El aplomo con que Chicot hablaba, hizo meditar a Enrique, el cual guardó silencio.
-¡Ah! -dijo Chicot-, tú también te quedas pensativo, tú también hundes el lindo puño en la hechicera mejilla; eres más fuerte de lo que yo creía, hijo mío, porque adivinas la verdad.
-Entonces, ¿qué me aconsejas?
-Te aconsejo que esperes, mi rey; la mitad de la sabiduría del rey Salomón consiste en esto. Si llega un embajador, ponle buen semblante; si no llega, haz lo que quieras; pero al menos no insultes a tu hermano, porque sería sacrificarte por ese canalla. Bien sé que tu hermano es un bribón de marca, pero es Valois, mátale si te conviene; pero, por el honor de tu nombre, no le envilezcas: cuanto más que él se da bastante buena maña en envilecerse sin necesidad de nadie.
-Tienes razón, Chicot.
-Esa es otra lección que me debes;: afortunadamente, he perdido la cuenta de las que te he dado. Ahora déjame dormir, Enrique, porque hace ocho días que me vi en la necesidad de cebar y embriagar a un fraile, y cuando realizo estas valentías, tengo sueño para una semana.
-¡Un fraile! ¿es aquel buen padre de Santa Genoveva de quien me has hablado otras veces?
-El mismo: le has ofrecido una abadía.
-¿Yo?
-Pardiez, es lo menos que debes hacer por él, después de lo que él ha hecho por ti.
-¿Sigue mostrando adhesión a mi persona?
-Te adora. A propósito, hijo mío.
-¿Qué?
-Dentro de tres semanas es Corpus.
-¿Y qué?
-Creo que tendrás dispuesta alguna vistosa procesioncita.
-Soy el rey Cristianísimo y debo dar a mi pueblo ejemplos de religión.
-Y visitarás como de ordinario los cuatro grandes conventos de París.
-Sin duda.
-Uno de ellos es el de Santa Genoveva, ¿no es verdad?
-Cierto, y será el segundo que visite.
-Bueno.
-¿Por qué me preguntas eso?
-Por nada, por curiosidad. Ahora que sé lo que quiero saber, buenas noches, Enrique.
En aquel instante, mientras Chicot se acomodaba para echar un sueño, se oyó un gran rumor en el Louvre.
-¿Qué ruido es ese? -preguntó el rey.
-Vamos -exclamó Chicot-, está visto que no podré dormir, Enrique.
-¡Cómo!
-Hijo mío, tómame un cuarto en la ciudad o abandono tu servicio, pues el Louvre se va haciendo inhabitable.
En aquel instante entró el capitán de guardias todo azorado.
-¿Qué hay? -preguntó el rey.
-Señor -respondió el capitán-, el enviado del señor duque de Anjou se apea en este instante en el Louvre.
-¿Trae escolta?
-No señor, viene solo.
-Entonces -dijo Chicot-, con mayor razón debemos recibirle bien, porque es un valiente.
-Vamos -dijo el rey, tratando de tomar cierto aire de serenidad, pero poniéndose pálido-, vamos, que se reúna toda mi corte en el salón y que me vistan dé negro: preciso es cubrirse de luto cuando se tiene la desgracia de tratar con un hermano por medio de embajador.
El trono de Enrique III se levantaba en el salón.
En torno de aquel trono se agolpaba una multitud irritada y tumultuosa.
El rey se sentó triste y ceñudo.
Todas las miradas dirigíanse hacia la galería por donde el capitán de guardias debía introducir al embajador.
-Señor -dijo Quelus, inclinándose al oído del monarca-, ¿sabéis el nombre del enviado de Anjou?
-No. ¿Mas qué me importa?
-Señor, es M. de Bussy; ¿no creéis que esto sea triplicar el insulto?
-No veo en qué puede haber insulto -dijo Enrique, esforzándose por conservar su serenidad.
-Quizá Vuestra Majestad no lo ve -dijo Schomberg-, pero nosotros bien lo vemos.
Enrique no contestó; veía que en torno suyo fermentaba la ira y el rencor, y se felicitaba en su interior de tener tan fuertes baluartes entre su persona y las de sus enemigos.
Quelus, mudando a cada momento de color, apoyó las dos manos sobre la guarnición de la espada.
Schomberg se quitó los guantes y sacó hasta la mitad el puñal fuera de la vaina.
Maugiron cogió la espada de las manos de un paje, y se la puso colgada de la cintura.
D'Epernon se retorció el bigote hasta los ojos y se colocó detrás de sus compañeros.
Enrique, a semejanza del cazador que oye ladrar a sus perros contra el jabalí, se sonreía y dejaba a sus favoritos hacer libremente sus preparativos de ataque.
-Que entre el embajador -ordenó.
Siguió a estas palabras un silencio de muerte; pero aun en medio de aquel silencio cualquiera hubiera creído oír el sordo rugido de la cólera del rey.
Entonces se oyó en la galería el ruido seco de un pie cuya espuela resonaba con fuerza sobre el pavimento.
Bussy penetró con la frente erguida, la mirada serena y el sombrero en la mano.
Ninguno de los que rodeaban al rey atrajo sus miradas. Adelantándose directamente hacia Enrique, hízole un saludo profundo y esperó a que le interrogase, orgullosamente plantado en frente del trono, pero con un orgullo enteramente personal, orgullo de caballero que nada tenía de insultante para la Majestad Real.
-¡Vos aquí, monsieur de Bussy! yo creía que estabais en Anjou.
-Señor -dijo Bussy-, estaba en efecto allí, pero ya no estoy como Vuestra Majestad ve.
-¿Y qué os trae a nuestra capital?
-El deseo de presentar mis humildes respetos a Vuestra Majestad.
El rey y los favoritos se miraron mutuamente; sin duda aguardaban otra cosa del impetuoso joven.
-¿Y nada más? -dijo el rey en tono altanero.
-Agregaré, señor, que he recibido orden de Su Alteza el duque de Anjou, mi amo, para presentaros también sus respetos con los míos.
-¿Y no os ha dicho el duque otra cosa?
-Me ha dicho que, estando a punto de volver con la reina madre, desearía que Vuestra Majestad supiese la vuelta de uno de sus más fieles súbditos.
El rey, casi sofocado de sorpresa, no pudo seguir su interrogatorio.
Chicot se aprovechó de esta interrupción para acercarse al embajador.
-Bien venido, M. de Bussy -dijo.
-¡Oh M. Chicot! -repuso-; celebro en el alma veros tan bueno: ¿cómo está M. de San Lucas?
-Bueno; ahora se está paseando con su mujer hacia las pajareras.
-¿Es eso todo lo que teníais que decirme, monsieur de Bussy? -interrogó el rey.
-Sí, señor; si falta alguna otra noticia importante, el duque de Anjou tendrá el honor de anunciársela a Vuestra Majestad.
-Muy bien -contestó el rey:
Y levantándose silencioso, bajó las dos gradas del trono.
Habíase concluido la audiencia, y por consiguiente se deshicieron los grupos.
Bussy observó que se encontraba rodeado por los cuatro favoritos y como encerrado en un círculo vivo de ira y amenazas.
Al extremo del salón estaba el rey conversando en voz baja con su canciller.
Bussy aparentó no ver nada y continuó hablando con Chicot. Entonces el rey, como si hubiese tomado parte en el complot para aislar a Bussy, llamó al gascón diciendo:
-Venid aquí, Chicot, tengo una cosa que deciros.
Chicot saludó a Bussy con una cortesía caballeresca.
Bussy le devolvió el saludo con no menos elegancia y permaneció en el círculo.
Entonces cambió de continente y mudó la expresión de su semblante; de sereno que había estado mientras hablaba con el rey se convirtió en atento con Chicot, y de atento en amable.
Viendo a Quelus que se aproximaba a él, le dijo:
-Felices, M. de Quelus. ¿Puedo tener el honor de preguntaros cómo va por vuestra casa?
-Muy mal, M. de Bussy -respondió Quelus.
-¡Cuanto lo siento! -exclamó Bussy-.¿Y qué ha sucedido?
-Hay una cosa que nos incomoda infinitamente -añadió Quelus.
-¿Una cosa? -dijo Bussy mostrando admiración-; ¿y no sois bastante poderosos vos y los vuestros, especialmente vos, para destruir esa cosa?
-Perdonad, M. de Bussy -dijo Maugiron, apartando a Schomberg que se adelantaba para mezclarse en aquella conversación que ofrecía ser interesante-, perdonad, no es una cosa sino uno lo que incómoda a M. de Quelus.
-Pues si hay uno que incomoda a M. de Quelus -dijo Bussy-, que le aparte a un lado como vos acabáis de hacer.
-Ese es el consejo que yo le he dado, M. de Bussy -agregó Schomberg-, y creo que Quelus está decidido a seguirlo.
-¡Ah, sois vos! -dijo Bussy-, no os había conocido.
-Acaso -dijo Schomberg-, tengo todavía azul el rostro.
-No tal, antes al contrario, estáis muy pálido; ¿os sentís indispuesto?
-Caballero -dijo Schomberg-, si estoy pálido es de ira...
-¡Hola! ¿os molesta alguna cosa o alguna persona como a monsieur de Quelus?
-Sí, señor.
-Lo mismo que a mí -dijo Maugiron-; también hay una persona que me molesta.
-¡Siempre tan gracioso! mi querido monsieur de Máugiron -dijo Bussy-; pero, en verdad, señores, cuanto más os miro, más me dan en qué pensar vuestros rostros trastornados.
-Os habéis olvidado de mí -dijo d'Epernon, plantándose orgullosamente delante de Bussy.
-Perdonad, monsieur d'Epernon, os hallabais detrás de los demás según vuestra costumbre, y como no he tenido el gusto de conoceros, no podía ser el primero en hablaros.
La sonrisa y la desenvoltura de Bussy entre aquellos cuatro curiosos, cuyos ojos hablaban con terrible elocuencia, presentaba un curioso espectáculo. Para no conocer adonde querían ir a parar hubiera sido necesario ser ciego y estúpido.
Para fingir no conocerlo era necesario ser Bussy.
Este guardó silencio y mantuvo la misma sonrisa.
-En fin -dijo Quelus alzando la voz y dando con la bota un golpe en el suelo.
-Caballero -dijo-, ¿habéis observado cómo resuena el eco en esta sala? para esto no hay como las paredes de mármol, la voz es también mucho más sonora bajo las bóvedas del estuco; por el contrario, en campo raso los sonidos se dividen, y creo por mi honra que las nubes se llevan mucha parte de ellos. Esto mismo dice Aristófanes ¿habéis leído a Aristófanes, señores?
Maugiron creyó entender la indicación de Bussy, y se aproximó al joven para hablarle al oído.
Bussy le detuvo.
-Os suplico, caballeros, que no me hagáis ninguna confianza en este sitio; ya sabéis cuán celoso es Su Majestad, y podría creer que murmurábamos.
Maugiron se apartó furioso.
Schomberg ocupó su puesto, y dijo con afectada gravedad:
-Yo soy un alemán muy lerdo, muy obtuso, pero muy franco; hablo alto para que así se me entienda fácilmente; pero cuando mis palabras, que yo siempre procuro que sean claras, no se entienden, porque aquel a quien me dirijo está sordo o no lo quiere entender, entonces yo...
-¿Vos? -dijo Bussy fijando en el joven, que había levantado la mano, una mirada de aquellas que sólo los tigres despiden de sus enormes pupilas, mirada que parecía surgir de un abismo y derramar incesantemente torrentes de fuego-: ¿Vos?
Schomberg se contuvo.
Bussy se encogió de hombros, dio media vuelta apoyándose en el talón izquierdo, y le volvió la espalda.
Hallóse enfrente de d'Epernon.
D'Epernon no podía ya retroceder.
-Mirad, señores -exclamó-, qué provinciano se ha vuelto M. de Bussy en la excursión que acaba de hacer por Anjou: se ha dejado la barba y no tiene nudo en la espada; trae botas negras y sombrero gris.
-Esta es una observación que iba yo a dirigirme a mí mismo, mi querido M. d'Epernon. Al veros tan bien puesto no he podido menos de reflexionar adónde podrán conducir a un hombre algunos días de ausencia; yo, por ejemplo, Luis de Bussy, señor de Clermont, me veo obligado a tomar modelo de buen gusto de un hidalguillo gascón. Pero dejadme pasar, os ruego, porque estáis tan cerca de mí, que me habéis pisado, y también M. de Quelus, lo cual he sentido a pesar de mis botas -agregó con amable sonrisa.
En aquel momento Bussy, pasando entre d'Epernon y Quelus, tendió la mano a San Lucas que acababa de entrar.
San Lucas encontró la mano de Bussy bañada en sudor.
Conoció que había pasado alguna cosa extraordinaria, y llevó consigo a Bussy fuera del grupo primero, y luego fuera de la sala.
Un murmullo extraño circulaba entre los favoritos, e invadía los demás grupos de cortesanos.
-Es increíble -decía Quelus-, le he insultado y no ha respondido.
-Yo -decía Maugiron-, le he desafiado y no ha respondido.
-Yo -decía Schomberg-, le he levantado la mano y no ha respondido.
-Yo -vociferaba d'Epernon-, le he pisado el pie y no ha respondido.
Y la estatura de d'Epernon parecía que crecía con toda la longitud del pie de Bussy.
-Es claro, que no ha querido entendernos -decía Quelus-; algo será ello.
-Lo que es -agregó Schomberg-, yo bien, lo sé.
-¿Y qué es?
-Que sabe que entre los cuatro le hemos de matar y no quiere morir.
En aquel instante se llegó el rey al grupo de jóvenes; Chicot iba hablándole al oído.
-¿Qué decía M. de Bussy? -preguntó Enrique-; me parece que he oído hablar alto hacia esta parte.
-¿Quiere Vuestra Majestad saber lo que decía M. de Bussy? -preguntó d'Epernon.
-Sí, ya sabéis que soy curioso -contestó Enrique sonriéndose.
-¡Pardiez! nada bueno, señor -repuso Quelus-, yo no es parisiense.
-¿Pues qué es?
-Campesino, ya se aparta para dejarnos paso.
-¡Hola! -exclamó el rey-, ¿qué quiere decir eso?
-Quiere decir que voy a enseñar a un perro a que le muerda las pantorrillas -dijo Quelus-, y quien sabe si lo echará de ver con las botas que trae.
-Y yo -añadió Schomberg-, tengo un poste en el picadero de mi casa, y le pondré por nombre Bussy.
-Yo -dijo d'Epernon-, haré más: hoy le he pisado el pie, mañana le daré de bofetadas. Es un fanfarrón, un valiente de amor propio; él dice: yo he combatido por el honor, y ahora quiero ser prudente por la vida.
-¡Y qué señores! -dijo Enrique con fingida cólera-; ¿os habéis atrevido a maltratar en mi palacio, en el Louvre, a un gentilhombre de mi hermano?
-¡Ah! sí, señor -repuso Maugiron respondiendo con fingida humildad a la fingida cólera del rey-, y aunque le hemos maltratado mucho juro a Vuestra Majestad que no ha contestado nada.
El rey miró a Chicot sonriéndose y le dijo al oído:
-¿Crees todavía que no hacen más que bramar, Chicot? hoy me parece que rugen, ¿eh?
-¡Psé! -murmuró Chicot-, puede ser que hayan mayado. Conozco personas a quiénes el mayido del gato ataca horriblemente a los nervios. Tal vez M. de Bussy será de esta clase de personas y por eso se habrá marchado sin responder.
-¿Tú crees?. . . -dijo el rey.
-Allá veremos -repuso Chicot.
-¡Bah! -añadió Enrique-, conforme es el amo es el criado.
-¿Queréis decir que Bussy es criado de vuestro hermano? pues os equivocáis mucho.
-Señores -dijo Enrique-, voy a comer al cuarto de la reina. Hasta luego; los gelosis 4 vienen esta tarde a representar una farsa, os invito a verla.
Los concurrentes se inclinaron respetuosamente y el rey salió por la puerta principal.
Al mismo tiempo entró por la otra puerta M. de San Lucas e hizo seña a los cuatro favoritos para que se detuvieran.
-Perdonad, M. de Quelus -dijo saludándole-; ¿vivís aún en la calle de San Honorato?
-Sí, amigo; ¿por qué lo preguntáis? -dijo Quelus.
-Tengo que hablar con vos dos palabras.
-¡Ah!
-¿Y vos, M. de Schomberg, me diréis las señas de vuestra casa?
-Vivo en la calle de Béthisy -dijo Schomberg admirado.
-D'Epernon, ya sé las de la vuestra.
-Calle de Grénelle.
-Somos vecinos, ¿y vos, Maugiron?
-Estoy de servicio en el Louvre.
-Comenzaré, pues, por vos, si lo permitís, o si no, no, comenzaré por vos, Quelus.
-Perfectamente, creo adivinar de qué se trata: ¿venís de parte de 1VI, de Bussy?
-No diré de parte de quién vengo, mas tengo que hablaros. -¿A los cuatro?
-.Sí.
-Pues bien; si no queréis hablarnos aquí como presumo, iremos a casa de uno de nosotros. Todos podremos oír lo que tengáis que decirnos a cada uno en particular.
-Muy bien.
-Entonces, vamos a casa de Schomberg, que está a dos pasos.
-Sí, vamos a mi casa -dijo el joven.
-Vamos, señores -dijo San Lucas saludando de nuevo-; enseñadme el camino, M. de Schomberg.
-Con mucho gusto.
Los cinco gentilhombres salieron del Louvre cogidos del brazo y ocupando todo lo ancho de la calle.
Detrás de ellos iban sus respectivos lacayos armados de pies a cabeza.
Así llegaron a la calle de Béthisy, y Schomberg hizo preparar el gran salón de la casa.
San Lucas se detuvo en la antesala.
LXXV. LA COMISIÓN DE M. DE SAN LUCAS
Dejemos por un momento a San Lucas en la antesala de Schomberg y veamos lo que pasó entre él y Bussy.
Este, como ya dijimos, salía de la sala de audiencia con su amigo, dirigiendo saludos a todos aquellos a quienes el espíritu cortesano no cegaba hasta el punto de despreciar a un hombre tan temible como Bussy. .
Porque en aquella época de fuerza bruta en que el poder personal era el todo, un hombre vigoroso y diestro podía formarse un reino físico y moral dentro del hermoso reino de Francia.
De este modo reinaba Bussy en la corte del rey Enrique III. Pero aquel alía, como hemos visto, había sido mal recibido en su corte.
Luego que estuvieron fuera del salón, se detuvo San Lucas y mirando a Bussy con inquietud, le dijo:
-¿Os sentís indispuesto, amigo mío? estáis tan pálido que parece que vais a desmayaros.
-No -repuso Bussy-, pero la cólera me ahoga.
-Pues qué, ¿hacéis caso de lo que os ha dicho ese canalla?
-¡Pardiez, si hago caso! vos mismo juzgaréis.
-Vamos, vamos, Bussy, calma.
-¡Calma! ¿y vos me lo aconsejáis? Si os hubiesen dicho la mitad de lo que yo acabo de oír, ya habríais matado a uno.
-Por último, ¿qué queréis?
-Sois mi amigo, San Lucas, y de esta amistad me habéis dado una prueba terrible.
-¡Bah! -dijo San Lucas que creía a Monsoreau muerto y enterrado-, la cosa no vale la pena; no me habléis de eso porque me molesta; ciertamente el golpe fue magnífico y sobre todo dado con buen éxito, pero no me lo tenéis que agradecer a mí, pues es el rey quien me lo enseñó mientras estuve preso en el Louvre.
-Querido amigo...
-Dejemos, pues a Monsoreau donde se halla y hablemos de Diana. ¿Se ha contentado la pobre niña? ¿me perdona? ¿cuándo es la boda?
-Querido amigo, esperad a que muera M. de Monsoreau.
-¿Cómo? -exclamó San Lucas dando un salto como si hubiese pisado un clavo.
-Sí, amigo las amapolas no son tan peligrosas como vos creísteis al principio; Monsoreau no murió por haber caído sobre ellas; por él contrario, vive y está más furioso que nunca.
-¿De veras?
-¡Pardiez! si no respira más que venganza y ha jurado mataros en la ocasión.
-Verdaderamente, querido, vos me confundís.
-Es como os lo digo.
-¿Vive?
-¡Ah! sí.
-¿Y quién es el bárbaro médico que le asiste?
-El mío, querido amigo.
-¡Cómo! es inconcebible -dijo San Lucas aturdido por esta revelación-. Entonces estoy deshonrado, ¡pardiez! yo que había anunciado , su muerte a todo el mundo. ¡Oh! pero no me desmentirá, yo le volveré a atrapar, y en el próximo duelo, en vez de una estocada le daré cuatro si es preciso.
-Calmaos también vos, querido San Lucas -dijo Bussy-; Monsoreau me sirve más de lo que pensáis; figuraos que sus sospechas recaen solamente en el duque; cree que le desafiasteis por instigación del duque, y solamente de él está celoso. Yo soy en su concepto un ángel, un amigo verdadero, un Bayardo. Es natural, ese animal de Remigio le sacó del mal paso.
-¡Qué necedad!
-¿Qué queréis? fue una idea de hombre honrado; se cree que porque es médico tiene obligación de curar a todo el mundo.
-Pero ese hombre está loco.
-En una palabra, a mí es a quien cree deber la vida, y no confía a nadie su mujer más que a mí.
-¡Ah! ya comprendo que ese proceder os hará esperar más tranquilamente su muerte, mas no es menos que me maravilla que esté con vida.
-¡Querido amigo!
-¡Pardiez! no he experimentado en mi vida mayor sorpresa.
-Ya veis que por ahora nada hay que temer de M. de Monsoreau.
-No, gocemos de la vida mientras él sigue enfermo de gravedad; pero para cuando empiece la convalecencia me mandaré hacer una cota de malla, y haré que pongan dobles hierros en mi ventana. Vos informaos del duque de Anjou, si su madre le ha dado alguna receta de contraveveno. Mientras tanto, lo mejor será divertirnos.
Bussy no pudo menos de sonreírse; tomó el brazo de San Lucas y le dijo:
-Querido amigo, ya veis que ha quedado a medio hacer aquel servicio.
San Lucas le miró sorprendido.
-Es cierto -dijo-; ¿queréis que lo concluya? Sería fatal; pero por vos, querido Bussy, estoy pronto a hacer muchas cosas, sobre todo si Monsoreau me mira con aquellos ojos amarillos, ¡uf!
-No, querido, no, dejemos a Monsoreau, y si me debéis alguna cosa, pagádmela de otra manera.
-Decid, pues.
-¿Estáis bien con esa familia de favoritos?
-¡Pardiez! como gatos y perros al sol; mientras el sol nos calienta a todos, no nos decimos nada; mas si uno de nosotros tomase la parte de luz y de calor de los demás, ¡oh! entonces no sé lo que sucedería: puede que anduviesen listos los dientes y las uñas.
-Mucho me agrada lo que acabáis de decirme, querido amigo.
-Tanto mejor.
-Supongamos que os han interceptado el sol.
-Supongamos.
-Mostradme vuestros hermosos y blancos dientes, afilad vuestras formidables uñas y empecemos la obra.
-No os entiendo.
Bussy se sonrió y añadió.
-Iréis a ver a M. dé Quelus.
-¡Hola! -dijo San Lucas.
-¿Vais entendiéndome?
-Sí.
-Perfectamente: le preguntaréis qué día elige para cortarme el cuello o dejársele cortar por mí.
-Se lo preguntaré, querido amigo.
-¿No os causará molestia?
-Nada de eso, iré cuando queráis, ahora mismo si os place.
-Esperad un momento: de paso que vais a ver a M. de Quelus, me haréis el favor de subir a casa de M. de Schomberg y le propondréis lo mismo.
-¡Hola!-exclamó San Lucas-, ¿también a M. de Schomberg? ¡diablo!
Bussy hizo un gesto que no admitía réplica.
-Sea -dijo San Lucas-, se hará como decís.
-Entonces, mi querido San Lucas, ya que os mostráis tan amable, me haréis el favor de entrar en el Louvre, ver a M. de Maugiron, a quien he visto con gola, señal de que está de guardia, e invitarle para lo mismo.
-¡Oh! -dijo San Lucas-, ¿pensáis reñir con los tres, Bussy?
-Aun falta uno.
-¿Cómo?
-De allí iréis a casa de M. d' Epernon; no hago mucho caso de él porque es un pobre hombre, pero al fin hará bulto.
San Lucas dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y miró fijamente a Bussy.
-¿Cuatro? -murmuró.
-Ni más ni menos, querido amigo -dijo Bussy haciendo con la cabeza una seña de asentimiento-; a un hombre de vuestro talento, valor y cortesía, no hay que encargarle la mayor dulzura y política, cualidades que vos poseéis en sumo grado.
-¡Oh, querido amigo!
-Confío, pues, en vos que desempeñaréis mi encargo dignamente. La cosa se arreglará a lo caballero, ¿no es verdad?
-Quedaréis contento.
Bussy tendió sonriéndose la mano a su amigo.
-Vamos allá -dijo San Lucas ¡Ah, señores favoritos! ahora nos tocará a nosotros el reírnos. Decidme las condiciones.
-¿Qué condiciones?
-Las vuestras.
-Yo no impongo condiciones: aceptaré las de esos señores.
-¿Qué armas elegís?
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