En el instante en que ponía el pie en tierra y Diana le echaba la escala, el duque y Aurilly salían por la esquina de la Bastilla, y vieron precisamente debajo del balcón de la hermosa Diana una sombra suspendida entre el cielo y la tierra, cuya sombra desapareció casi en seguida tras la esquina de la calle de San Pablo.
-Señor -decía el criado de Monsoreau-, vamos a despertar a todos los de la casa.
-¿Qué importa? -decía Monsoreau furioso-, creo que yo soy aquí el amo y que tengo el derecho para hacer en mi casa lo que quería hacer el señor duque de Anjou.
La litera estaba dispuesta; Monsoreau envió a llamar a dos de sus dependientes que le acompañaban siempre que estaba herido, y que vivían en la calle de Tournelles, y luego que llegaron y se situaron a uno y otro lado de la máquina, partió ésta tirada por dos robustos caballos, que caminando al trote llegaron en menos de un cuarto de hora a la puerta del palacio de Anjou. Los caballos del duque y Aully aun tenían puesto el freno, prueba de que sus amos acababan de entrar en aquel momento.
Monsoreau, que tenía entrada franca en el palacio ducal, se presentó a la puerta del gabinete del duque, precisamente en el momento en que éste, después de haber dejado el sombrero en un sillón, extendía la pierna para que le sacase las botas una ayuda de cámara.
No obstante, anunció su llegada un criado que le precedía algunos pasos.
Un rayo que hubiera roto los cristales de su cuarto no habría asombrado más al príncipe que el anuncio que acababa de oír.
-¡Monsieur de Monsoreau! -exclamó con una emoción que se dejaba conocer en su palidez y en el tono de su voz.
-Sí, Monsoreau, yo mismo -repuso el conde, comprimiendo, o más bien procurando comprimir la sangre que bullía en sus arterias, y haciendo para ello un esfuerzo tan violento, que se le doblaron las piernas y cayó sentado en una silla a la entrada del aposento.
-Os vais a matar, querido amigo -dijo el duque-, y en este momento estáis tan pálido que parece que vais a desmayaros.
-¡Oh! no, monseñor; por ahora tengo cosas demasiado importantes que confiar a Vuestra Alteza; luego tal vez me desmayaré, pero ahora no.
-Vamos, hablad, querido conde -dijo Francisco turbado.
-Lo que tengo que decir a Vuestra Alteza no debe oírlo ninguna otra persona.
El duque despidió a todos sus sirvientes y aun al mismo Aurilly.
Los dos personajes se quedaron solos.
-¿Vuestra Alteza viene de fuera? -dijo Monsoreau.
-Ya lo veis, conde. ¿Es una imprudencia andar así de noche por las calles?
-Ese polvo que cubre vuestro traje, monseñor.
-Monsieur de Monsoreau -exclamó el príncipe en tono cuya significación no podía equivocarse-: ¿hacéis otro oficio además del de montero mayor?
-¿El oficio de espía? sí, monseñor; todo el mundo le hace en el día, unos más y otros menos.
-¿Y qué os proporciona ese oficio?
-El saber lo que pasa.
-No deja de ser curioso lo que me decís -repuso el príncipe acercándose a la plancha de metal para estar pronto a llamar en caso preciso.
-Muy curioso -dijo Monsoreau.
-Vaya, contádmelo.
-No he venido a otra cosa.
-¿Permitís que me siente?
-Dejad la ironía, monseñor, para emplearla con otro que no sea un humilde y fiel amigo como yo, que viene a esta hora y en el estado en que se halla, solo por prestaros un
señalado servicio. Si me he sentado, monseñor, es porque no puedo estar de pie.
-Un servicio -replicó el duque-; un servicio.
-Sí.
-Hablad, pues.
-Monseñor, vengo en nombre de un poderoso príncipe.
-¿Del rey?
-No, del señor duque de Guisa.
-¡Ah! -dijo el príncipe-, de parte del duque de Guisa; eso es otra cosa; acercaos y hablad bajo.
LXXIX. CONTINUACION DEL ANTERIOR
Hubo un instante de silencio, al cabo del cual dijo:
-Y bien, señor conde, ¿qué tenéis que decirme de parte de los señores de Guisa?
-Muchas cosas, monseñor.
-¿Os han escrito?
-¡Oh, no, monseñor! Los señores de Guisa no escriben ya desde la singular desaparición de maese Nicolás David.
-Entonces habréis estado en el ejército.
-No, monseñor, ellos son los que han venido a París.
-¡Los Guisa en París! -murmuró el duque.
-Sí, monseñor.
-¡Y no les he visto yo!
-Son demasiado prudentes para exponerse y exponer al mismo tiempo a Vuestra Alteza.
-¿Cómo no me han avisado?
-Ya lo hacen, puesto que vengo yo a eso.
-¿Y qué vienen a hacer aquí?
-Vienen a la cita que les habéis dado.
-¿Yo les he dado una cita?
-Indudablemente, el mismo día en que Vuestra Alteza fue preso recibió una carta de los Guisa, a la cual respondió verbalmente por mi conducto que se presentasen en París del 31 de mayo al 2 de junio. Estamos en 31 de mayo, si Vuestra Alteza ha olvidado a los Guisa, los Guisa no han olvidado a Vuestra Alteza.
Francisco se puso pálido: habían ocurrido tantas cosas desde el día en que diera la cita, que ya se había olvidado de ella, no obstante su importancia.
-Es verdad -dijo el conde-, pero las relaciones que existían en aquella época entre los Guisas y yo ya no existen.
-Si así es, monseñor -dijo el conde- haríais bien en avisárselo, porque yo creo que ellos miran las cosas de otro modo.
-¿Cómo así?
-Sí, monseñor; tal vez Vuestra Alteza, se cree libre de todo compromiso con ellos, pero ellos siguen creyéndose aliados de Vuestra Alteza.
-Engaño, mi querido conde, lazo en que un hombre como yo no se deja coger dos veces.
-¿Y dónde le cogieron a Vuestra Alteza la primera vez?
-¡Cómo? ¿Dónde? En el Louvre. ¡Pardiez!
-¿Por culpa de los Guisa?
-No diré precisamente que par culpa de ellos -repuso el príncipe-, pero digo que no han contribuido a mi evasión.
-Difícil era que contribuyesen, pues que también ellos tenían que ocultarse.
-Es cierto -murmuró el duque.
-Pero luego que estuvisteis en Anjou, ¿no he llevado yo el encargo de deciros de su parte que podríais contar con ellos como ellos contaban con vos, y que el día en que marchaseis sobre París ellos marcharían también?
-Es verdad -dijo el duque-; pero yo no he marchado sobre París.
-Sí tal, monseñor, pues que en París estáis.
-Sí, más estoy como aliado de mi hermano.
-Vuestra Alteza me permitirá que le diga que es algo más aliado de los Guisas.
-¿Qué soy?
-Su cómplice.
El duque de Anjou se mordió los labios.
-¿Y decís que os han dado la comisión de anunciarme su llegada?
-Sí, señor, me han hecho esa honra.
-Más no os han comunicado los motivos de su vuelta.
-Sí, señor; sabiendo que poseo la confianza de Vuestra Alteza me han dado parte de todo, de motivos y de proyectos.
-¡Luego tienen proyectos! ¡Y cuáles!
-Los mismos.
-¿Y los juzgan practicables?
-Los tienen por ciertos.
-Y el objeto de esos proyectos es...
El duque se detuvo, no osando pronunciar las palabras que debían seguir naturalmente a las que acababa de decir.
Monsoreau acabó de expresar el pensamiento del duque, diciéndole: -Haceros rey de Francia; sí, monseñor.
El duque se puso colorado de alegría.
-¿Pero es favorable el instante? -preguntó.
-Vuestra sabiduría decidirá.
-¿Mi sabiduría?
-Sí, estos son los hechos, hechos visibles, irrecusables.
-Vamos a ver.
-El nombramiento del rey como jefe de la Liga, ha sido una farsa conocida al momento. Ahora se está verificando la reacción y todo el pueblo se subleva contra la tiranía del rey y de sus hechuras. Los predicadores convocan al pueblo a las armas, en las iglesias se maldice al rey en vez de rezar, el ejército está impaciente, los paisanos forman asociaciones, nuestros emisarios hacen cada día nuevos prosélitos y aumenta el número de individuos de la Liga, en fin, el reinado de Valois toca a su fin. En estas circunstancias los Guisas necesitan elegir un competidor de prestigio para el trono, y su elección ha recaído naturalmente en Vuestra Alteza. Ahora bien, ¿renunciáis a vuestras antiguas ideas?
El duque no contestó.
-Y bien -preguntó Monsoreau- ¿qué piensa Vuestra Alteza?
-¡Psé! -respondió el príncipe-, pienso...
-Vuestra Alteza sabe que puede hablar conmigo con toda franqueza.
-Pienso -dijo el duque-, que mi hermano no tiene hijos, que muriendo é1 me corresponde el trono de derecho, que su salud está quebrantada, y que por tanto no necesito promover agitaciones ni comprometer mi nombre, mí dignidad y mi afecto por apoderarme con peligro de una cosa que al fin he de obtener sin él.
-Ese es justamente -dijo Monsoreau-, el engaño de Vuestra Alteza: no penséis heredar el trono de vuestro hermano, si no lo tomáis por la fuerza. Los Guisas no pueden hacerse reyes, pero no dejarán reinar sino a quien satisfaga sus esperanzas. Ellos han contado con Vuestra Alteza para ocupar el puesto del rey actual; pero si Vuestra Alteza se niega buscarán otro.
-¿Y quién? -exclamó el duque de Anjou frunciendo el ceño-, ¿quién osará sentarse en el trono de Carlomagno?
-Un Borbón, en lugar de un Valois: un hijo de San Luis en lugar de otro hijo de San Luis.
-¿El rey de Navarra? -preguntó Francisco.
-¿Y por qué no? Es joven y valiente: cierto es que no tiene hijos, pero también se sabe de cierto que puede tenerlos.
-Es hugonote.
-¿Y no se convirtió el día de San Bartolomé?
-Sí, pero abjuró después.
-Bien, lo que hizo por la vida luego lo hará por el trono.
-¿Creen que cederé mis derechos sin defenderlos?
-Está previsto ese caso.
-Les haré una guerra cruel.
-¡Bah! ellos son gente de armas tomar.
-Me pondré a la cabeza de la Liga.
-La Liga les pertenece.
-Me reuniré con mi hermano.
-Vuestro hermano ya no existirá.
-Llamaré en mi auxilio a los reyes de Europa.
-Los reyes de Europa harán de buen grado la guerra a los reyes, pero se mirarán mucho antes de hacérsela a un pueblo.
-¿Cómo a un pueblo?
-Sin duda, porque los Guisas están resueltos a todo, hasta a constituir estados, hasta a formar una república.
Francisco cruzó las manos con inexplicable angustia, Monsoreau estaba tan formidable con sus respuestas que no le dejaban salida alguna. -¿Una república? -murmuró.
-Sí, monseñor, como Suiza, como Génova, como Venecia.
-Pero mi partido no dejará que se establezca en Francia la república.
-¿Vuestro partido? -dijo Monsoreau-; Vuestra Alteza ha sido tan desinteresado, tan magnánimo que puedo afirmarle que su partido no se compone más que de dos personas, M. de Bussy y yo.
El duque no pudo contener una sonrisa siniestra, y dijo:
-¿Conque tengo ligadas las manos?
-Poco menos, monseñor.
-Entonces, ¿qué necesidad hay de acudir a mí, si como decís nada puedo?
-Nada podéis, monseñor, contra los Guisas, mas sois omnipotente con ellos.
-¿Con ellos?
-Sí, monseñor, decid una palabra y sois rey.
El duque se levantó muy agitado y se puso a pasear por el cuarto, arrugando con furor cuanto caía en sus manos, cortinas, tapices, cubiertas de mesa; por último, se detuvo frente a Monsoreau, v dijo:
-Tenéis razón, conde, no puedo contar más que con dos amigos, que sois, tú y Bussy.
Y dijo estas palabras acompanandolas con una sonrisa benévola.
-Así pues -dijo Monsoreau con ojos centelleantes de alegría.
-Así, pues, fiel servidor -repuso el duque-, habla que ya te oigo.
-¿Vuestra Alteza lo manda?
-Sí.
-Pues bien, en dos palabras diré a Vuestra Alteza cuál es el plan. El duque palideció, pero prestó atención.
El conde dijo:
-Dentro de ocho días es la función del Corpus.
-Sí.
-El rey tiene dispuesto para ese día una gran procesión que pasará por los principales conventos de París.
-Es costumbre que el rey asista a la procesión en tal época.
-Entonces, como recordará Vuestra Alteza, el rey va sin guardias, o al menos los guardias se quedan a la puerta, Su Majestad se detiene delante de cada altar, se arrodilla y reza cinco pater noster y cinco Aves Marías, todo acompañado de los siete salmos de la penitencia.
-Ya lo sé.
-Irá al convento de Santa Genoveva así como a los demás.
-Sin duda.
-Sólo que como durante la noche habrá ocurrido un accidente enfrente del convento...
-¿Un accidente?
-Sí, monseñor, se habrá hundido el terreno de una alcantarilla.
-¿Y qué?
-El altar no podrá estar colocado bajo el pórtico como en otras ocasiones y estará dispuesto en el mismo patio.
-Ya comprendo.
-El rey entrará, cuatro o cinco personas entrarán con él; pero detrás del rey y de esas cuatro o cinco personas se cerrarán las puertas.
-¿Y entonces?
-Entonces -añadió Monsoreau-, ¿sabe Vuestra Alteza quiénes son los frailes que harán los honores del convento a Su Majestad?
-Serán los mismos...
-Sí, monseñor, los mismos que se hallaban allí cuando Vuestra Alteza fue consagrado.
-¿Y se atreverán a poner las manos en el ungido del Señor?
-¡Oh! Si no es más que para cortarle el pelo: ya sabéis la copla.
Una de tres coronas
perdiste, ingrato,
y la segunda corre
riesgo inmediato,
y la tercera
te la haremos nosotros
con la tijera.
-¿Eso se atreverán a hacer? -repuso el duque, mostrando en sus brillantes ojos la ambición que le dominaba-, ¿tocarán a un rey a la cabeza?
-¡Oh! entonces ya no será rey.
-¿Cómo así?
-¿No habéis oído hablar de un padre de Santa Genoveva, de un santo varón que pronuncia discursos mientras llega la ocasión de hacer milagros?
-¿El P. Gorenflot?
-Precisamente.
-¿El mismo que quería predicar la Liga con el arcabuz al hombro?
-El mismo.
-¿Y qué?
-Llevarán al rey a su celda, y allí el P. Gorenflot se encarga de hacerle firmar su abdicación; luego, cuando haya abdicado, entrará Madame de Montpensier con las tijeras en la mano, tijeras que ya están compradas y son de oro macizo y están muy cinceladas, pues a tal señor, tal honor.
Francisco guardó silencio, sus ojos se habían dilatado como los del gato que acecha su presa en la obscuridad.
-Ya sabéis lo demás, monseñor -prosiguió el conde-. Se anuncia al pueblo que el rey, sintiéndose movido de un arrepentimiento santo de sus faltas, ha manifestado el deseo de no volver a salir del convento; y si algunos dudan que la vocación de Su Majestad sea verdadera, el duque de Guisa es dueño del ejército, el cardenal del clero y M. de Mayena de la clase media, con cuyos tres poderes se puede hacer creer al pueblo todo lo que se quiera.
-Pero se me acusará de violencia -dijo el duque al cabo de un instante.
-No estáis obligado a presenciar el acto.
-Todos me mirarán cómo usurpador.
-Vuestra Alteza olvida la abdicación.
-El rey rehusará hacerla.
-Parece que el P. Gorenflot es no solamente hombre de capacidad sino de fuerza.
-¿Conque el plan es ya cosa resuelta?
-Por completo.
-¿Y no temen que yo lo denuncie?
-No, monseñor, porque hay otro no menos seguro combinado contra vos para el caso de que les vendieseis.
-¡Hola! -exclamó Francisco.
-Sí, monseñor, y ese no sé en qué consiste, pues no me lo han confiado porque saben que soy vuestro amigo.
-Siendo así me rindo, conde. ¿Qué debo hacer?
-Aprobar.
-Pues bien, apruebo.
-Sí, más no basta aprobarlo con palabras.
-¿Pues cómo debo aprobarlo?
-Por escrito.
-Es locura creer que yo consienta en tal cosa.
-¿Y por qué?
-Porque si abortase la conjuración...
-Justamente quieren la firma de Vuestra Alteza para el caso de que la conjuración aborte.
-¡Hola! ¿Tratan de cubrirse con mi nombre?
-Ni más, ni menos.
-Entonces me niego a todo.
-No podéis negaros.
-¿Qué no?
-No, monseñor.
-¿Estáis loco?
-Negaros es traicionar la causa de los conjurados.
-¿Por qué?
-Porque sabéis el plan: yo quería callarlo, Vuestra Alteza me ordenó que hablase.
-Pues bien, que lo tomen como quieran, si he de elegir entre dos peligros, elijo éste.
-Monseñor, mirad no elijáis mal.
-Allá veremos -dijo Francisco algo conmovido, pero procurando no obstante conservar su firmeza.
-No os lo aconsejo -dijo Monsoreau.
-Firmando me comprometo.
-Y no firmando os suicidáis. Francisco se estremeció.
-¿Se atreverían?
-Se atreverán a todo, monseñor: la conspiración está ya muy adelantada y es preciso vencer a toda costa.
El duque quedó indeciso por algunos momentos; al cabo dijo:
-Firmaré.
-¿Cuándo?
-Mañana.
-No, monseñor, si habéis de firmar ha de ser ahora mismo.
-Pero antes es necesario que los Guisas redacten la obligación que yo he de firmar.
-Está redactada, monseñor, y la traigo conmigo.
Monsoreau sacó un papel del bolsillo en el cual se declaraba en nombre del príncipe, que éste se adhería completamente al proyecto que sabemos.
El duque le leyó desde el principio hasta el fin, y conforme iba leyendo le veía el conde ponerse pálido; cuando concluyó se le doblaron las piernas y se sentó, o más bien se dejó caer en un sillón delante de la mesa.
-Tomad, monseñor -dijo Monsoreau dándole una pluma.
-¿Conque es preciso firmar? -dijo Francisco poniéndose la mano en la frente, porque se le iba la cabeza.
-Es necesario, si así lo queréis; nadie os obliga a ello.
-¿Cómo que no se me obliga cuando me amenazáis con la muerte?
-Yo no os amenazo, monseñor. Dios me libre: os advierto lo que puede ocurrir, y esto, es muy diverso.
-Dadme acá -dijo el duque.
Y haciendo un esfuerzo tomó o más bien arrancó la pluma de las manos del conde y firmó.
Monsoreau seguía sus ademanes ardiendo en odio y esperanza. Cuando le vio poner la pluma en el papel tuvo que apoyarse en la mesa para sostenerse: sus pupilas parecían que se dilataban conforme la mano del duque iba formando las letras que ponían su nombre.
-¡Ah! -dijo luego que el duque hubo concluido.
Y tomando el papel con no menos violencia que la del duque cuando había cogido la pluma, le dobló, se lo guardó entre la camisa y la tela de seda, que hacía oficio de chaleco en aquel tiempo, se abotonó la ropilla y se cruzó la capa por encima.
El duque le miraba sorprendido no sabiendo a qué atribuir la expresión de gozo feroz que animaba aquel rostro pálido.
-Y ahora, monseñor -dijo Monsoreau-, sed prudente.
-¿Cómo? -interrogó el duque.
-Sí, no os aventuréis de noche por las calles con Aurilly, como acabáis de hacerlo hace un momento.
-¿Qué quiere decir eso?
-Quiere decir que esta noche habéis salido con el fin de perseguir a una mujer a quien su marido adora y de quien está celoso hasta el punto de... sí, pardiez, hasta el punto de matar a cualquiera que se aproxime a ella son su permiso.
-¿Habláis de vos y de vuestra mujer?
-Sí monseñor, y pues lo habéis adivinado al instante, no trataré de negarlo. Yo me he casado con Diana de Meridor; ella es mía, mientras yo viva nadie la poseerá. Y para que os convenzáis, monseñor, de que digo verdad, lo juro por mi nombre y sobre este puñal.
Y puso la punta de su puñal casi sobre el pecho del príncipe: éste dio un paso atrás, y pálido de cólera dijo:
-¿Me amenazáis?
-No, monseñor, no hago más que avisaros como antes.
-¿Y qué me avisáis?
-Que nadie poseerá a mi mujer.
-Y yo, señor necio -exclamó el duque de Anjou fuera de sí-, yo os digo que la advertencia llega tarde y que ya hay uno que la posee.
Monsoreau lanzó un grito terrible, y asiéndose con las dos manos de los cabellos, exclamó:
-¿Sois vos, monseñor, sois vos?
Y su brazo armado sólo tenía que extenderse para herir el pecho del príncipe.
-Estáis loco, conde -dijo preparándose para llamar sobre la plancha de metal.
-No estoy loco, monseñor, veo claro y oigo bien: acabáis de decirme que existe un hombre que posee a mi mujer.
-Y lo repito.
-Decidme quién es ese hombre, y dadme pruebas del hecho que habéis sentado.
-¿Quién se hallaba escondido esta noche a veinte pasos de vuestra puerta con un mosquete?
-Yo.
-Pues bien, conde, entretanto...
-Entretanto...
-Un hombre estaba en vuestra casa, quiero decir, en el aposento de vuestra mujer.
-¿Le visteis entrar?
-Le vi salir.
-¿Por la puerta?
-Por la ventana.
-¿Le conocisteis?
-Sí -repuso el duque.
-Decidme su nombre -exclamó Monsoreau-, decidme su nombre, monseñor, o no respondo de nada. El duque se pasó la mano por la frente y se sonrió con disimulo.
-Señor conde -añadió-, a fe de príncipe de la sangre, por Dios y por mi alma, os juro que dentro de ocho días os diré cómo se llama el hombre que posee a vuestra mujer.
-¿Me lo juráis? -preguntó monseñor.
-Os lo juro.
-Pues bien, monseñor, hasta dentro de ocho días -dijo el conde, dándose una palmada en el sitio donde tenía guardado el papel firmado por el príncipe-; hasta dentro de ocho días o si no... ya me comprendéis.
-Volved dentro de ocho días, y no digo más.
-Más vale así -dijo Monsoreau-; dentro de ocho días estaré restablecido; el que desea vengarse necesita tener todas sus fuerzas.
Y se despidió del príncipe con un gesto amenazador.
LXXX. UN PASEO AL CERCADO DE TOURNELLES
Mientras sucedían los acontecimientos que acabamos de referir habían ido volviendo poco a poco a París los partidarios del duque de Anjou.
Si dijésemos que volvían confiados no se nos creería. Sabían ellos perfectamente lo que eran el rey, su hermano y su madre, para esperar que todo se concluyese con abrazos de familia.
Tenían muy presente la batida que les habían dado los amigos del rey, y no podían decidirse a creer que en compensación de ello les preparasen un triunfo.
Volvieron, pues, tímidamente, entrando en la ciudad armados de pies a cabeza, prontos a hacer fuego contra cualesquiera persona en quien advirtiesen el menor ademán sospechoso, y desenvainando cincuenta veces la espada antes de llegar al palacio de Anjou, contra paisanos que no cometían otro delito que el de mirarle. Antraguet, especialmente, se mostraba feroz y achacaba todas sus desgracias a los favoritos del rey, prometiéndose cuando llegara el caso decirles dos palabras bien dichas.
Dio parte de este proyecto a Ribeirac, que era hombre de buen consejo, y éste le contestó que antes de todo era necesario hallarse cerca de una frontera o de dos.
-Ya lo arreglaremos -dijo Antraguet.
El duque les recibió bien, pues eran sus favoritos, así como Maugiron, Quelus, Schomberg y d'Epernon, lo eran del rey.
Lo primero que les dijo fue:
-Amigos míos, parece que se trata de mataros: ahora es de moda este modo de recibir a las personas; vivid prevenidos.
-Ya lo estamos, monseñor -contestó Antraguet-, pero ¿no sería conveniente que fuésemos a ofrecer a Su Majestad nuestros humildes respetos? Porque en fin, si nos ocultamos no será grande honor para la provincia de Anjou: ¿qué os parece?
-Tenéis razón -dijo el duque-, id; y si queréis yo os acompañaré. Los tres jóvenes se consultaron con una mirada. En aquel instante entró Bussy y fue a abrazar a sus amigos.
-Mucho habéis tardado -dijo-; ¿pero qué es lo que acabo de oír? Su Alteza quiere nada menos que ir a recibir la muerte en el Louvre, como César en el senado de Roma. ¿Sabéis que cada uno de los señores favoritos tendría gran placer en llevarse bajo la capa un trozo de carne de Su Alteza?
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