-¿Qué nos ha encargado el rey? -continuó d'Epernon-, que guardemos al duque de Anjou, y no que le estemos mirando.
-Tanto mejor -dijo Schomberg-, porque es muy bueno guardar, pero muy feo para que nos entretengamos en mirarle.
-Sí -observó Maugiron-, mas no nos descuidemos porque el diablo es muy astuto.
-Lo será -replicó d'Epernon-; pero me parece que no basta ser astuto para pasar por entre cuatro valientes como nosotros.
Y contoneándose d'Epernon al expresarse así, se retorcía fieramente los bigotes.
-Tiene razón -dijo Quelus.
-¡Vaya! -agregó Schomberg-: ¿crees por ventura que el duque de Anjou es tan necio que trate de escaparse justamente por esta galería? Si se empeña absolutamente en escaparse, hará un agujero en la pared.
-¿Con qué? no tiene arma ninguna.
-Pero hay ventanas -respondió tímidamente Schomberg-, recordando que él mismo había medido la profundidad del foso.
-¡Ah! ¡las ventanas! -exclamó d'Epernon: bravo, amigo Schomberg, ¡las ventanas! ¿Es decir, que tú saltarías de una altura de cuarenta y cinco pies?
-Declaro que cuarenta y cinco pie...
-Y é1, que cojea, y es pesado y perezoso como...
-Como tú -dijo Schomberg.
-Bien sabes, querido -repuso d'Epernon-, que no tengo miedo, más que a los fantasmas y eso consiste en mi nervioso temperamento.
-Consiste -dijo Quelus, con mucha gravedad- en que todos los que ha matado en desafío se le han aparecido aquella misma noche.
-No lo tomemos a risa -continuó Maugiron-, yo he leído una porción de evasiones increíbles, valiéndose de las sábanas, por ejemplo.
-En esa parte es muy sensata la observación de Maugiron, porque yo he visto en Burdeos a un preso que se fugó con las sábanas de su cama.
-¿Le viste tú?
-Sí -continuó d'Epernon-, por cierto que tenía partido el espinazo y hecha una torta la cabeza: faltaban a la sábana unos treinta pies para llegar al suelo, de modo que se vio obligado a saltar para completar la evasión, y su cuerpo se escapó de la cárcel, pero al mismo tiempo se escapó su alma de su cuerpo.
-Además -repuso Quelus-, si se escapa, tendremos que dar caza a un príncipe de la sangre; le perseguiremos, le alcanzaremos, le cercaremos; y cuando le tengamos cercado, como que no hacemos nada, le romperemos alguna cosa.
-Y entonces, pardiez -dijo Maugiron-, haremos el papel que nos corresponde; nosotros somos cazadores y no carceleros.
Estas observaciones parecieron concluyentes y comenzaron a hablar de otra cosa, después de haber decidido, no obstante, que continuarían visitando de hora en hora a Su Alteza el duque de Anjou.
Tenían razón los favoritos para pensar que el duque de Anjou no intentaría nunca huir a viva fuerza y que además tampoco se decidiría nunca a efectuar una fuga difícil y peligrosa.
No porque faltase imaginación al digno príncipe, antes debemos decir, que su imaginación trabajaba sin descanso, mientras se paseaba desde su lecho al famoso gabinetito que ocupara tres noches seguidas La Mole, cuando le recogió Margarita el día de San Bartolomé.
De vez en cuando acercaba el príncipe su pálido rostro a los vidrios de la ventana que daba sobre los fosos del Louvre; más allá del foso se extendía un arenal, se percibía en medio de la obscuridad el Sena, cuyas aguas corrían tranquilas y lisas como la luna de un espejo. A la otra orilla del río se alzaba la Torre de Nesle como una especie de gigante inmóvil.
El duque de Anjou había observado la postura del sol en todas sus fases, siguiendo también con el interés que conceden los presos a esta clase de espectáculos la degradación de la luz, y los progresos de la sombra; contempló al antiguo París con sus techos, dorados a una hora de distancia por los últimos rayos del sol, y plateados por la primera claridad de la luna; luego se apoderó de él un fuerte espanto viendo que se iban amontonando poco a poco en el cielo inmensas nubes y que presagiaban una buena tempestad. Entre otras muchas debilidades, el duque de Anjou tenía la de temblar cuando oía rugir la tempestad sobre su cabeza.
Entonces habría deseado ansiosamente que le guardasen de vista los cuatro favoritos de su hermano, aunque le hubiesen de insultar; mas no podía llamarles, porque hubiera sido dar demasiado motivo para sus insufribles chanzas.
Se arrojó en la cama, pero era imposible dormir; quiso leer y bailaban las letras delante de sus ojos como una legión de diablos, trató de beber y le supo el vino muy amargo; tocó con las puntas de los dedos las cuerdas del laúd de Aurilly, que se hallaba colgado en la pared, y vibraron de tal modo que le dieron ganas de llorar.
Entonces comenzó a jurar como un pagano, y a romper todo lo que encontraba al alcance de su mano. Este era un defecto de familia, al cual se hallaban muy acostumbrados en el Louvre.
Abrieron un poco la puerta los cuatro jóvenes para ver de dónde provenía aquel alboroto, y viendo que era el príncipe que distraía su mal humor, la volvieron a cerrar, lo cual aumentó la cólera del preso.
Estaba justamente rompiendo una silla, cuando sonó hacia la ventana un ruido que todo el mundo conoce, y al mismo tiempo experimentó M. de Anjou un dolor muy agudo en una cadera.
Lo primero que le ocurrió fue que le habían herido de un arcabuzazo, y que había disparado el tiro algún emisario del rey.
-¡Ah traidor! ¡ah cobarde! -gritó-: me mandas arcabucear como me lo habías prometido. ¡Me han matado!
Y se dejó caer sobre la alfombra: pero al caer puso la mano sobre un objeto muy duro, desigual y sobre todo más grueso que una bala de arcabuz.
-¡Oh! -dijo-, una piedra, será un tiro de falconete; mas entonces habría oído la explosión. Y al mismo tiempo estiró y volvió a encoger la pierna; aunque el dolor era bastante vivo, no tenía roto ningún hueso.
Tomó la piedra y examinó la vidriera: la piedra había entrado con tal fuerza que más bien agujereó que rompió el vidrio; al parecer estaba envuelta en un papel.
Las ideas del duque empezaron a cambiar de dirección: aquella piedra en lugar de haberla tirado un enemigo podía venir de mano de algún amigo.
Acercóse el duque a la luz, y efectivamente, alrededor de la piedra estaba arrollado un papel sujeto con unas hebras de seda; seguramente había amortiguado el papel la dureza del pedernal, que en otro caso habría causado al príncipe un dolor mucho más agudo.
Romper la seda, desenvolver el papel y leerle, fue obra de un momento: había resucitado completamente.
-¡Una carta! -dijo entre dientes echando una furtiva mirada hacia la puerta.
Y leyó:
¿Estáis cansado de no salir de vuestro aposento? ¿Queréis recobrar la libertad? Pues entrad en el gabinetito donde la reina de Navarra escondió a vuestro amigo monsieur de La Mole; abrid el armario, y levantando la tabla de abajo, hallaréis otra; en ella hay una escala de seda; atadla vos mismo al balcón, y dos vigorosos brazos la sostendrán tirante en el suelo del foso. Un caballo, ligero como el viento, os conducirá a sitio más seguro."
UN AMIGO.
-¡Un amigo! -murmuró-; ¡un amigo! no sabía que tuviese ninguno. ¿Quién será, pues, ese amigo que se ha acordado de mí?
Y se puso a reflexionar un instante; pero no acertando quién sería, se asomó a la ventana, y no pudo ver a nadie.
-¿Me habrán tendido un lazo? -murmuró 'el príncipe, que tenía siempre miedo antes que todo.
-Primero -prosiguió-, sepamos si el armario tiene el secreto que me dicen y si está allí la escala.
Y sin mover la luz del sitio en que estaba, se encaminó el duque hacia el gabinete, cuya puerta empujara tantas veces en otros tiempos con el corazón agitado, cuando creía hallar en él a la reina de Navarra con la deslumbradora belleza que apreciaba Francisco mucho más que lo que convenía a un hermano. También esta vez latía violentamente el corazón del duque.
Abrió a tientas el armario, tocó las tablas, y cuando llegó a la última, después de haberse apoyado en el fondo y en el lado de delante, apretó uno de los extremos y sintió que se levantaba la tabla por el otro: introdujo al instante la mano en aquel hueco y tocó con la punta de los dedos una escala de cuerda.
Como un ladrón que huye con el hurto debajo del brazo, así volvió el príncipe a su aposento con su tesoro en la mano.
Dieron las diez, se acordó de la visita que le hacían cada hora sus guardianes, metió la escala debajo del almohadón de un sitial, y se sentó luego en él: estaba la escala tan artísticamente construida que se ocultaba perfectamente en el reducido espacio donde la había metido el príncipe.
No habían transcurrido, en efecto, cinco minutos, cuando apareció Maugiron en el umbral de la puerta, envuelto en una bata con una espada desnuda debajo del brazo izquierdo, y una palmatoria en la mano izquierda. Desde el cuarto del duque seguía hablando con sus amigos.
-El oso está enfurecido -dijo una voz-: hace un instante que rompía todo lo que se le ponía por delante; cuidado, no te devore, Maugiron.
-Insolente -murmuró el duque.
-Creo que Vuestra Alteza me ha dispensado el honor de dirigirnie la palabra -le dijo Maugiron con el aire más impertinente que pudo adoptar.
Aunque el duque estaba próximo a romper en improperios, se detuvo reflexionando que si armaba una disputa perdería un tiempo precioso, y tal vez la ocasión de escaparse. Devoró, pues, su resentimiento, e hizo girar su sillón de manera que volviese la espalda al joven.
Maugiron, siguiendo las costumbres tradicionales, se aproximó a la cama para reconocer las sábanas, y a la ventana para reconocer las cortinas; notó que estaba roto un vidrio, mas creyó que le había roto el duque encolerizado.
-¡Hola! Maugiron -gritó Schomberg-: ¿estás ya comido? ¿cómo no dices una palabra? En ese caso, suspira por lo menos para que sepamos a qué atenernos, Y para vengarte.
El duque se retorcía las manos de impaciencia.
-No -repuso Maugiron-, al contrario, mi oso está muy mansito y del todo domado.
El de Anjou se sonrió silenciosamente en la obscuridad. Y Maugiron, sin saludar al príncipe, la cual era la menor deferencia de todas las que debía tener con tan encumbrado personaje, salió y al salir cerró la puerta con llave.
No se movió el príncipe entretanto, y cuando dejó de sonar la llave en la cerradura, murmuró entre dientes:
-Guardaos bien vosotros, porque el oso es un animal muy astuto.
LII. LA FUGA
Cuando el duque de Anjou se quedó solo, sabiendo que todavía tenía una hora por suya, sacó la escala de cuerda de debajo del almohadón, la desenvolvió y examinó uno por uno todos sus nudos y todos sus escalones con la prudencia más minuciosa.
-La escala es buena -exclamó-, y en lo que de ella depende no parece que me la envían como medio de que me rompa la cabeza.
Entonces la desplegó toda y contó treinta y ocho escalones, distantes quince pulgadas uno de otro.
-Su longitud es suficiente -añadió-; por este lado nada tengo que temer.
Después permaneció un instante pensativo, al cabo del cual exclamó:
-¡Ah! ya caigo, esos infames favoritos son los que me envían esta escala a fin de que la fije en el balcón, y mientras bajo por ella entrar y cortar las cuerdas.
Volvió a reflexionar y después dijo:
-Eh, no, no es posible; no son tan imbéciles que crean que voy a exponerme a bajar sin atrancar primero la puerta, y atrancada la puerta, han debido calcular que tendré tiempo para huir antes que logren echarla abajo.
Eso haría -añadió mirando en torno suyo-, eso haría ciertamente si me decidiera a huir.
Sin embargo, ¿cómo han podido suponer que yo creería que esta escala, hallada en un armario de la reina de Navarra, habría sido puesta aquí con buen fin? Porque en resumen, ¿qué persona en el mundo, excepto mi hermana Margarita, podría saber la existencia de esta escala?
El billete está firmado por un amigo. ¿Quién es ese amigo del duque de Anjou que tan bien conoce lo interior de los armarios de mi cuarto o del de mi hermana?
Apenas acababa el duque de formular este argumento que le parecía incontestable, cuando al volver a leer el billete para conocer la letra si era posible, le ocurrió de pronto una idea y exclamó:
¡Bussy!
En efecto, Bussy, a quien tantas damas adoraban; Bussy, que parecía un héroe a la reina de Navarra, la cual, según confiesa ella misma en sus memorias, lanzaba gritos de terror siempre que el conde reñía en desafío; Bussy discreto, Bussy versado en la ciencia de los armarios, Bussy el único amigo del duque con quien éste podía verdaderamente contar, era según todas las probabilidades el autor del billete.
Con esta idea creció la perplejidad del príncipe.
Todas las circunstancias indicaban que Bussy era el que había enviado el billete. El duque ignoraba los motivos que Bussy tenía para estar resentido pues que ignoraba su pasión a Diana de Meridor; verdad es que la sospechaba, pues como él mismo había amado a Diana, conocía lo difícil que debía haber sido para Bussy verla sin amarla; mas esta ligera sospecha desaparecía ante las probabilidades que en favor de ser Bussy el autor del billete se presentaban. Según el duque, la lealtad de su gentilhombre no le había permitido permanecer ocioso mientras que su señor se hallaba preso; Bussy había sido seducido por las apariencias de esta expedición, y habiendo querido vengarse de él a su manera, es decir, devolviéndole la libertad, le había escrito y le esperaba.
Para acabar de cerciorarse se llegó a la ventana y a través de la niebla que subía del río vio tres siluetas oblongas que debían de ser caballos y otros dos bultos que parecían clavados en la arena y que debían ser dos hombres.
-Dos hombres, eso es -murmuró el duque-: Bussy y su fiel Remigio.
La tentación es grande -agregó-, y el lazo si le hay está demasiado bien tendido para que tenga que avergonzarme de haber caído en él.
En seguida fue a mirar por el agujero de la cerradura; dos de sus cuatro carceleros se hallaban durmiendo, y los otros dos jugaban al ajedrez en el tablero de Chicot.
El duque apagó la luz.
Luego abrió el balcón y se asomó. La sima que trataba de sondear con la vista se había hecho más espantosa aún, por efecto de la obscuridad de la noche. Retrocedió, pero la libertad tiene para un preso tan irresistibles atractivos, que Francisco, al entrar en su aposento, creyó que el aire que en él respiraba iba a ahogarle; esta idea se apoderó de tal modo de su imaginación, que le produjo una especie de disgusto de la vida y de indiferencia ante la muerte.
Asombrado el príncipe, se figuró que recobraba el valor, y aprovechándose de aquel momento de exaltación tomó la escala de cuerda, fijó en el balcón los ganchos de hierro que en uno de sus extremos tenía, volvió a la puerta, la atrancó lo mejor que pudo, y convencido de que para entrar en el cuarto se necesitaban ya diez minutos, es decir, más tiempo del que le era necesario para bajar por la escala, se acercó de nuevo al balcón.
Entonces procuró volver a ver a lo lejos los caballos y los hombres, mas no vio nada.
-Más vale así -murmuró-: huir solo es mejor que huir con el amigo más conocido, cuanto más con un desconocido.
En aquel instante la obscuridad era completa y los primeros truenos de la tormenta que se presentaba comenzaban a resonar en el cielo; una gruesa nube de argentadas franjas se extendía en figura de elefante de un lado a otro del río; la parte posterior caía sobre el palacio y la trompa, formando multitud de curvas, pasaba sobre la Torre de Nesle y se perdía al extremo sur de la ciudad.
Un relámpago hendió por un momento aquella nubes inmensas y el príncipe creyó ver cerca del foso y debajo de su balcón a los que inútilmente había buscado en la ribera.
Oyó entonces el relincho de un caballo y no le quedó duda de que le aguardaban.
Sacudió la escala para cerciorarse de que estaba bien firme, después cabalgó sobre la balaustrada y puso el pie en el primer escalón.
Es imposible describir la angustia terrible que oprimía en aquel instante el corazón del preso, colocado entre una débil escala de cuerda por único apoyo, y las amenazas mortales de su hermano.
Pero apenas hubo puesto el pie en el primer escalón, notó que la escala, en vez de bambolearse como era de esperar, se estiraba, y que el segundo escalón se presentaba a su segundo pie sin hacer el movimiento de rotación natural en este caso.
¿Era un amigo o un enemigo el que tiraba del otro extremo de la escala? ¿Eran brazos abiertos o brazos armados los que le esperaban en el último escalón?
Apoderóse de Francisco un terror irresistible; todavía estaba asido al balcón con la mano izquierda, e hizo un movimiento para volver adentro.
Mas no parecía sino que la persona invisible que esperaba al príncipe al pie de la pared, adivinaba todo lo que pasaba en su corazón, porque en aquel momento sintió bajo sus pies moverse la escala con un movimiento suave e igual que parecía solicitar de él que bajase.
-Tienen la escala desde abajo -murmuró-: no quieren que me caiga: vamos, valor.
Continuó bajando: las dos cuerdas laterales de la escala estaban tirantes como palos. Francisco notó que desde abajo tenían cuidado de apartar los escalones de la pared, para que pudiese poner en ellos más fácilmente el pie.
Desde entonces se deslizó por la escala como una flecha, apoyándose en las manos mejor que en los escalones y sacrificando a la rapidez de la bajada los embozos de la capa.
De pronto, en vez de tocar el suelo que creía próximo, se sintió arrebatado en brazos de un hombre que le dijo al oído estas tres palabras:
-Estáis en salvo.
Entonces le llevaron hasta el foso y le hicieron subir por un camino abierto entre los hundimientos de tierra y piedra:
Llegados al otro extremo, encontraron a un hombre, el cual, asiendo al duque del cuello, le atrajo a sí y le ayudó a subir, haciendo lo mismo con su compañero y corriendo después encorvado como si fuera un anciano, hacia el río.
Los caballos estaban en el mismo sitio en que los había visto Francisco. Este conoció que no era ya posible retroceder y que estaba por completo a merced de sus salvadores. Corrió a uno de los caballos, subió en él; sus dos compañeros montaron en los suyos, la misma voz que le había hablado en voz baja, le dijo con el mismo laconismo y el mismo misterio:
-Corred.
Y todos tres salieron al galope.
-Hasta ahora todo va bien -decía para sí el príncipe-, y es de esperar que el fin de esta aventura corresponda al principio.
-Gracias, gracias, mi valiente Bussy -dijo en voz baja al hombre que corría a su derecha y que iba embozado hasta los ojos en una gran capa parda.
-Corred -respondió éste desde la profundidad de su capa y dando él mismo ejemplo; los tres caballos y los tres jinetes pasaban como sombras.
De este modo llegaron hasta el gran foso de la Bastilla, y le atravesaron por un puente improvisado el día anterior por los de la Liga, que no queriendo tener interrumpidas sus comunicaciones con sus amigos, habían imaginado este medio para facilitarlas. Los tres caballeros se encaminaron hacia Charenton; el caballo del príncipe parecía que llevaba alas.
De repente, el que caminaba a la derecha, saltó al foso y se lanzó por el bosque de Vincennes adelante, diciendo al príncipe con su laconismo acostumbrado:
-Venid.
El que iba a la izquierda saltó también sin pronunciar una palabra. Aquel personaje no había despegado los labios en todo el camino.
El príncipe no necesitó usar de la brida ni de la espuela, pues su caballo saltó el foso con el mismo ardor que habían saltado los otros dos: al relincho que dio al saltar, contestaron otros en el bosque.
El príncipe quiso detenerle temiendo alguna emboscada, pero era ya tarde porque corría desbocado; sin embargo, el noble animal, viendo a los otros dos acortar el paso acortó también el suyo, y Francisco se encontró en una especie de plazoleta donde la luz de la luna iluminaba las corazas de ocho o diez hombres a caballo y formados en batalla.
-¡Hola! -exclamó el príncipe-, ¿qué significa esto, caballero?
-¡Pardiez! -exclamó aquel a quien iba dirigida la pregunta-; esto quiere decir que nos hemos salvado.
-¡Cómo! ¡sois vos, Enrique! -exclamó el duque de Anjou estupefacto-; ¡vos mi libertador!
-¡Bah! -repuso el Bearnés, pues era el mismo-; ¿y eso os extraña? ¿No somos aliados?
Después, mirando a todas partes buscando a su compañero:
-Agripa -dijo-, ¿dónde diablos estás?
-Aquí estoy -respondió Aubigné abriendo sus labios por primera vez-; bien tratáis los caballos: ¡como tenéis tantos!
-Bueno, bueno -repuso el rey de Navarra-; no riñas; con tal que me queden dos de refresco, con los que podamos caminar una docena de leguas sin detenernos, no necesito más.
-¿Pero adónde me lleváis, primo? -preguntó Francisco con inquietud.
-Adonde queráis -dijo Enrique; pero debemos apresurarnos, porque como dice muy bien Aubigné, las caballerizas de rey de Francia están mejor provistas que las mías, y Enrique III es bastante rico para reventar veinte caballos si se le ha puesto en la cabeza darnos alcance.
-¿Es cierto que puedo ir adonde quiera? -interrogó Francisco.
-Ciertísimo, no espero más que vuestras órdenes -contestó Enrique.
-Pues entonces quiero ir a Angers.
-¿Queréis ir a Angers? Tenéis razón, allí os halláis en vuestra casa.
-¿Y vos, primo?
-Yo, cuando lleguemos a la vista de Angers, os dejaré y volveré a Navarra, donde me espera mi buena Margarita, que no debe estar muy satisfecha de mi ausencia.
-¿Pero nadie sabe que estáis aquí? -dijo Francisco.
-He venido a vender tres diamantes de mi mujer.
-¡Ah!
-Y además a saber si en efecto la Liga es capaz de arruinarme.
-Ya veis que no.
-Gracias a vos.
-¿Cómo gracias a mí?
-Sin duda, si en lugar de no aceptar el puesto de jefe de la Liga cuando supisteis que sus esfuerzos se dirigían contra mí, hubieseis aceptado, me habríais perdido. Así, apenas supe que el rey castigaba vuestra negativa con la prisión, juré sacaros de ella y os he sacado.
-Tan tonto como siempre -dijo para sí el duque-; en verdad que es cargo de conciencia engañarle.
-Id, primo -dijo con una sonrisa el Bearnés-, id a Anjou. ¡Ah, M. de Guisa! creíais haber ganado la partida; pero ahora os envío un compañero que os ha de dar que hacer.
Y como en aquel instante les trajesen los caballos de refresco que había pedido Enrique, ambos montaron en ellos y partieron a galope acompañados de Aubigné, que les seguía refunfuñando.
LIII LAS AMIGAS
Ínterin París hervía como lo interior de un horno, madame de Monsoreau, escoltada por su padre y dos criados, que se reclutaban entonces como tropas auxiliares para una expedición, se dirigía al castillo de Meridor, haciendo jornadas de diez leguas.
También ella comenzaba a gustar esa libertad, preciosa para las personas que han sufrido. El azul del cielo del campo, comparado con aquel cielo constantemente amenazador suspendido como un crespón sobre las torres negras de la Bastilla; las hojas, ya verdes, de los árboles, los hermosos caminos que se perdían como largas cintas ondulosas en lo interior de los bosques, todo le parecía fresco y joven, rico y nuevo, como si en realidad acabase de salir de la tumba donde su padre la había creído enterrada.
El anciano barón se sentía tan rejuvenecido como si tuviera veinte años menos.
Al ver el aplomo con que se afirmaba en los estribos y con que espoleaba al viejo Jarnac, se le habría tenido por uno de aquellos vetustos maridos que acompañaban a sus jóvenes mujeres, cuidándolas amorosamente.
No trataremos de describir este largo viaje, el cual no tuvo más incidentes que la salida y la postura del sol.
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