despreciaba.
Entró pues, el duque. No había luz en el aposento de Bussy, porque los corazones oprimidos aman la obscuridad para poblarla a su antojo de fantasmas.
-Muy obscura está tu casa, Bussy -dijo el duque-; esto te debe entristecer.
No respondió Bussy una palabra, porque el disgusto le cerraba la boca.
-¿Cómo no me respondes? -continuó el duque-, ¿estás enfermo de mucha gravedad?
-En efecto, estoy malo, monseñor -repuso Bussy.
-¿Y es ese el motivo por el cual no te he visto en mi habitación hace ya dos días?
-Sí, monseñor.
Picado el príncipe de que le respondiese tan lacónicamente, dio dos o tres vueltas por el aposento, mirando las esculturas y manoseando las colgaduras.
-Estás bien alojado, Bussy.
Bussy no contestó.
-Señores -dijo el duque a los caballeros de su comitiva-, aguardadme en la antesala, porque, en efecto, me parece que el pobre Bussy está muy malo. ¿Por qué no han avisado a Miron? Bussy merece que le vea el médico del rey.
Un criado de Bussy movió la cabeza y el duque percibió este movimiento.
-Vamos. Bussy, ¿tienes alguna pena? -prosiguió el príncipe en tono casi obsequioso.
-No lo sé -respondió el conde.
Aproximóse el duque a él, como aquellos amantes que se ven rechazados, y que cuantos más desprecios reciben, más humildes y complacientes se manifiestan.
-Vamos, háblame, Bussy.
-¿Y qué queréis que os diga, monseñor?
-¿Estás enojado conmigo? -añadió en voz baja.
-Enojado, ¿por qué? Además, nadie se enoja con los príncipes, porque de nada sirve.
El duque no respondió.
-Pero -prosiguió Bussy- estamos perdiendo tiempo en preámbulos, monseñor: vamos al grano.
Fijó el conde de Bussy sus miradas en el príncipe, y prosiguió con una increíble dureza.
-Vuestra Alteza me necesita, ¿no es verdad?
-¡Ah! ¡M. de Bussy!
-Sí, sin duda me necesitáis, lo repito; ¿pensáis que creo que es la amistad lo que os ha hecho venir a verme? No, ¡pardiez! porque Vuestra Alteza no quiere a nadie.
-¡Oh! Bussy, ¿cómo me hablas con tanta dureza?
-Acabemos, monseñor; decidme, ¿qué me queréis? Cuando pertenece uno a un príncipe, cuando este príncipe disimula hasta el punto de llamarle su amigo, es preciso agradecerle el disimulo y sacrificarle hasta la vida. Hablad.
El duque se puso encarnado, pero como el sitio en que se hallaba estaba obscuro, nadie pudo ver que había mudado de color.
-Nada vengo a exigir de ti, Bussy, y te equivocas si crees que mi visita es interesada. Sólo deseaba, viendo el hermoso tiempo que hace, y que todo París está alborotado esta tarde porque se va a firmar la Liga, llevarte conmigo a dar una vuelta por la ciudad.
Bussy miró con firmeza al duque.
-¿Pues y Aurilly? -interrogó.
-Un músico.
-¡Ah! Monseñor, no le hacéis justicia; yo creía que desempeñaba a vuestro lado otras funciones; pero, además de Aurilly tenéis otros diez o doce caballeros cuyas espadas oigo sonar en el pavimento de mi antecámara.
Abrióse la puerta con lentitud.
-¿Quién anda ahí? -preguntó el duque imperiosamente-; ¿quién entra, sin que le anuncien, en la habitación donde estoy yo?
-Yo, Remigio -repuso el que acababa de entrar, adelantándose con desembarazo.
-¿Quién es ese Remigio? -preguntó el duque.
-Remigio, monseñor -respondió el joven-, es el médico.
-Remigio -replicó Bussy-, es más que médico, es mi amigo.
-¡Ah! -exclamó el duque picado.
-Ya has oído lo que quiere monseñor -repuso Bussy, disponiéndose a salir de la cama.
-Sí, que le acompañéis, pero...
-¿Pero qué? -dijo el duque.
-Pero no le acompañaréis, monseñor -contestó Remigio.
-¿Por qué razón? -preguntó Francisco.
-Porque hace mucho frío en la calle, monseñor.
-¿Mucho frío? -dijo el duque, sorprendido de que se opusiese a su voluntad.
-Sí, mucho frío; y por lo tanto, yo, que soy responsable de la salud de M. de Bussy, a sus amigos y a mí mismo, le prohíbo que salga.
Bussy iba no obstante a levantarse, pero Remigio le cogió la mano y se la apretó de un modo muy significativo.
-Está bien -dijo el duque-; puesto que corre tan gran riesgo si sale, que se quede.
Ofendido Su Alteza cada vez más, dio dos pasos hacia la puerta, sin que Bussy pronunciase una palabra.
Pero el duque volvió a acercarse al lecho.
-Es cosa decidida -dijo-, ¿no te quieres exponer?
-Ya veis, monseñor, me lo prohíbe el médico.
-Deberíais ver a Miron, Bussy, porque es un gran sabio.
-Prefiero, monseñor -repuso Bussy-, un médico amigo a un médico sabio.
-En ese caso, adiós.
-Adiós, monseñor.
Y se retiró el duque metiendo gran ruido.
Apenas salió, Remigio que le siguió de lejos con la vista hasta que estuvo fuera de la casa, dijo aproximándose al enfermo:
-Levantaos, monseñor, al instante.
-¿Para qué me he de levantar?
-Para venir a dar una vuelta conmigo, porque hace mucho calor en este cuarto.
-¿Pues no decíais ahora mismo que hacía mucho frío en la calle?
-Es que ha cambiado la temperatura desde que se ha marchado.
-De modo que... -dijo Bussy levantándose con curiosidad.
-De manera que en este momento estoy convencido, que os haría provecho el aire.
-No te entiendo -dijo Bussy.
-¿Entendéis algo por ventura de las medicinas que os receto? y no obstante, las tomáis. Vamos, arriba: pasear con el duque de Anjou podía ser peligroso, pasear con el médico será saludable; sí, os lo digo, yo, ¿no tenéis confianza en mí? Entonces es preciso despedirme.
-Vamos, pues -dijo Bussy-, ya que te obstinas.
-Es preciso.
Levantóse Bussy pálido y temblando.
-¡Qué palidez tan interesante -dijo Remigio-, qué hermosa enfermedad!
-Mas, ¿adónde vamos?
-A un sitio, cuyo aire acabo de analizar ahora mismo.
-¿Y ese aire?...
-No puede ser mejor para vuestra enfermedad, monseñor. Vistióse Bussy.
-Mi sombrero y mi espada -dijo.
Púsose el uno, se ciñó la otra, y salió con su amigo.
XLIII. LA CALLE DE LA JUSSIENNE
Apoyóse Bussy en el brazo de Remigio que se dirigía hacia la muralla por la calle de las Conchas.
-Me extraña que pretendas que es sano este barrio, y que me traigas por aquí.
-Tened un poco de paciencia -contestó Remigio-, y llegaremos a la calle de Montmartre, que es una calle hermosísima.
-¿Crees que no la conozco?
-Pues entonces, si la conocéis, mucho mejor; no perderé tiempo en
enseñaros sus bellezas, y os conduciré en seguida a una bonita callejuela. Venid, no os digo más.
Y efectivamente, después de haber dejado a la izquierda la puerta de Montmartre, dio Remigio unos doscientos pasos más y volvió a la derecha.
-Estamos dando vueltas -exclamó Bussy-, y vamos a volver a las calles donde hemos estado ya.
-Ésta -repuso Remigio- es la calle de Gypecienne, o de la Egipcia, como queráis; el pueblo comienza ya a llamarla la calle de la Gyssienne, y concluirá llamándola dentro de poco de la Jussienne, por-que es más dulce, y porque las lenguas tienden siempre, cuanto más se avanza al Mediodía, a multiplicar las vocales. Habiendo nacido en Polonia, monseñor, debéis saber esto; porque en Polonia pronuncian cuatro consonantes seguidas, de manera que cuando hablan parece que parten guijarros, y cuando los machacan, parece que juran.
-Verdad es -dijo Bussy-; mas como creo que no hemos venido aquí para estudiar filología, hacedme el favor de decir: ¿adónde vamos?
-¿Veis esa capilla? -dijo Remigio sin contestar directamente a lo que Bussy le preguntaba-. Reparad qué bien situada está con la fachada principal mirando a la calle, y la media naranja a la parte del jardín; apuesto a que no habéis reparado en ella hasta hoy.
-En efecto -asintió Bussy-, no sabía que tal iglesia hubiese.
Y no era Bussy el único señor que no había entrado nunca en la iglesia de Santa María Egipciaca, iglesia frecuentada tan sólo por el pueblo, y conocida también por los devotos que la frecuentaban con el nombre de capilla de Quoqheron.
-Pues bien -dijo Remigio-; ahora que ya sabéis cómo se llama esta iglesia, monseñor, y que habéis examinado suficientemente su fachada exterior, vamos a penetrar en ella y veréis los vidrios de la nave, que son muy bonitos.
Miró Bussy a su amigo, y viendo que se sonreía dulcemente, conoció que se proponía algún fin particular; porque, era ya de noche, y no se podían ver los vidrios. -
Mas había en ella otras muchas cosas .que ver, porque estaba interiormente iluminada para celebrar los oficios de la tarde; había un gran número de hermosas pinturas del siglo XVI.
Aún conserva Italia muchas de aquel mismo género, gracias a su templado clima, al paso que la humedad y el vandalismo han borrado en Francia de las paredes de nuestras iglesias esos restos de la antigüedad, esas pruebas de una fe que no existe en nuestro siglo.
El pintor había pintado al fresco para Francisco 1, y por su mandato, la vida de Santa María Egipciaca; pero entre las situaciones más interesantes de esta vida, el artista, que debía ser gran amigo de la verdad histórica, había pintado en el lugar más público de la capilla el difícil momento en que Santa María, no teniendo dinero para pagar al barquero, se ofreció a sí misma en pago del pasaje.
Justo es añadir que a pesar de lo que veneraban los fieles a María convertida, había muchas mujeres honradas en el barrio que creían que el pintor debiera haber omitido esta circunstancia de la vida de la santa, o no haberla pintado por lo menos con tanta naturalidad; y la razón que daban, o más bien la que no daban, era que algunos detalles del fresco distraían frecuentemente a los mancebos de la tienda, a quienes los mercaderes, sus maridos, hacían ir a misa los domingos y días de fiesta.
Miró Bussy atentamente a Remigio, que se había convertido por un momento en hortera, según la atención con que miraba aquel cuadro.
-¿Tratas -le preguntó- de inspirarme ideas anacreónticas con tu capilla de Santa María Egipciaca? Si eso has supuesto, te engañas completamente, para eso podrías traer frailes o estudiantes.
-¡Dios me libre! -contestó Remigio-: Omnis cogitatio libidinosa cerebrun in ficit.
-¿Entonces?
-¡Pardiez! que no se ha de sacar uno los ojos cuando entre aquí.
-¿Mas tú te habías propuesto algún objeto más que enseñarme las rodillas de Santa María, no es cierto?
-No, a fe mía -dijo Remigio.
-Pues entonces ya las he visto, vámonos.
-Paciencia, amigo mío, que ya se acaban los oficios; si nos vamos ahora, distraeremos a los fieles.
Y detuvo a Bussy asiéndole de un brazo.
-Ya se marcha todo el mundo -dijo Remigio poco después-; haremos lo mismo si os parece.
Encaminóse Bussy hacia la puerta con una indiferencia y distracción visibles.
-¡Cómo! -prosiguió Remigio-, vais a salir sin tomar agua bendita: ¿en qué diablos estáis pensando?
Obediente Bussy como un niño, se dirigió hacia la columna en que estaba incrustada la pila del agua bendita.
Remigio se aprovechó de aquel movimiento para hacer una seña a una mujer que, obedeciendo también al joven doctor, se encaminó por un lado a la misma columna de Bussy.
De modo que al mismo tiempo que alargaba el conde la mano hacia la concha sostenida por dos egipcios que servía de pila, se introdujo en ella al lado de la suya otra mano gruesa y colorada, aunque de mujer, y mojó sus dedos en el agua lustral.
No pudo menos Bussy de levantar la vista desde la mano gruesa y colorada hasta la cara de la mujer: dio un paso atrás y palideció súbitamente, porque la propietaria de aquella mano era Gertrudis envuelta en un gran velo negro de lana.
Permaneció con el brazo tendido sin acordarse de hacer la señal de la cruz, hasta que Gertrudis hubo pasado saludándole.
Dos pasos detrás de Gertrudis, cuyos robustos codos iban abriendo calle entre los fieles, iba una mujer cuidadosamente envuelta en una manteleta de seda; una mujer cuyas hermosas y elegantes proporciones hicieron pensar a Bussy, que no había en el mundo más que una que tuviese proporciones tan esbeltas, un pie tan encantador y un talle tan esbelto y delicado.
Nada le decía Remigio, pero no apartaba de él la vista; entonces comprendió Bussy por qué le había traído su amigo a ,la calle de Santa María Egipciaca, y por qué le había hecho penetrar en la iglesia.
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