-¡Diablo! -dijo Chicot-, si la comparación es justa, no debéis encontrar el menor obstáculo.
-Es decir -balbuceó Gorenflot cayéndose ya de borracho-, es decir, que para el P. Gorenflot se abren las dos hojas de la puerta.
-¿Y entonces pronunciáis nuestro discurso?
-Pronuncio mi discurso -dijo Gorenflot-. La cosa sucederá de este modo. Llego, ¿entendéis, Chicot?
-¡Vaya si entiendo! adelante.
-Llego; la asamblea es numerosa y escogida, hay barones, hay condes, hay duques.
-Y hasta príncipes.
-Y hasta príncipes -repuso el fraile-, tú lo has dicho, Chicot, príncipes, ni más ni menos. Entro humildemente adonde se hallan los fieles de la Unión.
-¡Los fieles de la Unión! -dijo a su vez Chicot-; ¿qué especie de fidelidad es esa?
-Entro adonde es hallan los fieles de la Unión: llaman al P. Gorenflot y yo me adelanto...
Al decir esto el fraile, se levantó procurando unir la acción a la palabra; mas apenas hubo dado un paso, tropezó en la esquina de la mesa y cayó al suelo.
-¡Bravo! -dijo Chicot levantándole y volviéndole a sentar en la silla-; os adelantáis, saludáis a la concurrencia y decís...
-No, yo no digo nada, los amigos, son los que dicen.
-¿Y qué dicen los amigos?
-Los amigos dicen: ¡P. Gorenflot! ¡El discurso del P. Gorenflot! ¿Eh? ¡Hermoso nombre para un individuo de la Liga! ¡Gorenflot!
Y el fraile repitió su nombre con un tono que demostraba cuán engreído estaba con él.
-¡De la Liga! -murmuró Chicot-; alguna verdad va a salir del vino de este borracho.
-Entonces empiezo yo.
Y el fraile se levantó de nuevo cerrando los 'ojos pues se hallaba deslumbrado, apoyándose en la pared, porque no podía tenerse.
-Empezáis, ¿eh? -replicó Chicot sosteniéndole contra la pared.
-Empiezo: "Hermanos míos, este es un día grande para la fe; hermanos míos, este es uno de los días más grandes para la fe."
Chicot comprendió que nada podía ya sacar del fraile y le soltó.
Gorenflot, que no se sontenía en pie, sino con el apoyo que Chicot le prestaba, luego que le faltó aquél, cayó rozando la pared y dando con los pies en la mesa, de la cual dejó caer varias botellas vacías.
-Amén -exclamó Chicot.
Casi al mismo tiempo un ronquido semejante a un trueno hizo temblar los vidrios del estrecho gabinete.
-Muy bien -añadió Chicot-, las patas de la gallina empiezan a hacer su efecto. El amigo tiene para doce -horas de sueño, y puedo desnudarle sin inconveniente.
Y en el mismo instante, juzgando indudablemente que no tenía tiempo que perder, desató los cordones del hábito de Gorenflot, le sacó los brazos, y volviéndole, como pudiera haber vuelto un saco de patatas, le cubrió con el mantel, le puso la servilleta por gorro y escondiendo el hábito bajo la capa, pasó a la cocina.
-Maese Bonhomet -dijo dando unas monedas al posadero-, esto por nuestra cena, esto en pago de la de mi caballo, que os recomiendo, y esto para que no despierten al digno P. Gorenflot, que duerme como un bienaventurado.
-Perfectamente -dijo maese Claudio que hallaba bien pagadas las tres cosas-, muy bien, descuidad, M. Chicot.
Con esta promesa salió Chicot de la hostería, y ligero como un gamo, prudente como un raposo, volvió la esquina de la calle de San Esteban, donde luego de haber guardado con cuidado la moneda con la efigie del Bearnés, se puso el hábito del fraile, y a las diez menos cuarto se presentó, no sin alguna emoción, a la puerta del convento de Santa Genoveva.
XIX. CHICOT OBSERVA QUE ES MÁS FÁCIL LA ENTRADA QUE LA SALIDA DEL CONVENTO DE SANTA GENOVEVA
Chicot, al vestirse el hábito del fraile, tomó una precaución importante, que fue de doblar el espesor de sus hombros por medio de la hábil colocación de su capa y de las otras prendas de ropa que el hábito frailesco hacía inútiles. Tenía igual color de barba que Gorenflot; y aunque el uno había nacido en las orillas del Saona y el otro en las del Garona, se había divertido nuestro gascón tantas veces en imitar la voz de su amigo, que había llegado a imitarla con extrema perfección.
Iba a cerrarse la puerta cuando Chicot llegó; el hermano portero no esperaba más que a los últimos frailes. El gascón presentó su moneda agujereada y fue admitido sin obstáculo. Dos frailes le precedían; siguióles y penetró con ellos en la capilla del convento, sitio que conocía por haber acompañado muchas veces al rey en sus visitas, el cual siempre había concedido singular protección al monasterio de Santa Genoveva.
La capilla era de construcción romana, o lo que es lo mismo, había sido construida en el siglo XI o en el XII y que, como todas las capillas de aquella época, tenía debajo del coro una cripta o iglesia subterránea. De aquí resultaba que el coro estaba ocho o diez pies más alto que la nave; subíase a él por dos escaleras laterales, entre las cuales había una puerta de hierro que daba de la nave a la cripta, adonde se entraba bajando tantos escalones como las dos escaleras laterales tenían.
En aquel coro y a ambos lados del altar (sobre el cual se veía un cuadro de Santa Genoveva que se atribuía al maestro Rosso), estaban colocadas las estatuas de Clodoveo y de Clotilde.
Tres lámparas tan sólo iluminaban la capilla, una colgada en medio del coro y las otras dos suspendidas a igual distancia en la nave.
La luz que despedían, bastante apenas para iluminar los objetos, daba mayor solemnidad a la capilla, cuyas proporciones doblaba, pues la imaginación podía extender hasta lo infinito las partes que en la sombra se perdían.
Necesitó Chicot al principio acostumbrar los ojos a la obscuridad, y para ello se entretuvo en contar los frailes que había. Ciento veinte contó en la nave y doce en el coro, que entre todos componían el número de ciento treinta y dos: los doce del coro se hallaban formados en una sola línea delante del altar y parecían centinelas colocados en fila para defender el tabernáculo.
Chicot vio con placer que no era el último en llegar a la asamblea de los que el P. Gorenflot denominaba hermanos de la Unión. Detrás de él entraron todavía tres frailes con anchos hábitos grises, los cuales fueron a colocarse delante de la línea que hemos comparado con una fila de centinelas.
Un fraile al que hasta entonces no había visto Chicot, y que parecía monacillo del convento, dio la vuelta a la capilla para ver si todos estaban en sus puestos, y luego que terminó su inspección, fue a hablar a uno de los tres frailes que habían llegado los últimos y a quien sus dos compañeros tenían en medio.
-Somos ciento treinta y seis -dijo el fraile con voz fuerte-, que es el número de fieles.
Al instante los ciento veinte frailes que estaban arrodillados en la nave, se levantaron y tomaron asiento. Después un gran ruido de goznes y cerrojos anunció que se cerraban las macizas puertas.
No sin cierta emoción oyó Chicot, a pesar de su valor, el chirrido de las llaves en las cerraduras, y para reponerse se fue a sentar a la sombra del púlpito, desde donde sus miradas se dirigían naturalmente a los tres frailes, que parecían los personajes principales de la asamblea.
Habíanles llevado sillones, en los cuales se sentaron cual si fueran tres jueces: detrás de ellos se mantenían de pie los doce frailes del coro.
Cuando cesó el tumulto, producido por las puertas que se cerraban y por los concurrentes que mudaban de postura, se oyeron tres golpes de campana.
Eran, evidentemente, la señal del silencio, pues los murmullos que al oir los dos primeros toques se levantaron en la asamblea, cesaron apenas sonó el tercero.
-Hermano Monsoreau -dijo el mismo fraile que había hablado ya-, ¿qué noticias traéis de la Unión de la provincia de Anjou?
Dos cosas llamaron entonces la atención de Chicot. La primera fue aquella voz vibrante y sonora, que parecía más a propósito para salir de debajo de la visera de un casco en el campo de batalla que para hacerse oír en una iglesia saliendo de entre la capucha de un fraile. La segunda fue el nombre de hermano Monsoreau, conocido muy pocos días antes en la corte, donde, según dijimos había causado cierta sensación.
Un fraile de alta estatura, y cuyo hábito formaba pliegues angulosos, atravesó parte de la capilla y subió al púlpito con paso firme y seguro.
Chicot procuró verle la cara, pero le fue imposible.
-Bueno -dijo-, si yo no puedo ver el rostro de los demás, tampoco los demás verán el mío.
-Hermanos -dijo entonces una voz, que al momento conoció ser la del montero mayor-, las noticias de la provincia de Anjou no son satisfactorias; no porque allí carezcamos de simpatía, sino porque no tenemos representantes.
El barón de Meridor es el encargado de propagar la Unión en la provincia; pero este anciano, desesperado por la reciente muerte de su hija, atendiendo solo a su dolor, ha descuidado los intereses de la santa Liga, y hasta que se consuele de la pérdida que ha sufrido no podemos contar con él. Por mi parte traigo a la asamblea tres solicitudes de admisión, que según prescribe el reglamento he depositado en el cepillo del convento. El Consejo resolverá si estos tres nuevos hermanos, de quienes yo respondo como de mí mismo, merecen ser admitidos a formar parte de la santa Unión.
Un murmullo de aprobación acogió estas palabras, murmullo que no había cesado aun cuando Monsoreau volvió a ocupar su asiento.
-¡Hermano La Huriére! -repuso el mismo fraile, que parecía destinado a llamar a los fieles según su gusto- decidnos lo que habéis hecho en la ciudad de París.
Un hombre con la capucha sobre la cabeza se presentó en el púlpito que acababa de dejar vacante monsieur-de Monsoreau.
-Hermanos -comenzó-, todos sabéis cuán devoto soy de la fe católica y las pruebas que de serlo di el día que triunfó. Sí, hermanos, en aquella época yo era uno de los fieles que seguían a nuestro gran Enrique de Guisa, y las órdenes que le plugo darme, y que seguí hasta el extremo de querer matar a mis propios huéspedes, las recibí de la boca de B. Besme, a quien Dios conceda todas sus bendiciones. Mi adhesión a tan santa causa me ha hecho alcanzar el nombre de cuartenero (especie de comisario de policía de aquel tiempo), lo cual me atrevo a decir que es un bien para la religión, pues así puedo notar y designar a mis amigos quiénes son los herejes que habitan el barrio de Saint-Germain-l'Auxerrois, donde tengo aún a vuestro servicio mi posada de la Hermosa Estrella, en la calle del Árbol Seco. No tengo, en verdad, sed de sangre de hugonotes como en otro tiempo; más no puedo menos de hacerme cargo del verdadero objeto de la santa Unión que vamos a fundar.
-Escuchemos -dijo Chicot-; este La Huriére ha sido, si mal no me acuerdo, un furioso matador de herejes, y debe saber mucho respeto de la Liga, si sus individuos miden la confianza por el mérito.
-Hablad, hablad -dijeron muchas voces a un tiempo.
La Huriére, viendo aquella ocasión de desplegar sus facultades oratorias, que pocas veces tenía ocasión de manifestar, aunque él las creía innatas en sí, recapacitó un instante, tosió, y prosiguió de esta manera:
-Si no me engaño, hermanos, la extinción de las herejías particulares no es lo único a que aspiramos. Lo que queremos es que los buenos franceses tengan la seguridad de que no se verán jamás gobernados por príncipes herejes. Ahora bien, hermanos míos, ¿qué situación es la nuestra? Francisco II, que prometía ser un príncipe celoso, murió sin hijos; Carlos IX que lo era, ha muerto sin hijos; el rey Enrique III, cuyos actos y creencias no me toca a mí investigar ni calificar, morirá probablemente sin hijos; queda el duque de Anjou, que no solamente no tiene hijos, sino que se manifiesta tibio partidario de la santa Liga.
Aquí el orador se vio interrumpido por muchas voces, entre las cuales sobresalía la del montero mayor.
-¿Por qué tibio? -exclamó M. de Monsoreau-, ¿qué motivos tenéis para proferir semejante acusación contra el príncipe?
-Digo tibio, porque aún no se ha adherido a la santa Liga, aunque el ilustre hermano que acaba de interrumpirme nos lo ha prometido en su nombre.
-¿Quién os dice que no se ha adherido -dijo Monsoreau-, cuando hay nuevas solicitudes de admisión? Me parece que no tenéis derecho a sospechar de nadie hasta que se vea de quiénes son esas solicitudes.
-Es verdad -dijo La Huriére-, aguardaré a que sean examinadas. Pero, como iba diciendo, después del duque de Anjou, que es mortal y que no tiene hijos (y nótese que todos los individuos de la familia del príncipe han muerto jóvenes), ¿en quién recaerá la corona? En el más feroz hugonote que imaginarse pueda, en un renegado, en un relapso, en un Nabucodonosor...
Al llegar aquí en vez de murmullos, interrumpieron a La Huriére frenéticos aplausos.
-En Enrique de Bearn, en fin, contra el cual se ha formado principalmente esta asociación, en Enrique de Bearn, a quien muchos creen en Pau o en Tarbes, ocupado en cuestiones de amores, y a quien otros, sin embargo, han encontrado en París.
-¡En París! -exclamaron muchas voces-, ¡en París! ¡Es imposible!
-En París ha estado -insistió La Huriére-, la noche en que madame de Sauves fue asesinada, y en París se halla tal vez en este momento.
-¡Muera el Bearnés! -gritaron muchas voces.
-Sí, sin duda, ¡muera! -prosiguió La Huriére-, y si por casualidad viniere a hospedarse en la Hermosa Estrella, yo respondo de él; pero no vendrá; no se atrapa dos veces a la zorra en un mismo sitio; se hospedará en otra parte, en casa de cualquier amigo, porque el hereje cuenta con amigos. Pues bien, nosotros debemos disminuir el número de sus amigos o al menos conocerlos a todos. Nuestra unión es santa, nuestra liga es legal, consagrada, bendita y aprobada por nuestro Santo Padre Gregorio III. Pido, pues, que abandonemos ya el misterio de que estamos rodeados, que se formen listas y se entreguen a los cuarteneros y a los decuriones, y que éstos recorran todas las casas invitando a los buenos ciudadanos a firmar. Los que firmen serán nuestros amigos; los que se nieguen a firmar serán nuestros enemigos, y entonces, si llega la ocasión de un segundo día de San Bartolomé, día que los fieles empiezan a juzgar cada vez más necesario, haremos lo que hicimos la vez primera, ahorraremos a Dios el trabajo de separar por sí mismo los buenos de los malos.
Esta peroración fue acogida con una prolongada salva de aplausos; luego que éstos se hubieron calmado, hízose oír la voz grave del fraile que ya otras veces había hablado, y dijo:
-La proposición del hermano La Huriére, a quien la Santa Unión agradece su celo, queda tomada en consideración, y será discutida en consejo superior.
Redobláronse los aplausos. La Huriére se inclinó diversas veces para dar las gracias a la asamblea, y bajando los escalones del púlpito, volvió a su sitio abrumado bajo el peso de los laureles.
-¡Hola! -dijo Chicot-, que ya voy entendiéndolo. Estos fieles católicos tienen menos confianza en mi hijo Enrique que en su hermano Carlos IX y en M. de Guisa; es probable que así sea, pues Mayena está complicado en el asunto. Los Guisa quieren formar dentro del Estado una sociedad, de que ellos serán los amos; así el gran Enrique, que es general; será dueño de las armas; el panzudo Mayena será dueño de la clase media, y el ilustre cardenal lo será de la Iglesia, con esto mi hijo Enrique se despertará un día sin otra cosa que su rosario, con el cual le invitarán cortésmente a retirarse a un monasterio. ¡Perfectamente imaginado! ¡Muy bien! pero falta el duque de Anjou, ¡diablo! ¿el duque de Anjou! ¿qué pensarán hacer de él?
-¡Hermano Gorenflot! -exclamó la voz del fraile que había ya llamado al montero mayor y a La Huriére.
Chicot no respondió, tanto porque estaba abismado en las reflexiones que acabamos de comunicar al lector, cuanto porque no se había aún acostumbrado a contestar por el nuevo nombre, que con el hábito de Gorenflot se había puesto.
-¡Hermano Gorenflot! -repuso la voz del frailecillo, voz tan clara y aguda que hizo estremecer a Chicot.
-¿Qué es esto? -murmuró-, no parece sino que es una voz de mujer la que ha llamado al hermano Gorenflot. ¿Será que en esta ilustre asamblea estén confundidos los sexos, así como lo están las categorías?
-¡Hermano Gorenflot! –insistió la misma voz femenina-, ¿no está aquí el hermano Gorenflot?
-¡Ah! -dijo Chicot-, el hermano Gorenflot soy yo; vamos allá.
Luego, alzando la voz e imitando la del fraile su amigo, dijo:
-Sí, sí, aquí estoy: me hallaba abismado en las meditaciones que ha hecho nacer en mí el discurso del hermano La Huriére, y por eso no oí que me llamaban.
Diéronle a Chicot tiempo para prepararse algunos murmullos de aprobación en favor de La Huriére, cuyas palabras resonaban todavía en todos los corazones.
Se dirá que Chicot podía no contestar al oír llamar a Gorenflot, pues que nadie hubiera ido a bajarle la capucha; mas es preciso recordar que habían sido contados los concurrentes, que se conocían mutuamente y se esperaban, y que si se hubiera procedido a examinar los rostros, lo cual no habría dejado de hacerse al observar la ausencia de un hombre a quien se creía presente, se habría descubierto el fraude, y entonces Chicot se hubiera visto comprometido.
Este, pues, no vaciló un momento, se levantó, hizo cuanto pudo por parecer más ancho de espaldas, subió la escalera del púlpito, y al subirla se cubrió todo lo posible con la capucha.
-Hermanos míos -dijo imitando la voz del fraile con admirable perfección-, yo soy el padre limosnero del convento; y ya sabéis que este empleo me da derecho para penetrar en todas las casas. De este derecho uso para el servicio del Señor.
-Hermanos -continuó recordando el exordio de Gorenflot, tan impensadamente interrumpido por el sueño en que el verdadero fraile se hallaba en aquel instante sumergido-, hermanos, gran día para la fe es éste en que estamos reunidos. Hablemos francamente, pues que nos encontramos en la casa del Señor. ¿Qué es el reino de Francia? Un cuerpo. San Agustín lo ha dicho: "omnis vivitas corpus est, toda ciudad es un cuerpo". ¿Qué necesita el cuerpo para ejercer sus funciones? Tener buena salud. ¿Y cómo se conserva la salud del cuerpo? Realizando prudentes sangrías cuando hay exceso de fuerzas. Ahora bien; es evidente que los enemigos de la religión católica son demasiado fuertes, pues que les tememos; luego es necesario sangrar otra vez este gran cuerpo que se llama la sociedad. Esto es lo que todos los días me repiten los fieles al darme para el convento huevos, jamón y dinero.
Esta parte del discurso de Chicot causó viva impresión en el auditorio. El orador dio tiempo a que se manifestase el murmullo de aprobación que acababa de excitar, y después que hubo cesado, continuó en esta forma:
-Se me dirá tal vez que la Iglesia detesta la sangre: Ecclesia abhorret a sanguine: pero notad, amados hermanos, que los teólogos no han dicho qué clase de sangre es la que la Iglesia detesta, y yo os apostaría doble contra sencillo a que no es de la sangre de los herejes de la que ha querido hablar. En efecto: Fons malus corruptorum sanguis hereticorum autem pessimus. Y sobre todo, existe otro argumento que no tiene réplica. He hablado de la Iglesia, pero nosotros no componemos tan sólo la Iglesia: el hermano Monsoreau, que con tanta elocuencia ha hablado hace poco, tiene, estoy seguro, su cuchillo de montero mayor pendiente de la cintura; el hermano La Huriére maneja el asador hábilmente: verum agreste, lethiferum tamen instrumentum: yo mismo que os hablo, hermanos míos; yo, Juan Nepomuceno Gorenflot, he manejado el mosquete en Champaña y he quemado hugonotes en sus guaridas.
Este honor habría sido bastante para mí, y con él hubiera ganado el Paraíso, yo, al menos, así lo creía; mas de pronto se ha suscitado en mi conciencia un escrúpulo, y es que las hugonotes, antes de ser quemadas, fueron un tanto violadas, y pienso que esto quitaba un poco de su mérito a la buena acción, al menos según mi director espiritual me dijo... Por eso me apresuré a retirarme al claustro, y para borrar la mancha que los herejes habían dejado en mí, hice desde aquél instante voto de pasar el resto de mis días en la abstinencia, y de no frecuentar más casas que las de las buenas católicas.
No produjo menos efecto que la primera esta segunda parte del discurso del orador, y todos se admiraban de los medios de que el Señor se había valido para la conversión del P. Gorenflot.
Así fue que, a los murmullos de aprobación, sucedieron algunos aplausos. Chicot saludó modestamente a la asamblea, y prosiguió:
-Fáltame hablar de los jefes que nos hemos dado, y acerca de los cuales me parece a mí, pobre e indigno religioso, que hay algo qué decir: Cierto que es bueno, y sobre todo prudente, introducirse aquí de noche, bajo un hábito, para oír predicar al hermano Gorenflot; pero creo que la obligación de semejantes mandatarios no debe estar a esto limitada. Tan excesiva prudencia da que reír a esos endiablados hugonotes, que al fin y al cabo son unos diablos cuando se trata de dar estocadas. Propongo, pues, que adoptemos una conducta más digna de hombres valientes, cual somos, o mejor dicho, cual queremos parecerlo. ¿Qué es lo que deseamos todos? La extinción de la herejía. . . Pues bien, me parece que este deseo podemos manifestarle públicamente. Marchemos por las calles de París como una santa procesión, haciendo gala de nuestra firme actitud y mostrando nuestras buenas partesanas, mas no como ladrones nocturnos que necesitan tener espías en todas las encrucijadas. Se me preguntará: ¿quién es el hombre que ha de dar el ejemplo? Pues bien, ese hombre seré yo, yo, Juan Nepomuceno Gorenflot; yo, indigno religioso de la orden de Santa Genoveva, humilde y pobre limosnero, yo seré quien con la coraza al pecho, la celada en la cabeza y el mosquete al hombro, marche, si es preciso, al frente de los buenos católicos que quieran seguirme, y esto lo haré aunque no fuera más que por avergonzar a jefes que se ocultan, como si en vez de defender la Iglesia, sólo se tratase de defender a una mozuela enojada.
Este discurso inflamó el fuego sagrado en todos los corazones, pues se hallaba acorde con la opinión de muchos individuos de la Liga, que no creían en la necesidad de dirigirse a su objeto por camino diferente de aquél que seis años antes había abierto la jornada de San Bartolomé, y que, por consecuencia, estaban desesperados con la lentitud de sus jefes. Así, a excepción de tres frailes que continuaron silenciosos, toda la asamblea se puso a gritar a una voz:
-¡Viva la misa! ¡Viva el valiente hermano Gorenflot! ¡la procesión, la procesión!
El entusiasmo fue tanto mayor, cuanto que aquella era la primera vez que el celo del digno fraile se había manifestado bajo tal aspecto. Hasta entonces sus amigos más íntimos le habían tenido por un celoso defensor de la fe, pero de aquellos a quienes el deseo de la propia conservación contiene en los límites de la prudencia. Grande, pues, fue la extrañeza de todos cuando vieron al hermano Gorenflot abandonar su sistema de términos medios, de que hasta aquél momento le habían creído partidario, y lanzarse a la arena de improviso, armado en guerra y pidiendo el combate. La decisión que en él notaban, le rehabilitaba a sus ojos, y algunos, en su admiración, tanto mayor cuanto menos esperada, colocaban en su ánimo al hermano Gorenflot, que acababa de predicar la primera procesión, a la altura de Pedro el Ermitaño, que Predicó la primera cruzada. Desgraciadamente, o acaso afortunadamente para quien esta exaltación había producido, no entraba en el Plan de los jefes dejarla tomar vuelo. Uno de los tres frailes silenciosos se inclinó hacia el frailecillo y le dijo algunas palabras al oído: al instante resonó bajo las bóvedas la voz aflautada del niño, gritando tres veces:
Dostları ilə paylaş: |