-En efecto, monseñor -dijo-, arrancádselas si podéis; pero mirad no sea que en vez de aprovecharos os perjudique este retraso. El rey por ejemplo...
-¿Qué?
-El rey, no conociendo vuestras intenciones puede irritarse; Su Majestad es muy irascible.
-Tienes razón, sería preciso que yo pudiese enviar alguno para saludar al rey en mi nombre y anunciarle mi regreso: con esto ganaría los ocho días que necesito.
-Sí, pero ese alguno, corre gran riesgo -dijo Bussy.
El duque de Anjou se sonrió de un modo siniestro.
-Si yo cambiase de resolución, ¿no es esto? -preguntó.
-Y cambiaréis de resolución, a pesar de la promesa hecha al rey, si vuestro interés lo exige, ¿no es así?
-¡Toma! -repuso el príncipe.
-Muy bien, y entonces vuestro embajador será encerrado en la Bastilla.
-Le daremos una carta y no sabrá lo que lleva.
-Al contrario -dijo Bussy-, decidle a lo que se arriesga y no le deis carta.
-Pero entonces nadie querrá encargarse de la comisión.
-Sí, conozco a uno.
-¿Quién?
-Yo, monseñor.
-¿Tú?
-Sí, yo, me agradan las negociaciones difíciles.
-Bussy, mi querido Bussy -exclamó el duque-, si haces eso puedes contar con mi eterno reconocimiento.
Bussy se sonrió, pues sabía hasta dónde llegaba la gratitud de que hablaba Su Alteza.
El duque creyó que vacilaba y agregó:
-Y te daré diez mil escudos para el viaje.
-Vamos, monseñor -dijo Bussy-, sed más generoso, esas cosas no se pagan.
-¿De modo que irás?
-Iré.
-¿A París?
-A París.
-¿Y cuándo?
-¡Psé! cuando os plazca.
-Cuanto antes mejor.
-¿Sí? pues bien.
-¿Qué?
-Marcharé esta noche si queréis, monseñor.
-¡Valiente Bussy, querido Bussy! ¿pero consientes de veras?
-¿Si consiento? -repuso Bussy-, bien sabéis, monseñor, que por servir a Vuestra Alteza sería yo capaz de arrojame al fuego. Está dicho, esta noche saldré para París; entretanto divertíos aquí y conseguidme de la reina madre alguna buena prebenda.
-Eso pienso, amigo mío.
-Quedad con Dios, monseñor.
-Adiós, Bussy: ¡ah! no eches en olvido una cosa.
-¿Cuál?
-El despedirte de mi madre.
-Tendré ese honor.
En efecto, Bussy, más ligero y alegre que un colegial que acaba de oír la hora destinada al recreo, hizo su visita a Catalina y se dispuso para marchar tan luego como le llegase de Meridor la señal de partida.
La señal se hizo aguardar hasta la mañana siguiente; Monsoreau se sintió tan débil a causa de la emoción que había experimentado que creyó preciso descansar aquella noche.
Pero a las siete de la mañana el mismo palafranero que había llevado la carta de San Lucas, llevó a Bussy la noticia de que el conde, a despecho de las lágrimas del anciano barón y de la oposición de Remigio, acababa de partir para París en una litera que escoltaban a caballo Diana, Remigio y Gertrudis.
Esta litera era conducida por ocho hombres, que de legua en legua debían relevarse.
Bussy, que no esperaba más que esta noticia, saltó sobre el caballo, ya ensillado desde el día antes y se puso en marcha.
LXXI. LA VUELTA A PARIS DE M. DE SAN LUCAS
Desde la partida de Catalina, el rey, a pesar de la confianza que tenía en el embajador enviado a Angers, sólo pensaba en armarse contra las tentativas de su hermano.
Conocía por experiencia el carácter de su familia: sabía todo lo que puede un pretendiente a la corona, es decir, el hombre nuevo, contra el poseedor legítimo, esto es, contra el hombre gastado y enojoso.
Divertíase, o más bien se aburría como Tiberio, en formar con Chicot listas de proscripción, donde inscribía por orden alfabético los nombres de todos aquellos que no se habían mostrado celosos partidarios suyos.
Estas listas iban siendo cada día más largas.
Y en la S y en la L, es decir, dos veces en vez de una, escribía todos los días el nombre de M. de San Lucas.
Por otra parte, la cólera de Enrique contra su antiguo favorito, estaba bien alimentada con los comentarios de la Corte, con las insinuaciones pérfidas de los cortesanos, y con las amargas recriminaciones contra la fuga a Anjou del esposo de Juana de Cossé, fuga que se había convertido en traición desde el instante en que el mismo duque se había refugiado en la provincia.
En efecto, San Lucas, huyendo a Meridor, ¿no debía ser considerado como el aposentador del duque de Anjou, que iba a disponer alojamiento para el príncipe en Angers?
En medio de todo aquel desorden, de todo aquel barullo, era cosa de ver a Chicot, estimulando a los favoritos a afilar las dagas y las espadas para acuchillar con ellas los enemigos de Su Majestad Cristianísima.
La conducta del gascón era tanto más admirable cuanto que fingiendo hacer el papel de la mosca en el coche, representaba otro de mucha más importancia. Chicot, poco a poco, y por decirlo así, hombre por hombre, iba reuniendo un ejército para el servicio de su amo.
Un día, a la hora en que el rey estaba cenando con la reina, cuya sociedad cultivaba Enrique más asiduamente desde que la partida de Francisco había provocado un peligro político, entró Chicot en el gabinete con las piernas y brazos extendidos como las figuras de cartón a que se hace bailar por medio de un hilo.
-¡Uf! -dijo.
-¿Qué hay? -interrogó el rey.
-M. de San Lucas -respondió Chicot.
-¿M. de San Lucas? -exclamó Su Majestad.
-Sí.
-¿Se halla en París?
-Sí.
-¿En el Louvre?
-Sí.
Al oír la última de estas tres afirmaciones, se levantó el rey de la mesa trémulo y sofocado.
Hubiera sido difícil decir cuál era la sensación que más le dominaba.
-Perdonad -dijo a la reina, limpiándose el bigote y arrojando la servilleta sobre un sillón-; éstos son asuntos de Estado en que nada tienen que ver las mujeres.
-Sí -dijo Chicot ahuecando la voz-, son asuntos de Estado.
La reina quiso levantarse de la mesa para dejar en libertad a su marido.
-No, señora -dijo Enrique-, quedaos si os place, yo voy a entrar en mi gabinete.
-Señor -repuso la reina con el tierno interés que siempre manifestó a su ingrato esposo-, no os irritéis, yo os lo suplico.
-Dios lo quiera -respondió Enrique, sin notar el aire burlón conque Chicot se retorcía el bigote.
El rey salió con presteza del cuarto seguido de Chicot.
Luego que estuvo fuera preguntó con voz trémula:
-¿Qué viene a hacer aquí ese traidor?
¿Quién sabe? -dijo Chicot.
-Estoy seguro de que viene en clase de diputado de la provincia de Anjou. Viene como embajador de mi hermano, porque de este modo se forman las rebeliones: son como aguas turbias y fangosas en que los sublevados pescan toda clase de beneficios, sórdidos, es verdad, pero ventajosos, y que de provisionales y precarios se convierten poco a poco en fijos e inamovibles. Este ha previsto la rebelión y se ha hecho dar un salvoconducto para venir a insultarme.
-¿Quién sabe? -dijo Chicot.
-El rey miró al gascón como extrañando su laconismo. -También puede ser -añadió, sin dejar de marchar por la galería con pasos desiguales que demostraban claramente su agitación-, también puede ser que venga a pedirme los bienes, cuyas rentas le tengo embargadas, lo cual es quizás un abuso, porque al fin no ha cometido un crimen calificado, ¿eh?
-¿Quién sabe? -respondió Chicot.
-¡Hola! -dijo Enrique-, veo que repites constantemente la misma cosa como mi papagayo: ¡pardiez! tú me harás perder al fin la paciencia con tu eterno ¿quién sabe?
-¿Y tú crees que estás divertido con tus eternas preguntas?
-Contesta alguna cosa al menos.
-¿Y qué quieres que responda? ¿Me crees acaso el Hado de los antiguos, o el dios Júpiter, o el dios Apolo o la adivina Manto? Tú eres el que cansa mi paciencia con tus imbéciles suposiciones.
-¡M. Chicot! ...
-¿Qué hay, M. Enrique?
-Chicot, amigo mío, ¿estás viendo mi dolor y todavía me tratas así?
-No sientas dolor, ¡pardiez!
-Pero todo el mundo me es infiel.
-¿Quién sabe? ¡Voto al demonio! ¿Quién sabe?
Enrique, perdiéndose en conjeturas bajó a su gabinete, donde al oír la extraña noticia del regreso, de San Lucas, se habían reunido todos los dependientes principales del Louvre, entre los cuales o más bien a la cabeza de los cuales brillaba Crillon con los ojos chispeantes, encendidas las narices y erizado el bigote, como un perro de presa que se apercibe al combate.
San Lucas estaba allí de pie en medio de aquellos hombres de rostro amenazador sintiendo hervir a su alrededor la cólera que llenaba todos los pechos, conservando a pesar de esto la mayor serenidad. ¡Cosa extraña!... Había llevado a su mujer y la había hecho sentar en un taburete junto a la balaustrada del lecho, mientras él se paseaba con la mano en la cadera mirando a los curiosos y a los insolentes del mismo modo que ellos le miraban. Juana, modestamente cubierta con manto de camino, aguardaba con los ojos fijos en el suelo.
San Lucas, orgullosamente embozado en su capa, esperaba también, pero en actitud que parecía desear las provocaciones en vez de temerlas.
En fin, los concurrentes esperaban para insultarle a saber el objeto que le llevaba a la corte, en la cual todos le creían inútil, deseosos como estaban de repartirse los favores que un tiempo le había dispensado el rey.
Todos se hallaban, pues, en espectación cuando Enrique III se presentó.
El rey entró agitado y animándose a sí mismo: esta perpetua agitación compone la mayoría de las veces lo que se llama dignidad en los príncipes.
Apareció, pues, Enrique, seguido de Chicot, el cual había tomado la actitud digna y tranquila que hubiera debido tomar el rey de Francia, y contemplaba el continente de San Lucas, que era lo primero que habría debido hacer Enrique.
-¡Ah, M. San Lucas! ¡vos aquí! -exclamó el monarca sin hacer caso de los demás circunstantes parecido en esto, a un toro de los que marchan derechos al bulto, sin que les llamen la atención las capas ni sus variados colores.
-Sí, señor -contestó sencilla y modestamente San Lucas, inclinándose con respeto.
Esta respuesta conmovió un poco al rey; el aire de tranquilidad y de respeto con que fue pronunciada comunicó a su ciego espíritu tan levemente los sentimientos de razón y mansedumbre que debe excitar tanto el respeto debido a los demás, como el cuidado deja dignidad propia, que prosiguió sin intervalo.
-Vuestra presencia en el Louvre me sorprende extraordinariamente.
Un sepulcral silencio sucedió a esta brutal salida del rey.
Era como el silencio que reina en un campo cerrado en torno de dos adversarios que van a decidir una cuestión de suprema importancia.
San Lucas le rompió el primero.
-Señor -dijo con su elegancia habitual y sin mostrar turbación por el brusco ataque del rey-, a mí no me sorprende más que una cosa, y es que Vuestra Majestad no me esperase, hallándose en las circunstancias en que se halla.
-¿Qué quiere decir eso? -replicó Enrique con majestuoso orgullo y levantando la cabeza, a la cual sabía dar en las grandes ocasiones una incomparable expresión de dignidad.
-Señor -prosiguió San Lucas-, Vuestra Majestad corre un peligro.
-¡Un peligro! -exclamaron los concurrentes.
-Sí, señores, un peligro grande, verdadero, un peligro en el cual el rey necesita el auxilio de todos los que le son adictos, desde el más pequeño, hasta el más grande, y convencido yo de que en un caso como el presente no hay auxilio que sea de despreciar, vengo a ofrecer a los pies de mi rey mis humildes servicios.
-¡Hola! -dijo Chicot-, ¿ves, hijo mío, como yo tenía razón en decir; quién sabe?
Enrique III guardó silencio por algunos momentos: miró a los concurrentes, los concurrentes parecían conmovidos y ofendidos, pero Enrique distinguió al momento en sus miradas, indicios de la envidia que hervía en la mayor parte de los corazones.
De aquí dedujo que San Lucas había hecho alguna cosa que era incapaz de hacer la mayoría de la asamblea; es decir, alguna cosa buena.
No obstante, no quiso darse tan pronto por vencido.
-Caballero -respondió-, no habéis hecho más que cumplir con vuestra obligación, porque nos debéis vuestros servicios.
-Los servicios de todos los súbditos del rey, son del rey; ya lo sé, señor -repuso San Lucas-; pero en los tiempos que corren hay muchos que se olvidan de pagar sus deudas; yo, señor, vengo a pagar la mía, feliz si Vuestra Majestad tiene a bien seguir contándome en el número de sus deudores.
Enrique desarmado con aquella dulzura y humildad tan perseverante, dio un paso hacia San Lucas, diciendo:
-¿Conque regresáis sin más motivo que el que decís, sin traer misión alguna, sin salvoconducto?
-Señor -dijo con presteza San Lucas reconociendo en el tono con que el rey le hablaba, que ya su amo estaba satisfecho-; vuelvo únicamente por volver, y esto a toda prisa. Ahora Vuestra Majestad puede mandarme encerrar en la Bastilla o arcabucear antes de una hora o de dos: yo he cumplido con mi deber, señor, la provincia de Anjou se halla en combustión, la Turena se dispone para sublevarse, la Guiena se prepara para auxiliar la sublevación: el señor duque de Anjou tiene en agitación las provincias de Occidente y del Mediodía de Francia.
-Y en esa tarea está bien auxiliado, ¿no es cierto? -exclamó el rey.
-Señor -dijo San Lucas comprendiendo el sentido de las palabras reales-, ni los consejos ni los avisos pueden detener al duque, y M. de Bussy, con toda su fuerza, no puede librar al príncipe del terror que Vuestra Majestad le ha inspirado.
-¡Hola! -dijo Enrique-, ¿conque tiembla el rebelde?
Y se sonrió de manera que el bigote ocultase la sonrisa.
-¡Pardiez! -dijo Chicot pasándose la mano por la barba-, éste es un hombre que lo entiende.
Y dando al rey con el codo.
-Apártate un poco, Enrique -exclamó-, que voy a dar un apretón de mano a M. de San Lucas.
La acción de Chicot animó al rey, el cual, después de haber dejado al gascón que felicitase a San Lucas, se dirigió lentamente hacia su antiguo amigo y le puso la mano en el hombro, diciendo:
-Bien venido, San Lucas.
-¡Ah, señor! -exclamó San Lucas besando la mano al rey-, al fin vuelvo a hallar a mi querido amo.
-Sí; pero yo no te encuentro a ti -dijo el rey-, o al menos te hallo tan flaco, mi pobre San Lucas, que no te habría conocido viéndote pasar.
A estas palabras respondió una voz femenil.
-Señor -dijo esta voz-, es del pesar de haber desagradado a Vuestra Majestad.
Aunque la voz era respetuosa y dulce, Enrique se estremeció, pues para él era tan antipática como para Augusto el ruido de los truenos.
-¡Madame de San Lucas! -murmuró-. ¡Ah! es cierto, ya se me había olvidado.
Juana se arrodilló a sus pies.
-Levantaos, señora -dijo el rey- yo aprecio a todos los que llevan el nombre de San Lucas.
Juana asió la mano del rey y se la llevó a los labios.
Enrique la retiró con presteza.
-Id -dijo Chicot a la joven-, id a convertir al rey, ¡pardiez! sois bastante hermosa para ello.
Pero Enrique volvió la espalda a Juana, y pasando su brazo alrededor del cuello de San Lucas se le llevó a sus habitaciones diciendo:
-¿Conque está hecha la paz entre nosotros, San Lucas?
-Decid, señor -repuso el cortesano- que está concedido el perdón.
-Señora -dijo Chicot a Juana que se hallaba indecisa-, una buena esposa no debe dejar a su marido, sobre todo cuando está en peligro.
E hizo entrar a Juana detrás del rey y de San Lucas.
LXXII. DOS ANTIGUOS PERSONAJES
Hay un personaje en esta historia o mejor dicho, hay dos personajes, de cuyas acciones y gestos tiene derecho el lector para pedirnos cuenta.
Con la humildad de un autor de prólogo antiguo nos apresuramos a satisfacer esta curiosidad cuya importancia no nos es desconocida.
Trátase en primer término de un corpulento fraile de espesas cejas, de labios rojos y carnosos, de anchas manos y dilatados hombros, cuyo cuello se disminuye todos los días a medida que alcanzan mayor desarrollo su pecho y sus mejillas.
Trátase en segundo lugar de un burro grande y fuerte, cuyos costados se van redondeando con gracia.
El fraile se va asemejando cada día más a un tonel sostenido por dos vigas.
El asno se parece ya a una cuna de niño sobre cuatro ruedas.
El uno habita una celda del convento de Santa Genoveva, en la cual le visitan todas las gracias del Señor.
El otro habita la cuadra del mismo convento y tiene delante de sí un pesebre constantemente lleno.
El uno responde al nombre de Gorenflot.
El otro debería responder al nombre de Panurgo.
Ambos disfrutan, al menos por ahora, del destino más próspero que han podido soñar jamás un burro y un fraile. Los padres de Santa Genoveva obsequian grandemente a su ilustre compañero, y los fámulos del convento, parecidos a las divinidades de tercer orden que cuidaban del águila de Júpiter, del pavo real de Juno y de las palomas de Venus, ceban a Panurgo en honor de su amo.
La cocina del convento humea constantemente; el vino de las bodegas más famosas de Borgoña llena los más anchos vasos.
Cuando llega un misionero que ha recorrido lejanos países para propagar la fe; cuando llega un emisario secreto del Papa con indulgencias de parte de Su Santidad, le enseñan al padre Gorenflot, modelo de la Iglesia predicadora y militante que maneja la retórica como San Lucas, y la espada como San Pablo, le muestran al padre Gorenflot en toda su gloria, es decir, en un festín; en la mesa se ha hecho una escotadura para el vientre sagrado de Gorenflot, y los padres manifiestan un noble orgullo cuando hacen ver al santo viajero que Gorenflot devora él solo la ración de ocho de los más robustos frailes del convento.
Y, cuando el recién llegado ha contemplado piadosamente este prodigio:
-¡Qué admirable naturaleza! -dice el prior cruzando las manos y levantando los ojos al cielo-, el padre Gorenflot es gastrónomo y cultiva las artes; mirad cómo come. ¡Ah! ¡si le hubierais oído el sermón que pronunció una noche, en el cual ofrecía sacrificarse por el triunfo de la fe! Tiene una boca que habla como la de San Juan Crisóstomo, y que engulle como la de Gargantúa.
No obstante, a veces, en medio de este esplendor, se anubla la frente de Gorenflot; las gallinas del Mans humean inútilmente delante de sus anchas narices: las pequeñas ostras de Flandes, de las cuales se come un millar jugando, bostezan y se agitan en sus conchas nacaradas; las botellas de diferentes formas permanecen intactas aunque destapadas.
Gorenflot está triste, Gorenflot no tiene apetito, Gorenflot medita. Entonces corre la voz en el convento de que el digno padre se halla en éxtasis como San Francisco o como Santa Teresa y crece la admiración que a sus compañeros inspira.
Para ellos no es un fraile, es un santo, es un semidiós, y algunos llegan hasta decir que es un dios completo.
-¡Chiss! -murmuran-; no interrumpáis la meditación del padre Gorenflot.
Y todos se apartan con respeto.
Sólo el prior aguarda el momento en que el padre Gorenflot da señales de vida y entonces se acerca a él, le toma la mano con afabilidad y le interroga con respeto.
Gorenflot alza la cabeza y mira al prior con ojos desencajados, como si viniera de otro mundo.
-¿Qué hacías, mi digno hermano? -le interrogó el prior.
-¿Yo? -dice Gorenflot.
-Sí, vos, algo estabais haciendo.
-Estaba componiendo un sermón.
-¿Del género de aquel que tan enérgicamente pronunciasteis la noche de la Santa Liga?
Cada vez que le hablan de este sermón, Gorenflot deplora amargamente su enfermedad.
-Sí -dice exhalando un suspiro-, del mismo género, ¡qué desgracia no haber escrito aquél!
-Un hombre como vos, no tiene necesidad de escribir, padre Gorenflot: habla por inspiración, abre la boca, y como la palabra de Dios se desprende de sus labios.
-¿Lo creéis? -preguntó Gorenflot.
-Felices los que dudan -respondió el prior.
En efecto, de cuando en cuando Gorenflot, conociendo las obligaciones de su posición y la precisión de no desmentir sus antecedentes, se pone a meditar un sermón.
-¡Qué sirven Marco Tulio, ni César, ni San Gregorio, ni San Agustín, ni San jerónimo, ni Tertuliano! La regeneración de la elocuencia sagrada va a empezar en Gorenflot: rerum novus ordo nascitur.
De cuando en cuando también, al fin de sus comidas o en medio de sus éxtasis, se levanta Gorenflot y como impulsado por un brazo invisible se iba en derechura a la cuadra, se pone a contemplar amorosamente a Panurgo, el cual rebuzna de placer, y después le pasa la mano Por el abundante pelo, bajo el cual desaparecen por completo sus gruesos dedos: entonces Panurgo en el colmo de su felicidad, no contento con rebuznar, se tiende panza arriba.
El Prior y tres o cuatro dignatarios del convento escoltan ordinariamente al padre Gorenflot y hacen mil caricias a Panurgo: uno le ofrece bollos, otro bizcochos, otro macarrones como antiguamente los que querían tener propicio a Plutón obsequiaban con tortas de miel al Cancerbero.
Panurgo se deja obsequiar; tiene el carácter acomodaticio: por otra parte, no teniendo éxtasis, ni sermones que meditar, ni reputación que sostener, más que la terquedad, pereza y lujuria, ve que nada tiene que desear y se considera el más dichoso de los burros.
El prior le mira con enternecimiento; sencillo y manso, dice, la sencillez v la mansedumbre son las virtudes de los fuertes.
Gorenflot ha sabido que en latín se dice ita para decir sí, esto le sirve extraordinariamente, pues a cuanto le preguntan responde ita con una fatuidad que nunca deja de producir su efecto.
Animado por estas respuestas siempre afirmativas, el prior le dice en ocasiones:
-Trabajáis mucho, padre Gorenflot, y eso os pone triste.
Gorenflot responde al prior, como Chicot a Enrique III.
-¿Quién sabe?
-Quizás nuestros alimentos son un poco groseros -añade el prior-; ¿deseáis que nombremos otro padre cocinero? Ya sabéis, padre Gorenflot que quoedam saturationes minus sucedunt.
-Ita -contesta eternamente Gorenflot acariciando más y más su burro.
-Mucho acariciáis a Panurgo, padre Gorenflot, ¿os vuelve la manía de viajar?
-¡Oh! -responde entonces Gorenflot exhalando un suspiro.
Cierto que éste es el recuerdo que atormentaba a Gorenflot. Gorenflot, que al principio creyó una gran desgracia su destierro del convento, ha descubierto en el destierro goces infinitos que no conocía, y cuyo origen es la libertad. En medio de su felicidad un gusano le roe el corazón; es el deseo de la libertad: la libertad con Chicot, alegre compañero, con Chicot, a quien ama sin saber por qué, tal vez porque de cuando en cuando le sacude.
-¡Ah! -dice con timidez un fraile que ha estado observando la expresión de la fisonomía de Gorenflot-, creo que tenéis razón, padre prior, y que su reverencia se cansa de estar en el convento.
-Cansarme precisamente no -repuso Gorenflot-, pero conozco que he nacido para una vida activa, de luchas, para la política de las plazas, para predicar sobre guardacantones.
Y mientras dice estas palabras, sus ojos se animan: piensa en las tortillas de Chicot, en el vino de Anjou de maese Claudio Bonhomet y en la sala baja del Cuerno de la Abundancia.
Desde el día del alistamiento de la Liga, o mejor dicho desde el siguiente por la mañana, no le han dejado salir del convento; desde que el rey se ha hecho jefe de la Unión, los coligados proceden con doble mayor prudencia.
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