-¡Y el embajador llevará el encargo de pedir la paz!
-Y de comprarla si es necesario.
-¿Y qué ventajas nos resultarán?
-Hijo mío -dijo la florentina-, aun cuando no hubiese más que la de poder ahorcar con toda seguridad luego de hechas las paces, a los que se han escapado para haceros la guerra.. . ¿No decíais hace poco que deseabais tenerlos en vuestro poder?
-¡Oh! Daría cuatro provincias de mi reino por tenerlos en mi poder, una provincia por cada hombre.
-Pues bien, el que quiere el fin quiere los medios -repuso Catalina con voz penetrante, que llegando hasta el fondo del corazón de Enrique, excitó en él la ira y el deseo de venganza.
-Creo que tenéis razón, madre mía -dijo el rey-, ¿pero a quién enviaremos?
-Mirad si entre vuestros amigos...
-Es inútil, no tengo ningún hombre a quien pueda confiar semejante misión.
-Entonces confiadla a una mujer.
-¡A una mujer, madre! ¿Quizás consentiríais?
-Hijo mío, tengo muchos años y pocas fuerzas; la muerte me espera tal vez al volver de este viaje; pero le haré tan rápidamente, que llegaré a Angers antes que los amigos de vuestro hermano mismo, hayan tenido tiempo de darse cuenta de lo que piensan.
-¡Oh madre mía, mi buena madre! -exclamó Enrique con efusión de júbilo y besando las manos a Catalina-. Siempre sois mi apoyo, mi bienhechora, mi providencia.
-Es decir que soy aún la reina de Francia -murmuró Catalina mirando a su hijo con tanto desprecio como ternura.
LXIV. LA GRATITUD DE M. DE SAN LUCAS
Al siguiente día del en que monsieur de Monsoreau había hecho tan triste figura entre los concurrentes a la mesa del duque de Anjou, circunstancia que le había valido el permiso de acostarse antes de acabarse la cena, se levantó el montero mayor muy de madrugada y bajó al patio de palacio.
Pensaba buscar al palafranero, que había ensillado a Rolando la víspera y sacar de él, si era posible, algunas noticias acerca del caballo.
Hallóle en efecto: entró primero en una vasta cuadra, en donde cuarenta caballos magníficos rumiaban agradablemente la paja y la avena de los angevinos.
La primera mirada del conde fue para buscar a Rolando: Rolando se hallaba en su sitio y se distinguía entre los de mejor boca.
La segunda mirada fue para buscar al palafranero; el palafranero estaba de pie con los brazos cruzados mirando, según costumbre, de los que saben su obligación, de qué modo comían los caballos de Su Alteza el pienso de la mañana.
-¡Hola! amigo -dijo el conde-, los caballos de Su Alteza, ¿tienen por costumbre volverse solos a la caballeriza? ¿Les enseñan aquí eso?
-No, señor conde -contestó el palafranero-, ¿por qué me lo pregunta vueseñoría?
-Lo digo por Rolando.
-¡Ah! sí, que volvió solo ayer; eso no me extraña en Rolando porque es un caballo inteligente.
-Sí -dijo Monsoreau-, ya lo he conocido; ¿ha venido otras veces solo?
-No, señor; comúnmente le monta el señor duque de Anjou y como Su Alteza es excelente jinete, no le tira en tierra fácilmente ningún caballo.
-Tampoco me ha tirado Rolando, amigo mío -repuso el conde, picado de que un hombre, aunque fuese palafranero pudiera creerle mal jinete-; porque sin ser tan maestro en la equitación como el señor duque de Anjou, aun monto regularmente. Le até al pie de un árbol para entrar en una casa, y a la vuelta me encontré sin él; creí que le habían robado, o que alguno que pasase por el camino me había querido dar la pesada chanza de hacerme venir, a pie; por eso te preguntaba quién le había traído a la caballeriza.
-Ha venido solo, señor conde, como ayer os dijo el mayordomo.
-Es extraño -repuso Monsoreau.
Quedó un momento pensativo, y después mudando de conversación preguntó:
-¿Monta Su Alteza a menudo este caballo?
-Le montaba casi todos los días antes que llegasen los demás.
-¿Vino tarde ayer el duque?
-Una hora próximamente antes que vos.
-¿Y qué caballo traía? ¿no era un caballo bajo obscuro, paticalzado y con una estrella en la frente?
-No señor -dijo el palafranero-: Su Alteza montaba a Isolino, que es este que veis ahí.
-¿Y en la escolta del príncipe, no había ningún caballero que montase un caballo como el que yo digo?
-No conozco a nadie que tenga un caballo semejante.
-Está bien -dijo Monsoreau con cierta impaciencia, al ver lo poco que avanzaba en sus pesquisas-; está bien, gracias: ensíllame a Rolando.
-¿Quiere vueseñoría a Rolando?
-Sí, ¿ha dado el príncipe orden en contrario?
-No, señor; antes bien, el escudero de Su Alteza me ha encargado en su nombre que ponga todos los caballos de la caballeriza a vuestra disposición.
No había medio de enfadarse contra un príncipe que tales atenciones usaba.
Monsoreau hizo un signo con la cabeza al palafranero, el cual se puso a ensillar el caballo, y hecha esta operación le desató del pesebre, le puso la brida y se le entregó al conde.
-Oye -dijo éste tomando la brida-, y contéstame.
-De buena gana -dijo el palafranero.
-¿Cuánto sueldo tienes al año?
-Veinte escudos.
-¿Quieres ganarte en un instante diez años de salario?
-¡Pardiez! -dijo el palafranero-: ¿pero cómo los he de ganar?
-Averiguando quién montaba ayer un caballo bayo obscuro, paticalzado y con una estrella en la frente.
-¡Oh! -dijo el palafranero-, muy difícil es lo que me pedís; hay tantos señores que vienen a visitar a Su Alteza...
-Sí; más doscientos escudos son una cantidad que bien merece que un hombre se tome algún trabajo para ganarla.
-Sin duda, señor conde; por eso no me opongo a hacer diligencias para saberlo.
-Vamos -dijo el conde-, tu buena voluntad me agrada; aquí tienes diez escudos para empezar; ya ves que no perderás el tiempo.
-Gracias, señor conde.
-Dirás al príncipe que he ido a reconocer el bosque para preparar la partida de caza que me ha encargado.
Apenas acababa el conde de pronunciar estas palabras, los pasos de un recién llegado hicieron crujir la paja. Volvióse Monsoreau y exclamó:
-¡Monsieur de Bussy!
-Buenos días, monsieur de Monsoreau -exclamó Bussy-: ¡vos en Angers! ¡Qué milagro!
-Y vos, caballero, que decían que estabais malo...
-Y lo estoy, en efecto -repuso Bussy-: por eso hace ocho días que no he salido de la ciudad: el médico me tenía mandado reposo absoluto. ¡Hola! Vais a montar a Rolando, a lo que parece: yo se lo vendí al duque de Anjou, y Su Alteza está tan contento con él, que le monta casi todos los días.
Monsoreau se puso pálido.
-Sí -dijo-, como es tan buen animal. . .
-No habéis tenido mal ojo -dijo Bussy.
-¡Oh! no es hoy la primera vez que le monto -repuso el conde-, salí ayer con él.
-Y por eso os ha dado gana de llevárosle hoy igualmente.
-Sí -dijo el conde.
-Perdonad -añadió Bussy-, ¿no decíais que ibais a prepararnos una partida de caza?
-El príncipe quiere correr un ciervo.
-Muchos hay en las cercanías, según me han informado.
-Muchos.
-¿Y hacia qué sitio pensáis que se dirija la cacería?
-Hacia Meridor.
-¡Ah! muy bien -dijo Bussy poniéndose pálido a pesar suyo.
-¿Queréis acompañarme? -interrogó Monsoreau.
-No, mil gracias -respondió Bussy-: voy a meterme en la cama porque me vuelve la calentura.
-Muy bien, muy bien -exclamó desde el umbral una voz sonora-, ya está M. de Bussy levantado otra vez sin mi permiso.
-El médico -exclamó Bussy-, buena la hemos hecho: adiós, conde, os recomiendo a Rolando.
-No tengáis cuidado.
Bussy salió de la caballeriza y Monsoreau montó a caballo.
-¿Qué tenéis? -interrogó Remigio-, estáis tan pálido que casi voy creyendo que os sentís enfermo.
-¿Sabéis adónde va? -preguntó Bussy.
-No.
-Va a Meridor.
-¡Pues qué! ¿Esperabais que no fuese?
-¿Qué va a acontecer, Dios mío, después de lo que ayer pasó? -Madame de Monsoreau negará.
-Más él nos vio.
-Ella sostendrá que fue ilusión.
-Diana no tendrá valor para eso.
-¡Oh señor de Bussy, es posible que conozcáis tan poco a las mujeres!
-Remigio, me siento malo.
-Lo creo: volved a vuestro aposento y os recetaré para hoy por la mañana...
-¿Qué?
-Un estofado de perdiz, una magra de jamón y un potaje con cangrejos.
-No siento apetito.
-Razón más para que os mande comer.
-Remigio, preveo que ese verdugo va a causar alguna desgracia en Meridor. He debido acompañarle cuando me lo propuso.
-¿Para qué?
-Para sostener a Diana.
-La señora Diana se sostendrá por sí sola; ya os lo he dicho y lo repito, y como es necesario que nosotros hagamos otro tanto, os suplico que vengáis a vuestra habitación. Además, importa que no os vea levantado. ¿Por qué habéis salido sin mi autorización?
-Estaba con mucho cuidado y no he podido resistir al deseo de calmar mi inquietud.
Remigio se encogió de hombros, llevó a Bussy a su habitación, y luego de haber cerrado la puerta le hizo sentar delante de una mesa bien provista:
Entretanto Monsoreau salía de Angers por la misma puerta que la víspera.
Uno de los motivos que le habían inducido a llevar a Rolando más bien que a otro caballo, era el deseo de cerciorarse de si aquél había obedecido a la costumbre llevándole al pie de la tapia del parque, o bien había tomado aquella dirección por casualidad. Con esta idea al salir de palacio le dejó sueltas las riendas.
Rolando no defraudó las esperanzas de su jinete. Apenas salió al campo torció a la izquierda y después a la derecha, sin que Monsoreau tratase de hacerle variar de dirección.
Luego penetró en el hermoso y florido sendero, después penetró por entre las matas, y finalmente en el bosque, y como en el día anterior iba apretando el paso conforme se acercaba a Meridor. Allí pasando del trote al galope al cabo de cuarenta o cincuenta minutos puso a M. de Monsoreau a la vista de la tapia y en el mismo paraje que en el día anterior.
El sitio estaba solitario y silencioso no se oía relincho alguno ni se veía ningún caballo atado ni suelto.
M. de Monsoreau echó pie a tierra; pero para no correr el riesgo de tener que volverse a pie introdujo el brazo por la brida y se puso a escalar la tapia.
Pero así dentro del parque como fuera, reinaba una imponente soledad. Hallábanse desiertas las largas alamedas, cuyos límites se perdían de vista y sólo poblaban el césped de los vastos prados algunos juguetones cervatillos.
El conde pensó que era inútil perder tiempo en acechar a personas ya advertidas, y que asustadas sin duda por su aparición anterior, habían interrumpido sus citas o elegido otro sitio para ellas: volvió a montar a caballo, y entrándose por una vereda, después de un cuarto de hora de marcha en el cual se vio muchas veces obligado a reprimir el ímpetu de Rolando, llegó a la verja del parque.
El barón estaba ocupado en castigar a los perros para tenerlos bien dispuestos a lanzarse sobre la presa. Cuando vio al conde cruzar el puente levadizo salió a recibirle y le hizo una acogida ceremoniosa.
Diana, sentada bajo un magnífico sicomoro estaba leyendo las poesías de Marot. Gertrudis su fiel criada se hallaba sentada bordando.
El conde después de haber saludado al barón, vio a las mujeres: echó pie a tierra y se acercó a ellas.
Diana se levantó, se adelantó tres pasos y le hizo una grave reverencia.
-¡Qué serenidad, o mejor dicho qué perfidia! -murmuró el conde-; pero yo levantaré muy pronto una tempestad terrible en el seno de esas sosegadas almas.
Aproximóse un lacayo: el montero mayor le dio la brida de su caballo y después volviéndose hacia Diana:
-Señora -dijo-, os ruego que me concedáis un instante de atencien.
-Con mucho gusto, caballero -respondió Diana.
-¿Nos haréis la honra de quedaros en el castillo, señor conde? -preguntó el barón.
-Sí, señor, al menos hasta mañana.
El barón se alejó para cuidar por sí mismo de que el aposento de su yerno fuese preparado con arreglo a las leyes de la hospitalidad.
Monsoreau mostró a Diana la silla de donde ésta acababa de levantarse, y él se sentó en la de Gertrudis, dirigiendo a su mujer una mirada capaz de intimidar al hombre más decidido.
-Señora -dijo-, ¿quién estaba con vos en el parque ayer tarde?
Los ojos límpidos y brillantes de Diana se fijaron en el semblante del conde.
-¿A qué hora? -interrogó con voz tranquila, pues a fuerza de hacerse violencia había logrado desterrar de sí toda emoción.
-A las seis.
-¿Hacia qué sitio?
-Hacia el antiguo bosque de corta.
-Sería alguna amiga mía, y no yo la que se paseaba por ese lado. -Erais vos, señora -exclamó Monsoreau.
-¿Qué sabéis vos? -preguntó Diana.
Monsoreau estupefacto no supo qué contestar, pero pronto se dejó dominar por la ira y exclamó:
-¿Cómo se llama ese hombre? ¡responded!
-¿Qué hombre?
-El que se paseaba con vos.
-¿Cómo os lo he decir si no era yo la que paseaba?
-Repito que erais vos -gritó Monsoreau dando con el pie en el suelo.
-Os engañáis, caballero -respondió Diana con frialdad.
-¿Cómo os atrevéis a negar lo que yo he visto?
-¡Ah! ¿me habéis visto vos?
-Sí, señora, yo mismo. ¿Cómo pues osáis negar que erais vos cuando no hay otra mujer en Meridor?
-También en eso os engañáis, caballero, porque está aquí Juana de Brissac.
-¿Madame de San Lucas? -Sí, madame de San Lucas mi amiga.
-¿Y M. de San Lucas?
-No se aparta de su mujer; como sabéis, su casamiento ha sido casamiento de amor: sin duda las personas que visteis eran M. y madame de San Lucas.
-No eran ni uno ni otro, erais vos; os conocí perfectamente; a quien no conocí es al hombre que iba con vos, mas le conoceré, os lo juro.
-¿Insistís en decir que era yo?
-Cuando os digo que os vi; cuando digo que oí el grito que lanzasteis.
-Cuando no estéis ofuscado, caballero -dijo Diana-, consentiré en oiros; pero en este momento creo que vale más que me retire.
-No señora, no os retiraréis -exclamó Monsoreau deteniendo a Diana por el brazo.
-Caballero -dijo Diana-, aquí viene M. y madame de San Lucas: creo que os contendréis delante de ellos.
En efecto, San Lucas y su mujer se presentaron al extremo de una calle de árboles, llamados por la campana que acababa de tocar a comer, como si en el castillo no se hubiese esperado más que a Monsoreau para poner la mesa.
Los dos conocieron al conde, y adivinando que iban con su presencia a sacar a Diana de algún apuro, se acercaron presurosos.
Madame de San Lucas hizo una gran reverencia a M. de Monsoreau: San Lucas le alargó cordialmente la mano: los tres se dirigieron recíprocamente algunos cumplimientos; luego San Lucas hizo que su mujer tomase el brazo del conde y apoderándose él del de Diana se dirigieron todos al castillo.
Los habitantes de Meridor comían a las nueve según la antigua costumbre del buen rey Luis XII, costumbre que el barón había conservado en toda su integridad.
M. de Monsoreau se halló colocado entre San Lucas y su mujer; Diana por una hábil maniobra de su amiga logró sentarse lejos de su marido entre San Lucas y el barón.
La conversación se hizo general, y giró, como naturalmente debía suceder sobre la llegada del hermano del rey a Angers, y sobre la conmoción que iba a causar en la provincia.
Monsoreau habría querido hacerla girar sobre otros objetos, pero tenía que habérselas con convidados reacios y no pudo conseguir su intento, no porque San Lucas se negase a contestarle; al contrario, no dejaba de adular al curioso marido con gracia sin igual, y Diana, que merced a la charla de San Lucas podía guardar silencio, daba gracias a su amigo con elocuentes miradas.
-Este San Lucas es un imbécil que charla como una cotorra -dijo para sí el conde-; yo le sacaré de un modo o de otro el secreto que deseo saber.
M. de Monsoreau no conocía a San Lucas, pues había hecho su entrada en la corte justamente en el momento en que éste salía de ella. Con la convicción de que le arrancaría el secreto, se puso a responderle de modo que aumentó la alegría de Diana y la tranquilizó.
Además San Lucas hacía señas con los ojos a madame de Monsoreau, y estas señas querían decir sin duda:
-Tranquilizaos, señora, estoy madurando un proyecto.
En el capítulo siguiente veremos cuál era el proyecto de M. de San Lucas.
LXV. EL PROYECTO DE M. DE MONSOREAU
Terminada la comida, Monsoreau tomó por el brazo a su nuevo amigo y sacándole fuera del castillo:
-¿Sabéis? -le dijo-, que he tenido la mayor satisfacción en baberos encontrado aquí? La idea de estar solo en Meridor me espantaba.
-¡Pues qué! -dijo San Lucas-, ¿no tenéis a vuestra mujer? por mi parte creo que con semejante compañía un desierto me parecería demasiado poblado.
-No digo que no -repuso M. de Monsoreau mordiéndose los labios-: sin embargo...
-¿Sin embargo, qué?
-Sin embargo, tengo un gran placer en hallaros aquí.
-Caballero -repuso San Lucas, limpiándose los dientes con un palillo de oro-, sois en verdad muy político, porque jamás creeré que habéis podido temer la soledad con semejante mujer y en tan delicioso paraje.
-¡Bah! -dijo Monsoreau-, yo he pasado la mitad de mi vida en los bosques.
-Esa es una razón más para que os guste vivir en ellos; a mí me parece que cuanto más tiempo vive uno en los bosques, más le agradan; ved que admirable parque: el día que tenga que abandonarlo será para mí un día de luto; por desgracia temo que este día ha de llegar pronto.
-¿Por qué?
-El hombre no es dueño de su destino, el hombre es la hoja del árbol a quien el viento arranca y pasea por la llanura y por los valles, sin que él mismo sepa adónde va. Vos sí que sois feliz.
-¡Feliz! ¿por qué?
-Porque os quedaréis disfrutando de estas sombras magníficas.
-¡Oh! -dijo Monsoreau-, tampoco estaré yo aquí mucho tiempo.
-¡Bah! ¿Quién dice eso? Yo creo que os engañáis.
-No -repuso Monsoreau-, no soy tan fanático como vos por las bellezas naturales, y desconfío de este parque que os parece tan hermoso.
-¿Que desconfiáis? -dijo San Lucas.
-Sí -replicó Monsoreau.
-¿Habéis dicho que desconfiáis de este parque? ¿Y por qué?
-Porque no me parece seguro.
-¿Seguro? -dijo San Lucas admirado-. ¡Ah! ya entiendo, a causa de estar muy aislado, querréis decir.
-No, no es precisamente por eso, pues sospecho que aquí veréis gente.
-No a fe -dijo San Lucas con bien fingido candor-; no viene un alma.
-¿De veras?
-Como os lo digo.
-¡Cómo! ¿no recibís de vez en cuando alguna visita?
-Ni una.
-No puede ser.
-Pues, no obstante, es.
-¡Ah! Vos calumniáis a los angevinos.
-Yo no sé si los calumnio, pero el diablo me lleve si he visto la pluma del sombrero de uno solo.
-Entonces me he engañado.
-Completamente: pero volvamos a lo que decíais al principio: ¿cómo es que el parque no os parece seguro? ¿Hay osos?
-¡Oh! no.
-¿Lobos?
-Tampoco.
-¿Ladrones?
-Probablemente. Decidme, mi querido monsieur de San Lucas, vuestra mujer es muy linda, según lo que me ha parecido.
-En efecto.
-¿Se pasea a menudo por el parque?
-Muchas veces: es como yo: le agrada infinito el campo: ¿pero por qué me hacéis esa pregunta?
-Por nada: ¿y cuando se pasea la acompañáis vos?
-Siempre.
-Casi siempre.
-¿Mas, adónde diablos vais a parar?
-Pse, a nada, querido monsieur de San Lucas, o a poco más que nada.
-Ya oigo.
-Es el caso, que me han dicho. . .
-¿Qué os han dicho? Hablad.
-¿Pero no os enfadéis?
-Yo no me enfado nunca.
-Por otra parte, entre maridos es muy común esta clase de confianzas; lo que me han dicho es que habían visto rondar a un hombre por el parque.
-¿A un hombre?
-Sí.
-¿Y venía por mi mujer?
-¡Oh! no quiero decir tanto.
-Harías mal en no decirlo, querido monsieur de Monsoreau, porque la cosa no puede ser más interesante: ¿y quién ha visto eso?
-¿Para qué queréis saberlo?
-Pse, ya que nos hallamos en conversación, lo mismo es hablar de eso que de otra cosa. Decís, pues, que ese hombre venía por madame de San Lucas. ¡Oiga!
-Si he deciros la verdad, no creo que viniese por vuestra mujer.
-¿Y entonces por quién?
-Temo que fuese por Diana.
-¡Ah! Sería preferible.
-¿Cómo que sería preferible?
-Sin duda: ya sabéis que no hay raza más egoísta que la de los maridos: cada uno mire por sí y Dios mirará por todos.
-El diablo más bien.
-Así pues, pensáis que ha entrado aquí un hombre.
-No sólo lo creo, sino que lo he visto.
-¿Visteis a un hombre en el parque?
-Sí.
-¿Solo?
-Con madame de Monsoreau.
-¿Y cuándo?
-Ayer.
-¿Dónde?
-Ved, aquí a la izquierda.
Y como Monsoreau hubiese dirigido el paso hacia la parte del antiguo bosque, pudo desde el sitio donde estaba indicar a su compañero el punto donde la víspera había visto a los dos amantes.
-¡Hola! -dijo San Lucas-, en efecto, esta tapia se encuentra en mal estado: avisaré al Barón que le echan a perder la cerca.
-¿Y a quién suponéis culpable?
-¿Yo?
-Sí.
-¿De qué?
-De saltar la tapia para venir al porque a hablar con mi mujer.
San Lucas aparentó abismarse en profunda meditación: Monsoreau aguardó con paciencia el resultado.
-¿Qué pensáis? -dijo el montero mayor.
-Como no sea... no veo más que...
-¿Qué?
-Que. . . a vos -repuso San Lucas levantando la cabeza y mirando fijamente a Monsoreau.
-¿Bromeáis, mi querido monsieur de San Lucas?
-No por cierto: también yo, poco tiempo después de casado, hacía esas diabluras; ¿por qué no habíais de hacerlas vos?
-Vamos, está visto que no queréis contestar, confesadlo, querido amigo; pero nada temáis.. . yo tengo valor para todo... Ayudadme a averiguar... grande es el servicio que espero de vos.
San Lucas se rascó la oreja y repuso:
-Confieso que, como no seáis vos. . .
-Dejad para otra ocasión las chanzas; la cosa es grave y os prevengo que no se quedará así.
-¿Pero creéis?...
-Cuando os digo que estoy convencido...
-Eso es otra cosa: ¿y cómo viene ese hombre? ¿lo sabéis?
-¡Pardiez! vendrá de oculto.
-¿Muchas veces?
-Así lo creo; sus huellas están impresas en la piedra blanda de la tapia mirad.
-Efectivamente.
-¿No lo habéis notado hasta ahora?
-¡Oh! -dijo San Lucas-, algo sospeché yo.
-¿Algo? -dijo el conde ansiosamente-, ya veis...
-Sí, pero después no hice caso; pomo pensé que seríais vos...
-Cuando os digo que no.
-Lo creo, amigo mío.
-¿Me creéis?
-Sí.
-Así, pues, ¿no sospecháis? -Sospecho que si no erais vos, era otro.
El montero mayor dirigió una mirada amenazadora a San Lucas, pero éste siguió afectando amabilidad y negligencia.
-¡Ya! -dijo Monsoreau.
-Otra idea se me ocurre -añadió San Lucas.
-Veamos.
-Si fuese...
-¿Quién?
-No.
-¿No?
-Mas, sí.
-Hablad.
-Si fuese el duque de Anjou...
-Ya había yo pensado en ello -repuso Monsoreau-; mas he tomado informes y no puede ser él.
-¡Oh! el duque es muy ladino.
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