-Hermanos, ya es hora de retirarse; se levanta la sesión.
Los frailes se pusieron de pie murmurando y prometiéndose pedir unánimemente en la sesión inmediata la procesión propuesta por el animoso hermano Gorenflot, se encaminaron lentamente hacia la puerta.
Muchos se aproximaron al púlpito esperando a que bajase el hermano limosnero Para felicitarle por su brillante triunfo; pero Chicot, reflexionando que su voz, de la cual no había podido extraer enteramente el acento gascón, oída de cerca, podía ser conocida, y que podía así mismo excitar alguna admiración visto de cerca su cuerpo, que en línea vertical tenía seis u ocho pulgadas más que el de Gorenflot, el cual sí se había engrandecido para con sus oyentes, su engrandecimiento era más bien moral que material; meditando, decimos, todo esto, se había arrodillado, y parecía, como Samuel, abismado en una conversación cara a cara con el Señor.
Respetaron, pues, su éxtasis y se dirigieron a la puerta con una excitación que llenó de alegría a Chicot.
Este, sin embargo, no había logrado su objeto. Lo que le había impulsado a dejar a Enrique III sin pedirle permiso, era la presencia del duque de Mayena, así como la de Nicolás David le había hecho regresar a París. Quería, pues, vengarse de los dos; pero no podía atacar personalmente a un príncipe de la casa de Lorena, o al menos para hacerlo tenía que aguardar con paciencia a que la ocasión se presentase. No acontecía lo mismo con Nicolás David, el cual no era sino un mero abogado normando, muy astuto y redomado, que había sido militar antes de ejercer la abogacía, y maestro de armas mientras fue militar; más Chicot, sin ser maestro de armas, se jactaba de manejar bien la tizona: lo importante, pues, para él era alcanzar a su enemigo, y una vez alcanzado, Chicot, como los antiguos campeones, ponía su vida bajo la salvaguardia de su derecho y de su espada.
Empleó, por consiguiente, gran cuidado en ver salir a los frailes unos detrás de otros, con el objeto de reconocer, si era posible, bajo el hábito y la capucha el cuerpo largo y delgado de maese Nicolás; mas de repente observó que cada fraile, al salir, era examinado del mismo modo que lo había sido al entrar; notó también que todos sacaban del bolsillo una contraseña, y no obtenían el exeat después que el hermano portero la había detenidamente inspeccionado.
Chicot creyó al principio que se engañaba, pero sus dudas se convirtieron pronto en evidencia.
Cubrióse su frente de un sudor frío. El P. Gorenflot le había indicado la señal por medio de la cual podía entrar; mas no se había acordado de indicarle la que debía servirle para salir.
XX. LO QUE SIGUIÓ VIENDO CHICOT
Apresuróse Chicot a bajar del púlpito y confundirse entre los últimos frailes con objeto de reconocer, si era posible, la señal por cuyo medio se salía a la calle, y proporcionársela si aún era tiempo. En efecto, después de haberse mezclado entre ellos y de haber alargado el cuello por encima de todas las cabezas, vio que la señal de salida era una moneda cortada en forma de estrella.
Nuestro gascón tenía bastantes monedas en su bolsillo; pero por desgracia ninguna estaba cortada de este modo particular, tanto más extraño, cuanto que separaba para siempre a la moneda mutilada de la circulación monetaria.
En un momento se hizo cargo de los peligros de su situación. Si llegaba a la puerta, no pudiendo presentar la moneda en forma de estrella, conocerían que no era individuo de la Unión; y como naturalmente no se limitarían a esto las investigaciones, sería cogido en la ratonera; pues el empleo de bufón del rey, si bien le daba grandes privilegios en el Louvre y en los de más palacios reales, en el convento de Santa Genoveva, y particularmente en aquella ocasión, perdía mucha parte de su prestigio. Acogióse, pues a la sombra de un pilar y se embutió en el ángulo que formaba este pilar con un confesionario.
-Si yo me pierdo -pensaba-, pierdo también la causa de mi imbécil soberano, a quien tengo la debilidad de amar, no obstante la burla que le hago y las injurias que le digo. Seguramente hubiera sido mejor volver a la hostería del Cuerno de la Abundancia a buscar a Gorenflot; pero nadie está obligado a hacer cosas imposibles.
Hablando así consigo mismo, esto es, con el interlocutor más interesado en no revelar una palabra de lo que decía, se ocultó lo mejor que pudo entre el confesionario y las molduras del pilar.
Entonces oyó la voz del frailecillo que gritaba desde el presbiterio: -¿Se han ido todos? Se van a cerrar las puertas.
Nadie respondió. Chicot alargó el cuello y vio efectivamente vacía la capilla: sólo los tres frailes, enteramente encubiertos bajo sus hábitos y capuchas, continuaban en el coro sentados en los sillones que para ellos se habían dispuesto.
-Bueno -dijo Chicot-, con tal que no se cierren las ventanas, no deseo otra cosa.
-Reconozcamos la iglesia -dijo el frailecillo al hermano portero.
-¡Diablo! -dijo Chicot-, este frailecillo me hace gracia.
El hermano portero encendió un cirio, y seguido del frailecillo empezó a registrar la iglesia.
No había un momento qué perder.
El hermano portero y su cirio debían pasar a cuatro pasos de Chicot, el cual no podría menos de ser conocido.
Chicot, a medida que iba llegando la luz adonde él estaba, dio una vuelta en torno del pilar, quedándose siempre a la sombra, y abriendo un confesionario, se sentó en él luego de haber cerrado la puerta.
El hermano portero y el frailecillo pasaron a cuatro pasos de allí y por la labrada celosía pudo Chicot ver reflejarse en sus hábitos la luz del cirio que les alumbraba.
-¡Qué diablo! -dijo entre sí-, este hermano portero, este monaguillo y esos frailes no se han de quedar eternamente en la iglesia; cuando se marchen yo pondré las sillas sobre los bancos. Pelión sobre Osa, como dice M. Ronsard, y saldré por la ventana. ¡Ah! sí, por la ventana -agregó como respondiéndose a sí mismo-, pero después de haber salido por la ventana me hallaré en el patio, y el patio no es la calle.
Pienso que será mejor pasar la noche en el confesionario; el hábito de Gorenflot abriga bastante; será una noche menos pagana que las que he pasado otras veces y la aplicaré por la salud de mi alma.
-Apagad las lámparas -dijo el monaguillo-, para que desde fuera se vea que se ha terminado el conciliábulo.
El portero tomó un inmenso apagador y ahogó con él la llama de las dos lámparas de la nave, la cual quedó en fúnebre obscuridad.
Luego hizo lo mismo con la lámpara del coro.
Quedó entonces la iglesia iluminada solamente por los pálidos rayos de una luna de invierno, que a través de los vidrios de colores pasaban.
Luego reinó el mayor silencio.
El reloj dio las doce.
-¡Vive Dios! -dijo Chicot-, ¡estar yo a media noche en una iglesia! ¡Vaya un miedo que tendría mi hijo Enrique si se hallara en mi lugar! Afortunadamente yo no soy tan tímido. Vamos -dijo Chicot-, amigo mío, buenas noches, hasta mañana.
Y después de haberse dirigido a sí mismo este saludo, se acomodó lo mejor que pudo en el confesionario, echó el cerrojo interior para que nadie le incomodase y cerró los ojos.
Diez minutos próximamente hacía que sus párpados se habían cerrado, y que su espíritu, turbado por los primeros vapores del sueño, veía en la vaguedad misteriosa que el crepúsculo de pensamiento forma, flotar multitud de sombras, cuando un gran golpe aplicado sobre una plancha de metal. vibró en la iglesia e hizo retemblar la bóveda.
-¡Huy! -dijo Chicot abriendo los ojos y prestando oído-. ¿Qué quiere decir esto?
En aquel momento la lámpara del coro apareció encendida y despidiendo una azulada luz, que con sus primeros reflejos iluminó el sitio donde los tres mismos frailes estaban sentados uno junto a otro y en la misma inmovilidad.
Chicot no pudo eximirse de cierto temor supersticioso; nuestro gascón, aunque valiente, era 'hombre de su época y su época era la de las tradiciones fantásticas y leyendas espantosas.
Hizo, pues, la señal de la cruz y murmuró en voz baja:
-¡Vade retro, Satanás!
Pero como las luces no se apagaron al hacer Chicot la señal de nuestra redención, lo cual no habrían dejado de hacer si hubieran sido luces infernales, y como los tres frailes permanecieron en sus sillas, a pesar del vade retro, el gascón empezó a creer que aquellas luces eran naturales, y que los que con aquellos hábitos se cubrían, si no eran verdaderos frailes, eran al menos hombres de carne y hueso.
No obstante, aunque era natural en él desperezarse, como que acababa de dejar el sueño, su desperezo estaba combinado con el temblor que produce el miedo.
Alzóse entonces lentamente una de las lápidas del coro y quedó levantada sobre su estrecha base. Una capucha gris apareció primero por la negra sima, después todo el cuerpo de un fraile, el cual puso el pie en el pavimento ínterin la losa volvía lentamente a su sitio.
Al ver esto Chicot, olvidó la prueba que acababa de intentar y dejó de tener confianza en el conjuro que creía decisivo; erizósele el cabello y por un momento se figuró que todos los priores, abades y guardianes del convento de Santa Genoveva, desde Optat que falleció en 533 hasta Pedro Boudin, predecesor del superior actual, iban a alzarse de sus sepulcros, situados en la cripta donde en otro tiempo reposaban las reliquias de Santa Genoveva, y a alzar sus cráneos huesosos todas las lápidas del coro.
Pero no le duró mucho este pensamiento.
-Hermano Monsóreau -dijo uno de los tres frailes del coro dirigiéndose al que de tan extraño modo había aparecido-, ¿ha llegado ya la persona a quien esperamos?
-Sí, monseñor -respondió Monsoreau-, y está aguardando.
-Abrid la puerta y que venga.
-Bueno -dijo Chicot-, parece que esta comedia tenía dos actos y yo no he visto más que el primero. ¡Dos actos! ¡mala división!
Y a pesar de los chistes que se le ocurrían, no pudo impedir un estremecimiento que le hizo experimentar la misma sensación que si mil agudas espinas, saliendo del sillón de madera en que estaba sentado, se clavaran en su cuerpo.
El hermano Monsoreau descendió por una de las escaleras que conducían del coro a la nave, y abrió la puerta de bronce que daba a la cripta y que, hemos dicho, estaba situada entre las dos escaleras.
Al mismo tiempo el fraile de en medio se bajó la capucha y dejó al descubierto la gran cicatriz, noble señal por la cual los parisienses entusiasmados conocían al que ya pasaba por héroe de los católicos, mientras llegaba el tiempo de que fuese su mártir.
-¡Enrique de Guisa! -murmuró Chicot-, ¡el gran Enrique en persona, el mismo a quien Su Majestad imbecilísima cree ocupado en el sitio de La Caridad ! ¡Ah! ya entiendo; el que está a su derecha, que ha dado su bendición a los circunstantes, es el cardenal de Lorena, y el que está a su izquierda y hablaba con ese trastuelo de monaguillo es M. de Moyena, mi amigo: pero ¿dónde diablos está maese Nicolás David?
Efectivamente, como para manifestar inmediatamente cuán fundadas eran las suposiciones de Chicot, tanto el fraile de la derecha como el de la izquierda se bajaron las capuchas y mostraron la inteligente cabeza, la frente despejada, y los penetrantes ojos del famoso cardenal, y el semblante infinitamente más vulgar de M. de Mayena.
-¡Ah! -dijo Chicot-, ya te conozco, trinidad no muy santa, pero sí muy visible: veamos ahora lo que vas a hacer; soy todo ojos: oigamos lo que vas a decir: soy todo oídos.
-¿Habéis creído que vendría? -interrogó el duque de Guisa a su hermano el cardenal.
-No sólo lo he creído -dijo éste-, sino que estaba tan seguro de ello, que traigo bajo el hábito todo lo necesario para la consagración.
Y Chicot, demasiado cerca de la trinidad, como él la denominaba, para verlo y oirlo todo, vió brillar al débil resplandor de la lámpara del coro una caja de plata sobredorada con relieves.
-¡Calla! -murmuró-, parece que van a consagrar a alguno. Véase cómo se me cumple el deseo de ver una consagración.
Mientras tanto unos veinte frailes, ocultas las cabezas en las capuchas, salieron por la. puerta de la cripta y se colocaron en la nave. Uno solo, guiado por M. de Monsóreau, subió la escalera y se situó a la derecha de los Guisas en una de las sillas de coro, o mejor dicho, en el escalón de la silla.
Después se presentó el monaguillo, tomó respetuosamente las órdenes del fraile que estaba a la derecha, y desapareció.
El duque de Guisa miró a ambos lados de aquella asamblea, seis veces menos numerosa que la primera, y que por consiguiente debía al parecer de estar compuesta de personas distinguidas, y habiéndose asegurado de que no sólo todos esperaban a que hablase, sino que esperaban con impaciencia:
-Amigos -comenzó diciendo-, el tiempo es precioso: voy sin preámbulos a decir lo que pienso. Acabáis de oír, porque presumo que habéis asistido a la primera asamblea, acabáis de oir, digo, en los discursos de algunos personajes de la Liga católica, las quejas de aquellos que acusan de tibieza y aun de malevolencia a uno de los principales personajes que hay entre nosotros, al príncipe más inmediato al trono.
Ha llegado el instante de rendir a este príncipe el tributo de justicia y respeto que le debemos. Vais a oírle a él mismo y juzgaréis, vosotros los que con entusiasmo procuráis que se cumpla el principal objeto de la santa Liga, si vuestros jefes merecen las acusaciones de frialdad y de inercia que contra ellos se han dirigido por uno de los hermanos a quien no hemos creído conveniente participar nuestro secreto, por el P. Gorenflot.
Al oir Chicot desde su confesionario este nombre, pronunciado por el duque de Guisa en un tono de voz que ponía de manifiesto su enemistad con el belicoso fraile, no pudo menos de reírse para sí, risa que, no por ser muda, dejaba de ser insultante para los personajes que de ella eran objeto.
-Hermanos -continuó el duque de Guisa-, el príncipe cuya adhesión se nos había prometido, el príncipe del cual apenas osábamos esperar no digo la presencia en este sitio, sino ni aun el consentimiento, ese príncipe, hermanos, está aquí.
Todas las miradas se fijaron con expresión de curiosidad en el fraile que seguía en pie en el escalón de la silla de coro y a la derecha de los tres príncipes de Lorena.
-Monseñor -dijo el duque de Guisa dirigiéndose al que en aquel momento era objeto de la atención general-, la voluntad de Dios me parece manifiesta, y, pues habéis consentido en uniros a nosotros, claro es que hacemos bien en lo que hacemos. Un ruego tengo que dirigir a Vuestra Alteza, y es que os bajéis la capucha, a fin de que vuestros fieles amigos vean por sus propios ojos que cumplís la promesa que en vuestro nombre les hemos hecho, promesa tan lisonjera que no osaban creerla.
El misterioso personaje a quien Enrique de Guisa acababa con estas palabras de interpelar, llevó la mano a la capucha y se la echó a la espalda. Chicot, que esperaba ver en él algún príncipe lorenés de quien hasta entonces no hubiera oído hablar, vio con sorpresa al duque de Anjou, tan pálido que al resplandor de aquella lámpara sepulcral, su semblante parecía el de una estatua de mármol.
-¡Hola, hola! -dijo Chicot-, ¡nuestro hermano Anjou! ¿No se cansará de jugar al trono con las cabezas de otros?
-¡Viva el duque de Anjou! -gritaron los circunstantes.
Francisco se puso más pálido que lo que estaba.
-Nada temáis, monseñor; esta capilla es sorda y sus puertas están bien cerradas.
-Feliz precaución -dijo para sí Chicot.
-Hermanos -dijo el conde de Monsoreau-, Su Alteza desea dirigir algunas palabras a la reunión.
-Sí, sí, que hable -añadieron todos-, ya escuchamos.
Los tres príncipes de Lorena se volvieron hacia el duque de Anjou y le hicieron una reverencia.
El duque de Anjou apoyóse en el brazo de la silla; parecía que se iba a caer.
-Señores -dijo en voz tan sorda y temblorosa que apenas se pudieron oír las primeras palabras que pronunció-; señores, creo en Dios, aunque a menudo parece mirar con indiferencia las cosas de este mundo; tiene, al contrario, sus penetrantes ojos constantemente fijos en nosotros, y no permanece mudo y negligente en apariencia, sino para remediar en un día con algún suceso extraordinario y terrible los desórdenes producidos por las locas pasiones de los hombres.
El principio de este discurso era como el carácter del orador, bastante tenebroso; por eso esperaron todos a que un poco de luz iluminase los pensamientos de Su Alteza para aplaudirlos o censurarlos.
El duque de Anjou prosiguió con voz más firme.
-Yo también he dirigido los ojos a este mundo, y no pudiendo con mi débil vista abarcar toda su superficie, he detenido mis miradas en Francia. ¿Qué he visto entonces en todos los lugares del reino? La santa religión de Cristo conmovida hasta en sus augustas bases, y los verdaderos servidores de Dios dispersos y proscritos. He sondeado las profundidades del abismo abierto hace veinte años por las herejías que con pretexto de llegar más seguramente hasta Dios, minan todas las creencias, y mi alma, como la del profeta, ha quedado inundada de tristeza y dolor.
La asamblea respondió a estas palabras con un murmullo de aprobación. El duque acababa de manifestar la pena con que veía los sufrimientos de la Iglesia, lo cual era casi una declaración de guerra contra los autores de aquellos sufrimientos.
-Sumergido me hallaba en esta aflicción profunda -continuó el príncipe-, cuando llegó hasta mí el rumor de que muchos ilustres caballeros, piadosos y amigos de las costumbres de nuestros antepasados, trataban de unir sus esfuerzos para la defensa del altar. Miré en derredor de mí, y me pareció que asistía ya al juicio supremo y que Dios había separado a los réprobos de los elegidos. A un lado se hallaban aquéllos, y yo me separé de su inmediación con horror; al otro estaban los escogidos y he venido a arrojarme en sus brazos. Hermanos míos, vedme aquí.
-Amén -repuso Chicot en voz baja.
Pero el bajar la voz en aquel momento era precaución inútil; Chicot podía haber hablado en voz alta sin que de nadie le hubiera oído, por los aplausos estruendosos cuyos ecos hasta las bóvedas de la capilla se elevaron.
Los tres príncipes de Lorena, después de haber dado la señal, dejaron que el entusiasmo se calmase, y en seguida el cardenal, que era el que más próximo estaba al duque de Anjou, dio un paso hacia él y le dijo:
-Príncipe, ¿habéis venido aquí libre y espontáneamente?
-Libre y espontáneamente he venido.
-¿Quién os ha manifestado el santo misterio?
-Mi amigo un celoso defensor de la religión, el conde de Monsoreau.
-Ahora que Vuestra Alteza es de los nuestros -dijo entonces el duque de Guisa-, tendrá a bien decirnos lo que piensa hacer por el bien de la santa Liga.
-Pienso servir a la religión católica, apostólica, romana, en todas sus exigencias.
-¡Vive Dios! -murmuró Chicot-, que esta gente es lo más imbécil que he conocido: ¿qué necesidad tienen de ocultarse para decir semejantes cosas? ¿por qué no proponen buenamente todo eso al rey Enrique III, mi ilustre amo? Él lo acogería con mucho gusto, procesiones, disciplinas, extirpación de herejías como en Roma, autos de fe como en Flandes y en España: ¡pardiez! como que éste sería el único medio de que el buen rey tuviera hijos. Ganas siento de salir del confesionario y presentarme también a la reunión: tanto es lo que me ha conmovido el discurso del amable duque de Anjou. Continúa, digno hermano de Su Majestad, noble imbécil, prosigue.
El duque de Anjou, como si hubiera querido obedecer este mandato, continuó en efecto diciendo:
-Mas el interés de la religión no es el único objeto que un noble caballero debe proponerse; por mi parte creo que existe otro.
-¿Eh? -dijo Chicot-, yo también soy noble, y por consiguiente, eso me interesa lo mismo que a los demás. Adelante, señor duque de Anjou, adelante.
-Monseñor, todos oímos a Vuestra Alteza con la más profunda atención -dijo Enrique de Guisa.
-Y nuestros corazones se abren a la esperanza al oírlos -añadió M. de Mayena.
-Me explicaré -dijo el duque de Anjou sondeando con sus inquietas miradas los tenebrosos rincones de la capilla, como para asegurarse de que sus palabras no serían oídas sino por personas dignas de ello.
M. de Monsoreau conoció la ínquietud del príncipe y le tranquilizó con una mirada de las más significativas.
-Cuando un caballero ha pensado en lo que debe a Dios -prosiguió el duque de Anjou bajando involuntariamente la voz-, piensa en su…
-¡Pardiez! en su rey -dijo Chicot-, eso ya se sabe.
-En su país -dijo el duque de Anjou-, y procurará investigar si su país goza realmente de toda la honra y prosperidad a que está destinado: porque el bienestar de un noble procede en primer término de Dios y después del país donde ha nacido.
La asamblea aplaudió estrepitosamente.
-Muy bien -dijo Chicot-, mas, ¿y el rey? ¿no se cuenta aquí para nada con ese pobre monarca? ¡Y yo que creía que siempre había de decirse lo que dice la inscripción de la pirámide de Juvisy: ¡Dios, el honor y las damás!
-Yo me pregunto, pues, a mí mismo -continuó el duque de Anjou, cuyo rostro presentó en sus dos prominentes juanetes dos puntos sonrosados, efecto del calor febril que le animaba-: yo me pregunto a mí mismo si mi país, si esta patria tan hermosa y tan dulce que se llama Francia, goza de la paz y prosperidad que merece, y veo con dolor que no. En efecto, hermanos, el Estado se encuentra conmovido en sentidos diversos por voluntades y gustos diferentes, tan poderosos los unos como los otros, por resultado de la debilidad de una voluntad superior, la cual, dando al olvido que debe dominarlo todo para el bien de sus súbditos, no se acuerda de esta máxima de los reyes, sino alguna vez por capricho y siempre tan inoportunamente que sus actos enérgicos sólo sirven para hacer el mal. Esta desgracia debe indudablemente atribuirse al fatal destino de Francia o a la ceguedad de su jefe; pero, aunque ignoramos su verdadero origen, o no tenemos de él sino sospechas que no llegan a ser evidencia, no por eso el mal es menos cierto, y yo le atribuyo a los crímenes cometidos por Francia contra la religión o la impiedad de ciertos amigos falsos del rey, más bien que del rey mismo. En uno y otro caso, señores, he debido, como fiel servidor del altar y del trono, unirme a los que por todos los medios persiguen la extinción de la herejía y la ruina de pérfidos consejeros. Esto es, señores, lo que pienso hacer por la Liga al declararme individuo de ella.
-¡Oh! -murmuró Chicot, cuya sorpresa llegaba al colmo-; ya le veo asomar la punta de la oreja; sólo que yo creía que era de burro y es de zorra.
Este exordio del duque de Anjou, que acaso habrá parecido un poco largo a nuestros lectores, separados como están por tres siglos de la política de aquella época, había interesado de tal modo a los concurrentes, que la mayor parte se habían aproximado al príncipe para no perder una sílaba de su discurso, precaución por otra parte indispensable, pues fue pronunciado con voz cada vez más obscura a medida que el sentido de las palabras iba siendo más claro.
Curioso era en aquel instante el espectáculo. Los concurrentes, en número de veinticinco o treinta, con las capuchas bajas, dejaban ver sus rostros, cuyas facciones anunciaban en unos la generosidad, en otros el valor, la nobleza o la inteligencia, en todos la curiosidad excitada hasta el colmo. Hallábanse agrupados en torno de la única lámpara que con sus débiles resplandores iluminaba entonces la escena, y por todas las demás partes del edificio se veían grandes sombras, que parecían extrañas al drama que en un solo sitio se estaba representando. En medio del grupo se distinguía el rostro pálido del duque de Anjou, cuyos huesos frontales casi del todo ocultaban sus hundidos ojos, y cuya boca cuando se abría se asemejaba a la siniestra hendidura de una cabeza de muerto.
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