Alejandro dumas



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-¿Y si te doy mi palabra?

-¡Oh! entonces me será suficien­te. ¡La palabra de Bussy! ¡estaría de ver que dudase yo de ella!

-Pues bien, te la doy: dentro de dos horas estaré en casa.

-Adiós, monseñor.

-Adiós, Remigio.

Los dos jóvenes se separaron; pe­ro Remigio se detuvo un poco has­ta que vio al conde llegar a la puer­ta y entrar por ella, pues Gertru­dis se la abrió sin dificultad no es­tando Monsoreau en casa.

Luego se dirigió filosofando por las desiertas calles al palacio de Bussy.

Al salir a la plaza de Beauyoder, vio venir hacia él cinco hombres embozados en sus capas y al pare­cer completamente armados.

Era muy singular que cinco hom­bres anduviesen por las calles a aque­llas horas: Remigio se ocultó detrás de la esquina de una casa.

Cuando los hombres llegaron a diez pasos de él, se detuvieron y saludándose con cortesía, se fueron dos por un lado y dos por otro, quedándose el quinto en el mismo sitio inmóvil y pensativo.

En aquel momento salió la luna de una nube e iluminó con sus ra­yos el semblante de aquel hombre.

-¡M. de San Lucas! -exclamó Remigio.

San Lucas levantó la cabeza al oír pronunciar su nombre y vio a un hombre que se dirigía hacia él.

-¡Remigio! -exclamó.

-Remigio en persona, que tiene un placer en no ofreceros sus servi­cios, pues que según veo estáis per­fectamente bueno. ¿Será indiscreción preguntaros lo que hacéis a estas horas tan lejos del Louvre?

-Querido, he andado recorrien­do por orden del rey la ciudad: Su Majestad me ha mandado que si oigo decir por ahí que ha hecho renuncia de la corona, conteste que no es cierto.

-¿Y habéis oído hablar de eso?

-Nadie me ha dicho una palabra, y como van a dar las doce y todo se halla tranquilo, pues sólo he en­contrado a M. de Monsoreau, he despedido a mis amigos y estaba pensando en volver a casa cuando me has visto.

-¿Cómo? ¿decís M. de Monso­reau?.. .

-Sí.

-¿Habéis encontrado a M. de Monsoreau?



-Con diez o doce hombres ar­mados.

-¡M. de Monsoreau! Imposible.

-¿Por qué ha de ser imposible?

-Porque debe hallarse en Com­piegne.

-Debería, pero no está.

-¿Pues y la orden del rey?

-¡Bah! ¿Y quién obedece aquí al rey?

-¿Habéis encontrado a M. de Monsoreau con diez o doce hom­bres?

-¿Os ha conocido?

-Creo que sí.

-¿Y no erais más que cinco?

-Mis cuatro amigos y yo tan sólo.

-¿Y no os ha acometido?

-Al contrario, ha evitado el com­bate, y en verdad que me extraña, pues yo esperaba tener que sostener una batalla sangrienta.

-¿Y hacia dónde iba?

-Hacia la calle de Tixeranderie.

-¡Oh, Dios mío! -murmuró Re­migio.

-¿Qué? -preguntó San Lucas asustado.

-M. de San Lucas, sin duda va a ocurrir una gran desgracia.

-¿A quién?

-A M. de Bussy.

-¡A Bussy! ¡Pardiez, hablad, Re­migio! ya sabéis que soy su amigo.

-¡Qué fatalidad! M. de Bussy creía que sé hallaba en Compieg­ne...

-¿Y qué?


-Y que podía aprovecharse de su ausencia...

-De suerte que...

-De suerte que en este momen­to está M. de Bussy con madame Diana.

-¡Ah! -dijo San Lucas-, esto se va poniendo serio.

-Sí -repuso Remigio-, tendrá sospechas, o se las habrán inspirado, y habrá fingido que se marchaba para volver de improviso.

-Aguardad -dijo San Lucas dándose una palmada en la frente.

-¿Se os ocurre alguna buena idea? -dijo Remigio.

-Esto es cosa del duque de An­jou.

-Mas si el duque de Anjou fue el que propuso esta mañana la par­tida de M. de Monsoreau.

-Pues por eso mismo: ¿tenéis buenos pulmones, Remigio?

-¡Pardiez! como fuelles de fra­gua.

-Pues corramos, no se pierda un instante: ¿sabes la casa?

-Sí.

-Pues id delante.



Y los dos jóvenes echaron a co­rrer con tal ligereza, que parecían gamos perseguidos.

-¿Nos lleva mucha delantera? -preguntó Remigio sin dejar de correr.

-¿Quién, Monsoreau?

-Sí.


-Un cuarto de hora poco más o menos -añadió San Lucas, sal­tando un montón de piedras de cinco pies de altura.

-¡Con tal que lleguemos a tiem­po! -dijo Remigio sacando la es­pada para estar pronto en caso ne­cesario a usar de ella.

LXXXVIII. EL ASESINATO

Diana, que creía cierta la ausen­cia de su marido, recibió sin temor en su estancia a Bussy, el cual se presentó también sin cuidado algu­no.

Jamás había estado tan alegre la hermosa joven: jamás Bussy había sido tan feliz. En ciertos instantes cuya gravedad conoce el alma, el hombre une sus facultades morales a todos los recursos físicos que los sentidos pueden darle, y de esta manera se concentra y se multipli­ca, aspirando, por decirlo así, con todas sus fuerzas, la vida que pue­de acabársele de un momento a otro sin que sepa la causa.

Diana, conmovida por el temor del duelo que debía efectuarse al día siguiente, y tanto más turbada, cuanto más procuraba ocultar su turbación, manifestaba a Bussy más ternura que de ordinario; la triste­za, mezclándose con los pensamien­tos amorosos, comunica al amor el perfume de poesía que le falta; la verdadera pasión no se manifiesta con una alegría bulliciosa, y los ojos de una mujer sinceramente prendada, más veces están húmedos que brillantes.

Lo que aquella noche tenía que decir a su amante era que su vida era la suya; lo que tenía que con­certar con él eran los más seguros medios de fuga; pues no bastaba vencer, sino que después de la vic­toria era preciso evitar la cólera del rey, siendo probable que Enrique no perdonaría jamás al vencedor la derrota o la muerte de sus favoritos.

-Y además -decía Diana, pasan­do su brazo en torno del cuello de Bussy y devorando con los ojos el rostro de su amante-; ¿no eres el caballero más valiente de Francia? ¿Para qué necesitas aumentar tu gloria? Eres ya tan superior a los otros hombres, que no sería gene­roso desear engrandecerte más. Tú no pretendes agradar a las demás mujeres porque me amas y temerías perderme para siempre, ¿no es ver­dad, Luis? Luis, defiende tu vida: no te digo que pienses en la muer­te, porque no hay otro hombre bas­tante grande, fuerte y poderoso para matar a mi Luis de otra manera que a traición; pero piensa en que puedes ser herido, y bien lo sabes, pues que a una herida que recibiste combatiendo contra esos mismos hombres debo la dicha de conocerte.

-Tranquilízate -dijo Bussy rién­dose-, guardaré el rostro porque no quiero que me lo desfiguren.

-¡Oh! guarda tu persona toda. Séate tan sagrada, Luis mío, corno si tú fueras yo. Piensa en el dolor que sentirías si me vieses volver he­rida y ensangrentada; pues bien, ese mismo dolor sentiré yo al ver tu sangre. Ten prudencia, valiente león mío, no te encargo otra cosa. Haz lo que aquel romano, cuya historia me leías para tranquilizarme. ¡Oh! imítale bien; deja a tus tres amigos que combatan por sí; auxilia al que más lo necesite, pero si dos o tres hombres te atacan a un tiempo, hu­ye y vuelve después como Horacio, para caer sobre ellos uno por uno, sin que puedan auxiliarse mutuamen­te.

-Sí, mi querida Diana -repuso Bussy.

-¡Oh! me respondes sin oírme; Luis, me miras y no me escuchas.

-Sí, pero te veo, ¡y eres tan be­lla!

-No se trata ahora de mi her­mosura, se trata de ti, de tu vida, de nuestra vida, mira, te voy a de­cir una cosa horrible, pero quiero que la sepas para que seas, no más fuerte pero más prudente. Yo tendré valor para ver ese duelo.

-¿Tú?

-Lo veré.



-¿Cómo? no es posible, Diana.

-No, escucha: en este cuarto de al lado hay una ventana que da a una plazuela, y desde la cual se pue­de ver el cercado de Tournelles.

-Sí, ya recuerdo, esa ventana que se halla a veinte pies del suelo, de­bajo de la cual, a corta distancia, hay una reja, sobre la que dejaba yo caer el otro día migas de pan para los pájaros.

-Pues desde allí te veré, ten cui­dado de situarte de manera que te vea: sabrás que estoy ahí y aun podrás verme. Pero no, que sería lo­cura, no me mires, porque tu ene­migo podría aprovecharse de tu dis­tracción.

-Y matarme, ¿no es cierto? mientras tenía los ojos fijos en ti. Diana, si estuviese sentenciado a morir y dejasen a mi elección el gé­nero de muerte, esa sería la que eli­giese.

-Sí, mas no estás sentenciado, ni se trata de morir ahora sino de vivir.

-Y viviré, pierde cuidado; por otra parte, tengo buenos compañe­ros, créeme; tú no conoces a mis amigos, pero yo sí. Antraguet tira a la espada como yo: Ribeirac tie­ne una serenidad extraordinaria, y de su cuerpo sólo parecen vivos los ojos con los cuales devora a su ad­versario, y el brazo con que le hie­re; Livarot es notable por su agi­lidad de tigre. La partida es buena, créeme, Diana, y aun yo desearía correr más riesgo para tener más mérito.

-Te creo, querido mío, y me son­río porque tengo esperanza; pero escucha y prométeme que me obe­decerás.

-Sí, con tal que no me mandes separarme de ti.

-Pues bien, precisamente es eso lo que tengo que mandarte, y tu razón te dirá el motivo.

-No es posible apelar a mi ra­zón cuando me has vuelto loco.

-Déjate de conceptos: tu obe­diencia es la que yo deseo: obede­ciendo es como se dan pruebas de amor.

-Manda, pues.

-Querido, tus ojos están fatiga­dos; vete y recógete para que ma­ñana estés descansado.

-¡Oh! ¡tan pronto!

-Voy a rezar mis oraciones y tú me abrazarás.

-A ti es a quien debían dirigirse oraciones como a los ángeles.

-¿Y crees que los ángeles no se las dirigen a Dios? -preguntó Dia­na arrodillándose.

Y con una voz que salía del co­razón, y con unas miradas que pa­recían querer atravesar el techo y llegar hasta el trono de Dios, en las azuladas bóvedas del cielo agregó:

-Señor, si quieres que tu sierva viva feliz y no muera desesperada, protege al hombre que por tu vo­luntad se ha atravesado en la senda de mi vida para que yo exclusiva­mente le amase.

Diana acababa de pronunciar es­tas palabras y Bussy se bajaba para estrecharla en sus brazos y juntas su rostro con el suyo, cuando de pron­to saltó en menudos pedazos un cristal de la vidriera, después se abrió ésta y tres hombres se presen­taron en el balcón, mientras el cuar­to acababa de subir.

Este último llevaba el semblante cubierto con una careta y tenía en la mano izquierda una pistola y en la derecha una espada desnuda.

Bussy permaneció por un momen­to inmóvil, helado por el grito de terror que dio Diana echándole los brazos al cuello.

El de la careta hizo una seña y sus tres compañeros se adelantaron un paso: uno de ellos estaba arma­do con un arcabuz.

Bussy apartó a Diana con la ma­no izquierda y al mismo tiempo sacó con la derecha la espada.

Después retrocedió un poco y la bajó lentamente sin perder de vista a sus adversarios.

-Adelante, muchachos -gritó con voz sepulcral el hombre de la careta-, ya está medio muerto de miedo.

-Te engañas -dijo Bussy-, nunca lo he conocido.

Diana hizo un movimiento para acercarse a él.

-Dejadme libres los movimien­tos, Diana -dijo con firmeza.

Pero Diana, en vez de obedecer, le echó segunda vez los brazos al cuello.

-Vais a ser causa de que me ma­ten, señora -exclamó Bussy.

Diana se separó de él, conociendo que no podía socorrerle más que de una manera, esto es, obedeciéndole en todo.

-¡Hola! -dijo el de la voz ca­vernosa-. ¡Sois M. de Bussy! y yo imbécil de mí, que no quería creer­lo; ¡qué amigo; qué excelente ami­go!

Bussy se mordió los labios y guar­dó silencio, discurriendo de qué me­dios de defensa se valdría en aquel cuarto cuando se viese en la preci­sión de llegar a las manos.

-Sabe -continuó la voz en tono sarcástico que hacía más terrible su vibración lúgubre y profunda-, sa­be que el montero mayor está au­sente, que ha dejado a su mujer sola, que esa mujer puede tener miedo, y viene a hacerle compañía. ¿Y cuándo? la víspera de un desa­fío. Repito que M. de Bussy es un verdadero y excelente amigo.

-¡Ah! ¿Sois vos, M. de Mon­soreau? -dijo Bussy-, quitaos la careta, pues que ya os he conocido.

-Así lo haré -repuso el montero mayor, y arrojó lejos de sí la mas­carilla de terciopelo negro.

Diana exhaló un débil grito. La palidez del conde era como la de un cadáver, y su sonrisa parecía la de un demonio.

-Acabemos, caballero -dijo Bus­sy-, no me gusta hacer las cosas con estrépito; eso queda para los héroes de Hornero, que eran semi­dioses, y podían hablar antes de entrar en combate: yo soy hombre, sólo que soy hombre impávido; o reñimos, o me dejáis pasar.

Monsoreau respondió con una car­cajada sorda y estridente que estre­meció a Diana, y aumentó hasta el último extremo la ira de Bussy.

-¡Paso! -repitió el joven, sin­tiendo que se le subía a la cabeza la sangre que un momento antes se le había retirado del corazón.

-¡Hola! –exclamó Monso­reau-, ¡paso! ¿cómo es eso .M. de Bussy?

-Pues en guardia y acabemos -dijo el joven-, que necesito vol­ver a casa y vivo lejos.

-Habéis venido para quedaros aquí caballero, y aquí quedaréis. Entretanto, otros dos hombres fueron sucesivamente presentándose en el balcón, saltando la balaustra­da y situándose al lado de sus com­pañeros.

-Cuatro y dos seis -dijo Bus­sy-; ¿dónde están los demás?

-Se han quedado a la puerta, y allí esperan -repuso el montero mayor.

Diana se dejó caer de rodillas, y por más esfuerzos que hizo no pudo impedir que Bussy oyera sus sollo­zos.

Bussy la miró, y luego, volviéndo­se hacia el conde, dijo:

-Caballero, sabéis que soy hom­bre de honor.

-Sí -exclamó Monsoreau-, sois hombre de honor, lo mismo que esta señora es mujer casta.

-Bien -respondió Bussy, hacien­do un leve movimiento de cabeza de alto a bajo-, la respuesta ha sido pronta pero merecida, y todo se pagará junto. Mas como mañana debo combatir con cuatro gentiles­hombres que conocéis, y como mi palabra está empeñada con ellos an­tes que con vos, reclamo el permi­so de retirarme esta noche, prome­tiéndoos, una vez terminado el due­lo con los amigos del rey, acudir adonde queráis y cuando queráis.

Monsoreau se encogió de hom­bros.

-Escuchad -continuó Bussy-, juro a Dios, que luego que haya ob­tenido satisfacción de los amigos del rey, me pondré a disposición vues­tra, y aceptaré las condiciones que queráis. Si me matan, quedaréis pa­gado, y si les mato, yo mismo podré pagaros.

Monsoreau se volvió hacia su gente.

-Sus -les dijo-, adelante, mu­chachos.

-¡Ah! -exclamó Bussy-, ¡cómo me engañaba! no queréis reñir en duelo, queréis cometer un asesina­to.

-¡Pardiez! -dijo Monsoreau.

-Sí, ya lo veo; ambos nos en­gañamos en el juicio que habíamos formado uno de otro; mas tened cuidado, porque el duque de Anjou llevará a mal este crimen, y le ven­gará.

-Él es quien me envía -dijo Monsoreau.

Bussy se estremeció; Diana levan­tó las manos al cielo y lanzó un gemido.

-En ese caso -dijo el joven-, nada tengo que esperar sino de mí mismo. Cuidado conmigo.

Y de un revés derribó el reclina­torio, puso enfrente de él una mesa y encima una silla, levantando en un momento una barrera entre él y sus enemigos.

Este movimiento fue tan rápido que la bala del arcabuz sólo dio en el reclinatorio, en cuyo espesor se introdujo perdiendo su fuerza; mien­tras tanto Bussy derribó un magní­fico aparador del tiempo de Fran­cisco I, y le unió a los demás mue­bles que formaban el parapeto.

Diana se halló oculta detrás del aparador; comprendía que no podía auxiliar a Bussy sino con sus oracio­nes, y oraba.

Bussy la miró, después dirigió la vista hacia sus enemigos, y después a su parapeto improvisado.

-Venid ahora -exclamó-, pero cuidado, porque mi espada pica.

Los asesinos, estimulados por Monsoreau, hicieron un movimiento para precipitarse sobre el jabalí que les aguardaba recogido el cuerpo y los ojos ardientes; uno de ellos alar­gó la mano hasta el reclinatorio pa­ra atraérsele hacia sí, pero antes de que le hubiese tocado, la espada de Bussy, pasando por uno de los hue­cos, atravesó el brazo en toda su longitud, desde la sangría hasta el hombro.

El asesino lanzó un grito y retro­cedió hasta la ventana.

Bussy oyó entonces pasos precipi­tados en el corredor, y se creyó co­gido entre dos fuegos.

Lanzóse hacia la puerta para echar el cerrojo, pero en aquel ins­tante se abrió.

El joven dio un paso atrás para ponerse en defensa a un mismo tiem­po contra sus antiguos y nuevos enemigos.

Dos hombres se precipitaron por aquella puerta.

-¡Ah, señor conde! -gritó una voz harto conocida-, ¿llegamos tiempo?

-¡Remigio! -dijo el conde.

-¡Y yo! -dijo otra voz-, pa­rece que aquí se trata de asesina­ros, ¿eh?

Bussy conoció aquella voz, y lan­zó un grito de alegría.

-¡San Lucas! -dijo.

-El mismo.

-¡Ah! -dijo Bussy-, voy cre­yendo, amigo Monsoreau, que ha­réis bien en dejarnos pasar, porque ahora si no os apartáis pasaremos por encima de vuestro cuerpo.

-¡Que suban tres hombres más! -gritó Monsoreau.

Y un instante después, tres nue­vos asesinos se presentaron en el balcón.

-¿Qué es esto? ¿viene aquí un ejército? -preguntó San Lucas.

-¡Señor, Dios mío, protegedle! -exclamó Diana.

-¡Infame! -gritó Monsoreau, y se adelantó con intención de ma­tarla.

Bussy vio el ademán: ligero como un tigre se puso de un salto al otro lado del parapeto, cruzó su espada con la de Monsoreau, luego se tendió a fondo, y le tocó en la garganta, pe­ro como la distancia era demasiado grande, no consiguió más que darle un leve arañazo.

Cinco o seis hombres se arrojaron sobre Bussy.

Uno de ellos cayó muerto por la espada de San Lucas.

-¡Adelante! -gritó Remigio.

-No adelante -dijo Bussy-; al contrario, Remigio, coge a Diana y llévatela.

Monsoreau lanzó un bramido y arrancó una pistola de las manos de uno de los bravos.

Remigio no sabía qué hacer.

-¿Pero y vos? -preguntó.

-¡Llévatela, llévatela? -gritó Bussy-; yo te la confío.

-¡Dios mío! -murmuró Dia­na-. ¡Dios mío, socorredle!

-Venid, señora -dijo Remigio.

-No, nunca, no le abandonaré. Remigio la tomó en sus brazos.

-¡Bussy! -gritó Diana-. ¡Bus­sy, socórreme!

La pobre mujer estaba como lo­ca; no distinguía ya a sus amigos de sus enemigos; todo lo que la apar­taba de Bussy le parecía funesto y mortal.

-Anda -dijo Bussy-, ya te si­go.

-Sí -gritó Monsoreau-, sí, la seguirás, así lo espero.

Y disparó un pistoletazo.

Bussy vio a Remigio vacilar y después caer con Diana.

Dio un grito y se volvió.

-No es nada, señor conde -dijo Remigio-, la bala ha entrado en mi cuerpo, ella no está herida.

Tres hombres se lanzaron sobre Bussy en el momento en que se volvía, San Lucas se atravesó entre Bussy y ellos; uno de los tres hom­bres cayó muerto.

Los otros dos retrocedieron.

-San Lucas -gritó Bussy-, San Lucas, por la que amáis, salvad a Diana.

-¿Y vos?

-Yo soy hombre.

San Lucas se lanzó hacia Diana que había vuelto a arrodillarse, la tomó en sus brazos y desapareció con ella por la puerta.

-¡Arriba! -gritó Monsoreau-. ¡Arriba los de la escalera!

-¡Ah, malvado! -gritó Bussy-. ¡Ah, cobarde!

Monsoreau salió detrás de los ase­sinos.

Bussy tiró un revés y una esto­cada; del primero abrió una cabeza por las sienes, y de la segunda atra­vesó un pecho.

-Ya estamos algo más desemba­razados -dijo, y se volvió a su pa­rapeto.

-¡Huíd, señor conde, huíd! -murmuró Remigio.

-¡Yo huir!... ¡Huir delante de asesinos!

Luego, inclinándose hacia el jo­ven, le dijo:

-Es preciso salvar a Diana; pero tú, ¿qué tienes? ¿Dónde te han he­rido?

-¡Cuidado! -dijo Remigio-. ¡Que os atacan!

Efectivamente, cuatro hombres acababan de entrar por la puerta de la escalera, Bussy se halló entre dos fuegos.

Más no le ocurrió más que un pensamiento.

-¿Y Diana? -gritó.

Entonces, sin perder momento, se lanzó sobre aquellos cuatro hom­bres; dos de ellos quedaron uno he­rido y otro muerto.

Luego, viendo que Monsoreau se adelantaba, retrocedió un paso, y se colocó detrás de su parapeto.

-Echad el cerrojo y la llave -gri­tó Monsoreau-, ya es nuestro. Mientras tanto Remigio, haciendo el último esfuerzo, se arrastró has­ta ponerse delante de Bussy, para que su cuerpo le sirviese también de resguardo.

Hubo una pausa de un instante.

Bussy, con las piernas dobladas, el cuerpo pegado contra la pared, y la espada en guardia, dirigió una mirada en torno suyo.

Siete hombres se hallaban tendi­dos en el suelo, pero aún quedaban nueve en pie.

Bussy les contó con la vista.

Viendo relucir nueve espadas, oyendo a Monsoreau animar a su gente, sintiendo sus pies bañados en los charcos de sangre que llena­ban la habitación, aquel valiente que jamás había conocido el miedo, cre­yó ver la imagen de la muerte en­frente de sí, que le llamaba con su melancólica sonrisa.

-De nueve -dijo-, aun puedo matar a cinco, pero los otros cua­tro me matarán. Aún tengo fuerzas para combatir diez minutos; pues bien, hagamos en estos diez minu­tos lo que nunca ha hecho ni hará hombre alguno.

Entonces, quitándose la capa y arrollándola en el brazo izquierdo a manera de escudo, se puso de un salto en medio de la sala, como si hubiera sido indigno de su fama pelear detrás de un parapeto. Allí encontró reunidos a los asesinos, y su espada se introdujo en ellos co­mo una víbora entre la hierba; tres veces alargó el brazo contra un cuer­po, tres veces percibió crujir el cue­ro de los tahalíes o el ante de las ropillas, y tres veces un hilo de san­gre tibia corrió hasta su mano dere­cha por la ranura de la espada.

Mientras tanto, paró veinte golpes de corte y de punta con el brazo izquierdo. La capa estaba cortada en menudos pedazos.

Los asesinos, al ver caer dos hom­bres y retirarse el tercero, cambiaron de táctica; renunciaron a hacer uso de la espada, y los unos se arrojaron sobre él intentando matarle a cu­latazos, y los otros dispararon sus pistolas de que hasta entonces no habían hecho uso. Pero Bussy tuvo la destreza de evitar las balas ya inclinándose a uno y otro lado ya bajándose; en aquella hora suprema todo su ser se multiplicaba, porque no tan sólo veía, oía y combatía, sino que también adivinaba hasta el más súbito y secreto pensamiento de sus enemigos. Bussy, en fin, se encontraba en uno de esos momen­tos en que la criatura llega al apo­geo de la perfección; era menos que un dios, porque era mortal; pero se­guramente era más que un hombre.

Entonces pensó, que matando a Monsoreau, acabaría el combate, y le buscó con la vista entre los ase­sinos; pero Monsoreau, tan sereno como animado estaba Bussy, cargaba las pistolas de su gente, y las tomaba cargadas en sus manos, y hacía fuego oculto siempre detrás de los espada­chines. Mas no era cosa difícil para Bussy abrirse paso: arrojóse en me­dio de ellos, y se halló cara a cara con Monsoreau.

Este, que en aquel instante tenía una pistola cargada en la mano, apuntó a Bussy e hizo fuego.

La bala dio en la hoja de la es­pada y la rompió a seis pulgadas por cima de la guarnición.

-¡Ya está desarmado! -excla­mó Monsoreau.

Bussy dio un paso en retirada y pudo recoger la hoja.

En un momento se la puso en el puño y ató su pañuelo por cima.

Volvió a comenzar entonces la batalla, presentando el prodigioso espectáculo de un hombre casi des­armado, pero también casi sin he­ridas, espantando a seis hombres bien armados, y formándose una trinchera de cadáveres.

Hízose el combate más terrible que nunca; mientras que los asesi­nos se precipitaban sobre Bussy, Monsoreau, adivinando su intención de apoderarse de una espada, se ocupaba en recoger las que se halla­ban esparcidas por el suelo.


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