Alejandro dumas



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-Poco a poco, hijo mío -dijo teniendo a Maugiron por la cintura.

-No, ¡vive Dios! me he de rom­per la cabeza, y el diablo me ha de llevar `-exclamó el joven tomando carrera para dar de cabeza- en la pared.

-¡Hola! ayúdame a tenerle—gri­tó Enrique.

-¡Eh, compadre! -dijo Chi­cot-, hay una muerte más dulce aún que esa; no tenéis más que sacar la espada y atravesárosla boni­tamente por el vientre.

-¡Quieres callarte, verdugo! -dijo Enrique con lágrimas en los ojos.

Mientras tanto Quelus se desha­cía el rostro a puñadas.

-¡Oh, Quelus! ¡oh, hijo mío! -dijo Enrique-, te vas a parecer a Schomberg, cuando vino teñido de azul de Prusia; estarás espantoso, amigo mío.

Quelus se detuvo.

Solamente Schomberg continuaba mesándose los cabellos y llorando de ira.

-Schomberg, Schomber, querido mío -dijo Enrique-; ten un poco de reflexión.

-Voy a volverme loco.

-¡Bah! -dijo Chicot.

-Sin duda alguna -dijo Enri­que-, que la desgracia es horroro­sa, y por lo mismo debes conservar tu razón, Schomberg. Sí, la desgra­cia es horrible, estoy perdido, ya tenemos la guerra civil en el rei­no... ¡Ah! ¿Quién ha sido el au­tor de este proyecto? ¿Quién le ha dado la escala? ¡Vive Dios que he de hacer ahorcar a toda la ciudad!

Apoderóse de los concurrentes un profundo terror.

-¿Quién es el criminal? -con­tinuó Enrique-; ¿dónde está? Diez mil escudos a quien me diga su nombre, cien mil escudos a quien me lo entregue muerto o vivo.

-¿Quién queréis que sea -re­puso Maugiron-, sino algún ange­vino?

-¡Pardiez! Tienes razón -dijo Enrique-. ¡Ah! ¡Los angevinos!; ¡pardiez, los angevinos! ¡ellos me la pagarán!

Y como si estas palabras fueran una chispa que hubiera comunicado el fuego a un barril de pólvora, se oyó en el mismo instante una terri­ble explosión de gritos y amenazas contra los angevinos.

-¡Oh, sí, los angevinos! -gritó Quelus.

-¿Dónde se encuentran? -ex­clamó Schomberg.

-¡Mueran! -aulló Maugiron.

-¡Cien horcas para cien angevi­nos! -repuso el rey.

Chicot no podía continuar silen­cioso en vista de aquel furor uni­versal, sacó la espada haciendo un gesto de matón y esgrimiéndola de plano a derecha e izquierda, apaleó de lo lindo a los favoritos, y estropeó las paredes gritando con ojos ame­nazadores:

-¡Oh, mala rabia para los ange­vinos! ¡condenación! ¡mueran los angevinos!

El grito de mueran los angevinos fue oído por toda la ciudad así co­mo el grito de las madres de Israel fue oído por toda Roma.

Entretanto Enrique había desapa­recido.

Había pensado en su madre, y escabulléndose sin decir palabra se había dirigido al aposento de Cata­lina, algo abandonada hacía algún tiempo, y que encerrada en su apa­rente indiferencia y afectada devo­ción aguardaba con su penetración florentina una buena ocasión de ha­cer prevalecer su política.

Cuando Enrique entró se hallaba medio tendida en un gran sillón, y con sus mejillas abultadas pero al­gún tanto amarillentas, con sus ojos brillantes pero fijos, con sus manos gruesas pero pálidas, más que un ser animado parecía una estatua de cera representando la medita­ción.

Pero al oír la noticia de la fuga de Francisco, noticia que Enrique le dio sin rodeos, abrasado como es­taba de cólera y furor, la estatua pareció animarse de repente, si bien la señal que anunciaba esta anima­ción se limitó a recostarse más de lo que estaba en su sillón y menear la cabeza sin decir palabra.

-Madre mía -dijo Enrique-, ¿no os sorprende la noticia?

-¿Por qué, hijo mío? -pregun­tó Catalina.

-¡Cómo! esta fuga de vuestro hijo, ¿no os parece criminal, peli­grosa, digna del mayor castigo?

-Mi querido hijo, una corona bien merece esfuerzos como ese, y acordaos que a vos mismo os acon­sejé yo que huyeseis, cuando la hui­da parecía el medio de llegar al trono.

-Madre mía, me ultrajan.

Catalina se encogió de hombros.

-Madre mía, me insultan.

-¡Eh, no! -repuso Catalina-; se ponen en salvo y nada más.

-¡Ah! -dijo Enrique-, ¡así to­máis mi partido!

-¿Qué queréis decir, hijo mío?

-Digo que con la edad se embo­tan los afectos, digo...

Enrique se interrumpió.

-¿Qué decís? -repuso Catalina con su calma habitual.

-Digo que no me amáis como en otro tiempo.

-Os engañáis -dijo Catalina fríamente-, sois mi muy amado hi­jo pero aquel de quien os quejáis también es hijo mío.

-Treguas, señora, a vuestra mo­ral de madre -exclamó Enrique furioso-; ya sabemos lo que vale.

-Sí, y vos debéis conocerlo me­jor que nadie, hijo mío, porque para vos mi moral no ha sido nunca otra cosa que debilidad.

-Y como ha llegado el tiempo del arrepentimiento, os arrepentís.

-Bien conocía yo que vendría­mos a parar en eso -repuso Cata­lina-, y por lo mismo, guardaba silencio.

-Quedad con Dios, señora -dijo Enrique-, ya sé lo que tengo que hacer, pues que mi misma madre me abandona sin compasión; yo ha­llaré consejeros capaces de secundar mi resentimiento y de auxiliarme en mis pesquisas.

-Id, hijo mío -repuso tranqui­lamente la florentina-, y quiera Dios iluminar el alma de vuestros consejeros, que bien lo necesitarán para vencer las dificultades que os rodean.

Y dejó salir a su hijo sin hacer el menor esfuerzo ni de obra ni de palabra para detenerle.

-Adiós, señora -repitió Enri­que.

Más al llegar a la puerta se de­tuvo.

-Adiós, Enrique -dijo la rei­na-; oíd una palabra solamente, no pretendo daros un consejo, hijo mío; no necesitáis de mí, ya lo sé; pero rogad a vuestros consejeros que reflexionen bien antes de dar su dictamen, y que lo mediten me­jor antes de ponerlo en ejecución.

-¡Oh! sí -repuso Enrique, apro­vechándose de aquellas palabras de su madre para volver a entablar conversación-, sí, porque las cir­cunstancias son difíciles. ¿No es cierto, señora"?

-Graves -dijo con solemnidad Catalina, alzando los ojos y las ma­nos al cielo-; muy graves, Enri­que.

El rey creyó notar en los ojos de su madre cierta expresión de terror; aproximóse a ella asustado, y dijo:

-¿Quiénes son los que han fa­vorecido su fuga? ¿Sabes algo, ma­dre mía?

Catalina no respondió.

-Yo -dijo Enrique- creo que son los angevinos.

Catalina se sonrió con aquella fi­nura que denotaba que su talento superior estaba siempre vigilante para derrotar y confundir al talento de otro.

-¿Los angevinos? -repitió.

-¿No lo creéis? -dijo Enri­que-; sin embargo, todo el mun­do lo cree.

Catalina se encogió de hombros, exclamando:

-Que lo crean los demás, pase; ¡pero vos, hijo mío!

-¡Qué! señora, ¿qué queréis de­cir? explicaos, yo os lo suplico.

-¿Y para qué?

-Vuestra explicación aclarará mis dudas.

-¿Aclarará vuestras dudas? No por cierto, Enrique, yo no soy más que una vieja caduca, y mi única influencia consiste en mi arrepenti­miento y en mis oraciones.

-No, hablad, hablad, madre mía, aún sois y seréis siempre el alma de todos nosotros, hablad.

-Es inútil, mis ideas son del otro siglo, y el talento de los viejos no consiste más que en la desconfianza. ¡La anciana Catalina dar a su edad un consejo que valga alguna cosa! No puede ser,' hijo mío; vamos, no es posible.

-Pues bien, madre mía -dijo Enrique-, negadme vuestro soco­rro, privadme de vuestro auxilio; mas dentro de una hora, con vues­tro dictamen o contra él, habré he­cho ahorcar a todos los angevinos que hay en París.

-¡Ahorcar a todos los angevi­nos! -dijo Catalina con la sorpre­sa que sienten las almas superiores cuando oyen decir algún enorme disparate.

-Sí, sí, ahorcarles, asesinarles, quemarles; a estas horas ya están mis amigos corriendo por la ciudad para quitar de en medio a esos ban­didos, a esos rebeldes.

-¡Que se guarden de hacerlo! -dijo Catalina conmovida por la gravedad de la situación-; se per­derían a sí mismos, lo cual no im­portaría nada, mas os perderían a vos con ellos.

-¿Cómo así?

-¡Ciego! -murmuró Catalina­- ¿Será que los reyes hayan de tener constantemente ojos para no ver.

Y la reina madre cruzó las ma­nos.

-La primera condición que debe cumplir un monarca es vengar las injurias que le hacen, porque en­tonces la venganza es justicia, y es­pecialmente en el presente caso to­do mi reino se alzara por defender­me.

-Loco, insensato, niño -mur­muró la florentina.

-¿Por qué me decís eso?

-¿Creéis que será fácil degollar, quemar, ahorcar, a hombres como Bussy, como Antraguet, como Liva­rot, como Ribeirac, sin hacer que corra la sangre a torrentes?

-¿Qué importa, con tal que los degüellen?

-Tendríais razón, si lograsen de­gollarles; enseñádmelos muertos, y por Nuestra Señora, os diré que ha­béis hecho bien; pero no los dego­llarán, y en cambio, ellos levantarán el estandarte de la revolución, y en cambio se les obligará a desnudar la espada, que no sacarían de la vaina por un jefe como Francisco; mas en este caso, y por vuestra impru­dencia, la desenvainarán para de­fender sus vidas; vuestro reino se levantará, pero no por vos, sino contra vos.

-Pero si no me vengo se dirá que he tenido miedo, que retrocedo -ex­clamó Enrique.

-¿Se ha dicho nunca que yo he tenido miedo? -dijo Catalina frun­ciendo el entrecejo y mordiendo sus labios delgados y enrojecidos cual carmín.

-No obstante, si han sido los an­gevinos merecen castigo, madre mía.

-Sí, si hubiesen sido ellos, pero no han sido.

-¿Quiénes han de ser, entonces, sino los amigos de mi hermano?

-No han sido los amigos de vuestro hermano, porque vuestro hermano no tiene amigos.

-¿Quiénes, pues?

-Vuestros enemigos, o mejor di­cho, vuestro enemigo.

-¿Cuál?


-Hijo mío, bien sabéis que no tenéis más que uno, así como vues­tro hermano Carlos, así como yo, no hemos tenido jamás más que uno, el mismo siempre.

-Enrique de Navarra, querréis decir.

-Sí, sí, Enrique de Navarra.

-Pero Enrique de Navarra no se halla en País.

-¿Y os consta a vos quién está en París y quién no está? ¿Sabéis vos alguna cosa de importancia? ¿Tenéis acaso ojos u oídos? ¿Te­néis siquiera a vuestro alrededor personas que vean u oigan? No, to­dos sois sordos, todos sois ciegos.

-¡Enrique de Navarra! -repitió Enrique.

-Hijo mío, siempre que os suce­da alguna desgracia, cuyo autor os sea desconocido, no preguntéis quién es, no lo dudéis siquiera: decid En­rique de Navarra, y podéis estar convencido de haber acertado. Diri­gid vuestros tiros hacia el lado don­de él esté, y es seguro que daréis en el blanco... ¡oh! ese hombre... ese hombre es la espada que Dios ha suspendido sobre la casa de Va­lois.

-¿Opináis, pues, que debo dar contraorden con respecto a los an­gevinos?

-Al instante -exclamó Catali­na-, sin perder un minuto, sin per­der un segundo. Apresuraos, tal vez es ya tarde, corred, revocad esa orden o sois perdido.

Y cogiendo a su hijo por el bra­zo, le empujó hasta la puerta con fuerza y energía increíbles.

Enrique salió en el mismo ins­tante fuera del Louvre con ánimo de reunir a sus amigos.

Mas solamente halló a Chicot sen­tado sobre una piedra y dibujando figuras geográficas en la arena.

LXIII. CONTINUACIÓN DEL ANTERIOR

Enrique se acercó para -conven­cerse de que el autor de aquellas figuras geográficas era el gascón, el cual, no menos atento que Ar­químedes a su tarea, parecía resuel­to a no levantar los ojos del suelo, aun cuando la capital fuese tomada por asalto.

-¡Ah, mal vasallo! -exclamó el monarca con voz de trueno-; ¿es así como defiendes a tu rey?

-Le defiendo a mi modo, y creo que mi manera de defenderle es la buena.

-¡La buena! -exclamó el rey-; la buena, perezoso.

-Lo he dicho y lo demuestro.

-Tengo curiosidad de ver esa prueba.

-Es muy fácil: en primer lugar hemos hecho una gran necedad, una necedad de marca mayor.

-¿En qué?

-En lo que hemos ordenado res­pecto a los angevinos.

-¡Hola! -dijo Enrique sorpren­dido de la identidad de pareceres que hallaba en aquellas dos perso­nas de ingenio eminentemente sutil y que no habían podido ponerse de acuerdo para manifestar la misma opinión.

-Sí -contestó Chicot-, tus amigos gritando por la ciudad: mue­ran los angevinos, y ahora que pien­so en ello no está probado que los angevinos hayan sido los que han dado el golpe; tus amigos, repito, gritando por la ciudad, mueran los angevinos, encienden bonitamente la guerra civil que los Guisa nece­sitan y que por sí no han logrado hacer estallar; y a estas horas, En­rique, o tus amigos han muerto, lo cual confieso que no me desagra­daría, pero te afligiría a ti, o han arrojado a los angevinos de la ciu­dad, lo cual te desagradaría mucho, pero en cambio, agradaría infinito al bueno del duque de Anjou.

-¡Pardiez! -exclamó el rey-, ¿crees que las cosas estén tan avan­zadas como dices?

-Si no lo están más.

-Pero todo eso no me explica por qué estás sentado sobre esta pie­dra.

-Porque estoy haciendo una co­sa de importancia, hijo mío.

-¿Cuál?

-Estoy trazando el plano de las provincias que tu hermano va a su­blevar contra nosotros, y calculan­do el número de hombres con que cada una de ellas podrá ayudar a la revolución.



-¡Chicot, Chicot! -exclamó el rey-. ¿No he de tener alrededor de mí más que pájaros de mal agüero?

-El búho canta bien durante la noche, hijo mío, porque canta a su hora. Ahora bien, el horizonte está obscuro, Enriquito, tan obscuro, que no puede distinguirse la noche del día, y yo te canto lo que debes oír. Mira.

-¿Qué?

-Mira mi carta geográfica y juz­ga. Aquí está en primer lugar la provincia de Anjou, que tiene la fi­gura de una empanada: ¿la ves? allí se ha refugiado tu hermano: por eso le doy el primer puesto. La pro­vincia de Anjou, bien gobernada, como la gobernarán tu montero ma­yor Monsoreau y tu amigo Bussy, la provincia de Anjou, por sí sola, pue­de proporcionarnos, y cuando digo proporcionarnos, quiere decir pro­porcionar a tu hermano; la provin­cia de Anjou puede proporcionar a tu hermano diez mil combatientes.



-¿Diez mil?

-Es el mínimun; pasemos a la Guiena.

La Guiena ya la ves, ¿no es así? aquí está: es esta figura que se ase­meja a un ternero marchando sobre un pie.

Pues señor, la Guiena... y no te espantes de que haya algunos des­contentos, porque es antiguo foco de revueltas, y apenas han salido los ingleses del territorio.

La Guiena tendrá, pues, el ma­yor gusto en sublevarse, no contra ti, sino contra Francia; debemos con­tar con que dará ocho mil soldados.

Pocos son, pero serán bien ague­rridos, y bien experimentados, no tengais miedo. Luego, a la izquier­da de la Guiena, tenemos el Bearn y la Navarra: ¿las ves? estas dos figuras que se parecen a un mono sobre un elefante. Muy cercenada ha sido la Navarra, mas con el Bearn siempre compondrá una población de trescientos a cuatrocientos mil hombres. Suponiendo que el Bearn y la Navarra bien excitados, bien conducidos por Enrique, proporcio­nen a la Liga el cinco por ciento de su población, tendremos dieciséis mil hombres; recapitulemos; diez mil hombres de Anjou.

-Y Chicot siguió trazando fi­guras en la arena y diciendo:

-Ocho mil por la Guiena, y die­ciséis mil por el Bearn y la Nava­rra, componen un total de treinta y cuatro mil.

-¿Crees tú -dijo Enrique- que el rey de Navarra hará alianza con mi hermano?

-¡Pardiez!

-¿Crees que habrá contribuido en algo a su fuga?

Chicot miró a Enrique con fije­za.

-Enriquito -dijo-, esa idea no es tuya.

-¿Por qué no?

-Porque es demasiado buena, hijo mío.

-No importa de quién sea; cuan­do yo te pregunto debes contestar, ¿crees que Enrique de Navarra haya contribuido en algo a la fuga de mi hermano?

-¡Psé! -exclamó Chicot-, en la calle de la Ferronnerie oí una vez un ¡sangre de Cristo! y este jura­mento, ahora que pienso en ello, parece que dice demasiado. -Oíste un ¡sangre de Cristo! -Sí, ¡pardiez! mas no he vuelto a acordarme de ello hasta ahora. -Luego ¿está Enrique de Nava­rra en París?

-Así lo creo.

-Y ¿por qué lo crees?

-Por el juramento que oí y por lo que mis ojos vieron.

-¿Le viste?

-Sí.


-¡Y no me avisaste! ¡y me de­jaste ignorar que mi enemigo había venido a insultarme hasta mi ca­pital!

-O es uno caballero o no lo es -repuso Chicot.

-¿Y qué tiene que ver?...

-¿Qué? que si uno es caballero, no es espía.

Enrique se quedó reflexionando.

-Conque Anjou y el Bearn, mi primo Enrique y mi hermano Fran­cisco...

-Sin contar los tres Guisas.

-¡Cómo! ¿crees que se alzarán con ellos?

-Treinta y cuatro mil hombres por una parte -dijo Chicot ponién­dose a contar con los dedos-, diez mil de Anjou, ocho mil de la Guie­na, y dieciséis mil de Bearn, con más de veintiocho mil que están a las órdenes del duque de Guisa, co­mo capitán general de tus ejércitos, componen un total de cincuenta y nueve mil hombres: reduzcámosles a cincuenta mil, a causa de la gota, reumatismo, ciática y otras enfer­medades, y todavía tendremos un total muy respetable.

-Mas Enrique de Navarra y el duque de Guisa son enemigos. -Lo cual no les impedirá coli­garse contra ti, salvo el extermi­narse mutuamente luego que hayan acabado contigo.

-Tienes razón, Chicot, mi madre tiene razón, los dos la tenéis, es pre­ciso evitar un rompimiento: ayúda­me a reunir los suizos.

-Sí, cuenta con los suizos: Que­lus se los ha llevado.

-Mis guardias.

-Han salido al mando de Schom­berg.

-Mi servidumbre al menos.

-Todos se han ido con Maugi­ron.

-¡Cómo! -exclamó Enrique-, ¿sin mi orden?

-¿Y desde cuándo das tú órde­nes, Enrique? ¡Ah! si se tratase de una procesión o de flagelaciones, no digo que no; sobre tu piel, y aun sobre la piel de los demás, tienes completo dominio. Pero cuando se trata de combatir, cuando se requie­re gobernar, ¡bah! eso se queda para M. Schomberg, monsieur Que­lus y M. Maugiron. Respecto a d'Epernon, no digo nada, pues se oculta.

-¡Pardiez! -exclamó Enrique-, ¿es cierto lo que dices?

-Permíteme que añada, hijo mío -repuso Chicot-, que has echado de ver muy tarde que no eres sino el séptimo u octavo rey de tu reino. Enrique se mordió los labios ha­ciendo un gesto de impaciencia.

-¿Qué es eso? -dijo Chicot, procurando distinguir los objetos en la obscuridad.

-¿Qué hay? -preguntó el rey.

-¡Diablo! Ellos son; mira, Enri­que, ahí tienes a tu gente.

Y señaló, en efecto, al rey tres o cuatro hombres a caballo, a quienes seguían a cierta distancia algunos más, también a caballo, y otros mu­chos a pie.

Los primeros iban a penetrar en el Louvre sin ver al rey ni a Chi­cot, que de pie cerca de los fosos se perdían en la obscuridad.

-¡Schomberg! -gritó el rey-, ¡Schomberg! por aquí.

-¿Quién me llama? -preguntó Schomberg-. ¡Calle! -agregó acer­cándose y creyendo c o n o c e r la voz-, lléveme el diablo si no es el rey.

-Yo mismo; os esperaba impa­ciente no sabiendo dónde estabais. ¿Qué habéis hecho?

-¿Qué hemos hecho? -dijo el segundo caballero acercándose.

-¡Hola! ven aquí, Quelus ven aquí -exclamó el rey-, y sobre todo no vuelvas a salir de palacio sin mi permiso.

-No hay necesidad -dijo el ter­cero, que era Maugiron-, pues ya está todo concluido.

-¡Dios sea loado! -dijo d'Eper­non presentándose de pronto sin que nadie supiese de dónde salía.

-¡Hosanna! -gritó Chicot al­zando las dos manos al cielo.

-Es decir, que les habéis muer­to a todos -dijo el rey.

Y añadió en voz baja:

-Al fin y al cabo, los muertos no vuelven por acá.

-¿Les habéis muerto? -dijo Chi­cot-, ¡ah! pues si les habéis muer­to, ya es otra cosa.

-No hemos tenido que tomarnos ese trabajo -respondió Schom­berg-; los cobardes huyeron como una banda de palomas; apenas he­mos podido cruzar el hierro con uno.

Enrique se puso pálido.

-¿Y con quién habéis cruzado el hierro? -preguntó.

-Con Antraguet.

-Siquiera, a ese, le habréis de­jado en el sitio.

-Al contrario, él ha muerto a un lacayo de Quelus.

-¿Estaban dispuestos? -dijo el rey.

-¡Pardiez! Ya lo creo que lo es­taban -exclamó Chicot-; grita­bais ¡mueran los angevinos! Mo­víais cañones de una parte a otra, hacíais tocar las campanas, poníais en movimiento a todos los espada­chines de París, ¿y pensáis que esa buena gente fuese más sorda que vosotros, necios?

-En fin -murmuró el rey con voz triste-, ya tenemos encendido la guerra civil.

Estas palabras hicieron temblar a Quelus.

-¡Diablo! -dijo-, es cierto.

-¡Hola! lo advertís ahora, ¿eh? -dijo Chicot-; más vale tarde que nunca. Ahí están M. de Schomberg y M. de Maugiron, que no sospe­chan nada todavía.

-Nos reservamos -contestó Schomberg- para defender la per­sona y el trono de Su Majestad.

-¡Pardiez! -dijo Chicot-, pa­ra eso ya tenemos a M. de Clisson, que grita menos que vosotros y vale más.

-Pero, en fin -repuso Quelus-, vos que ahora reprendéis a troche y moche, M. Chicot, vos mismo pen­sabais como nosotros hace dos ho­ras, o al menos si no pensabais como nosotros, gritábais tanto como cualquiera.

-¡Yo! -exclamó Chicot.

-Ciertamente, y aun esgrimíais la espada contra la pared gritando: ¡Mueran los angevinos!

-Yo es distinto -dijo Chicot-, yo soy loco, como todos saben; mas vosotros, que sois hombres de ta­lento...

-Vamos, señores -dijo Enri­que-, haya paz: demasiado pronto tendremos guerra.

-¿Qué ordena Vuestra Majes­tad? -dijo Quelus.

-Que empleéis en calmar al pue­blo el mismo ardor que habéis em­pleado en conmoverle; que hagáis volver al Louvre los suizos, los guar­dias y la servidumbre y que hagáis cerrar las puertas a fin de que ma­ñana los parisienses crean que lo que ha pasado ha sido un motín de gente ebria.

Los jóvenes bajaron la cabeza, y fueron a comunicar las órdenes del rey a los oficiales que les ha­bían acompañado en su arriesgada empresa.

Enrique volvió a la habitación de su madre, la cual estaba dando órdenes a sus criados con una cara en que se veían pintadas la ansie­dad y la tristeza.

Cuando Catalina vio entrar a su hijo le preguntó:

-¿Qué ha sucedido?

-Lo que vos previsteis.

-¿Se han escapado?

-¡Ah! sí.

-Y ¿qué más?

-Nada más, creo que es bastan­te.

-¿Y la ciudad?

-La ciudad está conmovida, pe­ro eso no me da cuidado; puedo calmarla cuando quiera.

-Sí -repuso Catalina-, la s provincias son las que...

-Las que van a insurreccionar­se, a sublevarse -añadió Enrique.

-No veo más que un medio.

-¿Cuál?

-Aceptar francamente la posi­ción.



-¿De qué modo?

-Dando instrucciones a los coro­neles de mi guardia, armando mis milicias, retirando el ejército de de­lante de la Caridad y marchando sobre Anjou.

-¿Y el duque de Guisa?

-¡El duque de Guisa! ¡El duque de Guisa! le haré prender si es pre­ciso.

-¡Ah sí, con tal de que surtan buen efecto esas medidas de rigor.

-¿Pues qué he de hacer?

Catalina bajó la cabeza y estuvo reflexionando un momento; por fin dijo:

-Todo lo que proyectáis es impo­sible, hijo mío.

-¡Ah! -exclamó Enrique, con profundo respeto-. ¡Conque tan malas ideas tengo hoy!

-No, pero os halláis perturbado; calmaos primero, y después vere­mos.

-Entonces, madre mía, pensadlo por mí, pero es necesario hacer al­guna cosa, moverse algo.

-Ya veis, hijo mío, que estoy dando mis órdenes.

-¿Para qué?

-Para que salga un embajador.

-¿Y a quién se le mandamos?

-A vuestro hermano.

-¡Un embajador a ese traidor! ¡vos queréis humillarme, madre mía!

-No es este momento de mos­trarse altivo -dijo con severidad Catalina.


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