Alejandro dumas



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-Pues ya veis -dijo Remigio-, que se ha contenido la hemorragia. Bueno, esto va bien, es decir, tanto peor.

-¿Cómo tanto peor?

-Tanto mejor para vos, mas yo bien sé lo que me digo al decir tan­to peor. Señor conde, temo que he de tener la satisfacción de curaros.

-¿Teméis?

-Yo me entiendo.

-¿Creéis que lograré curarme?

-¡Ah!


-Sois un médico extraño, M. Re­migio.

-¿Qué os importa con tal que os cure?... Veremos ahora qué tal.

Remigio acababa de detener la sangría y se levantó.

-¿Me abandonáis? -preguntó el conde.

-Habláis demasiado, señor con­de, y eso no os conviene. Sin em­bargo, acaso debería aconsejaron que gritaseis.

-No comprendo lo que decís.

-Por fortuna ya os he hecho la primera cura.

-Pero...


-Quiero decir que ahora iré a buscar refuerzos.

-Y mientras tanto, ¿qué debo hacer yo?

Permaneced tranquilo, no os mo­váis, respirad con mucho cuidado, tratad de no toser para que pueda formarse fácilmente el coágulo. ¿Cuál es la habitación más inme­diata?

-El castillo de Meridor.

-¿Cuál es el camino? -pregun­tó Remigio fingiendo ignorarlo.

-Saltad la tapia y os hallaréis en el parque, o si no seguidla y po­dréis entrar por la verja.

-Voy corriendo.

-¡Gracias, hombre generoso! -dijo Monsoreau.

-Si supieses hasta qué punto lo soy -murmuró Remigio-, mejor me las daríais.

Y volviendo a montar a caballo se encaminó a galope al castillo, donde llegó al cabo de cinco minu­tos.

Los habitantes de Meridor corrían de una parte a otra registrando las matas y los sitios más retirados, sin poder hallar aquel donde yacía el cuerpo de su amo, pues San Lucas, para ganar tiempo, había dado se­ñas falsas.

Remigio cayó sobre ellos como un meteoro y les llevó consigo.

Tanto era su ardor, y tanta su actividad, que madame de Monso­reau no pudo menos de mirarle sor­prendida.

Un pensamiento secreto, recóndi­to, vino entonces a turbar por un momento la angelical pureza de su alma.

-¡Ah! yo le creía amigo de M. de Bussy -balbuceó, mientras Re­migio se alejaba llevándose anga­rillas, hilas, agua fresca, y en fin, todo lo que podía necesitar en aque­llas circunstancias.

Esculapio mismo no habría he­cho más con sus divinas alas.

LXIX. LA SORPRESA DEL DUQUE DE ANJOU

Tan pronto como terminó la con­versación entre el duque de Anjou y su madre, se apresuró el primero a buscar a Bussy para saber la cau­sa del increíble cambio que se ha­bía verificado en sus opiniones.

Encontrábase Bussy en su cuarto leyendo por la quinta vez la carta de San Lucas, de la cuál cada línea le ofrecía un sentido más agradable. El gentilhombre recibió al prín­cipe con alegre sonrisa.

-¡Cómo, monseñor! -excla­mó-, ¡Vuestra Alteza se digna to­marse la molestia de venir a mi cuarto!

-Sí, ¡pardiez! -repuso el du­que-, y vengo a pedirte una expli­cación.

-¿A mí?


-Sí, a ti.

-Decid, monseñor.

-¿Cómo es -dijo el duque- ­que después de haberme aconseja­do que me amarrase de pies a ca­beza contra las sugestiones de mi madre y que sostuviese el ataque con valor, me has mandado hacer las paces, cuando nos hallábamos en lo más fuerte de la lucha y cuan­do todos los golpes venían a caer sobre mí?

-Os di aquellos consejos, mon­señor, porque ignoraba las inten­ciones que abrigaba Su Majestad la reina madre; pero ahora que ha venido para la mayor gloria y for­tuna de Su Alteza...

-¿Para mayor gloria y fortuna? ¿cómo entiendes tú eso?

-Indudablemente -repuso Bus­sy-, ¿qué quiere Vuestra Alteza? Triunfar de sus enemigos, ¿no es eso? Porque no creo, como supo­nen ciertas personas que penséis en ser el rey de Francia.

El duque miró disimuladamente a Bussy.

-Algunos os lo aconsejarían tal vez, monseñor -exclamó el joven-, pero esos, creedme, son vuestros más crueles enemigos. Si se obstinan en daros consejos y no sabéis cómo libraros de ellos, enviádmelos a mí, yo les convenceré de que no tienen razón.

El duque hizo un gesto.

-Además -prosiguió Bussy-, examinad vuestra situación, monse­ñor, ¿tenéis cien mil hombres, diez mil libras, alianzas en el extranje­ro, y además voluntad de hacer la guerra a vuestro soberano?

-Mi soberano me la ha hecho a mí -repuso el duque.

-¡Ah! si lo tomáis por ese lado, tenéis razón, declaraos, haceos co­ronar y tomad el título de rey de Francia; no deseo más que veros subir, puesto que subiendo vos, su­biré yo.

-¿Quién te habla de ser rey de Francia? -repuso el duque en to­no áspero-; estáis discutiendo una cuestión, que nunca he propuesto a nadie, ni aun a mí mismo.

-Entonces no hay más que ha­blar, monseñor, y pues que estamos conformes en el punto principal, no hay cuestión entre nosotros.

-¿Estamos de acuerdo?

-Al menos así parece. Haced que os den una compañía de guar­dias y quinientas mil libras; antes de firmar la paz pedid subsidios a Anjou para hacer la guerra; luego que os lo den, os quedaréis con ellos. De este modo tendremos hom­bres, dinero, poder, e iremos... ¡Dios sabe dónde!

-Pero luego que me tengan en París a su disposición, se burlarán de mí -dijo el duque.

-¡Bah! no lo penséis, monseñor, ¡burlarse de vos! ¿y las ofertas que os ha hecho Su Majestad la reina madre?

-¡Me ha ofrecido tantas cosas!

-Ya entiendo, ¿y eso os tiene con cuidado?

-Sí.

-Pero mientras tanto os han ofrecido una compañía de guardias, aunque fuese mandada por mí



-Es cierto.

-Pues bien, aceptad, creedme, nombradme a mí capitán, nombrad a Antraguet y Livarot tenientes y a Ribeirac alférez, dejadnos a noso­tros cuatro componer la compañía como mejor nos plazca, y con esta escolta veréis después si alguno se burla de vos, y si hasta el mismo rey no os saluda cuando paséis a su lado.

-¡Pardiez! -repuso el duque-, creo que tienes razón, Bussy; pensa­ré en ello.

-Pensadlo, monseñor.

-Sí, ¿pero qué era lo que leías tan atento cuando entré?

-¡Ah! ya se me olvidaba, una carta.

-¿Una carta?

-Que os interesa aún más que a mí: ¿dónde diablo tenía yo la cabeza que no os la he enseñado al momento?

-Será alguna gran noticia.

-Sí, monseñor, grande y triste: M. de Monsoreau ha muerto.

-¿Cómo? -exclamó el duque con un gesto de sorpresa tan mar­cado, que Bussy, que le miraba fi­jamente, creyó advertir en él la ex­presión de una alegría extravagan­te.

-Que el montero mayor ha muerto.

-¿Ha muerto M. de Monsoreau?

-¿De qué os extrañáis? ¿no so­mos todos mortales?

-Sí, pero no todos mueren así de repente.

-Eso, según; por ejemplo, el que muere de una estocada.

-Entonces, ¿le han muerto?

-Parece que sí.

-¿Y quién?

-San Lucas, por una disputa que con él tuvo.

-¡El bueno de San Lucas! -di­jo el príncipe.

-¡Oiga! -dijo Bussy-, no creía que el bueno de San Lucas fuese tan amigo vuestro.

-Es amigo de mi hermano -di­jo el duque-, y desde que nos re­conciliamos, los amigos de mi her­mano lo son míos.

-Sea en buen hora, monseñor, celebro mucho oiros hablar así.

-Más, ¿estás seguro?

-¡Oh! tan seguro como es posi­ble estarlo. Esta es la carta de San Lucas que me anuncia la muerte, y como yo soy también incrédulo he enviado a mi cirujano Remigio para que averigue el hecho y dé el pé­same en mi nombre al anciano ha­rón.

-¡Conque ha muerto! ¡sólo ha muerto! -repitió el duque de An­jou.

La palabra sólo se le escapó lo mismo que las de el bueno de San Lucas, unas y otras eran terrible­mente sinceras.

-No ha muerto solo -dijo Bus­sy-, pues que estaba allí San Lu­cas.

-¡Oh! yo me entiendo -dijo el duque. -

-¿Tal vez Vuestra Alteza había dado el encargo a otro de matarle?

-¡Pardiez! no, ¿y tú?

-Yo no soy un príncipe tan ex­celso que pueda valerme de otro para esta clase de negocios, y me veo obligado a desempeñarlos por mí mismo.

-¡Ah, Monsoreau, Monsoreau! -dijo el príncipe con espantosa sonrisa.

-¡Hola! monseñor, no parece si­no que odiabais al pobre conde.

-Yo no, tú eres el que le abo­rrecías.

-Y no tiene nada de extraño -dijo Bussy ruborizándose a pesar suyo-, ¿no fue causa dé que su­friese de parte de Vuestra Alteza una humillación a que no me halla­ba acostumbrado?

-¿Todavía te acuerdas de eso?

-¡Oh! no, monseñor, ya lo veis, pero en cuanto a vos, siendo vues­tro servidor, vuestro amigo, el tu autem…

-Vamos -exclamó el príncipe cortando la conversación que iba to­mando un giro poco agradable para él-, haz que ensillen los caballos, Bussy.

-¿Que ensillen los caballos? ¿pa­ra qué?

-Para ir a Meridor: quiero dar el pésame a madame Diana, además tenía proyectada esta visita hace mucho tiempo, y yo no sé cómo no la he hecho ya; pero no la demoraré más. ¡Pardiez! no sé a qué atribuir­lo, pero hoy estoy para cumplimien­tos.

-¡Pardiez! -dijo Bussy interior­mente-, ahora que Monsoreau ha muerto, y que ya no puede vender su mujer al duque, no importa que la vea, pues yo solo basto para de­fenderla en caso preciso.

Vamos, ya que se me ofrece oca­sión de verla, aprovechémosla.

Y salió para mandar disponer los caballos.

Un cuarto de hora más tarde, mientras que Catalina dormía o fin­gía dormir para reponerse de las fatigas del viaje, el príncipe, Bussy y diez gentileshombres, montados en buenos caballos, se encaminaban a Meridor con la alegría que el buen tiempo, la florida hierba y la joventud inspiran siempre a hombres y animales.

Al aspecto de aquella espléndida cabalgata el portero del castillo se adelantó hasta el foso y preguntó el nombre del que iba a visitar a su amo.

-¡El duque de Anjou! -gritó el príncipe.

Al instante el portero tocó una corneta y al toque acudieron todos los criados al puente levadizo.

Pronto se observó el movimiento de muchas personas que corrían por los aposentos, galerías y vestíbulos; abriéronse las ventanas de las torre­cillas, oyóse un ruido metálico y el anciano barón se presentó llevando en la mano las llaves del castillo.

-Es increíble cuán poco sentida ha sido aquí la muerte de M. de Monsoreau -exclamó el duque-; no veo ningún semblante triste.

En aquel instante apareció una mujer en el vestíbulo.

-¡Ah! allí está la hermosa Dia­na, -murmuró el duque-: ¿la ves, Bussy? ¿la ves?

-Ciertamente que la veo, mon­señor -dijo el joven, y añadió por lo bajo-: pero no veo a Remigio.

Diana salía efectivamente de la casa; pero inmediatamente detrás salían unas angarillas en las cuales se hacía llevar M. de Monsoreau. El montero mayor, echado en ellas, dirigía a todas partes miradas cen­telleantes por efecto de la fiebre o de los celos y en aquella postura se parecía más a un sultán de las In­dias en su palanquín, que a un muer­to en su fúnebre lecho.

-¡Hola! ¿qué es esto? -exclamó el duque dirigiéndose a Bussy, el cual se quedó más blanco que el pañuelo con que intentaba ocultar su emoción.

-¡Viva Su Alteza el duque de Anjou! -gritó Monsoreau haciendo un violento esfuerzo para levantar una mano al aire.

-¡Poco a poco! -exclamó una voz detrás de él-, que vais a rom­per el coágulo.

Era Remigio que cumpliendo con el deber de su profesión hacía al herido aquel prudente encargo.

Entre cortesanos no dura mucho la sorpresa, al menos en los sem­blantes: el duque de Anjou hizo un ademán para reemplazar la expre­sión del suyo con una sonrisa.

-¡Oh, querido conde! -excla­mó-, ¡qué feliz sorpresa! ¿creeréis que nos han dicho que habíais muer­to?

-Venid, monseñor -repuso el herido-, venid a que os bese las manos. A Dios gracias, no solamen­te no he muerto, sino que espero curarme para serviros con más ar­dor y fidelidad que nunca.

Tocante a Bussy, que no era prín­cipe ni marido, es decir, que no pertenecía a ninguna de las dos cla­ses en que el disimulo es de prime­ra necesidad, sentía correr por sus sienes un sudor frío, y no osaba mirar a Diana. Le era insoportable ver tan cerca de su poseedor aquel tesoro, dos veces perdido para él.

-Y vos, M. de Bussy -dijo Mon­soreau-, contad con mi gratitud, pues casi puedo decir que os debo la vida.

-¿A mí? -dijo el joven creyen­do que el herido se chanceaba.

-Sin duda, indirectamente, mas no por eso es menor mi gratitud, pues vuestro médico ha sido mi sal­vador. Miradle -dijo mostrando a Remigio que desesperado levantaba los brazos al cielo y habría querido esconderse en las entrañas de la tie­rra-; miradle, a él deben mis ami­gos el poseerme todavía.

Y a pesar de las señas que le ha­cía el pobre doctor para que guar­dase silencio, señas que el herido tomaba por precauciones higiénicas, contó enfáticamente el esmero, la habilidad y la solicitud con que Re­migio le había asistido.

El duque frunció el ceño: Bussy miró a Remigio con una expresión terrible.

El pobre joven, oculto detrás de Monsoreau, se contentó con respon­der con un gesto, que evidentemente quería decir:

-¿Qué culpa tengo yo?

-Por lo demás -prosiguió Mon­soreau-, he sabido que Remigio os halló un día moribundo como me ha hallado a mí: éste es un lazo de amistad entre nosotros; contad con la mía, M. de Bussy: cuando Mon­soreau ama, es con todo su corazón, lo mismo que cuando odia.

Bussy creyó observar que al de­cir estas últimas palabras los ojos del conde habían despedido un res­plandor siniestro fijándose por un instante en el duque de Anjou.

El duque no vio nada.

-Vamos -dijo apeándose y ofreciendo la mano a Diana-, dig­naos, bella Diana, hacernos los ho­nores de este castillo, que creíamos hallar desconsolado, y que al con­trario sigue siendo mansión de ben­diciones y de gozo. En cuanto a vos, Monsoreau, descansad; el repo­so conviene mucho a los heridos.

-Monseñor -repuso el conde­no se ha de decir que habéis ve­nido a mi casa y que viviendo yo, os ha hecho otro los honores de ella. Mis criados me llevarán, y os acompañarán adonde quiera que va­yáis.

En un principio pareció que el duque había adivinado el pensa­miento de Monsoreau, porque soltó la mano de Diana.

Monsoreau respiró.

-Acercáos a ella -dijo Remigio al oído de Bussy.

Bussy se aproximó a Diana y Monsoreau se sonrió: Bussy tomó la mano de Diana y Monsoreau se sonrió también.

-¡Qué mudanza, señor conde! -dijo Diana en voz baja.

-¡Ah! -murmuró Bussy-, ¿por qué no será mayor?

Excusado es decir que el anciano barón desplegó para con el príncipe y los gentilhombres de su séquito toda la ostentación de su patriarcal hospitalidad.

LXX. CONTINUACIÓN

Bussy no se apartaba de Diana: la benévola sonrisa de Monsoreau le daba una libertad de que con gusto se aprovechaba. Los celosos que han hecho cruda guerra a sus riva­les para conservar su tesoro, tienen el privilegio de no ser perdonados cuando los matuteros ponen el pie en sus tierras.

-Señora -decía Bussy a Dia­na-, soy en verdad el hombre más infeliz. Al recibir la noticia de su muerte aconsejé al príncipe que vol­viera a París e hiciese paces con la reina; el príncipe consintió y ahora vos os quedáis en Anjou.

-¡Oh, Luis! -repuso la joven estrechando con el extremo de sus afilados dedos la mano de Bussy-, ¿os atrevéis a decir que somos des­graciados? Tantos hermosos días, tantos goces inefables cuyo recuer­do deleita mi corazón, ¿no signifi­can nada para vos?

-No los he olvidado, señora, al contrario, los tengo demasiado pre­sentes, y por lo mismo me conside­ro desgraciado al pensar que voy a perder esa felicidad. ¿Sabéis lo que voy a padecer, señora, si me veo obligado a volver a París, a sepa­rarme cien leguas de vos? Mi co­razón, Diana, se parte de dolor y mi ánimo desfallece.

Diana miró a Bussy: en las mira­das del joven se veía la expresión de un dolor tan intenso, que mada­me de Monsoreau bajó la cabeza y se puso a reflexionar.

Bussy esperó por un momento cru­zando las manos y dirigiendo a Diana miradas de súplica.

-Pues bien -dijo al fin Dia­na-, vos iréis a París y yo tam­bién.

-¡Cómo! -exclamó el joven-, ¿dejaréis a M. de Monsoreau?

-Aunque yo le dejase -contestó Diana-, él no se separaría de mí; no, creedme, Luis, vale más que venga con nosotros.

-¿Herido como está? Imposible.

-Os digo que vendrá.

Y soltando el brazo de Bussy, se aproximó al príncipe, el cual a la sazón contestaba de muy mala gana a las preguntas de Monsoreau, cu­ya litera tenían rodeada Ribeirac, Antraguet y Livarot.

Al ver a Diana se tranquilizó el conde; pero aquel momento de tran­quilidad no fue de larga duración; pasó como un rayo de sol entre dos tempestades.

Diana se acercó al duque, y el conde frunció el entrecejo.

-Monseñor -dijo madame de Monsoreau con hechicera sonrisa-, dicen que Vuestra Alteza es muy aficionado a flores; venid, quiero enseñar a Vuestra Alteza las más hermosas de todo Anjou.

Francisco ofreció galantemente la mano a la joven.

-¿Adónde lleváis a mi esposa? -preguntó Monsoreau inquieto.

-Al invernadero.

-¡Ah! -dijo Monsoreau-; va­mos allá, conducidme al invernade­ro.

-¡Pardiez! -dijo para sí Remi­gio-, ahora creo que he hecho bien en no matarle, porque a Dios gra­cias él se matará por sí solo.

Diana dirigió a Bussy una sonrisa significativa, y agregó en voz baja:

-Que no sospeche M. de Mon­soreau que salís de Anjou, yo me encargo de lo demás.

-Bien -dijo Bussy.

Y se aproximó al príncipe mien­tras la litera de Monsoreau daba la vuelta a un bosquecillo.

-Monseñor -le dijo-, no come­tamos una indiscreción; que no sepa Monsoreau que nos hallamos a pun­to de hacer las paces.

-¿Por qué?

-Porque podría participar a la reina madre nuestras intenciones, con el fin de congraciarse con ella, y si la reina madre supiese nuestra resolución, estaría menos dispuesta a la generosidad con nosotros.

-Tienes razón -dijo el duque-; ¿tú desconfías?...

-¿De Monsoreau? ¡Pardiez!

-Yo también, y pienso que se ha hecho el muerto sólo para ven­dernos.

-No a fe; ha recibido una buena estocada en el pecho, y aun ese im­bécil de Remigio que le ha vuelto a la vida, le creyó muerto por un momento; preciso es que tenga el alma bien incrustada en el cuerpo.

Llegaron en esto al invernadero. Diana dirigía al duque sonrisas cada vez más seductoras.

El príncipe entró el primero, des­pués le siguió Diana; Monsoreau quiso entrar en seguida, pero en­tonces se vio que la litera no cabía por la puerta, la cual era bastante alta, pero no tenía más anchura que la precisa para que cupiesen por ella los tiestos más gruesos, y la litera de M. de Monsoreau era de seis pies de ancho.

A la vista de aquella puerta de­masiado estrecha para su litera dio Monsoreau un rugido.

Diana siguió adelante sin hacer caso de los gestos de su marido.

Bussy, comprendiendo la signifi­cación de la sonrisa de la joven, en cuyo corazón estaba habituado a leer, permaneció al lado de Monso­reau diciéndole con mucha calma:

-Es inútil que os obstinéis, se­ñor conde; esa puerta es muy estre­cha y por más esfuerzos que hagáis no pasaréis por ella.

-¡Monseñor, monseñor! -grita­ba Monsoreau-, salid de ese inver­nadero; mirad que hay en él flores extranjeras cuyas emanaciones son mortales.

Pero Francisco no le escuchaba, y a pesar de su habitual prudencia, hallando un placer en llevar a Dia­na de la mano, se internaba más y más en el invernadero.

Bussy predicaba la paciencia a Monsoreau; mas a despecho de sus exhortaciones, sucedió lo que de­bía suceder, esto es, que Monsoreau, no pudiendo sufrir, no el dolor fí­sico, pues para sufrirlo parecía hom­bre de hierro, sino el dolor moral, se desmayó.

Recobrando entonces Remigio to­dos sus derechos, mandó llevar al herido a su aposento.

-Y ahora -preguntó a Bussy-, ¿qué debo hacer?

-¡Pardiez! -dijo Bussy-, aca­ba ya la obra que con tan buenos auspicios has empezado; quédate a su lado y cúrale.

Después anunció a Diana el des­mayo de su marido.

Diana se separó al momento del duque de Anjou y se dirigió al cas­tillo.

-¿Lo hemos conseguido? -le preguntó Bussy cuando pasó a su lado.

-Me parece que sí -dijo .Dia­na-; pero de cualquier modo no os pongáis en marcha hasta haber visto a Gertrudis.

El duque no gustaba de flores sino cuando las visitaba con Diana; así fue, que tan pronto como ésta se separó de él, recordó las exhor­taciones del conde y salió del inver­nadero.

Ribeirac, Livarot y Antraguet le siguieron.

Mientras tanto Diana se había reunido con su marido, a quien Re­migio hacía respirar esencias.

El conde no tardó en abrir los ojos.

Su primer movimiento fue para incorporarse violentamente; pero Remigio lo había previsto y el con­de estaba atado a la cama.

Dio otro rugido, pero se tranqui­lizó un poco cuando al mirar a to­das partes vio a Diana de pie a su cabecera.

-¡Ah, sois vos, señora! -excla­mó-, me alegro mucho de veros para deciros que esta noche tomare­mos el camino de París.

Remigio se opuso enérgicamente a este proyecto mas el conde hizo del doctor el mismo caso que si no hubiese estado allí.

-¿Eso queréis, caballero? -dijo Diana con su calma habitual-. ¿Y vuestra herida?

-Señora -repuso el conde-, no hay herida que valga; mejor quiero morir que padecer; y aunque me muera en el camino, nos iremos es­ta noche.

-Pues bien -dijo Diana-; há­gase lo que vos queráis.

-Así me gusta; haced, pues, vues­tros preparativos.

-Mis preparativos pronto están hechos; mas, ¿puedo saber cuál es la causa de esta súbita determina­ción?

-Os la diré, señora, cuando no tengáis flores que mostrar al prín­cipe o cuando yo mande abrir puer­tas bastante anchas para que mi li­tera entre por todas partes.

Diana se inclinó.

-Pero, señora -dijo Remigio.

-El señor conde lo quiere -con­testó Diana-, mi obligación es obe­decer.

Y Remigio creyó observar una seña de la joven para que cesase de hacer observaciones.

Guardó, pues, silencio, diciendo antes por lo bajo:

-Ellos me le matarán, y luego se dirá que el médico tiene la culpa. El duque de Anjou se dispuso para volver a Angers, y después de haber manifestado al barón su gra­titud por la acogida que le había hecho, montó a caballo con toda su comitiva.

Apareció Gertrudis en aquel ins­tante, la cual iba a anunciar en alta voz al duque que su ama, por ha­llarse al lado del conde, no podía tener el honor de despedirse de Su Alteza, y en voz baja a Bussy que Diana salía para París aquella mis­ma noche.

El duque y su séquito echaron a andar con dirección a Angers.

El duque tenía la facultad de crear o más bien de perfeccionar sus caprichos.

Diana cruel le ofendía y le hacía desear salir de Anjou; mas Diana risueña era para él un cebo.

Como ignoraba la resolución del montero mayor, no cesó en todo el camino de meditar sobre lo peligro­so que sería acceder demasiado pronto a los deseos de la reina ma­dre.

Bussy había previsto esto, y con­taba ya con que el príncipe quería quedarse.

-Mira, Bussy -dijo el duque-, he reflexionado.

-Muy bien hecho monseñor, ¿y sobre qué? -preguntó el joven.

-He pensado que no conviene rendirme así, sin más combate, a los argumentos de mi madre: -Tenéis razón; la reina madre cree ya poseer los secretos de una política profunda.

-Mientras que pidiéndole ocho días de plazo, o más bien alargan­do las negociaciones ocho días, y dando algunas funciones a las cua­les convidaremos a la nobleza, ha­remos ver a mi madre que somos po­derosos.

-Muy bien pensado, monseñor; no obstante, me parece...

-Me quedaré aquí otros ocho días-dijo el duque-, y en este tiempo arrancaré a mi madre nuevas condiciones; yo soy quien te lo di­go

Bussy aparentó que meditaba pro­fundamente.


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