-Monseñor -exclamó el duque de Guisa-, al dar las gracias a Vuestra Alteza por las palabras que acaba de pronunciar, creo deber advertirle que todos los que le rodean son hombres adictos, no sólo a los principios que profesa, sino a su persona misma, de lo cual el final de esta sesión podrá convencer a Vuestra Alteza más profundamente de lo que piensa.
El duque de Anjou se inclinó y al recobrar su posición habitual dirigió una mirada de inquietud a la asamblea.
-jOh, oh! -se dijo Chicot-, mucho me engaño o todo lo que hasta ahora he visto no era sino el preámbulo de otra cosa que va a pasar aquí, más importante que todas las tonterías que se han hecho y dicho hasta ahora.
-Monseñor -dijo el cardenal, que había advertido la mirada investigadora del príncipe-, si Vuestra Alteza abriga algún temor, los nombres solos de los que le rodean, bastarán, así lo creo, para tranquilizarle. Aquí tiene Vuestra Alteza al gobernador de Aunis, a M. d'Entragues, el joven M. de Ribeirac y M. de Libarot, gentileshombres, a quienes Vuestra Alteza conoce muy bien que son tan valientes como leales. Aquí están así mismo el vizconde de Castillón, el barón de Luisiñán, M. Crucé y M. Leclerc, todos penetrados de la sabiduría de Vuestra Alteza y satisfechos de marchar bajo sus auspicios a la emancipación de la religión santa y del trono. Nosotros recibiremos, pues, con gratitud, las órdenes que Vuestra Alteza tenga a bien darnos.
El duque de Anjou no pudo disimular un movimiento de vanidad, al ver que los Guisas, tan orgullosos que ante nadie ni por nada se humillaban, hablaban de obedecer.
El duque de Mayena añadió:
-Sois, monseñor, por vuestro nacimiento y sabiduría el jefe natural de la santa Unión: Vuestra Alteza nos dirá cuál es la conducta que debemos observar respecto a esos falsos amigos del rey, de que hablamos en este momento.
-Nada más sencillo -respondió el príncipe, con esa especie de exaltación febril que hace las veces de valor en los hombres débiles-; cuando crecen en un campo plantas parásitas y venenosas, que impiden recoger una buena cosecha, es necesario desarraigar esas malignas hierbas. El rey está rodeado, no de amigos, sino de cortesanos que le pierden y que excitan un escándalo continuo en Francia y en la cristiandad.
-Es verdad -dijo el duque de Guisa con voz sombría.
-Y además, esos cortesanos -repuso el cardenal-, nos impiden, a nosotros que somos verdaderos amigos de Su Majestad, el llegar hasta su persona, como a ello tenemos derecho por nuestros destinos y por nuestro nacimiento.
-Dejemos, pues -dijo de repente el duque de Mayena-, dejemos a los vulgares hermanos, a los de la primera Liga el cuidado de servir a Dios: ellos sirviendo a Dios servirán a los que de Dios les hablan. Hagamos nosotros nuestro negocio: hay hombres que son enemigos nuestros, que nos desprecian, que nos insultan, que faltan constantemente al respeto al príncipe a quien más amamos y que es nuestro jefe.
La frente del duque de Anjou se cubrió de rubor.
-Destruyamos -prosiguió Mayena- destruyamos hasta el último de esa raza maldita, a quien el rey enriquece con los despojos de nuestra fortuna, y encárguese cada uno de nosotros de mandar a uno al otro mundo. Nosotros somos treinta: veamos cuántos son ellos.
-Eso es pensar sabiamente -repuso el duque de Anjou-, y vos ya tenéis cumplida vuestra tarea, M. de Mayena.
-Lo hecho ya no entra en cuenta -dijo Mayena.
-Preciso es, no obstante, dejarnos a nosotros algo que hacer -dijo d'Entragues-. Yo me encargo de Quelus.
-Yo de Maugiron -dijo Livarot.
-Yo de Schomberg -dijo Ribeirac.
-Bien, bien -replicó el duque de Anjou-, y todavía nos queda a Bussy, a mi valiente Bussy, que se encargará de algunos.
-¿Y nosotros? ¿y nosotros? -gritaron todos los demás circunstantes.
Adelantóse entonces M. de Monsoreau.
-¡Hola! -dijo Chicot, que al ver el giro que iban tomando las cosas había dejado de reír-; aquí viene el montero mayor a reclamar también su parte.
Pero Chicot se engañaba.
-Señores -dijo M. de Monsoreau extendiendo la mano-, reclamo un momento de silencio. Todos somos hombres de resolución, y sin embargo, tenemos miedo de hablarnos francamente; somos inteligentes y no sabemos abandonar ciertos escrúpulos. Señores, tengamos un poco de valor, un poco de decisión, un poco de franqueza. No es de los favoritos del rey Enrique de quien se trata; no es esa la dificultad que es opone a que nos acerquemos a su persona.
-¿Pues cuál es? vamos, despacha -dijo Chicot, abriendo cuanto pudo los ojos y poniéndose en la oreja la mano en forma de embudo, para no perder una palabra de lo que se decía.
-El pensamiento que a todos nos fatiga -continuó M. de Monsoreau-, es el de la imposibilidad, ante la cual retrocedemos. El rey que nos han dado no es aceptable para la nobleza francesa, porque no lo son las letanías, el despotismo, la impotencia y las orgías, la prodigalidad para funciones que hacen reír de desdén a toda Europa, la economía para todo lo concerniente a la guerra y a las artes. Esto no es ignorancia, esto no es debilidad: una conducta semejante, señores, no procede sino de locura.
Un fúnebre silencio acogió estas palabras del montero mayor.
La impresión que produjeron fue tanto más profunda, cuanto que cada uno de los concurrentes se decía a sí mismo secretamente lo que M. de Monsoreau había dicho en alta voz, de suerte que todos se estremecieron como si hubieran oído el eco de su propio pensamiento, que de todo punto estaba conforme con el del orador.
M. de Monsoreau, comprendiendo que aquel silencio no procedía sino de un exceso de aprobación, continuó de este modo:
-¿Habremos de vivir bajo el imperio de un rey loco, inerte y entregado al ocio en los instantes en que España atiza las hogueras, en que Alemania despierta a los viejos herisiarcas, adormecidos en sus sombríos claustros, en que Inglaterra con su inflexible política corta las ideas y las cabezas? Todas las naciones trabajan con gloria en algo; nosotros nos dormimos. Señores, perdonadme que lo diga delante de un gran príncipe a quien disgustará tal vez mi temeridad, porque es de la familia; señores, hace cuatro años que somos gobernados no por un rey, sino por un fraile.
Al concluir estas palabras, la explosión hábilmente preparada y contenida hacía una hora por la circunspección de los jefes, estalló con tanta violencia, que nadie habría reconocido en aquellos energúmenos a los fríos y prudentes calculadores de la precedente escena.
-¡Muera Valois! -gritaron todos-, ¡muera Fr. Enrique! denos por jefe un príncipe de la nobleza, un caballero, un tirano si es preciso, pero no un cogulla.
-Señores, señores -repuso hipócriticamente el duque de Anjou-, perdonad, yo os lo suplico, perdonad a mi hermano, que se engaña, o por mejor decir, a quien engañan. Dejadme aguardar, señores, que nuestros prudentes consejos y la eficaz intervención del poder de la Liga le hagan entrar por el buen camino.
-Silba, serpiente, silba -murmuró Chicot.
-Monseñor -repuso el duque de Guisa-, Vuestra Alteza ha oído (tal vez algo más pronto de lo que debía, más al fin lo ha oído) la expresión sincera del pensamiento de la asociación. No, no se trata aquí de una liga contra el Bearnés, espantajo de necios; no se trata tampoco de una liga para sostener la Iglesia; pues la Iglesia se sostendrá muy bien por sí sola; se trata de sacar a la nobleza de Francia de la abyección en que se halla. Demasiado tiempo nos ha contenido el respeto que Vuestra Alteza nos inspira; demasiado tiempo el amor que sabemos profesa Vuestra Alteza a su familia ha encadenado nuestros violentos deseos dentro de los límites del disimulo; ahora ya no existe secreto para vos, monseñor, y Vuestra Alteza va a asistir a la verdadera sesión de la Liga, sesión de que sólo es el preámbulo todo lo que acaba de pasar.
-¿Qué queréis decir, señor duque? -interrogó el príncipe agitado, al mismo tiempo por el temor y por la ambición.
-Monseñor -continuó el duque de Guisa-, nos hemos reunido, como ha dicho juiciosamente el señor montero mayor, no para discutir cuestiones ya bastante ventiladas en teoría, sino para ejecutar nuestros designios y poner en práctica nuestros pensamientos. Hoy escogemos un jefe capaz de honrar y enriquecer a la nobleza de Francia; y como era costumbre entre los antiguos francos, en circunstancias semejantes, hacer al príncipe a quien elegían un presente digno de él, nosotros ofrecemos por presente al príncipe a quien hemos escogido...
Aquí todos los corazones palpitaron, pero con menos fuerza que el del duque de Anjou.
Sin embargo, continuó mudo e inmóvil y sólo su palidez mostraba la emoción que lo agitaba.
-Señores -prosiguió el duque de Guisa, tomando de la silla de coro situada detrás de él un objeto bastante pesado, que levantó con las dos manos-, señores, éste es el presente que en nombre de todos ofrezco a los pies del príncipe.
-¡Una corona! -murmuró el duque de Anjou, sin poder apenas sostenerse-, ¡una corona a mí, señores!
-¡Viva Francisco III! -gritó aquella multitud compacta sacando las espadas, y con una voz que hizo retemblar los bóvedas.
-¡Yo, yo! -balbuceó el duque de Anjou, temblando a la vez de alegría y de miedo-. Pero si es imposible; mi hermano vive todavía; mi hermano es el ungido del Señor.
-Le destituimos -repuso el duque de Guisa-, mientras llega la hora de que con su muerte sancione el Señor la elección que acabamos de hacer, o más bien, mientras llega la hora de que alguno de sus vasallos, cansado de un reinado tan sin gloria, mediante el puñal o el veneno, anticipe la justicia de Dios.
-¡Señores -exclamó con voz muy débil el duque de Anjou-, señores!
-Monseñor -repuso entonces el cardenal-, fácil nos es dar respuesta al escrúpulo tan noble que Vuestra Alteza acaba de manifestar; Enrique III era el ungido del Señor, pero nosotros le hemos depuesto; ya no es el elegido de Dios y en su puesto vais a serlo vos, monseñor. Este es un templo tan venerable como el de Reims, pues aquí han reposado las reliquias de Santa Genoveva, patrona de París, y aquí ha estado también enterrado el cuerpo de Clodoveo, primer rey cristiano. Pues bien, monseñor, en este templo santo, frente a la estatua del verdadero fundador de la monarquía francesa, yo, uno de los príncipes de la Iglesia y que sin loca ambición puedo aspirar a ser un día el jefe, os digo: monseñor, aquí tenemos para suplir a la santa crisma un óleo santo enviado por el Papa Gregorio XIII: monseñor, nombrad vuestro futuro arzobispo de Reims, nombrad vuestro Condestable y en un momento seréis consagrado rey y vuestro hermano Enrique, si no os entrega el trono, será el usurpador. ¡Niño! enciende las luces del altar.
En el mismo instante, el monacillo que sin duda estaba aguardando esta orden, salió de la sacristía con una cerilla en la mano y poco después veinte luces iluminaron el altar y el coro.
Viéronse entonces sobre el altar una mitra refulgente de pedrería y una ancha espada esmaltada de flores de lis: la una era la mitra arzobispal, la otra la espada del condestable.
Entonces, en medio de las tinieblas que apenas habían podido disipar la iluminación del coro, vibraron los acentos del coro, vibraron los acentos del órgano entonando el Veni Creator.
Esta especie de peripecia, combinada por los tres príncipes de Lorena, y para la cual el mismo duque de Anjou no estaba preparado, causó una impresión profunda en los concurrentes. Los animosos se exaltaron y los débiles se sintieron fuertes.
El duque de Anjou irguió la cabeza y con paso más seguro y más firme brazo de lo que hubiera podido esperarse marchó directamente al altar, tomó con la mano izquierda la mitra y con la derecha la espada y volviéndose hacia el duque y el cardenal, que sin duda aguardaban este honor, ciñó la espada al primero y puso la mitra en la cabeza del segundo.
Unánimes aplausos saludaron esta acción decisiva y tanto menos esperada, cuanto que todos conocían el carácter irresoluto del príncipe.
-Señores -dijo el duque de Anjou a los circunstantes-, dad vuestros nombres al señor duque de Mayena, Gran Maestre de Francia: el día 'que me siente en el trono seréis todos caballeros de la Orden.
Redobláronse los aplausos y todos los concurrentes fueron dando sus nombres a M. de Mayena.
-¡Pardiez! -murmuró Chicot-: ¡buena ocasión para conseguir el cordón azul! No encontraré otra semejante: ¡cuánto siento no poder aprovecharla!
-Ahora vamos al altar, señor -exclamó el cardenal de Guisa.
-M. de Monsoreau, coronel de mi guardia -dijo el duque de Anjou-, M. de Ribeirac y d'Entrangues, mis capitanes, M. de Livarot, mi teniente, ocupad en el coro los puestos a que os da derecho el testimonio que a cada uno he encomendado.
Cada uno de los nombrados se dirigió al sitio que en una verdadera ceremonia de consagración la etiqueta le habría señalado.
-Señores -añadió el duque de Aujou dirigiéndose al resto de la asamblea-, me haréis cada uno una petición y yo procuraré que nadie quede descontento.
Entretanto el cardenal había pasado a la sacristía y vestídose los ornamentos pontificales. Acto seguido salió con el óleo santo y le puso sobre la mesa.
Entonces hizo una seña al monacillo, el cual llevó el libro de los Evangelios y la cruz. El cardenal tomó el uno y la otra, puso la cruz sobre el libro y extendió la mano hacia el duque de Anjou.
El duque de Anjou, poniendo la mano sobre el libro, dijo:
-En presencia de Dios prometo a mi pueblo sostener y honrar nuestra santa religión, como corresponde al rey cristianísimo y al hijo mayor de la Iglesia. ¡Así Dios me ayude y los santos Evangelios!
-Amén -respondieron a una voz todos los circunstantes.
-Amén -repitió el eco en las bóvedas de la iglesia.
El duque de Guisa, que como hemos dicho ejercía las funciones de condestable, subió los tres escalones del altar y depositó su espada en el tabernáculo. El cardenal la bendijo; luego la sacó de la vaina, y tomándola por la hoja se la presentó al rey, el cual la asió por el puño.
-Señor -dijo el cardenal-, tomad esta espada que se os da con la bendición del Señor, a fin de que con ella y auxiliado por el Espíritu Santo, podáis resistir a todos vuestros enemigos, proteger y defender la santa Iglesia y el reino que os ha sido confiado. Tomad esta espada para que con ella hagáis justicia, protejáis a las viudas y a los huérfanos, y reparéis los desórdenes; a fin de que cubriéndoos de gloria mediante el ejercicio de todas las virtudes, merezcáis reinar con aquél de quien sois imagen en la tierra, y que vive y reina con Dios Padre en unidad del Espíritu Santo, por todos los siglos de los siglos.
El duque de Anjou bajó la espada de manera que la punta tocase en el suelo, y después de haberla ofrecido a Dios, la devolvió al duque de Guisa.
El monaguillo llevó un almohadón y le puso delante del duque de Anjou, el cual se arrodilló.
Después el cardenal abrió el cofrecillo de plata sobredorada, y con la punta de una aguja de oro sacó una partícula de óleo santo y la extendió sobre la patena.
Cogiendo luego la patena con la mano izquierda y levantando ambas manos sobre la cabeza del duque, dijo dos oraciones.
Concluidas éstas, tomó la santa crisma con el dedo pulgar y trazó una cruz en la cabeza del príncipe, diciendo:
-Ungo te in Regem de oleo sanctificato, in nomine Patris et Filii et Spiritus-Sancti.
Casi simultáneamente el monacillo limpió la unción con un pañuelo bordado de oro.
Entonces el cardenal tomó con ambas manos la corona y la bajó sobre la cabeza del duque de Anjou, pero sin soltarla. El duque de Guisa y el de Mayena se llegaron uno a cada lado del príncipe y sostuvieron la corona.
El cardenal, teniéndola solamente asida con la mano izquierda, dijo bendiciendo al duque de Anjou con la derecha:
-"Dios te corone con la corona de gloria y justicia."
Luego, dejándola sobre la cabeza del príncipe, añadió:
-“Recibe esta corona en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo."
El duque de Anjou, pálido y tembloroso sintió el peso de la corona en la cabeza e instintivamente llevó a ella la mano.
Resonó entonces la campanilla agitada por el frailecito, y todos inclinaron la frente al suelo.
Pero en breve se levantaron blandiendo las espadas y gritando:
-¡Viva el rey Francisco III!
-Señor -dijo el cardenal al duque de Anjou-, desde hoy reináis en Francia porque estáis consagrado por el mismo Papa Gregorio XIII, a quien represento.
-Señores -dijo el duque de Anjou levantándose con aire de orgullo y majestad-, no olvidaré jamás los nombres de los treinta nobles que han sido los primeros en considerarme digno de reinar en Francia, y ahora adiós, señores, Dios os tenga en su santa guarda.
El cardenal y el duque de Guisa se inclinaron; pero Chicot, que les veía de perfil, observó que ínterin el duque de Mayena acompañaba al nuevo rey hasta la puerta, los dos príncipes de Lorena se miraron uno a otro y se sonrieron con ironía.
-¡Qué diablo! -murmuró el gascón-, ¿qué significa esto? ¿De qué sirve el juego si todo el mundo hace trampas?
Entretanto el duque de Anjou llegó a la escalera de la cripta y desapareció al instante en las tinieblas de la iglesia subterránea, adonde uno después de otro todos los concurrentes le siguieron, a excepción de los tres hermanos, que volvieron a la sacristía, mientras el portero apagaba las luces del altar.
El monaguillo cerró la puerta de la cripta y la iglesia quedó iluminada por aquella lámpara, que sola, inextingible, parecía un símbolo desconocido del vulgo y que quería dar a entender a los elegidos la celebración de alguna iniciación secreta.
XXI. CHICOT, CREYENDO TOMAR UNA LECCIÓN DE HISTORIA, TOMO UNA LECCIÓN DE GENEALOGIA
Chicot se puso de pie en su confesonario para extender un poco las piernas, que tenía entumecidas. Pensando que la sesión a que acababa de asistir era la última, y siendo ya las dos de la mañana deseaba poder adoptar cuanto antes sus disposiciones para pasar el resto de la noche.
Grande fue, pues, su admiración, cuando vio que los tres príncipes de Lorena, apenas oyeron el chirrido de la llave en la puerta de la cripta, salieron de la sacristía, no ya con hábitos de frailes, sino con sus trajes de costumbre.
Al mismo tiempo el monacillo, al verles, soltó una carcajada tan franca y estrepitosa, que Chicot no pudo menos de reírse también, aunque no sabía la causa.
El duque de Mayena se acercó precipitadamente a la escalera y dijo:
-Moderad vuestra risa, hermana, no sea que os oigan, pues hace tan poco que han salido.
-¡Su hermana! -dijo Chicot que iba de sorpresa en sorpresa-: ¿luego es mujer ese frailecillo?
En efecto, el novicio se echó atrás la capucha y descubrió una cabeza de mujer, más hermosa y expresiva que ninguna de las que haya podido pintar nunca Leonardo de Vinci.
Tenía unos ojos negros, brillantes y alegres, pero que cuando dilataban sus pupilas, ensanchaban su disco de azabache y tomaban una expresión casi terrible a fuerza de ser grave.
A esta perfección uníanse las de una boca pequeña con labios rojos y finos, una nariz de forma rigurosamente correcta, y en fin, una barba redonda que terminaba el óvalo perfecto del semblante, un poco pálido, en el cual resaltaban como dos arcos de ébano dos cejas perfectamente trazadas.
Era esta mujer la hermana de los Guisas, madame de Monpensier, peligrosa sirena, diestra en disimular, bajo el amplio hábito de fraile, la imperfección tan decantada de un hombro que tenía algo más alto que el otro, y la curva poco elegante de la pierna derecha que la hacía cojear un tanto.
Debido a estas imperfecciones, habíase alojado el alma de un demonio en aquél cuerpo, al cual había dado Dios una cabeza de ángel.
Chicot la conoció por haberla visto veinte veces en la corte de la reina Luisa de Vaudemont, su prima: la presencia de aquella mujer y la de sus tres hermanos obstinados en permanecer allí cuando todos se habían ya retirado, anunciaban un gran misterio.
-¡Ah, hermano cardenal! -decía la duquesa de Montpensier en un arrebato de risa-, ¡qué santo varón parecéis! ¡y cuán bien habláis de Dios! Me habéis dado miedo, porque al principio creí que tomábais el asunto por lo serio.. . ¡Y el buen duque que se ha dejado untar y coronar! ¡Qué horrible estaba con la corona!
-No importa -repuso el duque de Guisa-, hemos conseguido lo que queríamos, y Francisco no puede ya desdecirse: Monsoreau, que sin duda tiene en esto algún oculto interés, ha llevado las cosas tan lejos, que ahora nos hallamos seguros de que no nos abandonará, como abandonó a la Mole y Cotonnas, en mitad del camino del cadalso.
-¡Oh! -dijo Mayena-, ese es un camino que no se obliga a emprender con facilidad a príncipes de nuestra estirpe: para nosotros siempre habrá menos que andar desde el convento de Santa Genoveva al Louvre, que desde la Casa de la Villa a la plaza de Gréve.
Chicot comprendió que se habían burlado del duque de Anjou, y como detestaba al príncipe, de buena gana, en pago de esta burla, habría abrazado a los Guisas, exceptuando no obstante a M. de Mayena, y compensando esta falta con un abrazo más a Mme. de Montpensier.
-Trataremos de nuestro negocio, señores -exclamó el cardenal-, ¿está todo bien cerrado?
-¡Oh! yo respondo de ello -dijo la duquesa-; sin embargo, lo veré otra vez.
-No -observó el duque-, debéis estar fatigado, precioso monaguillo.
-No tal; mi destino era demasiado divertido para que me cansara.
-¿Decís, Mayena, que está aquí? -interrogó el duque de Guisa.
-Sí.
-Yo no 1o he visto.
-Ya lo creo; está escondido.
-¿Y en dónde?
-En un confesionario.
Estas palabras vibraron en los oídos de Chicot como las cien mil trompetas del Apocalipsis.
-¿Quién está escondido en un confesionario? -decía-, ¡diablo! que yo sepa no hay nadie más que yo.
-Entonces, lo habrá visto y oído todo -prosiguió el duque de Guisa.
-No importa; ¿no es nuestro?
-Traédmele, Mayena -dijo el duque de Guisa.
Mayena bajó la escalera del coro, titubeó un momento a cuál confesionario se dirigía y después se encaminó en línea recta al que por Chicot se hallaba ocupado.
Chicot, con todo su valor, no pudo impedir el castañeteo de sus dientes mientras Mayena se le aproximaba, ni el sudor frío que de la frente empezó a caerle sobre las manos.
-¿Qué es esto? -dijo entre sí procurando desenredar la espada de entre los pliegues del hábito-. ¡Diablo! no quiero morir como un bellaco metido en este cofre. Salgamos a recibir la muerte, y pues que la ocasión se nos presenta, matémosle antes.
Y habiendo encontrado el puño de la espada, se disponía a realizar este valeroso proyecto, y tenía ya la mano en el cerrojo del confesionario, cuando oyó la voz de la duquesa, que decía:
-No es en ese, Mayena, sino en el otro, a la izquierda, el de en medio.
-¡Ah, es verdad! -dijo M. de Mayena, y bajando la mano que ya tenía extendida para abrir el confesionario de Chicot, dio media vuelta y se encaminó al de enfrente.
-¡Uff! -dijo el gascón dando un suspiro que le habría envidiado Gorenflot-; ya era tiempo: ¿mas quién diablos está en el otro?
-Salid, maese Nicolás David -dijo Mayena-, ya estamos solos.
-Aquí estoy, monseñor -dijo un hombre saliendo del confesionario.
-¡Hola! -exclamó el gascón-, tú faltabas a la fiesta, maese Nicolás; te he buscado por todas partes sin encontrarte, y al fin te hallo cuando no te buscaba.
-Lo habéis visto y oído todo, ¿no es así? -preguntó el duque de Guisa a Nicolás David.
-No he perdido una palabra, monseñor -rsepondió maese Nicolás-; Vuestra Señoría puede estar seguro de que no olvidaré la más pequeña particularidad de lo que ha ocurrido.
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