Alejandro dumas



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-¡Oh! sí -repuso Diana estre­meciéndose como si la voz de su amiga la sacase de un sueño-. Ya te escucho.

-Pues bien, mañana iré de caza con San Lucas y tu padre.

-¿Cómo? ¿me dejarás sola en el castillo?

-Óyeme, querida mía -dijo Jua­na- yo también tengo mis princi­pios de moral, y hay ciertas cosas que no puedo consentir en hacer.

-¡Oh! Juana -exclamó madame de Monsoreau palideciendo-, ¿có­mo puedes decirme esas cosas, a mí, tu amiga?

-No hay amiga que valga -con­tinuó Juana con la misma tranqui­lidad-; yo no puedo seguir así.

-Yo creía que me amabas, Jua­na, y ahora me despedazas el cora­zón -dijo Diana llorando-: ¿no quieres continuar? ¿qué es lo que no quieres seguir?

-Seguir -dijo Juana al oído de su amiga-, seguir impidiéndoos, po­bres amantes, que os améis a vues­tras anchas.

Diana abrazó a la joven y cubrió de besos su alegre rostro.

Mientras la tenía abrazada, las trompetas de caza hicieron oír sus alegres tocatas.

-Ya nos llaman -dijo Juana-; el pobre San Lucas se impacienta. No seas más rigurosa con él, de lo que yo quiero serlo con el galán de la ropilla de color de canela.

LV. BUSSY REHÚSA VENDER SU CABALLO Y CONSIENTE EN REGALARLO

Al día siguiente salió Bussy de Angers antes que los más madruga­dores se hubiesen desayunado.

No corría, volaba por el camino. Diana había subido a un terraplén del castillo, desde donde se divisa­ba el sendero sinuoso y blanquecino ondulando entre los verdes prados. Vio también un punto negro que se adelantaba como un meteoro, dejan­do tras de sí la larga y tortuosa cinta del camino.

Bajó al momento para no hacer esperar a Bussy y también con el objeto de alabarse de haber espe­rado.

Apenas tocaba el sol la copa de las grandes encinas; las perlas del rocío de la mañana mojaban la hier­ba; a lo lejos en la montaña, se oía la corneta de San Lucas, a quien Juana exaltaba para que tocase, con el fin de recordar a su amiga el servicio que le hacía dejándola sola.

El corazón de Diana sentía un placer tan grande, tan vivo; tan sa­tisfecha estaba de su juventud, de su belleza, de su amor, que mientras corría al encuentro de Bussy le pa­reció varias veces que su alma, re­vistiéndose de alas, arrebataba a su cuerpo para volar hasta Dios.

Pero el camino desde la casa al bosque era largo; los delicados pies de Diana se cansaron de pisar la espesa hierba, y muchas veces falló la respiración a su pecho; no pudo, pues llegar al sitio de la cita sino en el instante en que Bussy apare­cía en lo alto de la pared.

Él la vio correr; ella lanzó una exclamación de gozo; él llegó con los brazos abiertos y ella se preci­pitó hacia él apoyando las dos ma­nos en su corazón; el saludo que se hicieron fue un prolongado y ardiente abrazo. Nada tenían que decirse, pues se amaban; nada en que pensar, pues se veían; nada que desear, pues se hallaban uno al lado de otro asidos de las manos.

El día se les hizo tan corto como una hora. Luego que Diana salió la primera de aquel éxtasis, que es el sueño de una alma abrevada de felicidad, Bussy la estrechó contra su corazón, y le dijo:

-Diana, creo que hoy ha comen­zado mi vida; me parece que hoy empiezo a ver claro el camino que me conduce a la eternidad. Vos sois sin duda alguna 'la luz que me re­vela tanta dicha; yo no sabía nada del mundo, ni de la condición de los hombres en él, así puedo repe­tiros lo que ayer os decía: que ha­biendo empezado a vivir para vos, moriré con vos.

-Y yo -respondió Diana-, yo que un día me arrojé sin sentimien­to en los brazos de la muerte, hoy temo no vivir lo bastante tiempo para gozar de todos los tesoros que me ofrece vuestro amor. ¿Pero por qué no venís al castillo, conde? Mi padre se alegrará de veros, M. de San Lucas es nuestro amigo y ade­más es discreto... pensad que una hora más de vernos es inestimable.

-¡Ah! Diana si voy por una ho­ra al castillo, iré por siempre: si voy por siempre, toda la ciudad lo sabrá: si la noticia llega a oídos del monstruo, vuestro esposo, ven­drá... me habéis prohibido que os libre de él... Pues bien, para nues­tra seguridad, es decir, para la se­guridad de nuestra dicha, importa que ocultemos nuestro secreto a to­do el mundo; madame de San Lu­cas lo sabe ya... San Lucas lo sabrá igualmente.

-¡Oh! ¿Por qué?

-¿Me ocultaríais vos alguna cosa ahora? -dijo Bussy.

-No... es cierto.

He escrito esta mañana cuatro le­tras a San Lucas para pedirle una entrevista en Angers. Cuando le vea le exigiré palabra de caballero de no revelar nunca la menor circuns­tancia de nuestra aventura. Esto es tanto más importante, querida Dia­na, cuanto que seguramente soy buscado por todas partes. Cuando salimos de París las circunstancias políticas eran graves.

-Tenéis razón, y además mi pa­dre es un hombre tan escrupuloso, a pesar de que me ama, que sería capaz de denunciarme a M. de Mon­soreau.

-Ocultemos bien nuestro secre­to... y si Dios nos entrega a nues­tros enemigos, podamos decir al me­nos que no era posible que ocurrie­se otra cosa.

-Dios es bueno, Luis, no dudéis de él en este momento.

-No dudo de Dios, pero temo a algún demonio enemigo de nuestra ventura.

-Dadme por hoy el último adiós, y cuando volváis que no sea tan de prisa. La ligereza de vuestro ca­ballo me da miedo.

-No temáis nada, ya conoce el camino; es el corcel más seguro y de movimientos más suaves que he montado en mi vida. Cuando regre­so a Angers abismado en mis dul­ces pensamientos, me conduce sin que tenga que tocar la brida.

Aquí llegaban de su conversación los dos amantes, cuando se oyó en las cercanías del castillo la corneta de caza y el toque que según ha­bían convenido Diana y madame de San Lucas debía ser señal de re­tirada de los cazadores. Bussy se despidió de Diana y partió.

Al aproximarse a la ciudad so­ñando en el venturoso día en que había pasado, orgulloso de verse libre, él a quien los honores, las riquezas y el favor de un príncipe de sangre real tenían siempre ama­rrado con cadenas de oro, observó que se aproximaba la hora en que debían cerrarse las puertas de la ciu­dad. El caballo, que había pacido todo el día bajo el follaje, había continuado también por el camino paciendo la hierba que al paso se le presentaba.

Acercábase la noche y Bussy se disponía a acelerar el paso para re­parar el tiempo perdido, cuando oyó detrás de sí el galope de algu­nos caballos.

Para un hombre que se oculta, y sobre todo para un amante, todo es peligroso. Los amantes dichosos son en esto como los ladrones. Bus­sy dudaba si sería preferible tomar el galope para entrar primero en Angers o retirarse a un lado para dejar pasar a los caballeros que de­trás se oían; pero la carrera de éstos era tan rápida, que en un ins­tante llegaron cerca de él.

Eran dos, Bussy, juzgando que no era cobardía evitar el encuentro de dos hombres cuando él valía por cuatro, se separó del medio del ca­mino y vio que uno de los caballe­ros hundía hasta el talón las espue­las en los ijares de su cabalgadura, a la cual estimulaban además los repetidos latigazos que le daba el otro jinete.

-Vamos, ya está aquí la ciudad -decía éste con un acento gascón de los más pronunciados-: tres­cientos latigazos y cien espolazos más, y llegaremos en breve.

-Este caballo ya no tiene alien­to, ya no quiere andar -respondió el que iba adelante-. Cien caba­llos daría por verme en mi ciudad.

-Este es algún angevino rezaga­do -dijo para sí Bussy-, sin em­bargo... como el miedo hace a los hombres estúpidos, me pareció co­nocer su voz... pero el caballo de ese buen hombre va a caer.

En aquel instante los desconoci­dos llegaron junto a Bussy.

-¡Eh! ¡cuidado! -exclamó és­te-, sacad el pie del estribo, sacad­lo pronto, ese caballo se cae.

En efecto, el caballo cayó de cos­tado, agitó convulsivamente una pierna como si quisiese hacer un ho­yo en la tierra y al momento cesa­ron sus resoplidos, se obscurecieron sus ojos y expiró.

-Caballero -gritó el jinete des­montado a Bussy-, trescientos do­blones os doy por vuestro caballo.

-¿Qué es esto? -exclamó Bussy aproximándose.

-¿Me oís? voy de prisa.

-Señor duque, tomadle de bal­de -dijo con indecible emoción Bus­sy reconociendo al duque de An­jou.

Al mismo tiempo se percibió el ruido seco de una pistola que amar­tillaba el compañero del príncipe.

-¡Deteneos! -gritó el duque de Anjou a su despiadado defensor-, deteneos, M. de Aubigné; el demo­nio me lleve si este hombre no es Bussy.

-Sí, príncipe mío, yo soy. ¿Pero qué diablos hacéis a estas horas y en este camino?

-¡Ah! ¿es M. de Bussy? -dijo Aubigné-, entonces, monseñor, ya no necesitáis de mí... permitidme volver junto a aquél que me ha en­viado, como dice la Sagrada Escri­tura.

-No será sin recibir mis since­ra amistad -dijo el Príncipe.

-Lo acepto todo, monseñor, y os recordaré vuestras palabras algún día.

-¡M. de Aubigné! -dijo Bus­sy-, me sorprende...

-¿No le conocías? -preguntó el duque de Anjou con una expre­sión de disgusto y desconfianza que fue notada al momento por su gen­tilhombre-. ¿No es verdad que es­tás aquí porque me esperabas?

-¡Diablo! -dijo Bussy para sí reflexionando en lo que podía dar que sospechar a Francisco su estan­cia de incógnito en Anjou-; ¡Dia­blo! no nos comprometamos.

-Hacía más que esperaros -dijo en voz alta-, más si queréis en­trar en la ciudad antes que cierren las puertas, apresuraos, monseñor, a montar a caballo.

Y ofreció su caballo al príncipe, el cual hasta entonces se había ocu­pado en sacar algunos papeles de importancia que llevaba ocultos en­tre la silla y la mantilla del suyo.

-Adiós, pues, monseñor -dijo Aubigné dando media vuelta-: es­toy a vuestras órdenes, M. de Bussy.

Y se ausentó.

Bussy saltó ligeramente a la gru­pa de su caballo, y le dirigió hacia la ciudad. Por el camino le ocu­rrió la idea de si aquel príncipe ves­tido de negro sería el sombrío de­monio que le enviaba el infierno, celoso de su ventura.

Entraron en Angers al sonar el primer toque de las trompetas de la municipalidad.

-¿Qué hacemos ahora, monse­ñor?

-Al castillo: que se enarbole mi bandera, que vengan a reconocer­me como señor de la provincia, que se haga reunir a toda la nobleza.

-Nada más fácil -dijo Bussy, decidido a ganar tiempo por medio de la docilidad y demasiado sor­prendido además para dejar de ser dócil.

-¡Eh! ¡los de la trompeta! -gri­tó a los heraldos que se volvían luego de haber dado el primer to­que.

Estos le miraron, mas no fijaron la atención en él, pues sólo veían a dos hombres llenos de polvo y su­dor y faltos de equipaje.

-¡Hola, hola! -exclamó Bussy, dirigiéndose hacia ellos-. ¿No se conoce aquí al amo en su casa? Que llamen al escabino de servicio.

Aquel tono arrogante impuso a los heraldos; uno de ellos se apro­ximó.

-¡Jesucristo! -exclamó espanta­do y mirando atentamente al du­que. . .- ¿No es éste nuestro señor y amo?

El duque podía ser fácilmente co­nocido a causa de la deformidad de la nariz, dividida en dos partes, como decía la canción de Chicot.

-¡Es el señor duque! -agregó el heraldo asiendo del brazo a su compañero, el cual hizo también un ademán de sorpresa.

-Ya lo sabéis como yo -excla­mó Bussy-: inflad, pues, vuestros carrillos, haced sudar sangre y agua a vuestras trompetas, y sepa toda la ciudad antes de un cuarto de hora que ha llegado Su Alteza. Nosotros, monseñor, iremos despacio al cas­tillo; así, cuando lleguemos, nos tendrán preparada la cena.

En efecto, al primer grito de los heraldos se formaron grupos; al se­gundo, los niños y las viejas corrie­ron todos los barrios de la ciudad gritando:

-¡Ha llegado Su Alteza! ¡viva Su Alteza!

Los escabinos, el gobernador, y los principales personajes de la ciu­dad, se dirigieron presurosos al pa­lacio, seguidos de una muchedum­bre que a cada momento se iba ha­ciendo más compacta.

Como lo había previsto Bussy, las autoridades de la ciudad se halla­ban en el palacio antes de que lle­gase el duque, para recibirle digna­mente. Cuando atravesó el muelle, apenas podía pasar entre la muche­dumbre; pero Bussy encontró a uno de los heraldos, el cual, repartien­do trompetazos al pueblo, abrió pa­so a su príncipe hasta la escalera de las Casas Consistoriales.

Bussy formaba la retaguardia.

-Señores y fieles amigos -ex­clamó el príncipe-, he venido a refugiarme en mi buena ciudad de Angers. En París han amenazado mi vida los mayores peligros. Había llegado a perder mi libertad; pero al fin logré huir, merced al auxilió de algunos buenos amigos.

Bussy se mordió los labios adivi­nando el sentido de la mirada iró­nica que le dirigió Francisco.

-Mas ya estoy en vuestra ciu­dad, y mi libertad y mi vida están seguras.

Los magistrados, estupefactos, gritaron con débil voz:

-¡Viva nuestro señor!

El pueblo, que esperaba las al­bricias de costumbre en tales casos, gritó estrepitosamente:

-¡Viva!

-Cenemos -dijo el príncipe-, no he tomado nada desde esta ma­ñana.



Acto seguido le rodearon los em­pleados de la casa que sostenía en Angers como duque de Anjou, y de los cuales sólo los principales co­nocían a su amo.

Después entraron a cumplimen­tarle las personas notables de ambos sexos que habitaban en la ciudad.

El besamanos duró hasta las doce de la noche; la ciudad fue ilumina­da; en las calles y en las plazas re­sonaron las salvas de mosquetería; repicaron a vuelo las campanas de la Catedral; y el viento llevó hasta Meridor el ruido de la alegría tra­dicional de los buenos habitantes de Angers.

LVI. DIPLOMACIA DEL SEÑOR DUQUE DE ANJOU

Luego que se hubo apagado en las calles el ruido de las salvas de mosquetería, luego que hubo cesa­do el toque de campanas, luego que las antesalas fueron quedando des­ocupadas, luego por último, que Bussy y el duque de Anjou se vie­ron solos:

-Hablemos -dijo el duque.

En efecto; Francisco, con su pers­picacia natural, vio que Bussy, des­de que le había encontrado, andaba más solícito en servirle que lo que tenía de costumbre; juzgó, pues, con su conocimiento de la corte, que su gentilhombre se hallaba en una posición dificultosa y que por lo tanto procediendo con destreza po­dría adquirir alguna ventaja sobre él.

Pero Bussy había tenido tiempo para prepararse y esperaba el ata­que a pie firme.

-Hablemos, monseñor -respon­dió.

-El último día que nos vimos -dijo el príncipe-, te hallabas bastante malo, pobre Bussy.

-Es verdad, monseñor -contes­tó el joven-, estaba muy malo y me he salvado casi por milagro.

-Aquel día -continuó el du­que-, estaba a vuestro lado cierto médico rabioso por vuestra salud, pues mordía a todo el que se acerca­ba a vos.

-Es cierto, príncipe mío, porque Remigio me quiere mucho.

-Y os hacía guardar cama sin embargo, ¿no es cierto?

-Por lo cual yo estaba desespera­do como Vuestra Alteza pudo verlo.

-Pero -observó el duque- si tan desesperado estabais habríais podido enviar la medicina a todos los diablos, y salir conmigo como os lo pedía.

-¡Diablo! -dijo Bussy volviendo y revolviendo entre los dedos su sombrero de boticario.

-Pero como se trataba de un gra­ve asunto -añadió el duque-, tu­visteis miedo de comprometeros.

-¿Cómo es eso? -dijo Bussy metiéndose de una puñada el som­brero hasta los ojos-, ¿decís que tuve miedo de comprometerme?

-Eso he dicho -respondió el duque de Anjou.

Bussy se levantó impetuosamente de la silla.

-Pues bien -dijo-, habéis men­tido monseñor, y os habéis menti­do a vos mismo, porque no creéis una palabra, ni una sola de lo que acabáis de decirme: tengo en la piel veinte cicatrices que demues­tran que me he comprometido más de una vez y que no he tenido mie­do, y a fe que conozco muchas per­sonas que no podrían decir otro tanto y sobre todo que no podrían presentar tantas pruebas como yo.

-Vos tenéis siempre argumentos incontestables, M. de Bussy -dijo el duque pálido y agitado hasta el extremo-; cuando se os acusa gri­táis más alto que el acusador y en­tonces pensáis tener razón.

-¡Oh! no siempre tengo razón, monseñor -dijo Bussy-, ya lo sé, pero también sé cuales son las oca­siones en que no la tengo.

-¿Y en qué ocasiones no la te­néis?

-Cuando sirvo a ingratos.

-Verdaderamente, caballero, creo que olvidáis con quien estáis ha­blando -dijo el príncipe levantán­dose de repente con el aire de dig­nidad que le era natural en ciertas circunstancias.

-Sí, monseñor, me olvido; haced lo mismo vos de una vez en vues­tra vida, olvidaos de quién soy, ol­vidadme.

Bussy dio dos pasos para salir; pero el príncipe, más ligero que él se colocó delante de la puerta para impedirle el paso.

-¿Negaréis, caballero -interro­gó Francisco-, que el día en que no quisisteis salir conmigo, salisteis un momento después?

-Yo no niego nunca nada, mon­señor -dijo Bussy-, a no ser que quieran obligarme a confesarlo.

-Decidme, entonces, por qué os obstinasteis en quedaros en casa.

-Porque tenía que hacer.

-¿En vuestra casa?

-En mi casa o en otra parte.

-Yo creía que cuando un gentil­hombre está al servicio de un prín­cipe sus quehaceres más importan­tes son los negocios del príncipe.

-¿Y quién desempeña general­mente vuestros negocios, monseñor, si no es yo?

-No digo que no -repuso Fran­cisco-, y ordinariamente los des­empeñáis con celo y fidelidad: diré más, disculpo vuestro mal humor.

-¡Ah! es demasiada bondad.

-Sí, porque teníais alguna razón para estar resentido.

-¿Lo confesáis, monseñor?

-Sí: os prometí la desgracia de M. de Monsoreau. Parece que le aborrecéis, ¿eh?

-¿Yo?, nada de eso: me parece muy feo, y había querido separarle de la corte para no tener preci­sión de ver su cara: a vos, por el contrario, monseñor, os agrada esa figura: sobre gustos no hay díspu­ta.

-Pues bien, entonces, como ésta era la única excusa que teníais para desairarme como podía haberlo he­cho un niño mimado y huraño, os diré que habéis cometido dos fal­tas, la una el no querer salir con­migo y la otra el salir luego para hacer valentías' inútiles.

-¿Yo he hecho valentías inúti­les? ¿pues cómo es que hace poco me acusabais de haber temido?... vamos, monseñor, seamos consecuen­tes; ¿qué valentías he hecho yo?

-Sin duda que detestáis a M. d'Epernon y a M. de Schomberg, ya lo comprendo; yo también les abo­rrezco y de muerte; pero debíais ba­beros limitado a esto por ahora y esperar el instante oportuno.

-¿Qué queréis decir, monseñor?

-Matadles, ¡pardiez! matad a los dos, matad a los cuatro, tanto más reconocido os quedaré, pero no les exasperéis, sobre todo estando lejos, pues así su exasperación recae so­bre mí.

-Vamos, ¿qué le he hecho a ese digno gascón?

-¿Habláis de d'Epernon?

-Sí.

-Habéis hecho que le apedreen.



-¿Yo?

-De tal manera que su ropilla quedó desgarrada, su capa hecha pe­dazos, y el entró en el Louvre en calzoncillos.

-Bueno -repuso Bussy-, y va uno; pasemos al alemán. ¿De qué se queja M. de Schomberg?

-¿Negaréis que le hicisteis teñir con añil? Cuando le volví a ver tres horas después de la ocurrencia, aún no se le había quitado el color azul. ¿Y llamáis a eso un buen chasco? ¡ Bah!

Y el príncipe soltó la risa a pe­sar suyo, mientras Bussy, recordan­do la figura que hacía Schomberg en la cuba, se reía a carcajadas.

-¿Conque soy yo el que pasa por haberles dado este chasco?

-¡Pardiez! ¿he de ser yo?

-¿Y tenéis valor para reconve­nir a un hombre a quien se le ocu­rren esas ideas? Bien os decía yo hace poco, que erais un ingrato.

-Es cierto, vamos, y si realmen­te fue esa la causa de tu salida, yo te perdono.

-¿De veras?

-Palabra de honor, pero aun ten­go otras quejas de ti.

-Decid. -Hablemos de mí.

-Vaya.

-¿Qué has hecho para sacarme de la situación en que me hallaba?



-Ya lo veis -dijo Bussy.

-No veo tal.

-He venido a Anjou.

-Es decir, que te has puesto en salvo.

-Sí, monseñor, porque ponién­dome en salvo os salvaba a vos.

-Pero en lugar de venir tan le­jos, ¿no podías haber permanecido en las inmediaciones de París? Más útil me habríais sido en Monmartre que en Angers.

-En eso es en lo que no estamos conformes, monseñor. Yo prefería venir a Anjou.

-Ya comprenderéis que vuestro capricho no es una razón muy po­derosa.

-Sí lo es, porque este capricho tenía por objeto reclutaros partida­rios.

-¡Ah! Eso es distinto. Vamos. ¿Y qué has hecho?

-Mañana será tiempo de respon­deros, monseñor, porque justamente acaba de dar la hora en que debo dejaros.

-¿Para qué?

-Para verme con un personaje de la mayor importancia.

-¡Ah! Eso es otra cosa: Id, Bus­sy, pero sed prudente.

-No hay necesidad: ¿no somos aquí los más fuertes?

-No importa, no te comprometas a nada: ¿has conseguido ya mucho?

-¿Cómo queréis que haya con­seguido mucho, si no hace más que dos días que estoy aquí?

Pero al menos no habrás dicho tu nombre.

-Ya veis qué traje tengo: ¿aca­so acostumbro yo a llevar ropillas de color de canela? Y no obstante, sólo por vos estoy metido en esta cáscara horrible.

-¿Y dónde tienes tu habitación?

-¡Ah! esta sí que es una prue­ba del afecto que os profeso. Vivo en una casucha cerca de la muralla, con salida al río; mas vos, príncipe mío ¿cómo habéis salido del Lou­vre? ¿cómo es que os he encontra­do en el camino real con un caballo cansado y escoltado por monseñor de Aubigné?

-Porque tengo amigos -repuso el príncipe.

-¿Vos? ¿vos tenéis amigos? ¡Bah!

-Sí, amigos que tú no conoces.

-Sea enhorabuena. ¿Y quiénes son esos amigos?

-El rey de Navarra y M. de Au­bigné, a quien has visto.

-¡El rey de Navarra!... ¡Ah! Es cierto. ¿No habréis conspirado juntos?

-Yo no he conspirado jamás, monsieur de Bussy.

-¿No? Preguntádselo a La Mo­le y a Cotonnas.

-La Mole -exclamó el príncipe con aire sombrío- cometió otro crimen distinto de aquel por cuya causa se le cree muerto.

-Bien; dejemos a La Mole y vol­vamos a vos, monseñor, tanto más cuanto que en esta cuestión no po­dríamos entendernos. ¿Por dónde diablos habéis salido del Louvre?

-Por la ventana.

-¿De veras? ¿Y por cuál?

-Por la de mi dormitorio.

-¿Sabíais lo de la escala de cuerda?

-¿Qué escala de cuerda?

-La del armario.

-¡Ah! Parece que tú también sa­bías algo de eso -dijo el príncipe palideciendo.

-¡Pse! -dijo Bussy-. Vuestra Alteza sabe que he tenido algunas veces la dicha de entrar en ese cuar­to.

-En tiempo de mi hermana Mar­garita, ¿no es cierto? ¿Y entrabas por la ventana?

-Vos habéis salido por ella y no habéis salido mal. Lo que me admira únicamente es que hayáis en­contrado la escala.

-No la he encontrado yo.

-¿Quién, pues?

-Nadie; me han dicho dónde se hallaba.

-¿Y quién os lo ha dicho?

-El rey de Navarra.

-¡Ah! ¡El rey de Navarra lo sa­be! No lo habría creído. En fin, ya estáis aquí monseñor, sano y salvo; ahora pondremos la provincia de Anjou en combustión, y con las chis­pas del incendio se inflamarán igualmente la de Angumoes y la de Bearn: lo cual hará una magnífica hoguera.

-¿Pero no me has dicho que te­níais una cita? -preguntó el du­que.

-¡Pardiez! es cierto; pero el in­terés de la conversación me la ha­bía hecho olvidar. Adiós, monseñor.

-¿Te llevas tu caballo?

-¡Psé! Si le necesita Vuestra Al­teza puede quedarse con él; yo ten­go otro.

-Entonces le acepto; luego ajus­taremos cuentas.

-Sí, monseñor, y quiera Dios que no sea yo el que salga alcanzado.

-¿Por qué?

-Porque no me agrada la perso­na a quien tenéis encargado el arre­glo de vuestras cuentas.


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