-Creo que dices bien -contestó Bussy-; ahora que no tengo ya celos de ese oso, deseo domesticarle, lo cual será muy divertido: ahora, Remigio, pídeme lo que quieras, todo es fácil para mí porque soy feliz.
-En aquel instante llamaron a la puerta, y los dos amigos guardaron silencio.
-¿Quién es? -preguntó Bussy.
-Monseñor -respondió un paje-; abajo hay un caballero que desea hablaros.
-Hablarme tan temprano, ¿quién es?
-Un hombre muy alto, vestido de terciopelo con medias de color rosa; tiene una figura algo extravagante, pero parece hombre de bien.
-¡Pst! -dijo Bussy, en voz alta-; será Schomberg.
-Ha dicho un hombre muy alto.
-Es cierto, o Monsoreau.
-Ha dicho que parece hombre de bien.
-Tienes razón, Remigio, no puede ser ninguno de los dos: que entre.
Al cabo de un momento apareció en le dintel de la puerta el hombre anunciado.
-¡Ah, Dios mío! -exclamó Bussy levantándose precipitadamente al verle, ínterin que Remigio, como amigo discreto, se retiraba al gabinete inmediato.
-¡M. Chicot! -dijo Bussy.
-El mismo, señor conde -respondió el gascón.
Mirábale Bussy sin pestañear, de una manera que quería decir con todas sus letras, sin que la boca tuviese necesidad de tomar la más mínima parte en la conversación.
-¿A qué venís aquí?
De modo que Chicot, antes que le dirigiese la palabra, contestó formalmente:
-Vengo, señor conde, a proponeros un buen negocio.
-Hablad -replicó Bussy sorprendido.
-¿Qué me prometéis si os hago un gran servicio?
-Eso dependerá del mismo servicio -respondió Bussy desdeñosamente.
Fingió el gascón que no había notado este aire de desprecio, y prosiguió sentándose y cruzando sus largas piernas:
-Observo, señor conde, que no me habéis dispensado el honor de invitarme para que me siente, pero añadiré esto más a la recompensa que exija de vos cuando os haya prestado el servicio de que se trata.
Bussy no respondió, y se puso encendido.
-Señor conde -continuó Chicot con la mayor indiferencia-: ¿tenéis noticia de la Liga?
-He oído hablar mucho de ella -respondió Bussy, que empezaba a escuchar con alguna atención lo que decía Chicot.
-Pues bien, en este caso, debéis saber que es una asociación de cristianos honrados que se han reunido con el propósito de asesinar religiosamente a sus vecinos los hugonotes. ¿Pertenecéis a la Liga, señor Conde? Yo sí.
-Pero, M. Chicot...
-Respondedme solamente sí o no.
-Permitid que extrañe...
-Me he tomado la libertad de preguntaros si sois de la Liga; ¿me habéis entendido?
-M. Chicot -exclamó Bussy-; como las preguntas cuyo sentido no comprendo, me desagradan, os suplico que cambiéis de conversación, y aún os concederé por política algunos minutos más de atención, no sin deciros que así como me desagradan las preguntas, me desagradan asimismo naturalmente los preguntones.
-Muy bien; la política es muy indulgente, como dice M. de Monsoreau, cuando se halla de buen humor.
El nombre de M. de Monsoreau, aunque pronunciado con aparente indiferencia, volvió a llamar la atención de Bussy.
-Sospechará algo -se dijo-, y me habrá enviado a Chicot para espiarme.
Y luego dijo en alta voz:
-Vamos, M. Chicot, al grano: ya sabéis que sólo disponemos de unos pocos minutos.
-Optime -exclamó Chicot-; unos pocos minutos es mucho, y en unos pocos minutos se pueden decir muchas cosas; os diré, pues, que en verdad, pudiera haberme ahorrado el trabajo de preguntaros, puesto que si no sois de la Santa Liga, lo seréis evidentemente, por que M. de Anjou lo es.
-M. de Anjou, ¿quién os lo ha dicho?
-Él mismo, hablando a mi persona, como dicen, o más bien, como escriben los señores curiales; como escribía, por ejemplo, el buen Nicolás David, antorcha del forum parisiense, la cual antorcha se extinguió sin que se haya podido saber quién la ha apagado; y ya conoceréis que, siendo el duque de Anjou de la Liga, no podéis, señor conde, dejar de pertenecer a ella, vos que sois el brazo derecho de Su Alteza; porque la Liga sabe perfectamente lo que se hace y no hubiera elegido un jefe manco.
-¿Y luego, M. Chicot? -preguntó Bussy, en tono más cortés que el que había empleado hasta entonces.
-Luego -repuso Chicot-, luego, ¡pardiez! si sois de la Liga, o si creen que pertenecéis a ella, como seguramente lo creerán, os sucederá lo mismo que ha sucedido a monseñor el duque.
-¿Pues qué le ha sucedido?
-Señor conde -dijo Chicot, poniéndose de pie e imitando la actitud que había tomado Bussy un momento antes-, a mí me desagradan las preguntas y también los preguntones; dejaré, pues, que os suceda lo que ha sucedido esta noche a vuestro amo.
-M. Chicot -dijo Bussy, con una sonrisa que contenía todas las disculpas que puede dar un caballero-; hablad, os suplico que habléis; ¿adónde está el duque?
-Está preso.
-¿En dónde?
-En su aposento. Cuatro de mis mejores amigos lo están guardando, M. de Schomberg, que fue teñido de azul ayer tarde, como ya sabéis, puesto que pasabais muy cerca cuando estaban ejecutando la operación; M. d'Epernon, que está amarillo, tanto fue el miedo que pasó; M. de Quelus, que está rojo de cólera, y M. de Maugiron, que está blanco de fastidio; lo cual presenta un hermoso conjunto, porque como el duque comienza a ponerse verde de miedo, vamos a gozar de la vista de un espléndido arco iris los privilegiados del Louvre.
-¿Y creéis, M. Chicot, que peligra mi libertad?
-Peligrar... os diré: creo que en este momento, están... o deben... o deberían estar en camino para prenderos.
Bussy se estremeció.
-¿Os gusta la Bastilla, M. de Bussy? Es un lugar muy a propósito para entregarse a la meditación, y M. Lorenzo Testu, su gobernador, da una comida muy apetitosa a sus pensionistas.
-¿Me encerrarían en la Bastilla? -exclamó Bussy.
-Sí, por cierto: yo debo tener en el bolsillo algo que se parece mucho a una orden para llevaros allá, M. de Bussy. ¿La queréis ver?
Y Chicot sacó, efectivamente, del bolsillo de sus calzones, en los cuales habrían cabido tres piernas como las suyas, una orden del rey en debida forma, mandando prender a M. Luis de Clermont, señor de Bussy d'Amboise, en cualquiera parte que se hallase.
-Redacción de M. de Quelus -dijo Chicot-, está muy bien escrita.
-M. Chicot -exclamó Bussy me habéis hecho verdaderamente un gran servicio.
-Creo que sí -contestó el gascón-; ¿no sois de mi parecer?
-Os suplico, M. Chicot, que me tratéis como a un hombre agradecido; decidme, ¿me salváis hoy para perjudicarme en otra circunstancia? Porque sois amigo del rey, y el rey no me quiere bien.
-Os salvo por salvaros, señor conde -dijo Chicot levantándose de la silla y saludando-; ahora pensad como queráis de mi acción.
-Pero decidme por favor, ¿a qué debo atribuir?...
-¿Olvidáis que he pedido una recompensa?
-Es cierto.
-¿Me la concedéis?
-De todo corazón.
-¿Haréis, pues, lo que os pida algún día?
-A fe de Bussy, con tal que sea posible.
-Eso me basta -repuso Chicot-. Ahora montad a caballo y desapareced, porque voy a llevar la orden de vuestro arresto a quien debe ejecutarla.
-Pues, ¿no debíais prenderme vos mismo?
-¿Por- quién me tomáis, señor conde? Soy un caballero.
-Más ¿he de abandonar a mi amo?
-No lo sintáis, porque él os ha abandonado ya.
-Sois un buen caballero, M. de Chicot -dijo Bussy al gascón.
-¡Pardiez! ya lo sabía yo -repuso éste.
Llamó Bussy a Remigio, a quien haremos justicia, diciendo que estaba escuchando a la puerta: entró, pues al instante.
-Remigio -le dijo Bussy-, los caballos.
-Ya están ensillados, monseñor -repuso tranquilamente.
-Este joven -dijo Chicot a Bussy- tiene mucho talento.
-¡Pardiez! ya lo sabía yo -replicó Remigio.
Reunió Bussy algunas pilas de escudos y los fue introduciendo en sus bolsillos y en los de su amigo, hecho lo cual dio las gracias a Chicot por última vez y se preparó para marchar.
-Permitidme, señor conde -dijo Chicot-, que presencie vuestra marcha.
Y siguió a Bussy y a Remigio hasta el patio de la caballeriza, donde un paje tenía de la brida dos caballos ensillados.
-¿Y adónde vamos? -interrogó Remigio.
-Iremos. . . -contestó Bussy dudando o aparentando dudar.
-¿Qué os parece Normandía? -dijo Chicot que se hallaba ocupado en examinar los caballos como inteligente.
-No -respondió Bussy-, está muy cerca.
-¿Qué pensáis de Flandes? -prosiguió Chicot.
-Está muy lejos.
-Creo -dijo Remigio- que os decidiréis al cabo por el Anjou, que está a una distancia regular; ¿no es verdad, señor conde?
-Sí, iremos allá -dijo Bussy con tono indiferente.
-Señor conde -dijo Chicot-, puesto que ya habéis elegido el lugar de vuestro retiro, y que vais a poneros en camino...
-Ahora mismo.
-Tengo el honor de saludaros; acordaos de mí en vuestras oraciones.
Y el buen Chicot regresó a palacio tan grave y majestuoso, como siempre, desmoronando las esquinas de las casas con su inmensa tizona.
-¡Qué caprichoso es el destino! -exclamó Remigio.
-Démonos prisa -exclamó Bussy-, tal vez la alcanzaremos.
Y partieron a galope.
XLVII. LAS ZANCAS DE CHICOT, EL BOLICHE DE QUELUS Y LA CERBATANA DE SCHOMBERG
Chicot regresaba al Louvre muy alegre a pesar de su aparente frialdad, porque experimentaba una triple satisfacción; había salvado a un valiente como Bussy, había dirigido una intriga, y había vencido todos los obstáculos que se oponían para que el rey pudiese dar un golpe de Estado, reclamado por las circunstancias.
En efecto, era muy posible que la energía y el valor de M. de Bussy, y el espíritu de asociación de M. de Guisa, cooperasen a armar aquel día un fuerte tumulto en la buena ciudad de París.
Todo lo que el rey había temido, todo lo que había previsto Chicot, ocurrió como era de esperar.
M. de Guisa recibió en su casa aquella mañana a los principales personajes de la Liga, los cuales le trajeron cada uno por su parte, los registros cubiertos de firmas que hemos visto abiertos en las plazas, a las puertas de las posadas principales y hasta en los altares de las iglesias; M. de Guisa ofreció que aquel día se nombraría el jefe de la Liga, e hizo jurar a todos que reconocerían por jefe al que nombrase el rey; M. de Guisa, por último, tuvo una conferencia con el cardenal v con M. de Mayena, y luego salió de su palacio para el del duque de Anjou, a quien había perdido de vista la víspera a las diez de la noche.
Ya temía Chicot esta visita, y al salir de casa de Bussy, se fue en derechura a espiar las inmediaciones del palacio de Alençon situado en la esquina de las calles de Houtefeuille y del Árbol Seco.
Apenas hacía un cuarto de hora que se hallaba en acecho cuando vio asomar al que esperaba por la calle de la Huchette; se ocultó detrás de la esquina de la calle del Cementerio, v el duque de Guisa entró sin verle en el palacio del de Anjou.
Halló el duque al primer ayuda de cámara del príncipe bastante inquieto porque no había vuelto todavía su amo, aunque ya sospechaba lo que había acontecido, es decir, que el duque habría ido a dormir al Louvre.
Preguntó si podría hablar a Aurilly, ya que el príncipe se hallaba ausente, y el ayuda de cámara respondió que Aurilly estaba en el gabinete de su amo y que podía entrar a preguntarle.
Pasó el duque, efectivamente, a ver a Aurilly, músico y confidente del príncipe, que sabía todos los secretos del duque de Anjou, y que debía estar mejor enterado que nadie del paradero de Su Alteza.
Pero Aurilly estaba inquieto como el ayuda de cámara, y de vez en cuando dejaba el laúd para llegarse a la ventana y mirar por entre los vidrios si volvía el duque; también había enviado tres veces al Louvre y todas le contestaron que monseñor se había retirado muy tarde aquella noche y que estaba todavía durmiendo.
M. de Guisa preguntó a Aurilly por el duque de Anjou; pero Aurilly dejó a su amo el día anterior en la esquina del Árbol Seco, donde les separó un grupo que se dirigía precipitadamente hacia la hostería de La Hermosa Estrella, y no sabiendo que Su Alteza había decidido dormir en el Louvre se vino a esperarle al palacio de Alençon.
El músico contó entonces al príncipe de Lorena la triple embajada que acababa de enviar al Louvre y le trasladó la respuesta siempre igual, que habían dado a los tres mensajeros.
-Está durmiendo a los once... -dijo el duque-; casi es imposible; el mismo rey ya está levantado generalmente a esta hora. Debéis ir al Louvre, Aurilly.
-Ya he pensado hacerlo, monseñor; mas temo que ese pretendido sueño sea un encargo que haya hecho al conserje del Louvre y que le haya llamado a la ciudad alguna aventura de amor, en cuyo caso, monseñor, no le gustaría que le buscasen.
-Creedme, Aurilly -insistió el duque-, monseñor es una persona muy razonable para pasar hoy el tiempo en aventuras amorosas; id, pues, al Louvre sin temor, y allí hallaréis a monseñor.
-Iré, puesto que lo deseáis; pero ¿qué le he de decir?
-Decidle que estamos citados en el Louvre para las dos, y que ya sabe que debemos tener una conferencia antes de presentarnos al rey. Bien conoceréis, Aurilly -añadió el duque con un gesto de mal humor bastante irrespetuoso-, que cuando el rey va a nombrar el jefe de la Liga, no es el momento muy a propósito para dormir.
-Muy bien, monseñor, yo rogaré a Su Alteza que venga aquí.
-Adonde le aguardo con la mayor impaciencia, le diréis; porque estamos citados para las dos, ya habrán ido muchos al Louvre, y no podemos perder un momento. Yo, mientras tanto, enviaré a llamar a M. de Bussy.
-Haréis bien, monseñor, pero si no encuentro a Su Alteza, ¿qué debo hacer?
-Si no encontráis a Su Alteza, Aurilly, que no sospechen que le andáis buscando; bastará que le digáis después: he hecho lo posible para encontraron. De todos modos, yo iré al Louvre a las dos menos cuarto.
Aurilly saludó al duque, y se marchó.
Chicot le vio salir, y adivinó al momento que iba al Louvre. Si M. de Guisa llegaba a saber la prisión del duque de Anjou, todo era perdido, o por lo menos se complicaba mucho aquella peligrosa situación. Vio Chicot que Aurilly subía por la calle de la Huchette para encaminarse al Louvre por el puente de San Miguel, y él bajó en dirección opuesta por la calle de San Andrés de las Artes con toda la celeridad con que podía mover sus descomunales piernas, y pasó el Sena más abajo de Nesle cuando no llegaba aún Aurilly a la mitad del camino.
Pero sigamos a éste, que nos conducirá al teatro de los importantes sucesos de aquel día.
Atravesó los muelles henchidos de ciudadanos que se paseaban con aire triunfante, y llegó al Louvre que presentaba la apariencia más tranquila en medio de la alegría general de la ciudad.
Aurilly conocía la corte y era buen cortesano; cambió, pues, algunas palabras con el oficial que se hallaba de servicio en la puerta, que era siempre un personaje interesante para los noticieros y los que andan a la caza de aventuras escandalosas que contar.
Aquella mañana el oficial de puertas era todo miel; el rey se había levantado del mejor humor del mundo.
Del oficial de puertas pasó Aurilly al conserje.
El conserje estaba pasando revista a los criados que tenían libreas nuevas, y les repartía alabardas de una figura particular; dirigió una sonrisa al músico y respondió a sus comentarios sobre la lluvia y el buen tiempo, lo que hizo concebir a Aurilly excelente opinión de la atmósfera política.
Siguió adelante y subió la gran escalera que conducía a las habitaciones del duque, distribuyendo numerosos saludos a los cortesanos diseminados ya por los descansos de la escalera y por las antecámaras.
A la puerta del aposento de Su Alteza estaba Chicot sentado en una silla.
Chicot estaba jugando al ajedrez, absorto al parecer, en una profunda combinación; iba Aurilly a pasar sin hablarle, pero como las largas piernas del gascón ocupaban todo el ancho de la meseta, se vio obligado a llamarle la atención tocándole en el hombro.
-¡Ah! sois vos -dijo Chicot-, perdonad, M. Aurilly.
-¿Qué hacéis, M. Chicot?
-Jugando al ajedrez, como veis.
-¡Solo!
-Sí ... estoy estudiando una jugada... ¿Sabéis jugar al ajedrez, M. Aurilly?
-Muy mal.
-Sí, ya sé que sois músico, y como la música es un arte tan largo y tan difícil, los privilegiados que a él se dedican se ven precisados a consagrarle todo su talento, y todo el tiempo de que pueden disponer.
-¿Parece que es una jugada muy interesante?- interrogó riéndose Aurilly.
-Sí, me tiene en mucho cuidado mi rey; porque habéis de saber, M. Aurilly; que en el juego de ajedrez el rey es un personaje muy tonto y muy insignificante, que no tiene voluntad propia, que no puede dar más que un paso a la derecha, otro a la izquierda, otro adelante y otro atrás, hallándose al mismo tiempo rodeado de enemigos muy activos, de caballeros que saltan tres casillas a la vez, y de una multitud de peones que le rodean, le oprimen y le acosan; de modo que si está mal aconsejado, es monarca perdido en poco tiempo.
Es cierto que tiene un alfil 2 que va, viene, corre de un extremo a otro del tablero, y que se pone a su lado, delante o detrás, pero también es indudable que cuanto más y mejor defiende el alfil a su rey, más se aventura él: confieso, M. Aurilly, que en este instante mi rey y su alfil están en una de las situaciones más peligrosas.
-Mas -preguntó Aurilly-, ¿por qué casualidad, M. Chicot habéis venido a estudiar todas estas combinaciones a la puerta del aposento de Su Alteza Real?
-Porque estoy esperando a M. Quelus, que está ahí.
-¿Adónde?
-En el cuarto de Su Alteza.
-¿M. de Quelus en el cuarto de Su Alteza? -replicó sorprendido Aurilly.
Durante el diálogo, Chicot había dejado libre el paso, pero de tal modo, que trasladó sus trebejos al corredor; y el mensajero de M. de Guisa se hallaba ahora entre la puerta de la habitación del príncipe y Chicot, que le cortaba la retirada.
Vaciló, no obstante, antes de abrir la puerta.
-¿Pero qué hace M. de Quelus -dijo- en el aposento del duque de Anjou? Yo no sabía que fuesen tan buenos amigos.
-¡Chist! -contestó Chicot con aire misterioso.
Y sin dejar el tablero describió una larga curva con su cuerpo, de manera que sin haber movido los pies de su sitio llegaron sus labios al oído de Aurilly.
-Ha venido a pedir perdón a Su Alteza Real -dijo-, por una disputa que tuvieron ayer.
-¡De veras!
-¡Ah! M. Aurilly, parece que vamos a entrar en la Edad de Oro; el Louvre va a parecerse a la Arcadia y los dos hermanos Arcades ambo; pero perdonadme, M. Aurilly no me acordaba que sois músico.
Sonrióse Aurilly y penetró en la antecámara, abriendo la puerta lo bastante para que pudiese Chicot cambiar una significativa mirada con Quelus, que probablemente se hallaba prevenido de antemano.
Volvió entonces Chicot a hacer sus combinaciones, riñendo a su Rey, no tan duramente como lo hubiera merecido un soberano de carne y hueso, pero con más dureza que lo que merecía una inocente figurilla de marfil.
Cuando Aurilly penetró en la antecámara, fue saludado cortésmente por Quelus, que tenía en la mano un magnífico boliche de ébano incrustado de adornos de marfil, con el cual ejecutaba rápidas evoluciones.
-Bravo, M. de Quelus -exclamó Aurilly, viendo al joven ejecutar una suerte difícil.
-¡Ah! mi querido Aurilly -contestó Quelus-, ¿cuándo manejaré yo con tanta perfección mi boliche, como vos manejáis vuestro laúd?
-Cuando hayáis empleado tantos días -repuso Aurilly un tanto picado- en estudiar ese juguete, como años he gastado yo en estudiar el laúd. Pero, ¿dónde esta monseñor? ¿no le vais a hablar hoy por la mañana?
-Efectivamente, me ha concedido audiencia, querido Aurilly, pero Schomberg me ha cogido la delantera.
-¡Ah! ¡M. de Schomber también! -exclamó el músico cada vez más sorprendido.
-Sí, Dios mío, sí, así lo ha dispuesto el rey: entrad, pues, M. Aurilly, que ahí están en el comedor, y hacedme el favor de recordar al príncipe que le estamos aguardando.
Abrió Aurilly la segunda puerta, y vio a Schomberg sentado, o por mejor decir, acostado en un mullido sofá de plumas.
Schomberg se entretenía en arrojar con una cerbatana bolitas de barro perfumadas, de las cuales tenía al lado una gran provisión, y en hacerlas pasar por una sortija de oro, pendiente del techo: un perro favorito le volvía a traer todas las que no se hacían pedazos contra la pared.
-¡Cómo!... -exclamó Aurilly-; ¡en el cuarto de Su Alteza!. .. ¡Ah, M. de Schomberg!
-¡Ah, gutten Moruen! 3 M. Aurilly -dijo Schomberg interrumpiendo su juego-, ya veis cómo mato el tiempo esperando que me llegue el turno de recibir audiencia.
-¿Pues dónde está monseñor? -preguntó Aurilly.
-¡Chist! Monseñor está ocupado en este instante en perdonar a d'Epernon y a Mougiron; pero bien podéis entrar puesto que el príncipe os dispensa su confianza.
-¿Cometeré alguna indiscreción? -dijo el músico.
-No lo creáis, todo al contrario, le hallaréis en el gabinete de pintura; entrad, M. Aurilly, entrad.
Y empujó suavemente a Aurilly para que entrase en la pieza inmediata, donde el músico, todo admirado, vio a d'Epernon frente a un espejo ocupado en rizarse los bigotes con goma, y a Maurigon, sentado al lado de la ventana, recortando algunas figurillas de papel, al lado de las cuales podrían pasar por imágenes de santos los bajos relieves del templo de Venus Afrodita en Guido, y las pinturas de la piscina de Tiberio.
El duque se hallaba sentado sin espada entre los dos jóvenes, que sólo le miraban para espiar sus movimientos, y que no le hablaban sino para decirle palabras desagradables.
Al ver a Aurilly, quiso levantarse y salir a su encuentro.
-Cuidado, monseñor -dijo Maugiron-, que me pisáis mis figuras.
-¡Qué veo, Dios mío! -exclamó el músico-; ¡insultan a mi amo!
-Querido M. Aurilly -dijo d'Epernon, sin dejar de rizarse los bigotes-, ¿cómo os ha ido? Muy bien sin duda, porque estáis un poco colorado.
-Tened la bondad, señor músico, de darme vuestra daga, si gustáis -añadió Maugiron.
-Señores -repuso Aurilly-, ¿no reparáis en dónde estáis?
-Sí tal, sí tal, querido Orfeo -respondió d'Epernon-; justamente por eso os ha pedido mi amigo vuestro puñal; ya veis que el señor duque está sin él.
-Aurilly -exclamó el duque con voz llena de rabia y de dolor-, pues qué, ¿no adivinas que estoy preso?
-¿Preso? ¿por orden de quién?
-De mi hermano; hubierais debido conocerlo al ver los carceleros que me están guardando.
Aurilly dio un grito de sorpresa.
-Hubierais traído vuestro laúd para distraer a Su Alteza, M. Aurilly -dijo una voz burlona-; mas ya he pensado yo en ello, le he enviado a buscar y aquí le tenéis.
Chicot decía esto alargando efectivamente su laúd al pobre músico; por encima del hombro de Chicot se podía divisar a Quelus y a Schomberg que bostezaban hasta el punto de desencajarse las quijadas.
-¿Y la partida de ajedrez, Chicot? -preguntó d'Epernon.
-Sí, es cierto -añadió Quelus.
-Creo que mi alfil salvará a su Rey; pero, ¡vive Cristo! que no será sin costarle mucho trabajo. Vamos, M. Aurilly, dadme vuestro puñal en cambio del laúd, uno por otro.
Obedeció el músico trastornado, y fue a sentarse en un almohadón a los pies de su amo.
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