-Poco a poco, hijo mío -dijo teniendo a Maugiron por la cintura.
-No, ¡vive Dios! me he de romper la cabeza, y el diablo me ha de llevar `-exclamó el joven tomando carrera para dar de cabeza- en la pared.
-¡Hola! ayúdame a tenerle—gritó Enrique.
-¡Eh, compadre! -dijo Chicot-, hay una muerte más dulce aún que esa; no tenéis más que sacar la espada y atravesárosla bonitamente por el vientre.
-¡Quieres callarte, verdugo! -dijo Enrique con lágrimas en los ojos.
Mientras tanto Quelus se deshacía el rostro a puñadas.
-¡Oh, Quelus! ¡oh, hijo mío! -dijo Enrique-, te vas a parecer a Schomberg, cuando vino teñido de azul de Prusia; estarás espantoso, amigo mío.
Quelus se detuvo.
Solamente Schomberg continuaba mesándose los cabellos y llorando de ira.
-Schomberg, Schomber, querido mío -dijo Enrique-; ten un poco de reflexión.
-Voy a volverme loco.
-¡Bah! -dijo Chicot.
-Sin duda alguna -dijo Enrique-, que la desgracia es horrorosa, y por lo mismo debes conservar tu razón, Schomberg. Sí, la desgracia es horrible, estoy perdido, ya tenemos la guerra civil en el reino... ¡Ah! ¿Quién ha sido el autor de este proyecto? ¿Quién le ha dado la escala? ¡Vive Dios que he de hacer ahorcar a toda la ciudad!
Apoderóse de los concurrentes un profundo terror.
-¿Quién es el criminal? -continuó Enrique-; ¿dónde está? Diez mil escudos a quien me diga su nombre, cien mil escudos a quien me lo entregue muerto o vivo.
-¿Quién queréis que sea -repuso Maugiron-, sino algún angevino?
-¡Pardiez! Tienes razón -dijo Enrique-. ¡Ah! ¡Los angevinos!; ¡pardiez, los angevinos! ¡ellos me la pagarán!
Y como si estas palabras fueran una chispa que hubiera comunicado el fuego a un barril de pólvora, se oyó en el mismo instante una terrible explosión de gritos y amenazas contra los angevinos.
-¡Oh, sí, los angevinos! -gritó Quelus.
-¿Dónde se encuentran? -exclamó Schomberg.
-¡Mueran! -aulló Maugiron.
-¡Cien horcas para cien angevinos! -repuso el rey.
Chicot no podía continuar silencioso en vista de aquel furor universal, sacó la espada haciendo un gesto de matón y esgrimiéndola de plano a derecha e izquierda, apaleó de lo lindo a los favoritos, y estropeó las paredes gritando con ojos amenazadores:
-¡Oh, mala rabia para los angevinos! ¡condenación! ¡mueran los angevinos!
El grito de mueran los angevinos fue oído por toda la ciudad así como el grito de las madres de Israel fue oído por toda Roma.
Entretanto Enrique había desaparecido.
Había pensado en su madre, y escabulléndose sin decir palabra se había dirigido al aposento de Catalina, algo abandonada hacía algún tiempo, y que encerrada en su aparente indiferencia y afectada devoción aguardaba con su penetración florentina una buena ocasión de hacer prevalecer su política.
Cuando Enrique entró se hallaba medio tendida en un gran sillón, y con sus mejillas abultadas pero algún tanto amarillentas, con sus ojos brillantes pero fijos, con sus manos gruesas pero pálidas, más que un ser animado parecía una estatua de cera representando la meditación.
Pero al oír la noticia de la fuga de Francisco, noticia que Enrique le dio sin rodeos, abrasado como estaba de cólera y furor, la estatua pareció animarse de repente, si bien la señal que anunciaba esta animación se limitó a recostarse más de lo que estaba en su sillón y menear la cabeza sin decir palabra.
-Madre mía -dijo Enrique-, ¿no os sorprende la noticia?
-¿Por qué, hijo mío? -preguntó Catalina.
-¡Cómo! esta fuga de vuestro hijo, ¿no os parece criminal, peligrosa, digna del mayor castigo?
-Mi querido hijo, una corona bien merece esfuerzos como ese, y acordaos que a vos mismo os aconsejé yo que huyeseis, cuando la huida parecía el medio de llegar al trono.
-Madre mía, me ultrajan.
Catalina se encogió de hombros.
-Madre mía, me insultan.
-¡Eh, no! -repuso Catalina-; se ponen en salvo y nada más.
-¡Ah! -dijo Enrique-, ¡así tomáis mi partido!
-¿Qué queréis decir, hijo mío?
-Digo que con la edad se embotan los afectos, digo...
Enrique se interrumpió.
-¿Qué decís? -repuso Catalina con su calma habitual.
-Digo que no me amáis como en otro tiempo.
-Os engañáis -dijo Catalina fríamente-, sois mi muy amado hijo pero aquel de quien os quejáis también es hijo mío.
-Treguas, señora, a vuestra moral de madre -exclamó Enrique furioso-; ya sabemos lo que vale.
-Sí, y vos debéis conocerlo mejor que nadie, hijo mío, porque para vos mi moral no ha sido nunca otra cosa que debilidad.
-Y como ha llegado el tiempo del arrepentimiento, os arrepentís.
-Bien conocía yo que vendríamos a parar en eso -repuso Catalina-, y por lo mismo, guardaba silencio.
-Quedad con Dios, señora -dijo Enrique-, ya sé lo que tengo que hacer, pues que mi misma madre me abandona sin compasión; yo hallaré consejeros capaces de secundar mi resentimiento y de auxiliarme en mis pesquisas.
-Id, hijo mío -repuso tranquilamente la florentina-, y quiera Dios iluminar el alma de vuestros consejeros, que bien lo necesitarán para vencer las dificultades que os rodean.
Y dejó salir a su hijo sin hacer el menor esfuerzo ni de obra ni de palabra para detenerle.
-Adiós, señora -repitió Enrique.
Más al llegar a la puerta se detuvo.
-Adiós, Enrique -dijo la reina-; oíd una palabra solamente, no pretendo daros un consejo, hijo mío; no necesitáis de mí, ya lo sé; pero rogad a vuestros consejeros que reflexionen bien antes de dar su dictamen, y que lo mediten mejor antes de ponerlo en ejecución.
-¡Oh! sí -repuso Enrique, aprovechándose de aquellas palabras de su madre para volver a entablar conversación-, sí, porque las circunstancias son difíciles. ¿No es cierto, señora"?
-Graves -dijo con solemnidad Catalina, alzando los ojos y las manos al cielo-; muy graves, Enrique.
El rey creyó notar en los ojos de su madre cierta expresión de terror; aproximóse a ella asustado, y dijo:
-¿Quiénes son los que han favorecido su fuga? ¿Sabes algo, madre mía?
Catalina no respondió.
-Yo -dijo Enrique- creo que son los angevinos.
Catalina se sonrió con aquella finura que denotaba que su talento superior estaba siempre vigilante para derrotar y confundir al talento de otro.
-¿Los angevinos? -repitió.
-¿No lo creéis? -dijo Enrique-; sin embargo, todo el mundo lo cree.
Catalina se encogió de hombros, exclamando:
-Que lo crean los demás, pase; ¡pero vos, hijo mío!
-¡Qué! señora, ¿qué queréis decir? explicaos, yo os lo suplico.
-¿Y para qué?
-Vuestra explicación aclarará mis dudas.
-¿Aclarará vuestras dudas? No por cierto, Enrique, yo no soy más que una vieja caduca, y mi única influencia consiste en mi arrepentimiento y en mis oraciones.
-No, hablad, hablad, madre mía, aún sois y seréis siempre el alma de todos nosotros, hablad.
-Es inútil, mis ideas son del otro siglo, y el talento de los viejos no consiste más que en la desconfianza. ¡La anciana Catalina dar a su edad un consejo que valga alguna cosa! No puede ser,' hijo mío; vamos, no es posible.
-Pues bien, madre mía -dijo Enrique-, negadme vuestro socorro, privadme de vuestro auxilio; mas dentro de una hora, con vuestro dictamen o contra él, habré hecho ahorcar a todos los angevinos que hay en París.
-¡Ahorcar a todos los angevinos! -dijo Catalina con la sorpresa que sienten las almas superiores cuando oyen decir algún enorme disparate.
-Sí, sí, ahorcarles, asesinarles, quemarles; a estas horas ya están mis amigos corriendo por la ciudad para quitar de en medio a esos bandidos, a esos rebeldes.
-¡Que se guarden de hacerlo! -dijo Catalina conmovida por la gravedad de la situación-; se perderían a sí mismos, lo cual no importaría nada, mas os perderían a vos con ellos.
-¿Cómo así?
-¡Ciego! -murmuró Catalina- ¿Será que los reyes hayan de tener constantemente ojos para no ver.
Y la reina madre cruzó las manos.
-La primera condición que debe cumplir un monarca es vengar las injurias que le hacen, porque entonces la venganza es justicia, y especialmente en el presente caso todo mi reino se alzara por defenderme.
-Loco, insensato, niño -murmuró la florentina.
-¿Por qué me decís eso?
-¿Creéis que será fácil degollar, quemar, ahorcar, a hombres como Bussy, como Antraguet, como Livarot, como Ribeirac, sin hacer que corra la sangre a torrentes?
-¿Qué importa, con tal que los degüellen?
-Tendríais razón, si lograsen degollarles; enseñádmelos muertos, y por Nuestra Señora, os diré que habéis hecho bien; pero no los degollarán, y en cambio, ellos levantarán el estandarte de la revolución, y en cambio se les obligará a desnudar la espada, que no sacarían de la vaina por un jefe como Francisco; mas en este caso, y por vuestra imprudencia, la desenvainarán para defender sus vidas; vuestro reino se levantará, pero no por vos, sino contra vos.
-Pero si no me vengo se dirá que he tenido miedo, que retrocedo -exclamó Enrique.
-¿Se ha dicho nunca que yo he tenido miedo? -dijo Catalina frunciendo el entrecejo y mordiendo sus labios delgados y enrojecidos cual carmín.
-No obstante, si han sido los angevinos merecen castigo, madre mía.
-Sí, si hubiesen sido ellos, pero no han sido.
-¿Quiénes han de ser, entonces, sino los amigos de mi hermano?
-No han sido los amigos de vuestro hermano, porque vuestro hermano no tiene amigos.
-¿Quiénes, pues?
-Vuestros enemigos, o mejor dicho, vuestro enemigo.
-¿Cuál?
-Hijo mío, bien sabéis que no tenéis más que uno, así como vuestro hermano Carlos, así como yo, no hemos tenido jamás más que uno, el mismo siempre.
-Enrique de Navarra, querréis decir.
-Sí, sí, Enrique de Navarra.
-Pero Enrique de Navarra no se halla en País.
-¿Y os consta a vos quién está en París y quién no está? ¿Sabéis vos alguna cosa de importancia? ¿Tenéis acaso ojos u oídos? ¿Tenéis siquiera a vuestro alrededor personas que vean u oigan? No, todos sois sordos, todos sois ciegos.
-¡Enrique de Navarra! -repitió Enrique.
-Hijo mío, siempre que os suceda alguna desgracia, cuyo autor os sea desconocido, no preguntéis quién es, no lo dudéis siquiera: decid Enrique de Navarra, y podéis estar convencido de haber acertado. Dirigid vuestros tiros hacia el lado donde él esté, y es seguro que daréis en el blanco... ¡oh! ese hombre... ese hombre es la espada que Dios ha suspendido sobre la casa de Valois.
-¿Opináis, pues, que debo dar contraorden con respecto a los angevinos?
-Al instante -exclamó Catalina-, sin perder un minuto, sin perder un segundo. Apresuraos, tal vez es ya tarde, corred, revocad esa orden o sois perdido.
Y cogiendo a su hijo por el brazo, le empujó hasta la puerta con fuerza y energía increíbles.
Enrique salió en el mismo instante fuera del Louvre con ánimo de reunir a sus amigos.
Mas solamente halló a Chicot sentado sobre una piedra y dibujando figuras geográficas en la arena.
LXIII. CONTINUACIÓN DEL ANTERIOR
Enrique se acercó para -convencerse de que el autor de aquellas figuras geográficas era el gascón, el cual, no menos atento que Arquímedes a su tarea, parecía resuelto a no levantar los ojos del suelo, aun cuando la capital fuese tomada por asalto.
-¡Ah, mal vasallo! -exclamó el monarca con voz de trueno-; ¿es así como defiendes a tu rey?
-Le defiendo a mi modo, y creo que mi manera de defenderle es la buena.
-¡La buena! -exclamó el rey-; la buena, perezoso.
-Lo he dicho y lo demuestro.
-Tengo curiosidad de ver esa prueba.
-Es muy fácil: en primer lugar hemos hecho una gran necedad, una necedad de marca mayor.
-¿En qué?
-En lo que hemos ordenado respecto a los angevinos.
-¡Hola! -dijo Enrique sorprendido de la identidad de pareceres que hallaba en aquellas dos personas de ingenio eminentemente sutil y que no habían podido ponerse de acuerdo para manifestar la misma opinión.
-Sí -contestó Chicot-, tus amigos gritando por la ciudad: mueran los angevinos, y ahora que pienso en ello no está probado que los angevinos hayan sido los que han dado el golpe; tus amigos, repito, gritando por la ciudad, mueran los angevinos, encienden bonitamente la guerra civil que los Guisa necesitan y que por sí no han logrado hacer estallar; y a estas horas, Enrique, o tus amigos han muerto, lo cual confieso que no me desagradaría, pero te afligiría a ti, o han arrojado a los angevinos de la ciudad, lo cual te desagradaría mucho, pero en cambio, agradaría infinito al bueno del duque de Anjou.
-¡Pardiez! -exclamó el rey-, ¿crees que las cosas estén tan avanzadas como dices?
-Si no lo están más.
-Pero todo eso no me explica por qué estás sentado sobre esta piedra.
-Porque estoy haciendo una cosa de importancia, hijo mío.
-¿Cuál?
-Estoy trazando el plano de las provincias que tu hermano va a sublevar contra nosotros, y calculando el número de hombres con que cada una de ellas podrá ayudar a la revolución.
-¡Chicot, Chicot! -exclamó el rey-. ¿No he de tener alrededor de mí más que pájaros de mal agüero?
-El búho canta bien durante la noche, hijo mío, porque canta a su hora. Ahora bien, el horizonte está obscuro, Enriquito, tan obscuro, que no puede distinguirse la noche del día, y yo te canto lo que debes oír. Mira.
-¿Qué?
-Mira mi carta geográfica y juzga. Aquí está en primer lugar la provincia de Anjou, que tiene la figura de una empanada: ¿la ves? allí se ha refugiado tu hermano: por eso le doy el primer puesto. La provincia de Anjou, bien gobernada, como la gobernarán tu montero mayor Monsoreau y tu amigo Bussy, la provincia de Anjou, por sí sola, puede proporcionarnos, y cuando digo proporcionarnos, quiere decir proporcionar a tu hermano; la provincia de Anjou puede proporcionar a tu hermano diez mil combatientes.
-¿Diez mil?
-Es el mínimun; pasemos a la Guiena.
La Guiena ya la ves, ¿no es así? aquí está: es esta figura que se asemeja a un ternero marchando sobre un pie.
Pues señor, la Guiena... y no te espantes de que haya algunos descontentos, porque es antiguo foco de revueltas, y apenas han salido los ingleses del territorio.
La Guiena tendrá, pues, el mayor gusto en sublevarse, no contra ti, sino contra Francia; debemos contar con que dará ocho mil soldados.
Pocos son, pero serán bien aguerridos, y bien experimentados, no tengais miedo. Luego, a la izquierda de la Guiena, tenemos el Bearn y la Navarra: ¿las ves? estas dos figuras que se parecen a un mono sobre un elefante. Muy cercenada ha sido la Navarra, mas con el Bearn siempre compondrá una población de trescientos a cuatrocientos mil hombres. Suponiendo que el Bearn y la Navarra bien excitados, bien conducidos por Enrique, proporcionen a la Liga el cinco por ciento de su población, tendremos dieciséis mil hombres; recapitulemos; diez mil hombres de Anjou.
-Y Chicot siguió trazando figuras en la arena y diciendo:
-Ocho mil por la Guiena, y dieciséis mil por el Bearn y la Navarra, componen un total de treinta y cuatro mil.
-¿Crees tú -dijo Enrique- que el rey de Navarra hará alianza con mi hermano?
-¡Pardiez!
-¿Crees que habrá contribuido en algo a su fuga?
Chicot miró a Enrique con fijeza.
-Enriquito -dijo-, esa idea no es tuya.
-¿Por qué no?
-Porque es demasiado buena, hijo mío.
-No importa de quién sea; cuando yo te pregunto debes contestar, ¿crees que Enrique de Navarra haya contribuido en algo a la fuga de mi hermano?
-¡Psé! -exclamó Chicot-, en la calle de la Ferronnerie oí una vez un ¡sangre de Cristo! y este juramento, ahora que pienso en ello, parece que dice demasiado. -Oíste un ¡sangre de Cristo! -Sí, ¡pardiez! mas no he vuelto a acordarme de ello hasta ahora. -Luego ¿está Enrique de Navarra en París?
-Así lo creo.
-Y ¿por qué lo crees?
-Por el juramento que oí y por lo que mis ojos vieron.
-¿Le viste?
-Sí.
-¡Y no me avisaste! ¡y me dejaste ignorar que mi enemigo había venido a insultarme hasta mi capital!
-O es uno caballero o no lo es -repuso Chicot.
-¿Y qué tiene que ver?...
-¿Qué? que si uno es caballero, no es espía.
Enrique se quedó reflexionando.
-Conque Anjou y el Bearn, mi primo Enrique y mi hermano Francisco...
-Sin contar los tres Guisas.
-¡Cómo! ¿crees que se alzarán con ellos?
-Treinta y cuatro mil hombres por una parte -dijo Chicot poniéndose a contar con los dedos-, diez mil de Anjou, ocho mil de la Guiena, y dieciséis mil de Bearn, con más de veintiocho mil que están a las órdenes del duque de Guisa, como capitán general de tus ejércitos, componen un total de cincuenta y nueve mil hombres: reduzcámosles a cincuenta mil, a causa de la gota, reumatismo, ciática y otras enfermedades, y todavía tendremos un total muy respetable.
-Mas Enrique de Navarra y el duque de Guisa son enemigos. -Lo cual no les impedirá coligarse contra ti, salvo el exterminarse mutuamente luego que hayan acabado contigo.
-Tienes razón, Chicot, mi madre tiene razón, los dos la tenéis, es preciso evitar un rompimiento: ayúdame a reunir los suizos.
-Sí, cuenta con los suizos: Quelus se los ha llevado.
-Mis guardias.
-Han salido al mando de Schomberg.
-Mi servidumbre al menos.
-Todos se han ido con Maugiron.
-¡Cómo! -exclamó Enrique-, ¿sin mi orden?
-¿Y desde cuándo das tú órdenes, Enrique? ¡Ah! si se tratase de una procesión o de flagelaciones, no digo que no; sobre tu piel, y aun sobre la piel de los demás, tienes completo dominio. Pero cuando se trata de combatir, cuando se requiere gobernar, ¡bah! eso se queda para M. Schomberg, monsieur Quelus y M. Maugiron. Respecto a d'Epernon, no digo nada, pues se oculta.
-¡Pardiez! -exclamó Enrique-, ¿es cierto lo que dices?
-Permíteme que añada, hijo mío -repuso Chicot-, que has echado de ver muy tarde que no eres sino el séptimo u octavo rey de tu reino. Enrique se mordió los labios haciendo un gesto de impaciencia.
-¿Qué es eso? -dijo Chicot, procurando distinguir los objetos en la obscuridad.
-¿Qué hay? -preguntó el rey.
-¡Diablo! Ellos son; mira, Enrique, ahí tienes a tu gente.
Y señaló, en efecto, al rey tres o cuatro hombres a caballo, a quienes seguían a cierta distancia algunos más, también a caballo, y otros muchos a pie.
Los primeros iban a penetrar en el Louvre sin ver al rey ni a Chicot, que de pie cerca de los fosos se perdían en la obscuridad.
-¡Schomberg! -gritó el rey-, ¡Schomberg! por aquí.
-¿Quién me llama? -preguntó Schomberg-. ¡Calle! -agregó acercándose y creyendo c o n o c e r la voz-, lléveme el diablo si no es el rey.
-Yo mismo; os esperaba impaciente no sabiendo dónde estabais. ¿Qué habéis hecho?
-¿Qué hemos hecho? -dijo el segundo caballero acercándose.
-¡Hola! ven aquí, Quelus ven aquí -exclamó el rey-, y sobre todo no vuelvas a salir de palacio sin mi permiso.
-No hay necesidad -dijo el tercero, que era Maugiron-, pues ya está todo concluido.
-¡Dios sea loado! -dijo d'Epernon presentándose de pronto sin que nadie supiese de dónde salía.
-¡Hosanna! -gritó Chicot alzando las dos manos al cielo.
-Es decir, que les habéis muerto a todos -dijo el rey.
Y añadió en voz baja:
-Al fin y al cabo, los muertos no vuelven por acá.
-¿Les habéis muerto? -dijo Chicot-, ¡ah! pues si les habéis muerto, ya es otra cosa.
-No hemos tenido que tomarnos ese trabajo -respondió Schomberg-; los cobardes huyeron como una banda de palomas; apenas hemos podido cruzar el hierro con uno.
Enrique se puso pálido.
-¿Y con quién habéis cruzado el hierro? -preguntó.
-Con Antraguet.
-Siquiera, a ese, le habréis dejado en el sitio.
-Al contrario, él ha muerto a un lacayo de Quelus.
-¿Estaban dispuestos? -dijo el rey.
-¡Pardiez! Ya lo creo que lo estaban -exclamó Chicot-; gritabais ¡mueran los angevinos! Movíais cañones de una parte a otra, hacíais tocar las campanas, poníais en movimiento a todos los espadachines de París, ¿y pensáis que esa buena gente fuese más sorda que vosotros, necios?
-En fin -murmuró el rey con voz triste-, ya tenemos encendido la guerra civil.
Estas palabras hicieron temblar a Quelus.
-¡Diablo! -dijo-, es cierto.
-¡Hola! lo advertís ahora, ¿eh? -dijo Chicot-; más vale tarde que nunca. Ahí están M. de Schomberg y M. de Maugiron, que no sospechan nada todavía.
-Nos reservamos -contestó Schomberg- para defender la persona y el trono de Su Majestad.
-¡Pardiez! -dijo Chicot-, para eso ya tenemos a M. de Clisson, que grita menos que vosotros y vale más.
-Pero, en fin -repuso Quelus-, vos que ahora reprendéis a troche y moche, M. Chicot, vos mismo pensabais como nosotros hace dos horas, o al menos si no pensabais como nosotros, gritábais tanto como cualquiera.
-¡Yo! -exclamó Chicot.
-Ciertamente, y aun esgrimíais la espada contra la pared gritando: ¡Mueran los angevinos!
-Yo es distinto -dijo Chicot-, yo soy loco, como todos saben; mas vosotros, que sois hombres de talento...
-Vamos, señores -dijo Enrique-, haya paz: demasiado pronto tendremos guerra.
-¿Qué ordena Vuestra Majestad? -dijo Quelus.
-Que empleéis en calmar al pueblo el mismo ardor que habéis empleado en conmoverle; que hagáis volver al Louvre los suizos, los guardias y la servidumbre y que hagáis cerrar las puertas a fin de que mañana los parisienses crean que lo que ha pasado ha sido un motín de gente ebria.
Los jóvenes bajaron la cabeza, y fueron a comunicar las órdenes del rey a los oficiales que les habían acompañado en su arriesgada empresa.
Enrique volvió a la habitación de su madre, la cual estaba dando órdenes a sus criados con una cara en que se veían pintadas la ansiedad y la tristeza.
Cuando Catalina vio entrar a su hijo le preguntó:
-¿Qué ha sucedido?
-Lo que vos previsteis.
-¿Se han escapado?
-¡Ah! sí.
-Y ¿qué más?
-Nada más, creo que es bastante.
-¿Y la ciudad?
-La ciudad está conmovida, pero eso no me da cuidado; puedo calmarla cuando quiera.
-Sí -repuso Catalina-, la s provincias son las que...
-Las que van a insurreccionarse, a sublevarse -añadió Enrique.
-No veo más que un medio.
-¿Cuál?
-Aceptar francamente la posición.
-¿De qué modo?
-Dando instrucciones a los coroneles de mi guardia, armando mis milicias, retirando el ejército de delante de la Caridad y marchando sobre Anjou.
-¿Y el duque de Guisa?
-¡El duque de Guisa! ¡El duque de Guisa! le haré prender si es preciso.
-¡Ah sí, con tal de que surtan buen efecto esas medidas de rigor.
-¿Pues qué he de hacer?
Catalina bajó la cabeza y estuvo reflexionando un momento; por fin dijo:
-Todo lo que proyectáis es imposible, hijo mío.
-¡Ah! -exclamó Enrique, con profundo respeto-. ¡Conque tan malas ideas tengo hoy!
-No, pero os halláis perturbado; calmaos primero, y después veremos.
-Entonces, madre mía, pensadlo por mí, pero es necesario hacer alguna cosa, moverse algo.
-Ya veis, hijo mío, que estoy dando mis órdenes.
-¿Para qué?
-Para que salga un embajador.
-¿Y a quién se le mandamos?
-A vuestro hermano.
-¡Un embajador a ese traidor! ¡vos queréis humillarme, madre mía!
-No es este momento de mostrarse altivo -dijo con severidad Catalina.
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