-¡Primero morir!
-¿Sí? Pues entonces morirás... Mira, ya vuelve el prior... decídete.
-Tengo guardias y amigos: yo me defenderé.
-Puede ser; pero antes te mataremos.
-Dejadme al menos un minuto para reflexionar.
-Ni un minuto, ni un segundo.
-Vuestro celo os extravía, hermano -exclamó el prior.
E hizo con la mano una seña que quería decir:
-Señor, accedemos a vuestra petición.
Luego cerró la puerta.
El rey se puso a reflexionar profundamente.
-¡Vamos! Aceptemos el sacrificio -dijo.
Habían transcurrido diez minutos ínterin Enrique reflexionaba; al cabo de los diez minutos llamaron al ventanillo de la celda.
-Ya está hecho -dijo Gorenflot-: acepta.
El rey percibió un murmullo de alegría y sorpresa en el corredor.
-Leedle el acta de abdicación -dijo una voz que conmovió al rey, hasta el punto de hacerle mirar la rejilla, por la cual un fraile entregó a Gorenflot un pergamino arrollado.
Gorenflot leyó trabajosamente el acta de abdicación, al rey, el cual la oyó con muestra de gran dolor y ocultando la frente entre las manos.
-¿Y si me niego a firmar? -preguntó llorando...
-Os perderéis -contestó el duque de Guisa con voz sorda-. Consideraos muerto para el mundo, y no nos obliguéis a derramar la sangre de un hombre que ha sido nuestro rey.
-No se me obligará a firmar -repuso Enrique.
-Ya había yo previsto eso -murmuró el duque de Guisa dirigiéndose a su hermana, cuya frente se arrugó, y cuyos ojos lanzaron un resplandor siniestro.
-Id, hermano -añadió, dirigiéndose a Mayena-, y haced que todo el mundo se arme y se prepare.
-¿Para qué? -dijo el rey en tono lastimero.
-Para todo -repuso José Foulon.
El rey dio entonces mayores muestras de desesperación.
-¡Pardiez! -exclamó Gorenflot-, yo te aborrecía, Valois, pero ahora te desprecio: vamos, firma o morirás a mis manos.
-Un poco de paciencia, padre -balbuceó el rey-, dejad que me encomiende a Dios para que me dé resignación.
-Quiere reflexionar más -gritó Gorenflot dirigiéndose a los de afuera.
-Se le da de plazo hasta las doce de la noche -dijo el cardenal.
-Gracias, cristiano caritativo -dijo el rey con el mayor desconsuelo-; Dios te lo pague.
-Su cerebro está en efecto debilitado -exclamó el duque de Guisa-, y es hacer un servicio a Francia el destronarle.
-No importa -dijo la duquesa-; aunque esté débil tendría mucho placer en tonsurarle.
Durante este diálogo, Gorenflot, con los brazos cruzados delante de Enrique, le injuriaba atrozmente, echándole en cara todos sus excesos.
De pronto sonó un ruido sordo fuera del convento.
-¡Silencio! -gritó el duque de Guisa.
Todos callaron. Entonces se oyeron fuertes golpes dados en la sonora puerta del convento.
Mayena echó a correr hacia allá con toda la rapidez que le permitía su gordura.
-Hermanos -dijo-, en el pórtico hay gente armada.
-Vienen a buscarle -dijo la duquesa.
-Pues que firme al instante -dijo el cardenal.
-¡Firma, Valois, firma! -gritó Gorenflot con voz de trueno.
-Me habéis dado de plazo hasta las doce -dijo el rey con voz humilde.
-¡Hola! te resistes porque crees ser socorrido.
-Sin duda, es probable...
-Que muera si no firma al momomento, -repuso la duquesa con voz agria e impetuosa.
Gorenflot se apoderó de la mano del rey, y le presentó una pluma.
Por momentos iba aumentando el ruido fuera del convento.
-Vienen más tropas -dijo un fraile-; están cercando el atrio.
-¡Vamos! -gritaron impacientes Mayena y la duquesa.
El rey mojó la pluma en el tintero.
-¡Los suizos! -dijo Foulon llegando a toda prisa-. Han invadido el cementerio, y todo el convento está cercado.
-Pues bien, nos defenderemos -repuso resueltamente Mayena-; con rehenes como el que tenemos no se rinde nunca una plaza a discreción.
-¡Ya ha firmado! -gritó Gorenflot arrebatando el pergamino de las manos del rey, el cual escondió la cabeza en la capucha y cubrió la capucha con los brazos.
-Entonces ya somos reyes -dijo el cardenal al duque-; coge pronto ese precioso documento.
El rey, en un acceso de dolor, derribó la única lámpara que alumbraba la escena; pero el duque de Guisa tenía ya en la mano el pergamino.
-¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos? -interrogó un fraile que llegó corriendo y que a pesar del hábito se conocía que era un caballero bien completo y armado-. Crillon ha llegado con los guardias franceses y nos amenaza con derribar las puertas. ¿No oís?
-¡Abrid en nombre del rey! -gritaba Crillon con voz fuerte.
-Ya no hay tal rey -contestó Gorenflot asomándose a la ventana.
-¿Y quién lo dice, bribón? -preguntó Crillon.
-¡Yo, yo! -dijo Gorenflot desde la obscuridad con acento de orgullo de los más provocadores.
-Muchachos -dijo Crillon- tratad de ver dónde está ese bellaco y plantádmele unas cuantas balas en el vientre.
Gorenflot, viendo a los guardias disponer las armas, se dejó caer de espaldas en medio de la celda.
-Echad la puerta abajo, Crillon -dijo en medio del silencio general una voz que erizó los cabellos de todos los frailes verdaderos y fingidos que esperaban en el corredor.
Aquella voz era la de un hombre que salió de las filas, y avanzó hacia la escalera del pórtico.
-Ya voy, señor -contestó Crillon descargando en la puerta principal un violento hachazo que hizo retemblar las paredes.
-¿Qué se ofrece? -dijo el prior asomándose lleno de miedo a una ventana.
-¡Ah! Sois vos, padre prior -exclamó la misma voz altiva y grave-: volvedme a mi bufón, que se ha quedado esta noche en una celda de vuestro convento; necesito a Chicot, pues me aburro en la soledad.
-Y yo me divierto aquí lindamente, hijo mío -repuso Chicot, bajándose la capucha y pasando por entre los frailes que se apartaron llenos de espanto.
En aquel instante, el duque de Guisa, a la luz de una lámpara que mandó llevar, leyó al pie del acta la siguiente firma, conseguida con tanto trabajo:
CHICOT I
-¡Yo Chicot I! -exclamó Chicot-, id con mil demonios.
-Estamos perdidos -gritó el cardenal-, huyamos.
-¡Bah! -dijo Chicot, azotando a Gorenflot, que se encontraba casi desmayado con la cuerda que llevaba a la cintura.
LXXXVI. LOS INTERESES Y EL CAPITAL
A medida que el rey hablaba, la sorpresa de los conjurados se iba convirtiendo en terror.
La firma de Chicot I, convirtió el espanto en furor.
Chicot se echó atrás la capucha, se cruzó de brazos, y mientras Gorenflot huía a todo escape, él sostuvo inmóvil y risueño el primer choque.
El momento fue terrible; gran multitud de hombres furiosos se dirigieron al gascón resueltos a vengarse de la burla cruel de que eran víctimas.
Pero aquel hombre desarmado, cuyo pecho se hallaba cubierto por los dos brazos, cuyo semblante burlón parecía que les desafiaba, les contuvo más tal vez, que las exhortaciones del cardenal, el cual les hizo notar, que la muerte de Chicot no serviría de nada, sino por el contrario, el rey la vengaría cruelmente, pues era cómplice de la burla terrible que su bufón les había hecho.
Volvieron a la vaina las dagas y las tizonas, y Chicot, fuese por fidelidad al rey, y era capaz de llevarla hasta este punto, o fuese porque penetrase el pensamiento de los conjurados, continuó riéndose de ellos en sus barbas.
Mientras tanto, las amenazas del rey iban siendo mayores y los hachazos de Crillon más repetidos. Era evidente que la puerta no podía resistir por mucho tiempo a semejante ataque que los conjurados ni siquiera pensaban en rechazar.
Por lo mismo, el duque de Guisa, después de un momento de deliberación dio la orden de retirada.
Chicot se sonrió.
En las noches que había pasado con Gorenflot, había examinado el subterráneo, y hallado la puerta de salida, había dado parte al rey de este descubrimiento, y el rey había situado delante de aquella puerta a Tocquenot, teniente de guardias suizos.
Era, pues, indudable, que los coaligados iban a caer en el lazo que se les tenía tendido.
El cardenal se eclipsó primero, seguido de unos veinte caballeros; después Chicot vio pasar al duque de Guisa con igual número de frailes, y por último a Mayena que por no poder correr a causa de su enorme vientre y de sus anchas espaldas, debía ser naturalmente el encargado de cubrir la retirada.
Cuando pasó Mayena sofocado con su gordura frente a la celda de Gorenflot, Chicot pensó morir de risa.
Diez minutos transcurrieron, durante los cuales estuvo Chicot escuchando atentamente, creyendo oír el ruido de los conjurados que volvían rechazados del subterráneo; pero el ruido continuaba alejándose en vez de acercarse, lo cual le sorprendió extraordinariamente.
Ocurrióle entonces un pensamiento, que convirtió sus carcajadas de risa en gritos de rabia. Pasaba el tiempo, los coaligados no volverían, sin duda habían notado que la puerta estaba guardada y buscado otra salida.
Chicot iba a lanzarse fuera de la celda, cuando de pronto una masa informe obstruyó la puerta, cuya masa se arrojó a sus pies, arrancándose los cabellos y exclamando:
-¡Ay infeliz de mí! ¡Oh mi buen señor Chicot! ¡Perdón, perdón!
Lo primero que le ocurrió a Chicot al contemplar a Gorenflot a sus pies fue preguntar cómo es que habiendo huido el primero volvía solo, cuando ya debería de estar muy lejos.
-¡Oh, buen monsieur Chicot! -siguió gritando Gorenflot-, perdonad a vuestro indigno amigo que se arrepiente y abraza vuestras rodillas.
-¿Pero cómo no te has escapado con los demás pícaros?
-Porque no he podido pasar por donde pasaban los otros, mi buen señor, porque su Divina Majestad, sin duda para castigarme, me ha hecho tan gordo. ¡Oh desdichado vientre mío! ¡Oh miserable panza! -gritaba el fraile dándose con los dos puños cerrados en el sitio que apostrofaba-. ¡Ah! ¿por qué no soy flaco como vos, monseñor Chicot? ¡Cuán bello y sobre todo cuán ventajoso es ser flaco!
Chicot no sabía cuál fuese la causa de las lamentaciones del fraile.
-¿Pero los otros han pasado por alguna parte? -exclamó con voz de trueno-; ¿se han fugado los otros?
-¡Pardiez! -contestó el fraile-, ¿qué queréis que hiciesen? ¿esperar a que les ahorcaran? ¡Oh desdichado vientre!
-Silencio -gritó Chicot-, y contéstame.
Gorenflot se incorporó sobre las rodillas.
-Preguntad, monsieur Chicot -respondió-, tenéis derecho a ello.
-¿Cómo se han escapado los otros?
-A todo correr.
-Ya entiendo, ¿mas por dónde?
-Por el respiradero que da a la cueva del cementerio.
-¿Es ese el camino que tú llamas el subterráneo? contesta pronto.
-No, querido monsieur Chicot; la puerta del subterráneo estaba guardada por fuera: el gran cardenal de Guisa, en el momento de abrirla oyó a un suizo decir: Mirch durstet, lo cual quiere decir según parece tengo sed.
-¡Voto al demonio! -exclamó Chicot-, ya sé lo que significa: de suerte que los fugitivos han tomado otro camino.
-Sí, monsieur Chicot, huyen por la cueva del cementerio.
-¿Adónde da?
-Por un lado a la cripta y por otro a la puerta de Santiago.
-Mientes.
-No, señor.
-Si hubiesen huido por la cueva que da a la cripta, les habría visto pasar por aquí.
-Sí, señor, pero han pensado que no tenían tiempo para dar tan gran rodeo, y se han escapado por el respiradero.
-¿Qué respiradero?
-Por un respiradero que cae al jardín y que sirve para dar luz al subterráneo.
-¿De suerte que tú?. ..
-De suerte que yo por ser excesivamente grueso...
-¿Qué?
-No he podido pasar y me han tirado de los pies para que no interceptase el camino a los otros.
-Pero si tú no has podido .pasar... -exclamó Chicot, animado el semblante por una extraña expresión de alegría.
-No, y sin embargo he hecho grandes esfuerzos; ved cómo tengo las espaldas y el pecho.
-Entonces el otro que es más grueso que tú. ..
-¿Quién es el otro?
-¡Dios mío -dijo Chicot-, si me, ayudáis en esta empresa, os prometo un magnífico cirio!, de modo que tampoco podrá pasar.
-M. Chicot.
-Levántate, canalla.
El fraile se levantó con toda la ligereza que le fue posible.
-Bien, llévame ahora a ese agujero.
-Adonde queráis, M. Chicot.
-Anda delante, miserable, anda. Gorenflot echó a correr con toda la rapidez que le permitía su gordura, levantando de cuando en cuando los brazos al cielo y sin detener el paso, pues Chicot le iba dando correazos por detrás.
Ambos atravesaron el corredor y bajaron al jardín.
-Por aquí, por aquí -exclamó el fraile.
-Anda y calla, pícaro.
Gorenflot hizo el último esfuerzo y llegó a los árboles, junto a los cuales se oían gemidos.
-¡Allí -es! -dijo-, allí.
Y rendido sin aliento, se dejó caer sobre la hierba.
Chicot se adelantó tres pasos y vio una cosa que se agitaba a flor de tierra.
Al lado de aquella cosa, muy semejante a la parte posterior del animal que Diógenes llamaba bípedo sin plumas, yacían una espada y un hábito de fraile.
Era claro que el desdichado individuo que se encontraba en aquella posición tan crítica y deplorable, se había deshecho sucesivamente de todos los objetos que podían aumentar el volumen de su cuerpo, de modo que sin espada y sin hábito se hallaba reducido a la más simple expresión.
Y, sin embargo, sus esfuerzos para penetrar en la cueva eran completamente inútiles.
-¡Sangre de Cristo! -gritaba con voz sorda-: más me valiera haber pasado por medio de los guardias. ¡Eh! no tiréis tan fuerte, amigos, yo me iré deslizando suavemente; conozco que voy avanzando algo, aunque poco.
-¡Pardiez, es M. de Mayena! -exclamó Chicot extasiado-. Buen Dios, habéis oído mi súplica y os debo un cirio.
-No en balde me llaman Hércules -continuó la voz cavernosa de Mayena-; yo quitaré de aquí esta piedra. ¡Hem!
E hizo un esfuerzo tan violento que logró mover la piedra.
-Espera un poco -exclamó en voz baja Chicot-, espera.
Y se puso a dar fuertes pisadas imitando las de una persona que corre.
-Ya llegan -murmuraron muchas voces en el subterráneo.
-¡Ah! -dijo Chicot como si llegase sofocado-, ¿eres tú, frailucho miserable?
-No digáis nada, monseñor -dijeron las voces del subterráneo-, cree que sois Gorenflot.
-¡Hola! ¿eres tú, masa informe, pondus inmobile? ¡Toma, toma indigesta moles, toma!
Y Chicot, viendo por último llegada la hora de su venganza, sacudía con todas las fuerzas de su brazo y con la cuerda que le había servido para castigar a Gorenflot, fuertes golpes sobre las partes carnosas que se ofrecían a su vista,
-No habléis -decían las voces-, cree que sois el fraile.
En efecto, Mayena sofocaba sus gemidos sin dejar de hacer esfuerzos para apartar la piedra.
-¡Ah, conspirador! -gritó Chicot-, ¡ah, fraile indigno! toma por la pereza, toma por la soberbia, toma por la lujuria, toma por la gula, toma por la avaricia, toma por la envidia. Siento que no haya más que siete pecados capitales; más, toma, toma y toma, por todos los vicios que tienes.
-M. Chicot -decía Gorenflot cubierto de sudor-, M. Chicot, compadeceos de mí.
-¡Ah, traidor! -proseguía Chicot, sin dejar de azotar a Mayena-, toma por la traición.
-¡Perdón! -murmuraba Gorenflot creyendo sentir los golpes que caían sobre Mayena-, perdón, querido M. Chicot.
Más Chicot, en vez de detenerse, se embriagaba con la venganza y redoblaba los golpes.
Mayena, a pesar de sus esfuerzos, no podía contener los gemidos.
-¡Ah! -prosiguió Chicot-. ¿Por qué en vez de tu cuerpo vulgar no tengo aquí los altos y poderosos omoplatos del duque de Mayena, a quien debo una tanda de palos con los intereses de siete años?... Toma, toma, toma.
Y Chicot, cada vez más exaltado, repitió los azotes con tal furia, que el paciente, haciendo un esfuerzo sobrehumano, logró apartar la piedra y cayó ensangrentado y destrozado en los brazos de sus amigos.
El último golpe de Chicot dio en el vacío.
Chicot entonces se volvió, el verdadero Gorenflot estaba desmayado, si no de dolor, de miedo.
Gorenflot lanzó un suspiro y se tendió en el suelo.
-¡Chicot! -gritó el duque de Mayena.
-Sí, yo mismo, sí, yo soy -repuso Chicot-, que quisiera tener en vez de mi débil brazo los cien brazos de Briareo.
LXXXVIL LO QUE SUCEDÍA AL LADO DE LA BASTILLA
Eran las once de la noche; el duque de Anjou aguardaba impaciente en su gabinete, donde por sentirse débil se había retirado, a que un mensajero del duque de Guisa llegase a anunciarle la abdicación del rey su hermano.
Iba y venía desde la ventana a la puerta del gabinete y de la puerta a la ventana, mirando de vez en cuando el gran reloj cuya péndola producía un sonido lúgubre dentro de la dorada caja.
De pronto oyó el manoteo de un caballo en el patio; creyó que aquel caballo fuese el de su mensajero, y corrió al balcón; pero el caballo, a quien tenía de la brida un palafranero, en vez de venir de fuera, se hallaba esperando a su amo para salir.
El amo salió de los aposentos interiores; era Bussy, que, como capitán de guardias, había ido a dar el santo y seña antes de acudir a su cita.
El duque, al ver al valiente y gallardo joven que siempre le había sido tan fiel, experimentó algún remordimiento; pero a medida que le vio acercarse a la antorcha que un criado tenía en la mano, fue observando en su semblante una expresión tan viva de júbilo esperanza y felicidad, que irritó sus celos.
Mientras tanto Bussy, no sabiendo que el duque de Anjou le miraba ni menos que con tanto cuidado le estuviese observando la fisonomía, después de haber dado las últimas disposiciones se aseguró la capa en los hombros, montó a caballo y aplicando las dos espuelas, se lanzó, con grande estrépito, bajo la bóveda sonora que conducía a la puerta de la calle.
Por un momento el duque, lleno de inquietud por no ver llegar a nadie pensó enviarle recado inmediatamente, creyendo que antes de ir a la Bastilla se detendría algunos momentos en su casa; mas su imaginación le representó, entonces al joven riéndose con Diana de su amor despreciado y colocándole en la misma línea que al marido, y de nuevo los malos instintos vencieron a los buenos.
Bussy se había sonreído al salir, y. su sonrisa, que acusaba una satisfacción completa, era un insulto para el príncipe. Este, pues, le dejó marchar; si le hubiera visto triste y pensativo, quizá le habría detenido.
Bussy, apenas salió del palacio de Anjou, acortó el paso como si temiera el ruido, y pasando a su palacio como había previsto el duque, dio el caballo a un palafranero, que estaba escuchando con respeto una lección de veterinaria que le daba Remigio.
-¡Hola! -dijo Bussy, conociendo al joven doctor-. ¿Eres tú, Remigio?
-Sí, monseñor.
-¿Cómo .no te has acostado?
-Sólo hace diez minutos que he entrado en casa, o por mejor decir en vuestra casa; desde que se ha puesto bueno mi enfermo creo que todos los días tienen cuarenta y ocho horas.
-¿Tan largo se te hace el tiempo?
-Muy largo.
-¿Y el amor?
-¡Ah! ya os he dicho muchas veces que no me fío del amor, y en general le tomo tan sólo como un objeto de estudio útil.
-¿Conque has abandonado a Gertrudis?
-Completamente.
-De recibir golpes, pues no de otro modo se demostraba el amor de mi amazona, que fuera de esto es muy buena muchacha.
-¿Y tu corazón no te dice nada para ella esta noche?
-¿Y por qué esta noche?
-Porque te llevaría en mi compañía.
-¿A la Bastilla?
-Sí.
-¿Vais allá? -Sin duda.
-¿Y Monsoreau?
-En Compiegne, querido, para preparar una partida de caza de orden de Su Majestad.
-¿Estáis seguro de ello? -Esta mañana le ha dado el rey públicamente la orden.
-¡Ah!
Remigio se quedó meditabundo: al cabo de un rato dijo:
-¿Y qué pensáis hacer?
-He pasado el día en dar gracias a Dios por la felicidad que me enviaba para esta noche, y voy a pasar la noche en disfrutar de esa felicidad.
-Muy bien: Jourdain, mi espada -dijo Remigio.
El palafranero entró en las habitaciones interiores.
-¿Has cambiado de parecer? -preguntó Bussy.
-¿Por qué?
-Como tomas la espada...
-Sí, iré con vos hasta la puerta por dos razones.
-¿Cuáles?
-La primera, porque no tengáis en la calle ningún mal encuentro.
Bussy se sonrió.
-Podéis reiros cuanto os plazca, monseñor, yo sé que no tenéis miedo a nadie y que mi auxilio no es de gran precio; pero no es tan fácil atacar a dos hombres como a uno solo. La segunda razón es que tengo muchos consejos que daros.
-Ven, querido Remigio, ven, hablaremos de ella: después del placer de verla, no conozco otro mayor que ese.
-Y hay algunos -repuso Remigio- que prefieren el placer de hablar de las mujeres a quien aman, al de verlas.
-El tiempo -dijo Bussy- amenaza lluvia.
-El cielo está unas veces claro y otras nublado, pero así me agrada más; porque soy amigo de la variedad -dijo Remigio-. Gracias, Jourdain -añadió dirigiéndose al palafranero que le daba la espada-, estoy a vuestras órdenes, señor conde.
Bussy cogió el brazo del joven doctor, y ambos se encaminaron hacia la Bastilla.
Remigio había dicho al conde que tenía muchos y muy buenos consejos que darle, y en efecto, apenas echaron a andar empezó a citarle mil textos latinos para probar que no debía ir aquella noche a visitar a Diana, sino que al contrario, debía acostarse tranquilamente en su lecho, porque de ordinario el hombre combate mal después de haber dormido mal. De las apotegmas de la facultad pasó a las citas mitológicas, y contó con mucho gracejo que según costumbre Venus era la que desarmaba a Marte.
Bussy se sonreía y Remigio redoblaba sus instancias.
-Mira, Remigio -dijo el conde-, cuando mi mano tiene una espada se adhiere a ella de tal modo, que las fibras de la carne toman la consistencia y flexibilidad del acero, y el acero parece que se anima y se caldea como carne viva. Desde aquel instante mi espada es un brazo y mi brazo una espada; por consiguiente no hacen al caso aquí las consideraciones de fuerza ni de disposición, pues tina espada no se cansa nunca.
-No, señor, pero se mella.
-No temas nada.
-¡Ah, señor conde! -continuó Remigio-, es que mañana tenéis que mantener un combate como el de Hércules contra Anteo, como el de Teseo contra el Minotauro, como el de los treinta, como el de Bayardo; un combate que tendrá algo de homérico, de gigantesco, de extraordinario; un combate que en los tiempos venideros será conocido con el nombre del combate de Bussy por haber sido el más excelente, y en este combate no quiero que os toquen el pelo de la ropa.
-Pierde cuidado, mi buen Remigio, que yo te aseguro que has de ver prodigios: esta mañana he jugado con cuatro buenos tiradores, y durante ocho minutos ni uno de ellos pudo tocarme una sola vez al paso que yo les dejé hechos jirones las ropillas. "Salto como un tigre.
-No digo lo contrario, señor conde. ¿Más tendréis mañana la misma fuerza que hoy para saltar?
Aquí Bussy y su cirujano entablaron un diálogo en latín, diálogo que interrumpían frecuentemente con grandes carcajadas.
De este modo llegaron a la esquina -de la calle de San Antonio. -Adiós -dijo Bussy-, ya hemos llegado.
-¿Os espero? -dijo Remigio.
-¿Para qué?
-Para cerciorarme de que en efecto estaréis de vuelta a las dos, y que dormiréis al menos cinco o seis horas antes del combate.
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