-Conde, en este aposento hace un calor horrible: veo que la condesa se está ahogando y voy a ofrecerle mi brazo para dar un vuelta por el jardín.
El marido y el amante dirigieron al duque una mirada de cólera.
Diana se puso de pie y se apoyó en el brazo del príncipe.
-Dadme el brazo -dijo Monsoreau a Bussy.
Y Monsoreau bajó detrás de su mujer.
-¡Hola, hola! -exclamó el duque-, parece que estáis fuertecillo.
-Sí, monseñor, y espero hallarme muy pronto en estado de poder acompañar a mi mujer adonde quiera que vaya.
-Muy bien, pero hasta tanto no conviene que os fatiguéis.
Monsoreau mismo conoció cuán justa era esta observación.
Sentóse en un sillón desde donde podía ver todo lo que pasaba en el jardín.
-Mirad, conde -dijo a Bussy-, si quisierais hacerme un servicio, esta tarde misma acompañaríais a mi mujer a mi casita de la Bastilla: prefiero tenerla allí; ya que en Meridor la liberté de las garras de ese buitre, no dejaré que la devore en París.
-No podéis aceptar ese encargo, M. de Bussy -intervino Remigio.
-¿Y por qué? -preguntó Monsoreau.
-¿Y por qué? -repitió Bussy.
-Porque sois gentileshombres del duque de Anjou, y el duque de Anjou no os perdonaría nunca el haberle jugado semejante pieza.
-¿Qué me importa? -iba a gritar el impetuoso joven, cuando una mirada de Remigio le indicó que debía guardar silencio.
Monsoreau, al cabo de un momento de meditación, dijo:
-Tiene razón Remigio, no es de vos de quien debo reclamar semejante servicio; iré yo mismo a llevarla, porque mañana o pasado mañana me hallaré en disposición de habitar la nueva casa.
-¡Qué locura! -dijo Bussy-, vais a perder vuestro empleo.
-Es posible -dijo el conde-, pero me quedaré con mi mujer.
Y al decir estas palabras arrugó el entrecejo: Bussy suspiró.
En efecto, aquella misma tarde el conde llevó a su mujer a la casa, frontera al palacio de Tournelles, bien conocida de nuestros lectores.
Remigio ayudó a la mudanza.
Luego, como era hombre de una fidelidad a toda prueba y como conociese que en aquella estrecha habitación tendría Bussy necesidad de él, reanudó sus relaciones con Gertrudis, la cual comenzó por enojarse y acabó por perdonarle.
Diana volvió a ocupar su cuarto, aquel cuarto del retrato y del lecho de damasco con franjas de oro.
Un corredor le separaba tan sólo de la habitación del conde de Monsoreau.
Bussy se arrancaba a puñados los cabellos.
San Lucas pretendía que las escalas de cuerda habían llegado al más alto grado de perfección, y que podrían reemplazar admirablemente a las escaleras.
Monsoreau se restregaba las manos y se sonreía pensando en el chasco que se iba a llevar el duque de Anjou.
La excitación causa en algunos los mismos efectos que una pasión verdadera, así como el hambre da al lobo y a la hiena una apariencia de valor.
Bajo una impresión semejante volvió a París el duque de Anjou, cuyo despecho fue grande cuando halló que Diana se había ausentado de Meridor: a la vuelta estaba casi enamorado de ella, justamente porque se la quitaban.
De aquí resultó su odio a Monsoreau, odio nacido el día en que supo que el conde le hacía traición, y que se transformó en una especie de furor, tanto más peligroso cuanto que, sabiendo ya por experiencia la energía de carácter del conde, quería mantenerse dispuesto para dar el golpe, sin temor de que Monsoreau se le pudiese devolver.
Por otra parte, no había renunciado a sus esperanzas políticas; todo lo contrario, y la seguridad de su propia importancia le había engrandecido a sus ojos. Principió, pues, de nuevo, apenas volvió a París, sus tenebrosas y subterráneas maquinaciones. El momento era favorable; gran número de conspiradores vacilantes, de aquellos que se suman siempre al partido que más probabilidades tiene de triunfo, tranquilizados por la especie de victoria que la debilidad del rey y la astucia de Catalina acababan de dar a los angevinos, se apresuraban a ofrecer sus servicios al duque de Anjou, uniendo así por medio de hilos imperceptibles, pero fuertes, la causa del príncipe con la de los Guisas, los cuales prudentemente aislados, guardaban un silencio que alarmaba en gran manera a Chicot.
Por lo demás, el duque no tenía ninguna clase de confianza en materias políticas, y sólo le mostraba una especie de amistad hipócrita. Asaltóle un temor vago al encontrar a su gentilhombre en casa de Monsoreau, y veía con malos ojos la franqueza que el montero mayor, tan desconfiado de por sí, tenía con él.
Asustábale también la alegría que iluminaba el semblante de Diana, y los frescos colores que la hacían tan apetecible. El príncipe sabía que las flores no toman color ni perfume sino bajo la influencia del sol, y las mujeres con el amor. Díana era visiblemente dichosa, y para el príncipe, siempre receloso y mal intencionada, la dicha de otro era una hostilidad.
Habiendo nacido de familia real, habiéndose hecho poderoso por caminos tortuosos y sombríos, hallándose decidido a usar de la fuerza, ya en sus amores, ya en su venganza desde que el uso de la fuerza le había resultado tan bien, aconsejado además por Aurilly, pensó que sería vergonzoso para él reprimir sus deseos, en vista de obstáculos tan ridículos como son los celos de un marido y la repugnancia de una mujer.
Un día que había dormido mal y tenido malos ensueños, diese cuenta de que sus deseos habían llegado al último punto, 'y mandó disponer los caballos para ir a ver a Monsoreau.
Monsoreau, como hemos dicho, se había trasladado a su nueva casa.
El príncipe se sonrió al saber la noticia, que le pareció el sainete de la comedia de Meridor. Informóse, aunque solamente pro fórmula, del punto donde estaba situada la casa, y le contestaron que en la plaza de San Antonio. Entonces, volviéndose a Bussy que le acompañaba, le dijo:
-Vamos, pues, a la plaza de San Antonio.
La escolta se puso en marcha y en breve se alborotó el barrio con la presencia de los veinticuatro gallardos gentileshombres que componían ordinariamente la comitiva del príncipe, y de los cuales cada uno llevaba consigo dos lacayos y tres caballos.
El príncipe conocía bien la casa y la puerta; Bussy lo sabía tanto como él. Se detuvieron ambos delante de ella, entraron en el patio y subieron juntos; solamente que el príncipe entró en las habitaciones y Bussy se quedó a la entrada.
De esto resultó que el príncipe, que parecía el privilegiado, vio solamente a Monsoreau, el cual le recibió medio tendido en un gran sillón, mientras que Bussy y fue recibido en los brazos de Diana, la cual le estrechó fuertemente en ellos, mientras- que Gertrudis hacía de centinela.
Monsoreau, naturalmente pálido, se puso lívido al ver al príncipe, pues era su visión terrible.
-¡Monseñor! -dijo estremeciéndose de despecho-. ¡Vuestra Alteza en mi pobre casa! Verdaderamente que éste es demasiado honor para lo poco que yo valgo.
La ironía era visible, pues apenas se tomaba el conde el trabajo de disimularla.
Sin embargo, el príncipe aparentó que no la notaba, y aproximándose al convaleciente, le dijo sonriéndose:
-A cualquier parte adonde vaya un amigo enfermo, allí iré yo para saber su salud.
-Vuestra Alteza ha pronunciado, a lo que creo, la palabra amigo.
-Sí, mi querido conde: ¿y cómo os halláis?
-Mucho mejor, monseñor, me levanto, me paseo y dentro de ocho días creo estar completamente bueno.
-¿Es vuestro médico el que os ha mandado tomar los aires de la Bastilla? -dijo el príncipe con el acento más candoroso del mundo.
-Sí, monseñor.
-¿No estabais bien en la calle de Petits Péres?
-No, monseñor; allí iba mucha gente, y por lo tanto metía mucho ruido.
Él conde pronunció estas palabras con cierto tono de firmeza que no dejó de ser notado por el príncipe, pero éste no creyó conveniente demostrar que lo había advertido.
-Pero no tenéis jardín aquí, me parece.
-El jardín me incomodaba, monseñor -repuso Monsoreau.
-¿Pues dónde os paseabais, querido?
-No me paseaba.
El príncipe se mordió los labios y se recostó en la silla.
-¿Sabéis, conde -dijo después de un instante de silencio-, que hay muchos que piden al rey vuestro empleo de montero mayor?
-¡Bah! ¿y con qué pretexto, monseñor?
-Muchos pretenden que habéis muerto.
-¡Oh, monseñor! pues yo estoy convencido de que no hay tal cosa.
-Pues yo no estoy seguro de nada, porque si os enterráis claro es que estáis muerto.
Monsoreau se mordió los labios.
-¿Qué queréis, monseñor? -dijo-, prefiero perder mi empleo.
-¿De veras?
-Sí, hay cosas que prefiero a los empleos.
-¡Ah! -dijo el príncipe-, eso es ser muy desinteresado.
-Yo soy así, monseñor.
-Toda vez que sois así, no llevaréis a mal que el rey lo sepa.
-¿Quién se lo ha de decir?
-¡Oh! si me pregunta tendré que repetirle nuestra conversación.
-¡Pardiez! monseñor, si fuese uno a contar al rey todo lo que se habla en París, no le bastarían a su Majestad los dos oídos.
-¿Qué se habla en París? -dijo el príncipe volviéndose hacia el conde con tanta rapidez como si le hubiera picado una víbora.
Monsoreau vio que poco a poco la conversación había tomado un giro demasiado serio para un convaleciente; calmó, pues, la cólera que hervía en el fondo de su alma, y dando a su rostro una expresión de indiferencia, dijo:
-¿Qué sé yo? Yo soy un pobre paralítico y los acontecimientos se suceden sin que tenga la menor noticia de ellos. Si el rey está disgustado de mí por hacer tan mal el servicio, no tiene razón.
-¿Por qué?
-Porque me encuentro herido.
-¿Y qué?
-Y mi herida es en cierta manera culpa suya.
-Explicaos.
-M. de San Lucas que me dio esta estocada, ¿no es uno de los primeros favoritos del rey? El rey fue quien le enseñó el juego por cuyo medio me atravesó el pecho, y aun no diré yo que no fuese el rey quien le dio el encargo de matarme.
El duque de Anjou hizo casi un signo de aprobación.
-Tenéis razón -dijo-; pero al fin el rey es el rey.
-Hasta que deje de serlo, ¿no es esto? -dijo Monsoreau.
El duque se estremeció.
-A propósito -exclamó, ¿no vive aquí madame de Monsoreau?
-Está indispuesta, monseñor, que, si no, ya habría venido a ofrecer sus homenajes a Vuestra Alteza.
-¿Está indispuesta? ¡Pobrecilla!
-Sí, monseñor.
-Sin duda el sentimiento de veros sufrir.
-Eso en primer lugar, y después la fatiga de la mudanza.
-Espero que la indisposición será corta, mi querido conde. Tenéis un médico muy inteligente.
Y se levantó de la silla.
-Cierto -dijo Monsoreau-, que Remigio me ha asistido perfectamente.
-Más Remigio es el médico de Bussy.
-En efecto, monseñor, M. de Bussy me le ha enviado.
-¿Sois, pues, amigo de Bussy?
--Es mi mejor y aun debería decir mi único amigo -contestó fríamente Monsoreau.
-Adiós, conde -dijo el príncipe levantando la cortina de damasco. En el mismo instante, y al pasar la cabeza por entre los tapices creyó ver el extremo de una falda ocultarse en el cuarto inmediato y a Bussy acudir corriendo a su puesto que era el final del corredor.
Aumentáronse las sospechas del duque.
-Vamos, Bussy -dijo.
Bussy, sin contestar, bajó inmediatamente la escalera para dar a la escolta orden de prepararse, y tal vez también para ocultar su turbación al príncipe.
Este, cuando se quedó solo, intentó entrar en el corredor donde había visto desaparecer la falda de un vestido de seda.
Pero al volverse vio a Monsoreau que le había seguido y permanecía de pie, pálido y apoyado en el quicio de la puerta.
-No es por ahí, monseñor -dijo con frialdad el conde.
-Es verdad -tartamudeó el duque-, gracias.
Y bajó la escalera ardiendo en cólera.
En todo el camino, que era largo, no hablaron Bussy y él una palabra.
Bussy dejó al duque a la puerta de su palacio.
Cuando el príncipe se quedó solo en su gabinete, Aurilly penetró en él misteriosamente.
-¿Qué te parece? -dijo el duque al verlo-. El marido se mofa de mí.
-Y tal vez el amante también -repuso el músico.
-¿Qué decís?
-La verdad.
-Acaba.
-Espero, monseñor, que me perdonaréis, pues lo que he hecho ha sido solamente por servir a Vuestra Alteza.
-Yo te perdono de antemano, di.
-Pues bien, desde el soportal del patio estuve en observación desde que Vuestra Alteza subió.
-¿Y qué viste?
-Vi un vestido de mujer; vi que aquella mujer se inclinaba, vi dos brazos que rodeaban su cuello, y como mi oído está ejercitado, percibí distintamente el ruido de un beso largo y tierno.
-¿Pero quién era el hombre? -interrogó el duque-, ¿le conociste?
-Yo no puedo conocer brazos -dijo Aurilly-; los guantes no tienen cara, monseñor.
-Sí, pero se pueden conocer los guantes.
-En efecto, me pareció... -repuso Aurilly.
-¿Que los conocías? vamos.
-Pero ésta no es más que una presunción.
-No importa, di.
-Pues bien, monseñor, me pareció que eran los guantes de M. de Bussy.
-¿Guantes de piel de búfalo bordados de oro? -preguntó el duque, de cuya vista desapareció de repente la nube que ocultaba la verdad.
-De piel de búfalo bordados de oro; sí, monseñor, eso es -repitió Aurilly.
-¡Ah, Bussy! Sí, Bussy era, no hay duda -exclamó nuevamente el duque-; ¡ciego de mí! Pero no, no estaba yo ciego, sino que me era imposible creer en tanta audacia.
-Cuidado, monseñor -dijo Aurilly-, creo que Vuestra Alteza habla demasiado alto.
-¡Bussy! -repitió otra vez el duque, recordando mil circunstancias que al principio le habían parecido insignificantes, y que entonces tomaban a sus ojos abultadas formas.
-No obstante, monseñor -dijo Aurilly-, no debemos fiarnos mucho de las apariencias: ¿no podía haber estado un hombre oculto en el cuarto de madame de Monsoreau?
-Sin duda, pero Bussy que se hallaba en el corredor le habría visto.
-Es verdad, monseñor.
-Y además los guantes.
-También es verdad, y después, además del ruido del beso, oí...
-¿Qué?
-Unas palabras.
-¿Cuáles?
-Estas: hasta mañana a la noche.
-¡Oh!
-De modo, monseñor, que si quisiéramos volver a emprender las expediciones que hicimos en otro tiempo, podríamos averiguar la verdad.
-Aurilly, mañana por la noche participaremos.
-Vuestra Alteza sabe que estoy á sus órdenes.
-Bien. ¡Ah, Bussy! -repitió el duque entre dientes-: ¡Bussy traidor a su príncipe! ¡Bussy, el espantajo de todos, el hombre honrado. . . el que no quiere que sea yo rey de Francia!
Y el duque, sonriéndose con gesto infernal, despidió a Aurilly para meditar a sus anchas.
LXXVIIL LOS ACECHADORES
Aurilly y el duque de Anjou se cumplieron mutuamente la palabra: el duque retuvo consigo a Bussy todo lo que pudo durante el día, con objeto de no perderle de vista.
Bussy no deseaba otra cosa más que hacer por el día la corte al príncipe para tener la noche libre. Este era su sistema y le practicaba sin segunda intención.
A las diez de la noche se embozó en la capa, y con su escala debajo del brazo se dirigió hacia la Bastilla.
El duque, ignorando que Bussy tenía una escala en su aposento, y no pudiendo creer que de aquella manera se aventurase solo por las calles de París, pensando además que pasaría por su palacio para tomar un caballo y un criado, perdió diez minutos en preparativos, durante los cuales, Bussy listo y enamorado, recorrió las tres cuartas partes de su camino.
Todo le salió a nuestro gentilhombre a pedir de boca como sucede de ordinario a las personas atrevidas; no tuvo ningún mal encuentro, y aproximándose a la ventana vio la luz que reflejaba en los vidrios.
Era la señal convenida entre él y Diana.
Lanzó la escala al balcón; aquella escala tenía seis garfios colocados unos hacia arriba y otros hacia abajo, de modo que siempre se asían de alguna parte.
Al ruido apagó Diana la luz y abrió el balcón para afirmar la escala.
Esto quedó hecho al momento.
Diana dirigió la vista a todos lados, examinó los rincones de la plaza, y hallándola desierta, hizo seña a Bussy de que podía subir. Bussy subió los escalones dos a dos, y como la escala tenía diez, en cinco saltos, o lo que es lo mismo, en cinco segundos, se puso en el balcón.
El momento no podía estar mejor escogido, pues mientras Bussy subía por la escala, M. de Monsoreau, después de haber escuchado pacientemente por más de diez minutos a la puerta del aposento de su mujer, bajaba muy despacio la escalera apoyado en el brazo de un criado de confianza, el cual sustituía con ventaja a Remigio siempre que no se trataba de administrar medicamentos al herido.
Esta doble maniobra, que no parecía sino que había sido combinada por un hábil profesor de estrategia, fue de tal manera ejecutada, que Monsoreau abría la puerta de la calle en el momento mismo en que Bussy retiraba la escala y Diana cerraba el balcón.
Hallóse Monsoreau en la calle, pero ésta se hallaba desierta como hemos dicho y el conde no vio nada.
-¿Te habrán informado mal? -dijo al criado.
-No, señor -contestó éste-; acabo de venir del palacio de Anjou, y el palafranero mayor, que es amigo mío, me ha afirmado positivamente que Su Alteza -había pedido dos caballos para esta noche; pero puede ser que los quisiese para ir a otra parte.
-¿Adónde quieres que vaya? -dijo Monsoreau con aire sombrío.
El conde era como todos los celosos, que no creen que el resto de la humanidad puede pensar en otra cosa más que en atormentarles.
Miró por segunda vez a todos lados.
-Acaso hubiera sido mejor quedarme en el cuarto de Diana -murmuró-; pero tal vez tienen señales para corresponderse, ella le había avisado y yo nada había sabido. Más vale acechar desde fuera según hemos concertado. Vamos llévame a ese sitio oculto, desde el cual dices que se puede ver todo.
-Venid, monseñor -dijo el criado.
Monsoreau avanzó apoyándose por un lado en el brazo de su doméstico, y por otro en la pared.
En efecto, a veinte o veinticinco pasos de la puerta, al lado de la Bastilla, había un montón de piedras y escombros de casas demolidas que servían de fortificaciones a los muchachos del barrio cuando simulaban los combates de los Armagnacs y de los Borgoñones.
En medio de aquellos escombros había practicado el criado una especie de garita, donde con facilidad podían ocultarse dos personas.
Extendió su capa sobre las piedras y Monsoreau se sentó encima de ella.
El criado se sentó a los pies del conde, teniendo a su lado un mosquete bien cargado y pronto para todo evento.
Quiso preparar la mecha del arma, pero Monsoreau le detuvo diciendo:
-Espera un instante, siempre hay tiempo para eso: es caza real la que acechamos, y tiene pena de horca el que ponga la mano sobre ella.
Y sus ojos ardientes como los de un lobo emboscado en las cercanías de una manada, se dirigían de las ventanas de Diana al obscuro arrabal, y del arrabal a las calles adyacentes, porque deseaba sorprender y temía ser sorprendido.
Diana había corrido prudentemente las tupidas cortinas de tapicería, de modo que sólo por sus bordados filtraba un rayo luminoso que anunciaba que había una persona en vela en aquella casa absolutamente negra.
Apenas transcurrieron diez minutos desde que Monsoreau se había ocultado cuando se presentaron dos hombres a caballo saliendo por la calle de San Antonio.
El criado nada dijo, pero extendió la mano en dirección de los dos caballos.
-Sí -repuso Monsoreau-, ya lo veo.
Los dos jinetes echaron pie a tierra a la esquina del palacio de Tournelles, y ataron sus caballos a las anillas de hierro colocadas en la puerta para este efecto.
-Monseñor -exclamó Aurilly-, creo que llegamos tarde; habrá venido directamente desde su palacio, y como nos lleva diez minutos de delantera, habrá entrado ya.
-Bueno -dijo el príncipe-, mas si no le vemos entrar, le veremos salir.
-Sí, ¿pero cuándo? -dijo Aurilly.
-Cuando queramos -respondió el príncipe.
-¿Será demasiada curiosidad preguntaros qué pensáis hacer para eso, monseñor?
-Una cosa muy sencilla. No tenemos más que llamar a la puerta uno de nosotros, tú, por ejemplo, bajo el pretexto de preguntar por la salud de M. de Monsoreau. El amante se asustará al ruido, y cuando tú entres en la casa él saldrá por la ventana y yo que me habré quedado fuera le veré huir.
-¿Y Monsoreau?
-¿Qué diablos quieres que diga? Es mi amigo, su salud me preocupa, y mando a saber de ella, porque le he encontrado de mala cara esta mañana, nada más sencillo.
-El plan no puede ser más ingenioso, monseñor.
-¿Oyes lo que dicen? -preguntó Monsoreau a su criado.
-No, monseñor, pero si siguen hablando no podremos menos de oírles porque vienen hacia este lado.
-Monseñor -dijo Aurilly-, aquí hay un montón de piedras que parece dispuesto expresamente para ocultar a Vuestra Alteza.
-Sí, pero aguarda, quizás se pueda ver algo por entre las cortinas.
En efecto, Diana había atizado la luz o acercádola al balcón, y desde fuera se veía un leve resplandor.
El duque y Aurilly pasearon la calle durante diez minutos buscando un punto, desde donde poder ver lo que pasaba en lo interior del cuarto.
Mientras tanto, Monsoreau, impaciente y colérico, ponía la mano sobre el cañón del mosquete, menos frío que ella.
-¡Oh! ¿y he de aguantar esto? -murmuraba-, ¿he de sufrir esta afrenta? no, no; ya' se me agota la paciencia. ¡Pardiez! no poder dormir, ni velar, ni aun vivir tranquilo, porque a ese miserable príncipe se le ha puesto en la cabeza deshonrarme. No, yo no soy un criado complaciente, soy el conde de Monsoreau, y ¡vive Dios que si se dirige hacia aquí le he de saltar la tapa de los sesos! Enciende la mecha, Renato, enciende!
En aquel momento el príncipe, advirtiendo que era imposible ver nada por entre las cortinas, volvió a su primer proyecto, y ya se preparaba para esconderse entre los escombros mientras que Aurilly iba a llamar a la puerta, cuando éste, olvidando la categoría del príncipe, le asió de repente del brazo.
-¿Qué es esto? -exclamó el príncipe asombrado.
-Venid, monseñor, venid -contestó Aurilly.
-¿Pero por qué?
-¿No veis una cosa que brilla a la izquierda? Venid, monseñor, venid.
-Efectivamente, veo como una chispa en medio de esas piedras.
-Es la mecha de un mosquete o de un arcabuz., monseñor.
-¡Hola! -dijo el duque-, ¿y quién diablos puede estar oculto ahí?
-Algún amigo o criado de Bussy; separémonos de aquí, daremos un rodeo y volveremos por otro lado: el criado dará el aviso y veremos a Bussy bajar del balcón.
-En efecto, tienes razón -dijo el duque-, vamos.
Y ambos atravesaron la calle encaminándose hacia el punto donde habían dejado los caballos.
-Se van -dijo el criado.
-Sí -dijo Monsoreau-; ¿les has conocido?
-Me parece que son el príncipe y Aurilly.
-Precisamente, pero ahora lo sabré de cierto.
-¿Qué va a hacer vueseporia?
-Ven.
Entretanto el duque y Aurilly se entraron por la calle de Santa Catalina, con ánimo de seguir las tapias de los jardines y volver por el baluarte de la Bastilla.
Monsoreau entró en su casa y mandó preparar la litera.
Lo que había previsto el duque sucedió, el ruido que hizo Monsoreau alarmó a Bussy; apagóse la luz, abrióse la ventana, fijóse la escala de cuerda, y Bussy tuvo el pesar de verse obligado a huir, sin haber visto, como Romeo, la primera luz del día, ni oído cantar la calandria.
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