Alejandro dumas



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En el instante en que ponía el pie en tierra y Diana le echaba la escala, el duque y Aurilly salían por la esquina de la Bastilla, y vie­ron precisamente debajo del balcón de la hermosa Diana una sombra sus­pendida entre el cielo y la tierra, cuya sombra desapareció casi en se­guida tras la esquina de la calle de San Pablo.

-Señor -decía el criado de Mon­soreau-, vamos a despertar a todos los de la casa.

-¿Qué importa? -decía Monso­reau furioso-, creo que yo soy aquí el amo y que tengo el derecho para hacer en mi casa lo que quería hacer el señor duque de Anjou.

La litera estaba dispuesta; Mon­soreau envió a llamar a dos de sus dependientes que le acompañaban siempre que estaba herido, y que vivían en la calle de Tournelles, y luego que llegaron y se situaron a uno y otro lado de la máquina, par­tió ésta tirada por dos robustos ca­ballos, que caminando al trote lle­garon en menos de un cuarto de hora a la puerta del palacio de An­jou. Los caballos del duque y Au­lly aun tenían puesto el freno, prue­ba de que sus amos acababan de entrar en aquel momento.

Monsoreau, que tenía entrada franca en el palacio ducal, se pre­sentó a la puerta del gabinete del duque, precisamente en el momento en que éste, después de haber de­jado el sombrero en un sillón, ex­tendía la pierna para que le sacase las botas una ayuda de cámara.

No obstante, anunció su llegada un criado que le precedía algunos pasos.

Un rayo que hubiera roto los cris­tales de su cuarto no habría asom­brado más al príncipe que el anun­cio que acababa de oír.

-¡Monsieur de Monsoreau! -ex­clamó con una emoción que se de­jaba conocer en su palidez y en el tono de su voz.

-Sí, Monsoreau, yo mismo -re­puso el conde, comprimiendo, o más bien procurando comprimir la sangre que bullía en sus arterias, y haciendo para ello un esfuerzo tan violento, que se le doblaron las pier­nas y cayó sentado en una silla a la entrada del aposento.

-Os vais a matar, querido ami­go -dijo el duque-, y en este mo­mento estáis tan pálido que parece que vais a desmayaros.

-¡Oh! no, monseñor; por ahora tengo cosas demasiado importantes que confiar a Vuestra Alteza; luego tal vez me desmayaré, pero ahora no.

-Vamos, hablad, querido conde -dijo Francisco turbado.

-Lo que tengo que decir a Vues­tra Alteza no debe oírlo ninguna otra persona.

El duque despidió a todos sus sirvientes y aun al mismo Aurilly.

Los dos personajes se quedaron solos.

-¿Vuestra Alteza viene de fuera? -dijo Monsoreau.

-Ya lo veis, conde. ¿Es una im­prudencia andar así de noche por las calles?

-Ese polvo que cubre vuestro traje, monseñor.

-Monsieur de Monsoreau -ex­clamó el príncipe en tono cuya sig­nificación no podía equivocarse-: ¿hacéis otro oficio además del de montero mayor?

-¿El oficio de espía? sí, monse­ñor; todo el mundo le hace en el día, unos más y otros menos.

-¿Y qué os proporciona ese ofi­cio?

-El saber lo que pasa.

-No deja de ser curioso lo que me decís -repuso el príncipe acer­cándose a la plancha de metal para estar pronto a llamar en caso pre­ciso.

-Muy curioso -dijo Monsoreau.

-Vaya, contádmelo.

-No he venido a otra cosa.

-¿Permitís que me siente?

-Dejad la ironía, monseñor, para emplearla con otro que no sea un humilde y fiel amigo como yo, que viene a esta hora y en el estado en que se halla, solo por prestaros un

señalado servicio. Si me he sentado, monseñor, es porque no puedo es­tar de pie.

-Un servicio -replicó el du­que-; un servicio.

-Sí.


-Hablad, pues.

-Monseñor, vengo en nombre de un poderoso príncipe.

-¿Del rey?

-No, del señor duque de Guisa.

-¡Ah! -dijo el príncipe-, de parte del duque de Guisa; eso es otra cosa; acercaos y hablad bajo.

LXXIX. CONTINUACION DEL ANTERIOR

Hubo un instante de silencio, al cabo del cual dijo:

-Y bien, señor conde, ¿qué te­néis que decirme de parte de los señores de Guisa?

-Muchas cosas, monseñor.

-¿Os han escrito?

-¡Oh, no, monseñor! Los seño­res de Guisa no escriben ya desde la singular desaparición de maese Nicolás David.

-Entonces habréis estado en el ejército.

-No, monseñor, ellos son los que han venido a París.

-¡Los Guisa en París! -murmu­ró el duque.

-Sí, monseñor.

-¡Y no les he visto yo!

-Son demasiado prudentes para exponerse y exponer al mismo tiem­po a Vuestra Alteza.

-¿Cómo no me han avisado?

-Ya lo hacen, puesto que vengo yo a eso.

-¿Y qué vienen a hacer aquí?

-Vienen a la cita que les habéis dado.

-¿Yo les he dado una cita?

-Indudablemente, el mismo día en que Vuestra Alteza fue preso re­cibió una carta de los Guisa, a la cual respondió verbalmente por mi conducto que se presentasen en Pa­rís del 31 de mayo al 2 de junio. Es­tamos en 31 de mayo, si Vuestra Alteza ha olvidado a los Guisa, los Guisa no han olvidado a Vuestra Alteza.

Francisco se puso pálido: habían ocurrido tantas cosas desde el día en que diera la cita, que ya se ha­bía olvidado de ella, no obstante su importancia.

-Es verdad -dijo el conde-, pero las relaciones que existían en aquella época entre los Guisas y yo ya no existen.

-Si así es, monseñor -dijo el conde- haríais bien en avisárselo, porque yo creo que ellos miran las cosas de otro modo.

-¿Cómo así?

-Sí, monseñor; tal vez Vuestra Alteza, se cree libre de todo com­promiso con ellos, pero ellos siguen creyéndose aliados de Vuestra Alte­za.

-Engaño, mi querido conde, lazo en que un hombre como yo no se deja coger dos veces.

-¿Y dónde le cogieron a Vues­tra Alteza la primera vez?

-¡Cómo? ¿Dónde? En el Lou­vre. ¡Pardiez!

-¿Por culpa de los Guisa?

-No diré precisamente que par culpa de ellos -repuso el príncipe-, pero digo que no han contri­buido a mi evasión.

-Difícil era que contribuyesen, pues que también ellos tenían que ocultarse.

-Es cierto -murmuró el duque.

-Pero luego que estuvisteis en Anjou, ¿no he llevado yo el encar­go de deciros de su parte que po­dríais contar con ellos como ellos contaban con vos, y que el día en que marchaseis sobre París ellos marcharían también?

-Es verdad -dijo el duque-; pero yo no he marchado sobre Pa­rís.

-Sí tal, monseñor, pues que en París estáis.

-Sí, más estoy como aliado de mi hermano.

-Vuestra Alteza me permitirá que le diga que es algo más aliado de los Guisas.

-¿Qué soy?

-Su cómplice.

El duque de Anjou se mordió los labios.

-¿Y decís que os han dado la comisión de anunciarme su llega­da?

-Sí, señor, me han hecho esa honra.

-Más no os han comunicado los motivos de su vuelta.

-Sí, señor; sabiendo que poseo la confianza de Vuestra Alteza me han dado parte de todo, de motivos y de proyectos.

-¡Luego tienen proyectos! ¡Y cuáles!

-Los mismos.

-¿Y los juzgan practicables?

-Los tienen por ciertos.

-Y el objeto de esos proyectos es...

El duque se detuvo, no osando pronunciar las palabras que debían seguir naturalmente a las que acaba­ba de decir.

Monsoreau acabó de expresar el pensamiento del duque, diciéndole: -Haceros rey de Francia; sí, monseñor.

El duque se puso colorado de alegría.

-¿Pero es favorable el instante? -preguntó.

-Vuestra sabiduría decidirá.

-¿Mi sabiduría?

-Sí, estos son los hechos, hechos visibles, irrecusables.

-Vamos a ver.

-El nombramiento del rey como jefe de la Liga, ha sido una farsa conocida al momento. Ahora se es­tá verificando la reacción y todo el pueblo se subleva contra la tiranía del rey y de sus hechuras. Los pre­dicadores convocan al pueblo a las armas, en las iglesias se maldice al rey en vez de rezar, el ejército está impaciente, los paisanos forman aso­ciaciones, nuestros emisarios hacen cada día nuevos prosélitos y aumen­ta el número de individuos de la Liga, en fin, el reinado de Valois to­ca a su fin. En estas circunstancias los Guisas necesitan elegir un com­petidor de prestigio para el trono, y su elección ha recaído natural­mente en Vuestra Alteza. Ahora bien, ¿renunciáis a vuestras antiguas ideas?

El duque no contestó.

-Y bien -preguntó Monso­reau- ¿qué piensa Vuestra Alteza?

-¡Psé! -respondió el príncipe-, pienso...

-Vuestra Alteza sabe que puede hablar conmigo con toda franqueza.

-Pienso -dijo el duque-, que mi hermano no tiene hijos, que mu­riendo é1 me corresponde el trono de derecho, que su salud está que­brantada, y que por tanto no nece­sito promover agitaciones ni com­prometer mi nombre, mí dignidad y mi afecto por apoderarme con pe­ligro de una cosa que al fin he de obtener sin él.

-Ese es justamente -dijo Mon­soreau-, el engaño de Vuestra Al­teza: no penséis heredar el trono de vuestro hermano, si no lo tomáis por la fuerza. Los Guisas no pueden hacerse reyes, pero no dejarán reinar sino a quien satisfaga sus espe­ranzas. Ellos han contado con Vues­tra Alteza para ocupar el puesto del rey actual; pero si Vuestra Alte­za se niega buscarán otro.

-¿Y quién? -exclamó el duque de Anjou frunciendo el ceño-, ¿quién osará sentarse en el trono de Carlomagno?

-Un Borbón, en lugar de un Va­lois: un hijo de San Luis en lugar de otro hijo de San Luis.

-¿El rey de Navarra? -preguntó Francisco.

-¿Y por qué no? Es joven y va­liente: cierto es que no tiene hijos, pero también se sabe de cierto que puede tenerlos.

-Es hugonote.

-¿Y no se convirtió el día de San Bartolomé?

-Sí, pero abjuró después.

-Bien, lo que hizo por la vida luego lo hará por el trono.

-¿Creen que cederé mis derechos sin defenderlos?

-Está previsto ese caso.

-Les haré una guerra cruel.

-¡Bah! ellos son gente de armas tomar.

-Me pondré a la cabeza de la Liga.

-La Liga les pertenece.

-Me reuniré con mi hermano.

-Vuestro hermano ya no existi­rá.

-Llamaré en mi auxilio a los reyes de Europa.

-Los reyes de Europa harán de buen grado la guerra a los reyes, pero se mirarán mucho antes de ha­cérsela a un pueblo.

-¿Cómo a un pueblo?

-Sin duda, porque los Guisas están resueltos a todo, hasta a cons­tituir estados, hasta a formar una república.

Francisco cruzó las manos con in­explicable angustia, Monsoreau es­taba tan formidable con sus respues­tas que no le dejaban salida alguna. -¿Una república? -murmuró.

-Sí, monseñor, como Suiza, co­mo Génova, como Venecia.

-Pero mi partido no dejará que se establezca en Francia la repú­blica.

-¿Vuestro partido? -dijo Mon­soreau-; Vuestra Alteza ha sido tan desinteresado, tan magnánimo que puedo afirmarle que su partido no se compone más que de dos perso­nas, M. de Bussy y yo.

El duque no pudo contener una sonrisa siniestra, y dijo:

-¿Conque tengo ligadas las ma­nos?

-Poco menos, monseñor.

-Entonces, ¿qué necesidad hay de acudir a mí, si como decís nada puedo?

-Nada podéis, monseñor, contra los Guisas, mas sois omnipotente con ellos.

-¿Con ellos?

-Sí, monseñor, decid una palabra y sois rey.

El duque se levantó muy agitado y se puso a pasear por el cuarto, arrugando con furor cuanto caía en sus manos, cortinas, tapices, cubier­tas de mesa; por último, se detuvo frente a Monsoreau, v dijo:

-Tenéis razón, conde, no puedo contar más que con dos amigos, que sois, tú y Bussy.

Y dijo estas palabras acompanan­dolas con una sonrisa benévola.

-Así pues -dijo Monsoreau con ojos centelleantes de alegría.

-Así, pues, fiel servidor -repu­so el duque-, habla que ya te oigo.

-¿Vuestra Alteza lo manda?

-Sí.

-Pues bien, en dos palabras diré a Vuestra Alteza cuál es el plan. El duque palideció, pero prestó atención.



El conde dijo:

-Dentro de ocho días es la fun­ción del Corpus.

-Sí.

-El rey tiene dispuesto para ese día una gran procesión que pasará por los principales conventos de París.



-Es costumbre que el rey asista a la procesión en tal época.

-Entonces, como recordará Vues­tra Alteza, el rey va sin guardias, o al menos los guardias se quedan a la puerta, Su Majestad se detiene delante de cada altar, se arrodilla y reza cinco pater noster y cinco Aves Marías, todo acompañado de los siete salmos de la penitencia.

-Ya lo sé.

-Irá al convento de Santa Geno­veva así como a los demás.

-Sin duda.

-Sólo que como durante la no­che habrá ocurrido un accidente en­frente del convento...

-¿Un accidente?

-Sí, monseñor, se habrá hundi­do el terreno de una alcantarilla.

-¿Y qué?

-El altar no podrá estar coloca­do bajo el pórtico como en otras ocasiones y estará dispuesto en el mismo patio.

-Ya comprendo.

-El rey entrará, cuatro o cinco personas entrarán con él; pero de­trás del rey y de esas cuatro o cinco personas se cerrarán las puertas.

-¿Y entonces?

-Entonces -añadió Monso­reau-, ¿sabe Vuestra Alteza quié­nes son los frailes que harán los ho­nores del convento a Su Majestad?

-Serán los mismos...

-Sí, monseñor, los mismos que se hallaban allí cuando Vuestra Al­teza fue consagrado.

-¿Y se atreverán a poner las manos en el ungido del Señor?

-¡Oh! Si no es más que para cortarle el pelo: ya sabéis la copla.

Una de tres coronas

perdiste, ingrato,

y la segunda corre

riesgo inmediato,

y la tercera

te la haremos nosotros

con la tijera.

-¿Eso se atreverán a hacer? -repuso el duque, mostrando en sus brillantes ojos la ambición que le dominaba-, ¿tocarán a un rey a la cabeza?

-¡Oh! entonces ya no será rey.

-¿Cómo así?

-¿No habéis oído hablar de un padre de Santa Genoveva, de un santo varón que pronuncia discur­sos mientras llega la ocasión de ha­cer milagros?

-¿El P. Gorenflot?

-Precisamente.

-¿El mismo que quería predicar la Liga con el arcabuz al hombro?

-El mismo.

-¿Y qué?


-Llevarán al rey a su celda, y allí el P. Gorenflot se encarga de hacerle firmar su abdicación; luego, cuando haya abdicado, entrará Ma­dame de Montpensier con las tije­ras en la mano, tijeras que ya están compradas y son de oro macizo y están muy cinceladas, pues a tal señor, tal honor.

Francisco guardó silencio, sus ojos se habían dilatado como los del gato que acecha su presa en la obscuridad.

-Ya sabéis lo demás, monseñor -prosiguió el conde-. Se anuncia al pueblo que el rey, sintiéndose mo­vido de un arrepentimiento santo de sus faltas, ha manifestado el de­seo de no volver a salir del conven­to; y si algunos dudan que la voca­ción de Su Majestad sea verdadera, el duque de Guisa es dueño del ejér­cito, el cardenal del clero y M. de Mayena de la clase media, con cu­yos tres poderes se puede hacer creer al pueblo todo lo que se quiera.

-Pero se me acusará de violen­cia -dijo el duque al cabo de un instante.

-No estáis obligado a presenciar el acto.

-Todos me mirarán cómo usur­pador.

-Vuestra Alteza olvida la abdi­cación.

-El rey rehusará hacerla.

-Parece que el P. Gorenflot es no solamente hombre de capacidad sino de fuerza.

-¿Conque el plan es ya cosa re­suelta?

-Por completo.

-¿Y no temen que yo lo denun­cie?

-No, monseñor, porque hay otro no menos seguro combinado contra vos para el caso de que les vendie­seis.

-¡Hola! -exclamó Francisco.

-Sí, monseñor, y ese no sé en qué consiste, pues no me lo han confiado porque saben que soy vues­tro amigo.

-Siendo así me rindo, conde. ¿Qué debo hacer?

-Aprobar.

-Pues bien, apruebo.

-Sí, más no basta aprobarlo con palabras.

-¿Pues cómo debo aprobarlo?

-Por escrito.

-Es locura creer que yo con­sienta en tal cosa.

-¿Y por qué?

-Porque si abortase la conjura­ción...

-Justamente quieren la firma de Vuestra Alteza para el caso de que la conjuración aborte.

-¡Hola! ¿Tratan de cubrirse con mi nombre?

-Ni más, ni menos.

-Entonces me niego a todo.

-No podéis negaros.

-¿Qué no?

-No, monseñor.

-¿Estáis loco?

-Negaros es traicionar la causa de los conjurados.

-¿Por qué?

-Porque sabéis el plan: yo que­ría callarlo, Vuestra Alteza me or­denó que hablase.

-Pues bien, que lo tomen como quieran, si he de elegir entre dos peligros, elijo éste.

-Monseñor, mirad no elijáis mal.

-Allá veremos -dijo Francisco algo conmovido, pero procurando no obstante conservar su firmeza.

-No os lo aconsejo -dijo Mon­soreau.

-Firmando me comprometo.

-Y no firmando os suicidáis. Francisco se estremeció.

-¿Se atreverían?

-Se atreverán a todo, monseñor: la conspiración está ya muy adelan­tada y es preciso vencer a toda cos­ta.

El duque quedó indeciso por al­gunos momentos; al cabo dijo:

-Firmaré.

-¿Cuándo?

-Mañana.

-No, monseñor, si habéis de fir­mar ha de ser ahora mismo.

-Pero antes es necesario que los Guisas redacten la obligación que yo he de firmar.

-Está redactada, monseñor, y la traigo conmigo.

Monsoreau sacó un papel del bol­sillo en el cual se declaraba en nom­bre del príncipe, que éste se adhe­ría completamente al proyecto que sabemos.

El duque le leyó desde el princi­pio hasta el fin, y conforme iba le­yendo le veía el conde ponerse pá­lido; cuando concluyó se le dobla­ron las piernas y se sentó, o más bien se dejó caer en un sillón de­lante de la mesa.

-Tomad, monseñor -dijo Mon­soreau dándole una pluma.

-¿Conque es preciso firmar? -dijo Francisco poniéndose la ma­no en la frente, porque se le iba la cabeza.

-Es necesario, si así lo queréis; nadie os obliga a ello.

-¿Cómo que no se me obliga cuando me amenazáis con la muer­te?

-Yo no os amenazo, monseñor. Dios me libre: os advierto lo que puede ocurrir, y esto, es muy di­verso.

-Dadme acá -dijo el duque.

Y haciendo un esfuerzo tomó o más bien arrancó la pluma de las manos del conde y firmó.

Monsoreau seguía sus ademanes ardiendo en odio y esperanza. Cuando le vio poner la pluma en el papel tuvo que apoyarse en la mesa para sostenerse: sus pupilas parecían que se dilataban conforme la mano del duque iba formando las letras que ponían su nombre.

-¡Ah! -dijo luego que el duque hubo concluido.

Y tomando el papel con no me­nos violencia que la del duque cuan­do había cogido la pluma, le dobló, se lo guardó entre la camisa y la tela de seda, que hacía oficio de chaleco en aquel tiempo, se aboto­nó la ropilla y se cruzó la capa por encima.

El duque le miraba sorprendido no sabiendo a qué atribuir la expre­sión de gozo feroz que animaba aquel rostro pálido.

-Y ahora, monseñor -dijo Mon­soreau-, sed prudente.

-¿Cómo? -interrogó el duque.

-Sí, no os aventuréis de noche por las calles con Aurilly, como acabáis de hacerlo hace un mo­mento.

-¿Qué quiere decir eso?

-Quiere decir que esta noche habéis salido con el fin de perse­guir a una mujer a quien su marido adora y de quien está celoso hasta el punto de... sí, pardiez, hasta el punto de matar a cualquiera que se aproxime a ella son su permiso.

-¿Habláis de vos y de vuestra mujer?

-Sí monseñor, y pues lo habéis adivinado al instante, no trataré de negarlo. Yo me he casado con Dia­na de Meridor; ella es mía, mientras yo viva nadie la poseerá. Y para que os convenzáis, monseñor, de que di­go verdad, lo juro por mi nombre y sobre este puñal.

Y puso la punta de su puñal casi sobre el pecho del príncipe: éste dio un paso atrás, y pálido de cólera dijo:

-¿Me amenazáis?

-No, monseñor, no hago más que avisaros como antes.

-¿Y qué me avisáis?

-Que nadie poseerá a mi mujer.

-Y yo, señor necio -exclamó el duque de Anjou fuera de sí-, yo os digo que la advertencia llega tar­de y que ya hay uno que la posee.

Monsoreau lanzó un grito terri­ble, y asiéndose con las dos manos de los cabellos, exclamó:

-¿Sois vos, monseñor, sois vos?

Y su brazo armado sólo tenía que extenderse para herir el pecho del príncipe.

-Estáis loco, conde -dijo pre­parándose para llamar sobre la plan­cha de metal.

-No estoy loco, monseñor, veo claro y oigo bien: acabáis de de­cirme que existe un hombre que posee a mi mujer.

-Y lo repito.

-Decidme quién es ese hombre, y dadme pruebas del hecho que ha­béis sentado.

-¿Quién se hallaba escondido esta noche a veinte pasos de vues­tra puerta con un mosquete?

-Yo.

-Pues bien, conde, entretanto...



-Entretanto...

-Un hombre estaba en vuestra casa, quiero decir, en el aposento de vuestra mujer.

-¿Le visteis entrar?

-Le vi salir.

-¿Por la puerta?

-Por la ventana.

-¿Le conocisteis?

-Sí -repuso el duque.

-Decidme su nombre -exclamó Monsoreau-, decidme su nombre, monseñor, o no respondo de nada. El duque se pasó la mano por la frente y se sonrió con disimulo.

-Señor conde -añadió-, a fe de príncipe de la sangre, por Dios y por mi alma, os juro que dentro de ocho días os diré cómo se llama el hombre que posee a vuestra mu­jer.

-¿Me lo juráis? -preguntó monseñor.

-Os lo juro.

-Pues bien, monseñor, hasta dentro de ocho días -dijo el conde, dándose una palmada en el sitio donde tenía guardado el papel fir­mado por el príncipe-; hasta den­tro de ocho días o si no... ya me comprendéis.

-Volved dentro de ocho días, y no digo más.

-Más vale así -dijo Monso­reau-; dentro de ocho días estaré restablecido; el que desea vengarse necesita tener todas sus fuerzas.

Y se despidió del príncipe con un gesto amenazador.

LXXX. UN PASEO AL CERCADO DE TOURNELLES

Mientras sucedían los acontecimien­tos que acabamos de referir ha­bían ido volviendo poco a poco a París los partidarios del duque de Anjou.

Si dijésemos que volvían confia­dos no se nos creería. Sabían ellos perfectamente lo que eran el rey, su hermano y su madre, para esperar que todo se concluyese con abra­zos de familia.

Tenían muy presente la batida que les habían dado los amigos del rey, y no podían decidirse a creer que en compensación de ello les preparasen un triunfo.

Volvieron, pues, tímidamente, en­trando en la ciudad armados de pies a cabeza, prontos a hacer fuego con­tra cualesquiera persona en quien advirtiesen el menor ademán sos­pechoso, y desenvainando cincuenta veces la espada antes de llegar al palacio de Anjou, contra paisanos que no cometían otro delito que el de mirarle. Antraguet, especialmen­te, se mostraba feroz y achacaba to­das sus desgracias a los favoritos del rey, prometiéndose cuando lle­gara el caso decirles dos palabras bien dichas.

Dio parte de este proyecto a Ri­beirac, que era hombre de buen con­sejo, y éste le contestó que antes de todo era necesario hallarse cerca de una frontera o de dos.

-Ya lo arreglaremos -dijo An­traguet.

El duque les recibió bien, pues eran sus favoritos, así como Maugi­ron, Quelus, Schomberg y d'Eper­non, lo eran del rey.

Lo primero que les dijo fue:

-Amigos míos, parece que se tra­ta de mataros: ahora es de moda este modo de recibir a las personas; vivid prevenidos.

-Ya lo estamos, monseñor -con­testó Antraguet-, pero ¿no sería conveniente que fuésemos a ofrecer a Su Majestad nuestros humildes respetos? Porque en fin, si nos ocul­tamos no será grande honor para la provincia de Anjou: ¿qué os pa­rece?

-Tenéis razón -dijo el duque-, id; y si queréis yo os acompañaré. Los tres jóvenes se consultaron con una mirada. En aquel instante entró Bussy y fue a abrazar a sus amigos.

-Mucho habéis tardado -dijo-; ¿pero qué es lo que acabo de oír? Su Alteza quiere nada menos que ir a recibir la muerte en el Louvre, como César en el senado de Roma. ¿Sabéis que cada uno de los se­ñores favoritos tendría gran placer en llevarse bajo la capa un trozo de carne de Su Alteza?


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