Después, llevándole fuera de la ciudad, como Amán conducía a Mardoqueo, le situó en una especie de sendero, y allí le dijo:
-Deja marchar a Rolando: al extremo del sendero encontrarás el bosque, en el bosque un parque, alrededor del parque una tapia: en el sitió inmediato a esta tapia donde Rolando se pare, allí arrojarás el ramillete.
El papel que había escrito Bussy decía lo siguiente:
"El que debía venir no viene, porque el que no debía venir ha venido, y es más peligroso que nunca, pues sigue enamorado.
"Tomad con los labios y con el corazón todo lo que hay de imperceptible a la vista en este papel."
Remigio aflojó las riendas a Rolando, el cual partió a galope en dirección de Meridor.
Bussy volvió al palacio ducal y halló al príncipe vestido.
En media hora llegó Remigio llevado por el caballo como una nube impelida por el viento, y confiado en las palabras de su señor atravesó campos, bosques, arroyos, colinas, y se detuvo al pie de una tapia a la que faltaban algunas piedras y cuyo caballete parecía unido a las grandes ramas de las encinas por medio de la yedra que le tapizaba.
Cuando llegó allí se puso de pie sobre los estribos, ató fuertemente el papel al ramillete, y haciendo un vigoroso esfuerzo le arrojó a lo interior del parque.
Un pequeño grito que resonó al otro lado de la tapia, le anunció que el mensaje había llegado a buen puerto.
Nada más tenía que hacer porque no le habían mandado esperar contestación.
Volvióse, pues, por donde había ido, lo cual no gustó mucho a Rolando por estar acostumbrado a pacer allí todo el día: pero Remigio le aplicó la espuela, le hizo sentir él látigo y el noble animal tuvo que volver a emprender su paso acostumbrado.
Cuarenta minutos después ya se encontraba en la nueva caballeriza, teniendo a su disposición un pesebre bien provisto de heno y avena.
Bussy se hallaba a la sazón visitando el palacio con el príncipe.
Remigio se reunió con él en el momento en que examinaba un subterráneo que iba a dar a la poterna.
-¿Qué hay? -interrogó Bussy a su mensajero-; ¿qué has visto? ¿qué has oído? ¿qué has hecho? -Una tapia, un grito y andar siete leguas-, repuso Remigio con el laconismo de uno de aquellos hijos de Esparta, que se dejaban devorar por las zorras para mayor gloria de las leyes de Licurgo.
LIX. UNA BANDA DE ANGEVINOS
Bussy logró tener tan ocupado al duque con sus preparativos de guerra, que durante dos días no le dejó tiempo ni para ir a Meridor, ni para hacer que fuese el barón a Angers.
No obstante, ya algunas veces le ocurrían de nuevo al príncipe sus ideas de visita; pero al momento Bussy fingía gran solicitud, revistaba los mosquetes de toda la guarnición, mandaba que la caballería se equipase como en tiempo de guerra, y hacía traer de acá para allá los cañones y las cureñas, como si se tratara de conquistar un nuevo mundo; Remigio por su parte, observando este movimiento, se ponía a hacer hilas, a afilar sus instrumentos y a confeccionar sus bálsamos, como si se tratase de curar a la mitad del género humano; de manera que el duque se asustaba de lo enorme de semejantes preparativos.
Excusado es decir que de cuando en cuando, y bajo pretexto de examinar las fortificaciones exteriores, montaba Bussy a caballo, y en cuarenta minutos llegaba a cierta tapia por donde trepaba con tanta más ligereza, cuanto que cada vez dejaba caer alguna piedra y hundía el caballete que poco a poco se iba transformando en brecha.
En cuanto a Rolando no era preciso indicarle el camino. Bussy no tenía que hacer más que soltar la brida y cerrar los ojos.
-Ya he ganado dos días -decía el gentilhombre-, malo será que de aquí a otros dos no ocurra algo que me haga ganar más.
No se engañaba Bussy al contar con su fortuna.
El tercer día, a tiempo que entraba en la ciudad un gran convoy de víveres, producto de una contribución impuesta por el duque a sus buenos y fieles angevinos, y en el instante en que aquél para hacerse popular probaba el pan negro de los soldados, arenques salados y el bacalao seco, se oyó gran ruido hacia una de las partes de la población.
El duque de Anjou preguntó la causa de aquel rumor, pero nadie pudo decírselo.
Hacia el punto de donde venía el ruido, se distribuían los golpes de partesana y culatazos a gran número de paisanos atraídos por la novedad de un espectáculo curioso.
Un hombre montado en un caballo blanco, empapado en sudor, se había presentado a la puerta que daba al camino de París.
Ahora bien, como Bussy, siguiendo su sistema de intimidación, se había hecho nombrar capitán general del país de Anjou y gran maestre de todas las plazas, estableciendo la más rigurosa disciplina en Angers, nadie podía salir de la ciudad sin un pase; ni entrar sin saber el santo y seña o llevar un documento cualquiera en que se le permitiese la entrada.
Toda esta disciplina no tenía otro objeto que impedir al duque que enviase algún mensaje a Diana sin que Bussy lo supiera, o que Diana entrase en Angers sin que él tuviera noticia de ello.
Esto parecerá quizás un poco exagerado, pero mayores locuras hizo Buckingham cincuenta años más tarde por Ana de Austria.
Había, pues, llegado como hemos dicho, el hombre del caballo blanco a la inmediación del cuerpo de guardia.
Mas la guardia tenía su consigna; la consigna había sido comunicada al centinela, y el centinela atravesó la partesana delante de la puerta; el caballero no hizo caso de la insinuación, pero el centinela gritó:
-¡A las armas!
La guardia salió y fue preciso entrar en explicaciones.
-Soy Antraguet -dijo el caballero- y quiero hablar al duque de Anjou.
-No os conocemos -contestó el jefe de la guardia-; en cuanto a hablar al duque de Anjou vuestro deseo quedará satisfecho, porque vamos a prenderos y a llevaros a presencia de Su Alteza.
-¡Prenderme! -confesó el caballero-. ¿Pretendes, bribón, prender a Carlos de Balzac d'Entragues, barón de Cuneo y conde de Graville?
-Ni más ni menos -dijo ajustándose la gola el paisano y reflexionando que tenía veinte hombres detrás de sí y uno solo enfrente.
-Aguardad un poco, mis buenos amigos -dijo Antraguet-. Vosotros no conocéis todavía a los parisienses, ¿eh? Pues yo voy a mostraros lo que son y lo que saben hacer...
-Prendámosle y conduzcámosle a presencia de Su Alteza -gritaron los milicianos furiosos.
-Poco a poco, corderos míos -dijo Antraguet-, yo soy quien tendrá ese gusto.
-¿Qué dice? -se preguntaron unos a otros los paisanos.
-Dice -respondió Antraguet-, que su caballo no ha andado hoy más que diez leguas y que por lo tanto pasará por encima de todos vosotros, si no os apartáis: ¡apartaos o si no, voto al demonio!...
Y como los milicianos de Angers no comprendiesen aquel juramento parisiense, Antraguet sacó la espada, y haciendo con ella un molinete deslumbrador, tiró por tierra a un lado y a otro las astas de las alabardas que más cerca tenía.
Antes de diez minutos quedaron quince o veinte alabardas transformadas en palo de escoba. Los milicianos furiosos cayeron a palos sobre el recién venido, el cual se presentaba ya delante, ya detrás, ya a la izquierda, ya a la derecha de ellos con habilidad prodigiosa y riéndose a carcajadas.
-¡Magnífica entrada! -decía haciendo dar vuelta al caballo-. ¡Qué buena gente son estos paisanos de Angers! ¡Pardiez, aquí sí que se divierte uno! ¡Qué bien ha hecho el príncipe en salir de París, y qué bien he hecho yo en venir a su lado!
Y Antraguet no tan sólo paraba los golpes que se le dirigían, sino que cuando se veía estrechado muy de cerca, hendía con su espada de hoja española el casco de éste, el coleto de aquél, y algunas veces, escogiendo la víctima aturdía de un golpe de plano al guerrero imprudente que se lanzaba en medio de la pelea sin llevar en la cabeza más que el simple gorro de lana.
Los paisanos agolpándose sin orden contra Antraguet tiraban golpes a todos lados estropeándose los unos a los otros; pero luego volvían a la carga, y como los soldados de Cadmo parecía que salían de la tierra.
Antraguet notó que le iban faltando las fuerzas.
-Vamos -dijo, viendo que las filas de paisanos se iban haciendo cada vez más compactas-, ya veo que sois valientes como leones y de ello daré testimonio. Pero ya no os quedan más que los mangos de vuestras alabardas, y no sabéis cargar los mosquetes. Había decidido entrar en la ciudad, pero ignoraba que estuviese guardada por un ejército de Césares; renuncio a venceros: buenas tardes, me voy; decid tan sólo al príncipe que he venido expresamente de París a verle.
Entretanto el capitán había logrado comunicar el fuego a la mecha de su mosquete; pero en el instante en que apoyaba la culata en el hombro, Antraguet le dio tan fuerte latigazo con su flexible acero en los dedos, que le hizo arrojar el arma y ponerse a saltar alternativamente, ya sobre un pie, ya sobre otro.
-¡Muera, muera! -gritaron los paisanos furiosos-; ¡que no se escape! ¡no lo dejemos huir!
-¡Hola! -dijo Antraguet-, antes no queríais dejarme entrar, y ahora no queréis dejarme salir; pensadlo bien, porque si cambio de táctica, en lugar de dar de plano daré de punta, y en vez de cortar las alabardas cortaré las manos: vamos, corderos míos, ¿me dejáis marchar?
-¡No! ¡muera, muera! ¡ya está cansado, acabemos con él a garrotazos!
-Perfectamente, ¿con que ahora vale todo?
-Sí, sí.
-Pues bien, cuidado con los dedos porque voy a cortar las manos.
Apenas acababa de decir estas palabras y de ponerse en disposición de realizar sus amenazas, cuando apareció en el horizonte otro caballero, el cual llegó a galope tendido el sitio del combate.
-Antraguet -gritó el recién venido-, Antraguet, ¿qué diablos haces entre esos paisanos?
-¡Livarot! -exclamó Antraguet volviéndose-; ¡pardiez! a buen tiempo llegas: ¡a ellos, amigo mío, a ellos!
-Ya sabía yo que te había de encontrar; hace cuatro horas que tuve noticias de ti y vine en tu seguimiento. ¿Pero dónde te has metido? Parece que quieren asesinarte.
-Sí, son nuestros amigos de Anjou que no quieren dejarme entrar ni salir.
-Señores -exclamó Livarot quitándose el sombrero-, ¿nos haréis el favor de apartaos a derecha o a izquierda para que pasemos?
-¡Nos insultan! -vociferaron los paisanos-, ¡mueran, mueran! -¡Lo que es esta gente de Angers! -dijo Livarot, poniéndose con una mano el sombrero y sacando con la otra la espada.
-Ya lo ves -repuso Antraguet-; por desgracia son muchos.
-¡Bah! entre los tres bien podemos vencerlos.
-Sí, si fuésemos tres: más como no somos más que dos...
-Ahí viene Ribeirac.
-¿Él también?
-¿Le oyes?
-Le veo. ¡Hola, Ribeirac! ¡eh! ¡aquí, aquí!
En efecto, en aquel momento Ribeirac se presentó no menos presuroso que sus dos compañeros, diciendo:
-¡Oiga! aquí hay combate; buenas tardes, Antraguet, buenas tardes, Livarot.
-Carguemos -contestó Antraguet.
Los paisanos se miraron unos a otros espantados al notar el refuerzo que acababa de llegar a los dos amigos, los cuales de situados se disponían a convertirse en sitiadores.
-¿Qué es esto? Aquí viene un regimiento -exclamó el capitán de la milicia a su gente-; señores, nuestro orden de batalla me parece defectuoso y propongo que demos media vuelta a la izquierda.
Los paisanos, con la destreza que les caracteriza en la ejecución de los movimientos militares, dieron inmediatamente media vuelta a la derecha.
Y era que prescindieron de la orden de su capitán, que naturalmente les incitaba a la prudencia, veían a los tres caballeros formarse en batalla con un aire marcial capaz de hacer temblar a los más intrépidos.
-Esta es la vanguardia -gritaron, deseando hallar un pretexto para huir; ¡al arma, al arma!
-¡Fuego! -gritaron otros.
-¡El enemigo, el enemigo! -exclamaron la mayor parte.
-Somos padres de familia: debemos conservar nuestras vidas, pues tenemos mujeres e hijos: sálvese quien pueda -gritó el capitán.
Y aquellos diversos gritos, que sin embargo de ser diferentes todos tenían el mismo objeto, produjeron un espantoso tumulto en la calle, y fueron causa de que comenzase a llover palos sobre los curiosos que agolpándose impedían la fuga a los tímidos.
Entonces fue cuando llegó hasta la plaza del palacio el rumor que puso en cuidado al príncipe, el cual, como hemos dicho, se encontraba a la sazón probando el pan negro, los arenques salados y el bacalao seco de sus partidarios.
Bussy y el príncipe preguntaron de nuevo la causa de aquel ruido y al fin les dijeron que los que le producían eran tres hombres o más bien tres diablos en carne humana, que acababan de llegar de París.
-¡Tres hombres! -dijo el príncipe-, mira quiénes son, Bussy.
-¿Tres hombres? -repitió Bussy-, venid conmigo, monseñor.
Y ambos marcharon en dirección de la puerta de París: Bussy iba delante: el príncipe marchaba detrás por prudencia y seguido de unos veinte caballeros.
Cuando llegaron comenzaban los paisanos a ejecutar la maniobra de que hemos hablado, con gran detrimento de los cráneos y costillas de los curiosos.
Bussy se enderezó sobre los estribos y dirigió su mirada de águila al sitio de la pelea: entonces, conociendo a Livarot por su cara larga:
-¡Vive Dios! -gritó con voz de trueno y dirigiéndose al príncipe-, venid, monseñor; son nuestros amigos de París que nos asedian.
-No hay tal -contestó Livarot-, al contrario, son tus amigos de Anjou que quieren acuchillarnos.
-¡Abajo las armas, abajo las armas, tunantes; son amigos! -exclamó el duque.
-¡Amigos! -gritaron los paisanos rendidos y apaleados-, ¡amigos! entonces bien podía habérseles dado el santo y seña, y no que hace una hora que les tratamos como paganos y ellos a nosotros como turcos.
Y los paisanos acabaron de ponerse en retirada.
Livarot, Antraguet y Ribeirac se adelantaron con aire de victoria por el espacio que la retirada de la milicia cívica había dejado libre y se apresuraron a besar la mano de Su Alteza, hecho lo cual se arrojaron en brazos de Bussy.
-Parece -exclamó filosóficamente el capitán- que era una panda de angevinos la que nosotros teníamos por banda de buitres.
-Monseñor -dijo Bussy en voz baja al príncipe-, contad vuestros milicianos.
-¿Para qué?
-Contadlos, formad un cálculo, no digo precisamente que los contéis uno por uno.
-Aquí habrá cuando menos ciento cincuenta.
-Y algunos más.
-Y bien, ¿qué queréis decir con eso?
-Que no tenéis en ellos soldados de gran mérito, pues que tres hombres les han derrotado.
-Es cierto -dijo el duque-. ¿Y qué más?
-¿Qué más? ¡Salid de la ciudad con gente como ésta!
-Tienes razón -repuso el duque-, pero saldré con tres hombres que han derrotado a los demás.
-¡Oiga! -dijo Bussy interiormente-, no había pensado en ello. No hay como los cobardes para ser lógicos.
LX. ROLANDO
El esfuerzo que le había llegado al duque de Anjou le permitía salir frecuentemente a reconocer las fortificaciones exteriores. Iba, pues, reconociéndolas, acompañado de sus amigos que tan oportunamente habían llegado, y con un lucido tren de campaña que enorgullecía a los habitantes de Angers, aun cuando la comparación entre aquellas caballeros bien armados y equipados, y los arneses rotos y mohosas armaduras de la milicia cívica no favoreciesen mucho a esta última.
Al principio examinó el duque las murallas; luego los huertos que se hallaban inmediatos a ellas, luego los campos inmediatos a los huertos, y por último los castillos situados en aquellos campos. Al pasar a vista de los bosques de Meridor dirigía siempre el príncipe una mirada arrogante a aquellos bosques que tanto miedo le habían causado o por mejor dicho, con los cuales Bussy le había inspirado tanto miedo.
Los nobles angevinos llegaban con dinero y hallaban en la corte del duque de Anjou una libertad que no podían en manera alguna prometerse en la corte de Enrique III. Por consiguiente, no les faltaban ocasiones de llevar una vida alegre en una ciudad, dispuesta como debe estarlo toda capital, para apurar la bolsa de sus huéspedes.
No transcurrieron tres días sin que Antraguet, Ribeirac y Livarot entablasen relaciones con los nobles angevinos, más amigos de las modas y maneras parisienses. Excusado es decir que estos dignos señores eran casados y tenían mujeres jóvenes y bonitas.
Así el duque de Anjou no recorría la ciudad a caballo por puro capricho, como podrían pensar los que conocen su egoísmo; sino también por agradar a los gentilhombres parisienses que se le habían unido, a los señores angevinos y especialmente a las damas angevinas.
Dios debía de alegrarse de todo puesto que la causa de la Liga era 1-a causa de Dios.
Después el rey debía evidentemente de enfurecerse con la rebelión de la provincia.
En fin, las damas debían de estar satisfechas.
Así la gran trinidad de la época, Dios, el rey y las damas, se hallaba representada.
El contento de los habitantes de Angers llegó a su colmo cuando una mañana vieron entrar en magnífica procesión veintidós caballos de mano, treinta caballos de tiro, y cuarenta mulas que con los carros, literas y furgones, constituían el equipaje del señor duque de Anjou.
Todo aquello llegaba como por encanto de Tours por la módica cantidad de cincuenta mil escudos que el duque de Anjou había dedicado a este uso.
Debemos decir que si bien los caballos se hallaban ensillados, se debía el importe de las sillas a los guarnicioneros: que si bien los cofres tenían magníficas cerraduras y llaves, estaban vacíos, lo cual es un elogio para el príncipe, pues que podía llenarlos imponiendo más tributos; pero el tomar no le agradaba al príncipe, el cual prefería sustraer.
La entrada de esta procesión produjo efecto en Angers.
Los caballos pasaron a las caballerizas y los carros a las cocheras. Los cofres fueron conducidos a palacio por los criados en quienes el príncipe tenía más confianza, pues las sumas que no contenían no podían ser entregadas sino a manos muy seguras.
Por último, se cerraron las puertas del palacio dejando fuera gran multitud de gente que había acudido atraída por el espectáculo, la cual quedó convencida de que el príncipe acababa de recibir dos millones, mientras por el contrario había tenido que dar una suma idéntica, la cual estaba en los cofres antes vacíos.
Desde aquel día se consolidó la reputación de opulencia del duque de Anjou, y toda la provincia, en vista del espectáculo que había presenciado, se cercioró de que el príncipe era bastante rico para guerrear contra toda Europa si era preciso.
Esta confianza debía ayudar a los angevinos a sufrir con paciencia las nuevas contribuciones que el duque, aconsejado por sus amigos, pensaba imponerles. Por otra parte, los angevinos prevenían casi todos los deseos del duque.
Nunca se siente prestar o dar dinero a los ricos.
El rey de Navarra, con su fama de miserable, jamás había podido obtener la cuarta parte de los recursos que obtenía el duque de Anjou con su fama de opulento.
El digno príncipe vivía como un patriarca en medio de la abundancia de todos los bienes de la tierra, y todos saben que Anjou es buena tierra.
Los caminos se hallaban cubiertos de caballeros que acudían a Angers para ofrecer sus servicios al duque.
Este, por su parte, practicaba reconocimientos que siempre tenían por objeto el hallazgo de algún tesoro.
Bussy había logrado hasta entonces que ninguno de estos reconocimientos fuese dirigido contra el castillo que habitaba Diana.
Porque Bussy se reservaba para sí aquel tesoro y saqueaba a su modo aquel pequeño rincón de la provincia, que después de haberse defendido de un modo conveniente, se había entregado a discreción.
Ahora bien, mientras el duque de Anjou efectuaba sus reconocimientos y Bussy sus saqueos, M. de Monsoreau llegaba a las puertas de Angers en su caballo de caza.
Serían las cuatro de la tarde; para llegar a las cuatro había tenido que andar M. de Monsoreau dieciocho leguas aquel día; por eso sus espuelas se hallaban rojas de sangre, y su caballo blanco de espuma y medio muerto.
Ya había pasado el tiempo en que se ofrecían dificultades a los caminantes para entrar en la ciudad; los angevinos se habían hecho tan orgullosos y negligentes que habrían dejado pasar sin obstáculos un batallón de suizos, aunque estos suizos hubiesen ido a las órdenes del mismo Crillon.
M. de Monsoreau, que no era Crillon, entró sin detenerse diciendo:
-Voy al palacio del señor duque de Anjou.
No oyó la contestación de los milicianos de guardia: su caballo parecía que sólo se sostenía sobre las piernas por un milagro de equilibrio debido a la ligereza con que andaba; iba el pobre animal sin saber si existía, y parecía probable que cayese en el instante que se detuviera.
Detúvose a la puerta de palacio, pero M. de Monsoreau era un excelente jinete, el caballo era de buena raza, y ambos permanecieron firmes.
-El señor duque de Anjou -preguntó el montero mayor.
-Su Alteza ha salido a hacer un reconocimiento -respondió un centinela.
-¿Por dónde? -volvió a preguntar M. de Monsoreau.
-Por ahí -dijo el soldado extendiendo la mano hacia uno de los cuatro puntos cardinales.
-¡Diablo! -exclamó Monsoreau-, lo que tenía que decir al duque era urgente: ¿qué haré?
-Lo primero y principal que debéis hacer, es llevar vuestro caballo a la cuadra -repuso el centinela que era un soldado de Alsacia-, porque si no le arrimáis contra una pared se caerá.
-No es mal consejo -dijo Monsoreau-. ¿Dónde están las caballerizas?
-Allá abajo.
En aquel instante se acercó un hombre a Monsoreau y le manifestó su nombre y su destino.
Era el mayordomo.
M. de Monsoreau contestó diciendo su nombre, apellido y círcunstancias.
El mayordomo saludó respetuosamente.
El nombre de M. de Monsoreau era conocido, hacía mucho tiempo, en toda la provincia de Anjou.
-Entrad, caballero, donde podáis descansar un instante. Apenas hace diez minutos que salió Su Alteza y no volverá hasta después de las ocho de la noche.
-¡A las ocho de la noche! -exclamó Monsoreau mordiéndose el bigote-, eso sería perder demasiado tiempo. Traigo una gran noticia que debe saber Su Alteza lo más pronto posible: ¿no tenéis un caballo y un guía que proporcionarme?
-¡Un caballo! diez tenemos a vuestra disposición -dijo el mayordomo-. En cuanto al guía es otra cosa, porque Su Alteza no ha dicho adónde iba, y el mismo servicio os hará el guía que cualquiera a quien preguntéis; además no quiero sacar gente del castillo, pues así me lo ha dejado ordenado Su Alteza.
-¡Hola! -dijo el montero mayor-. ¿No estamos seguros aquí?
-¡Oh! sí, señor, siempre hay seguridad donde están hombres como M. Bussy, Livarot, Ribeirac y Antraguet, sin contar con nuestro invencible príncipe el señor duque de Anjou; pero ya comprenderéis...
-Sí, conozco que cuando ellos no están aquí, hay menos seguridad.
-Eso es precisamente.
-Entonces tomaré un caballo descansado, y buscaré a Su Alteza preguntando por ahí.
-Puede apostarse a que de ese modo le hallaréis.
-¿Han salido a galope?
-¡Qué! no, señor, al paso.
-Muy bien, enseñadme el caballo que puedo llevar.
-Entrad en la caballeriza y escogedle vos mismo: todos son de Su Alteza.
-Muy bien.
Monsoreau entró.
Diez o doce caballos, de los más hermosos y arrogantes, estaban tomando su pienso en pesebres llenos del grano y del forraje más sabroso de Anjou.
-Ahí tenéis -dijo el mayordomo-: elegid.
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