-Pues ya veis -dijo Remigio-, que se ha contenido la hemorragia. Bueno, esto va bien, es decir, tanto peor.
-¿Cómo tanto peor?
-Tanto mejor para vos, mas yo bien sé lo que me digo al decir tanto peor. Señor conde, temo que he de tener la satisfacción de curaros.
-¿Teméis?
-Yo me entiendo.
-¿Creéis que lograré curarme?
-¡Ah!
-Sois un médico extraño, M. Remigio.
-¿Qué os importa con tal que os cure?... Veremos ahora qué tal.
Remigio acababa de detener la sangría y se levantó.
-¿Me abandonáis? -preguntó el conde.
-Habláis demasiado, señor conde, y eso no os conviene. Sin embargo, acaso debería aconsejaron que gritaseis.
-No comprendo lo que decís.
-Por fortuna ya os he hecho la primera cura.
-Pero...
-Quiero decir que ahora iré a buscar refuerzos.
-Y mientras tanto, ¿qué debo hacer yo?
Permaneced tranquilo, no os mováis, respirad con mucho cuidado, tratad de no toser para que pueda formarse fácilmente el coágulo. ¿Cuál es la habitación más inmediata?
-El castillo de Meridor.
-¿Cuál es el camino? -preguntó Remigio fingiendo ignorarlo.
-Saltad la tapia y os hallaréis en el parque, o si no seguidla y podréis entrar por la verja.
-Voy corriendo.
-¡Gracias, hombre generoso! -dijo Monsoreau.
-Si supieses hasta qué punto lo soy -murmuró Remigio-, mejor me las daríais.
Y volviendo a montar a caballo se encaminó a galope al castillo, donde llegó al cabo de cinco minutos.
Los habitantes de Meridor corrían de una parte a otra registrando las matas y los sitios más retirados, sin poder hallar aquel donde yacía el cuerpo de su amo, pues San Lucas, para ganar tiempo, había dado señas falsas.
Remigio cayó sobre ellos como un meteoro y les llevó consigo.
Tanto era su ardor, y tanta su actividad, que madame de Monsoreau no pudo menos de mirarle sorprendida.
Un pensamiento secreto, recóndito, vino entonces a turbar por un momento la angelical pureza de su alma.
-¡Ah! yo le creía amigo de M. de Bussy -balbuceó, mientras Remigio se alejaba llevándose angarillas, hilas, agua fresca, y en fin, todo lo que podía necesitar en aquellas circunstancias.
Esculapio mismo no habría hecho más con sus divinas alas.
LXIX. LA SORPRESA DEL DUQUE DE ANJOU
Tan pronto como terminó la conversación entre el duque de Anjou y su madre, se apresuró el primero a buscar a Bussy para saber la causa del increíble cambio que se había verificado en sus opiniones.
Encontrábase Bussy en su cuarto leyendo por la quinta vez la carta de San Lucas, de la cuál cada línea le ofrecía un sentido más agradable. El gentilhombre recibió al príncipe con alegre sonrisa.
-¡Cómo, monseñor! -exclamó-, ¡Vuestra Alteza se digna tomarse la molestia de venir a mi cuarto!
-Sí, ¡pardiez! -repuso el duque-, y vengo a pedirte una explicación.
-¿A mí?
-Sí, a ti.
-Decid, monseñor.
-¿Cómo es -dijo el duque- que después de haberme aconsejado que me amarrase de pies a cabeza contra las sugestiones de mi madre y que sostuviese el ataque con valor, me has mandado hacer las paces, cuando nos hallábamos en lo más fuerte de la lucha y cuando todos los golpes venían a caer sobre mí?
-Os di aquellos consejos, monseñor, porque ignoraba las intenciones que abrigaba Su Majestad la reina madre; pero ahora que ha venido para la mayor gloria y fortuna de Su Alteza...
-¿Para mayor gloria y fortuna? ¿cómo entiendes tú eso?
-Indudablemente -repuso Bussy-, ¿qué quiere Vuestra Alteza? Triunfar de sus enemigos, ¿no es eso? Porque no creo, como suponen ciertas personas que penséis en ser el rey de Francia.
El duque miró disimuladamente a Bussy.
-Algunos os lo aconsejarían tal vez, monseñor -exclamó el joven-, pero esos, creedme, son vuestros más crueles enemigos. Si se obstinan en daros consejos y no sabéis cómo libraros de ellos, enviádmelos a mí, yo les convenceré de que no tienen razón.
El duque hizo un gesto.
-Además -prosiguió Bussy-, examinad vuestra situación, monseñor, ¿tenéis cien mil hombres, diez mil libras, alianzas en el extranjero, y además voluntad de hacer la guerra a vuestro soberano?
-Mi soberano me la ha hecho a mí -repuso el duque.
-¡Ah! si lo tomáis por ese lado, tenéis razón, declaraos, haceos coronar y tomad el título de rey de Francia; no deseo más que veros subir, puesto que subiendo vos, subiré yo.
-¿Quién te habla de ser rey de Francia? -repuso el duque en tono áspero-; estáis discutiendo una cuestión, que nunca he propuesto a nadie, ni aun a mí mismo.
-Entonces no hay más que hablar, monseñor, y pues que estamos conformes en el punto principal, no hay cuestión entre nosotros.
-¿Estamos de acuerdo?
-Al menos así parece. Haced que os den una compañía de guardias y quinientas mil libras; antes de firmar la paz pedid subsidios a Anjou para hacer la guerra; luego que os lo den, os quedaréis con ellos. De este modo tendremos hombres, dinero, poder, e iremos... ¡Dios sabe dónde!
-Pero luego que me tengan en París a su disposición, se burlarán de mí -dijo el duque.
-¡Bah! no lo penséis, monseñor, ¡burlarse de vos! ¿y las ofertas que os ha hecho Su Majestad la reina madre?
-¡Me ha ofrecido tantas cosas!
-Ya entiendo, ¿y eso os tiene con cuidado?
-Sí.
-Pero mientras tanto os han ofrecido una compañía de guardias, aunque fuese mandada por mí
-Es cierto.
-Pues bien, aceptad, creedme, nombradme a mí capitán, nombrad a Antraguet y Livarot tenientes y a Ribeirac alférez, dejadnos a nosotros cuatro componer la compañía como mejor nos plazca, y con esta escolta veréis después si alguno se burla de vos, y si hasta el mismo rey no os saluda cuando paséis a su lado.
-¡Pardiez! -repuso el duque-, creo que tienes razón, Bussy; pensaré en ello.
-Pensadlo, monseñor.
-Sí, ¿pero qué era lo que leías tan atento cuando entré?
-¡Ah! ya se me olvidaba, una carta.
-¿Una carta?
-Que os interesa aún más que a mí: ¿dónde diablo tenía yo la cabeza que no os la he enseñado al momento?
-Será alguna gran noticia.
-Sí, monseñor, grande y triste: M. de Monsoreau ha muerto.
-¿Cómo? -exclamó el duque con un gesto de sorpresa tan marcado, que Bussy, que le miraba fijamente, creyó advertir en él la expresión de una alegría extravagante.
-Que el montero mayor ha muerto.
-¿Ha muerto M. de Monsoreau?
-¿De qué os extrañáis? ¿no somos todos mortales?
-Sí, pero no todos mueren así de repente.
-Eso, según; por ejemplo, el que muere de una estocada.
-Entonces, ¿le han muerto?
-Parece que sí.
-¿Y quién?
-San Lucas, por una disputa que con él tuvo.
-¡El bueno de San Lucas! -dijo el príncipe.
-¡Oiga! -dijo Bussy-, no creía que el bueno de San Lucas fuese tan amigo vuestro.
-Es amigo de mi hermano -dijo el duque-, y desde que nos reconciliamos, los amigos de mi hermano lo son míos.
-Sea en buen hora, monseñor, celebro mucho oiros hablar así.
-Más, ¿estás seguro?
-¡Oh! tan seguro como es posible estarlo. Esta es la carta de San Lucas que me anuncia la muerte, y como yo soy también incrédulo he enviado a mi cirujano Remigio para que averigue el hecho y dé el pésame en mi nombre al anciano harón.
-¡Conque ha muerto! ¡sólo ha muerto! -repitió el duque de Anjou.
La palabra sólo se le escapó lo mismo que las de el bueno de San Lucas, unas y otras eran terriblemente sinceras.
-No ha muerto solo -dijo Bussy-, pues que estaba allí San Lucas.
-¡Oh! yo me entiendo -dijo el duque. -
-¿Tal vez Vuestra Alteza había dado el encargo a otro de matarle?
-¡Pardiez! no, ¿y tú?
-Yo no soy un príncipe tan excelso que pueda valerme de otro para esta clase de negocios, y me veo obligado a desempeñarlos por mí mismo.
-¡Ah, Monsoreau, Monsoreau! -dijo el príncipe con espantosa sonrisa.
-¡Hola! monseñor, no parece sino que odiabais al pobre conde.
-Yo no, tú eres el que le aborrecías.
-Y no tiene nada de extraño -dijo Bussy ruborizándose a pesar suyo-, ¿no fue causa dé que sufriese de parte de Vuestra Alteza una humillación a que no me hallaba acostumbrado?
-¿Todavía te acuerdas de eso?
-¡Oh! no, monseñor, ya lo veis, pero en cuanto a vos, siendo vuestro servidor, vuestro amigo, el tu autem…
-Vamos -exclamó el príncipe cortando la conversación que iba tomando un giro poco agradable para él-, haz que ensillen los caballos, Bussy.
-¿Que ensillen los caballos? ¿para qué?
-Para ir a Meridor: quiero dar el pésame a madame Diana, además tenía proyectada esta visita hace mucho tiempo, y yo no sé cómo no la he hecho ya; pero no la demoraré más. ¡Pardiez! no sé a qué atribuirlo, pero hoy estoy para cumplimientos.
-¡Pardiez! -dijo Bussy interiormente-, ahora que Monsoreau ha muerto, y que ya no puede vender su mujer al duque, no importa que la vea, pues yo solo basto para defenderla en caso preciso.
Vamos, ya que se me ofrece ocasión de verla, aprovechémosla.
Y salió para mandar disponer los caballos.
Un cuarto de hora más tarde, mientras que Catalina dormía o fingía dormir para reponerse de las fatigas del viaje, el príncipe, Bussy y diez gentileshombres, montados en buenos caballos, se encaminaban a Meridor con la alegría que el buen tiempo, la florida hierba y la joventud inspiran siempre a hombres y animales.
Al aspecto de aquella espléndida cabalgata el portero del castillo se adelantó hasta el foso y preguntó el nombre del que iba a visitar a su amo.
-¡El duque de Anjou! -gritó el príncipe.
Al instante el portero tocó una corneta y al toque acudieron todos los criados al puente levadizo.
Pronto se observó el movimiento de muchas personas que corrían por los aposentos, galerías y vestíbulos; abriéronse las ventanas de las torrecillas, oyóse un ruido metálico y el anciano barón se presentó llevando en la mano las llaves del castillo.
-Es increíble cuán poco sentida ha sido aquí la muerte de M. de Monsoreau -exclamó el duque-; no veo ningún semblante triste.
En aquel instante apareció una mujer en el vestíbulo.
-¡Ah! allí está la hermosa Diana, -murmuró el duque-: ¿la ves, Bussy? ¿la ves?
-Ciertamente que la veo, monseñor -dijo el joven, y añadió por lo bajo-: pero no veo a Remigio.
Diana salía efectivamente de la casa; pero inmediatamente detrás salían unas angarillas en las cuales se hacía llevar M. de Monsoreau. El montero mayor, echado en ellas, dirigía a todas partes miradas centelleantes por efecto de la fiebre o de los celos y en aquella postura se parecía más a un sultán de las Indias en su palanquín, que a un muerto en su fúnebre lecho.
-¡Hola! ¿qué es esto? -exclamó el duque dirigiéndose a Bussy, el cual se quedó más blanco que el pañuelo con que intentaba ocultar su emoción.
-¡Viva Su Alteza el duque de Anjou! -gritó Monsoreau haciendo un violento esfuerzo para levantar una mano al aire.
-¡Poco a poco! -exclamó una voz detrás de él-, que vais a romper el coágulo.
Era Remigio que cumpliendo con el deber de su profesión hacía al herido aquel prudente encargo.
Entre cortesanos no dura mucho la sorpresa, al menos en los semblantes: el duque de Anjou hizo un ademán para reemplazar la expresión del suyo con una sonrisa.
-¡Oh, querido conde! -exclamó-, ¡qué feliz sorpresa! ¿creeréis que nos han dicho que habíais muerto?
-Venid, monseñor -repuso el herido-, venid a que os bese las manos. A Dios gracias, no solamente no he muerto, sino que espero curarme para serviros con más ardor y fidelidad que nunca.
Tocante a Bussy, que no era príncipe ni marido, es decir, que no pertenecía a ninguna de las dos clases en que el disimulo es de primera necesidad, sentía correr por sus sienes un sudor frío, y no osaba mirar a Diana. Le era insoportable ver tan cerca de su poseedor aquel tesoro, dos veces perdido para él.
-Y vos, M. de Bussy -dijo Monsoreau-, contad con mi gratitud, pues casi puedo decir que os debo la vida.
-¿A mí? -dijo el joven creyendo que el herido se chanceaba.
-Sin duda, indirectamente, mas no por eso es menor mi gratitud, pues vuestro médico ha sido mi salvador. Miradle -dijo mostrando a Remigio que desesperado levantaba los brazos al cielo y habría querido esconderse en las entrañas de la tierra-; miradle, a él deben mis amigos el poseerme todavía.
Y a pesar de las señas que le hacía el pobre doctor para que guardase silencio, señas que el herido tomaba por precauciones higiénicas, contó enfáticamente el esmero, la habilidad y la solicitud con que Remigio le había asistido.
El duque frunció el ceño: Bussy miró a Remigio con una expresión terrible.
El pobre joven, oculto detrás de Monsoreau, se contentó con responder con un gesto, que evidentemente quería decir:
-¿Qué culpa tengo yo?
-Por lo demás -prosiguió Monsoreau-, he sabido que Remigio os halló un día moribundo como me ha hallado a mí: éste es un lazo de amistad entre nosotros; contad con la mía, M. de Bussy: cuando Monsoreau ama, es con todo su corazón, lo mismo que cuando odia.
Bussy creyó observar que al decir estas últimas palabras los ojos del conde habían despedido un resplandor siniestro fijándose por un instante en el duque de Anjou.
El duque no vio nada.
-Vamos -dijo apeándose y ofreciendo la mano a Diana-, dignaos, bella Diana, hacernos los honores de este castillo, que creíamos hallar desconsolado, y que al contrario sigue siendo mansión de bendiciones y de gozo. En cuanto a vos, Monsoreau, descansad; el reposo conviene mucho a los heridos.
-Monseñor -repuso el condeno se ha de decir que habéis venido a mi casa y que viviendo yo, os ha hecho otro los honores de ella. Mis criados me llevarán, y os acompañarán adonde quiera que vayáis.
En un principio pareció que el duque había adivinado el pensamiento de Monsoreau, porque soltó la mano de Diana.
Monsoreau respiró.
-Acercáos a ella -dijo Remigio al oído de Bussy.
Bussy se aproximó a Diana y Monsoreau se sonrió: Bussy tomó la mano de Diana y Monsoreau se sonrió también.
-¡Qué mudanza, señor conde! -dijo Diana en voz baja.
-¡Ah! -murmuró Bussy-, ¿por qué no será mayor?
Excusado es decir que el anciano barón desplegó para con el príncipe y los gentilhombres de su séquito toda la ostentación de su patriarcal hospitalidad.
LXX. CONTINUACIÓN
Bussy no se apartaba de Diana: la benévola sonrisa de Monsoreau le daba una libertad de que con gusto se aprovechaba. Los celosos que han hecho cruda guerra a sus rivales para conservar su tesoro, tienen el privilegio de no ser perdonados cuando los matuteros ponen el pie en sus tierras.
-Señora -decía Bussy a Diana-, soy en verdad el hombre más infeliz. Al recibir la noticia de su muerte aconsejé al príncipe que volviera a París e hiciese paces con la reina; el príncipe consintió y ahora vos os quedáis en Anjou.
-¡Oh, Luis! -repuso la joven estrechando con el extremo de sus afilados dedos la mano de Bussy-, ¿os atrevéis a decir que somos desgraciados? Tantos hermosos días, tantos goces inefables cuyo recuerdo deleita mi corazón, ¿no significan nada para vos?
-No los he olvidado, señora, al contrario, los tengo demasiado presentes, y por lo mismo me considero desgraciado al pensar que voy a perder esa felicidad. ¿Sabéis lo que voy a padecer, señora, si me veo obligado a volver a París, a separarme cien leguas de vos? Mi corazón, Diana, se parte de dolor y mi ánimo desfallece.
Diana miró a Bussy: en las miradas del joven se veía la expresión de un dolor tan intenso, que madame de Monsoreau bajó la cabeza y se puso a reflexionar.
Bussy esperó por un momento cruzando las manos y dirigiendo a Diana miradas de súplica.
-Pues bien -dijo al fin Diana-, vos iréis a París y yo también.
-¡Cómo! -exclamó el joven-, ¿dejaréis a M. de Monsoreau?
-Aunque yo le dejase -contestó Diana-, él no se separaría de mí; no, creedme, Luis, vale más que venga con nosotros.
-¿Herido como está? Imposible.
-Os digo que vendrá.
Y soltando el brazo de Bussy, se aproximó al príncipe, el cual a la sazón contestaba de muy mala gana a las preguntas de Monsoreau, cuya litera tenían rodeada Ribeirac, Antraguet y Livarot.
Al ver a Diana se tranquilizó el conde; pero aquel momento de tranquilidad no fue de larga duración; pasó como un rayo de sol entre dos tempestades.
Diana se acercó al duque, y el conde frunció el entrecejo.
-Monseñor -dijo madame de Monsoreau con hechicera sonrisa-, dicen que Vuestra Alteza es muy aficionado a flores; venid, quiero enseñar a Vuestra Alteza las más hermosas de todo Anjou.
Francisco ofreció galantemente la mano a la joven.
-¿Adónde lleváis a mi esposa? -preguntó Monsoreau inquieto.
-Al invernadero.
-¡Ah! -dijo Monsoreau-; vamos allá, conducidme al invernadero.
-¡Pardiez! -dijo para sí Remigio-, ahora creo que he hecho bien en no matarle, porque a Dios gracias él se matará por sí solo.
Diana dirigió a Bussy una sonrisa significativa, y agregó en voz baja:
-Que no sospeche M. de Monsoreau que salís de Anjou, yo me encargo de lo demás.
-Bien -dijo Bussy.
Y se aproximó al príncipe mientras la litera de Monsoreau daba la vuelta a un bosquecillo.
-Monseñor -le dijo-, no cometamos una indiscreción; que no sepa Monsoreau que nos hallamos a punto de hacer las paces.
-¿Por qué?
-Porque podría participar a la reina madre nuestras intenciones, con el fin de congraciarse con ella, y si la reina madre supiese nuestra resolución, estaría menos dispuesta a la generosidad con nosotros.
-Tienes razón -dijo el duque-; ¿tú desconfías?...
-¿De Monsoreau? ¡Pardiez!
-Yo también, y pienso que se ha hecho el muerto sólo para vendernos.
-No a fe; ha recibido una buena estocada en el pecho, y aun ese imbécil de Remigio que le ha vuelto a la vida, le creyó muerto por un momento; preciso es que tenga el alma bien incrustada en el cuerpo.
Llegaron en esto al invernadero. Diana dirigía al duque sonrisas cada vez más seductoras.
El príncipe entró el primero, después le siguió Diana; Monsoreau quiso entrar en seguida, pero entonces se vio que la litera no cabía por la puerta, la cual era bastante alta, pero no tenía más anchura que la precisa para que cupiesen por ella los tiestos más gruesos, y la litera de M. de Monsoreau era de seis pies de ancho.
A la vista de aquella puerta demasiado estrecha para su litera dio Monsoreau un rugido.
Diana siguió adelante sin hacer caso de los gestos de su marido.
Bussy, comprendiendo la significación de la sonrisa de la joven, en cuyo corazón estaba habituado a leer, permaneció al lado de Monsoreau diciéndole con mucha calma:
-Es inútil que os obstinéis, señor conde; esa puerta es muy estrecha y por más esfuerzos que hagáis no pasaréis por ella.
-¡Monseñor, monseñor! -gritaba Monsoreau-, salid de ese invernadero; mirad que hay en él flores extranjeras cuyas emanaciones son mortales.
Pero Francisco no le escuchaba, y a pesar de su habitual prudencia, hallando un placer en llevar a Diana de la mano, se internaba más y más en el invernadero.
Bussy predicaba la paciencia a Monsoreau; mas a despecho de sus exhortaciones, sucedió lo que debía suceder, esto es, que Monsoreau, no pudiendo sufrir, no el dolor físico, pues para sufrirlo parecía hombre de hierro, sino el dolor moral, se desmayó.
Recobrando entonces Remigio todos sus derechos, mandó llevar al herido a su aposento.
-Y ahora -preguntó a Bussy-, ¿qué debo hacer?
-¡Pardiez! -dijo Bussy-, acaba ya la obra que con tan buenos auspicios has empezado; quédate a su lado y cúrale.
Después anunció a Diana el desmayo de su marido.
Diana se separó al momento del duque de Anjou y se dirigió al castillo.
-¿Lo hemos conseguido? -le preguntó Bussy cuando pasó a su lado.
-Me parece que sí -dijo .Diana-; pero de cualquier modo no os pongáis en marcha hasta haber visto a Gertrudis.
El duque no gustaba de flores sino cuando las visitaba con Diana; así fue, que tan pronto como ésta se separó de él, recordó las exhortaciones del conde y salió del invernadero.
Ribeirac, Livarot y Antraguet le siguieron.
Mientras tanto Diana se había reunido con su marido, a quien Remigio hacía respirar esencias.
El conde no tardó en abrir los ojos.
Su primer movimiento fue para incorporarse violentamente; pero Remigio lo había previsto y el conde estaba atado a la cama.
Dio otro rugido, pero se tranquilizó un poco cuando al mirar a todas partes vio a Diana de pie a su cabecera.
-¡Ah, sois vos, señora! -exclamó-, me alegro mucho de veros para deciros que esta noche tomaremos el camino de París.
Remigio se opuso enérgicamente a este proyecto mas el conde hizo del doctor el mismo caso que si no hubiese estado allí.
-¿Eso queréis, caballero? -dijo Diana con su calma habitual-. ¿Y vuestra herida?
-Señora -repuso el conde-, no hay herida que valga; mejor quiero morir que padecer; y aunque me muera en el camino, nos iremos esta noche.
-Pues bien -dijo Diana-; hágase lo que vos queráis.
-Así me gusta; haced, pues, vuestros preparativos.
-Mis preparativos pronto están hechos; mas, ¿puedo saber cuál es la causa de esta súbita determinación?
-Os la diré, señora, cuando no tengáis flores que mostrar al príncipe o cuando yo mande abrir puertas bastante anchas para que mi litera entre por todas partes.
Diana se inclinó.
-Pero, señora -dijo Remigio.
-El señor conde lo quiere -contestó Diana-, mi obligación es obedecer.
Y Remigio creyó observar una seña de la joven para que cesase de hacer observaciones.
Guardó, pues, silencio, diciendo antes por lo bajo:
-Ellos me le matarán, y luego se dirá que el médico tiene la culpa. El duque de Anjou se dispuso para volver a Angers, y después de haber manifestado al barón su gratitud por la acogida que le había hecho, montó a caballo con toda su comitiva.
Apareció Gertrudis en aquel instante, la cual iba a anunciar en alta voz al duque que su ama, por hallarse al lado del conde, no podía tener el honor de despedirse de Su Alteza, y en voz baja a Bussy que Diana salía para París aquella misma noche.
El duque y su séquito echaron a andar con dirección a Angers.
El duque tenía la facultad de crear o más bien de perfeccionar sus caprichos.
Diana cruel le ofendía y le hacía desear salir de Anjou; mas Diana risueña era para él un cebo.
Como ignoraba la resolución del montero mayor, no cesó en todo el camino de meditar sobre lo peligroso que sería acceder demasiado pronto a los deseos de la reina madre.
Bussy había previsto esto, y contaba ya con que el príncipe quería quedarse.
-Mira, Bussy -dijo el duque-, he reflexionado.
-Muy bien hecho monseñor, ¿y sobre qué? -preguntó el joven.
-He pensado que no conviene rendirme así, sin más combate, a los argumentos de mi madre: -Tenéis razón; la reina madre cree ya poseer los secretos de una política profunda.
-Mientras que pidiéndole ocho días de plazo, o más bien alargando las negociaciones ocho días, y dando algunas funciones a las cuales convidaremos a la nobleza, haremos ver a mi madre que somos poderosos.
-Muy bien pensado, monseñor; no obstante, me parece...
-Me quedaré aquí otros ocho días-dijo el duque-, y en este tiempo arrancaré a mi madre nuevas condiciones; yo soy quien te lo digo
Bussy aparentó que meditaba profundamente.
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