Alejandro dumas



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El matemático tornó a vendarse los ojos y siguió su camino.

-Cuatrocientos noventa y cinco, cuatrocientos noventa y seis, cuatro­cientos noventa y siete, cuatrocien­tos noventa y ocho, cuatrocientos noventa y nueve. Si hay alguna puerta enfrente de mí, ésa debe de ser.

Efectivamente, había una puerta, y era precisamente la en que estaba oculto Bussy; resultó de aquí que cuando el presunto matemático le­vantó el farol a la altura del rostro y se quitó la venda, se halló cara a cara con nuestro caballero.

-¿Qué hay? -preguntó Bussy.

-¡Oh! -dijo el de la linterna, dando un paso atrás.

-¡Oiga! -dijo Bussy.

-¡No es posible! -exclamó el desconocido.

-Posible es, mas no deja de ser extraordinario; ¿sois el médico? ...

-¿Y vos el caballero? ...

-Justamente.

-¡Jesús, qué casualidad!

-El médico -prosiguió Bussy ­que curó ayer a un caballero que tenía una estocada en el costado.

-Cierto.

-Eso es; al instante os he cono­cido. ¿Conque sois vos el que tiene la mano tan suave, tan ligera y al mismo tiempo tan hábil?

-¡Ah! caballero, no esperaba ha­llaros aquí.

-¿Qué buscabais, pues?

-La casa.

-¡Ya! -dijo Bussy-, buscabais la casa.

-Sí, señor.

-¿Entonces no sabíais cuál era?

-¿Cómo queréis que lo supiese, si me trajeron con los ojos venda­dos?

-¿Os trajeron con los ojos ven­dados?

-Sin duda.

-Entonces, claro está que habéis venido realmente a esta casa.

-A esta o a una de las inmedia­tas: no puedo decir a cuál, pues que la estoy buscando.

-Bueno -dijo Bussy-, ya veo que no he soñado.

-¿Cómo? ¿qué decís?

-Debo deciros, querido amigo, que yo creía que toda esta aven­tura (menos la estocada, se entíen­de) no era más que un sueño.

-No me admira que lo creyeseis.

-¿Por qué?

-Ya sospechaba yo que existía aquí algún misterio.

-Sí, amigo mío, y un misterio que quiero aclarar; ¿me ayudaréis, no es esto?

-De buena gana.

-Conforme; pero ante todo, una palabra.

-Decid.

-¿Cómo os llamáis?



-Caballero -dijo el joven mé­dico-, no soy quisquilloso: bien sé que, según costumbre entre per­sonas de buena sociedad, debería contestar a semejante pregunta cua­drándome, poniendo la mano en la cadera y diciendo: "¿Y vos?" Pero tenéis una larga espada y yo no tengo más que mi lanceta; tenéis la apariencia de un digno caballero, y yo debo pareceros un bellaco, por­que estoy mojado hasta los huesos y lleno de lodo hasta la cintura. Por eso me decido a responder franca­mente a vuestra pregunta: me llamo Remigio el Hauduin.

-Perfectamente, amigo, mil gra­cias; yo soy el conde Luis de Cler­mont, señor de Bussy.

-¡Bussy d'Ambroise! ¡el héroe Bussy! -exclamó el joven doctor con manifiestas señales de alegría­- ¡Cómo! ¿sois el famoso Bussy, ese coronel a quien... que...? ¡Oh!

-El mismo -repuso modesta­mente Bussy-, y ahora que estamos perfectamente informados acerca de quién es cada uno, satisfaced, os lo suplico, mi curiosidad, no obstante lo mojado y lleno de lodo que estáis.

-El caso es -dijo el joven, mi­rando sus calzones salpicados de barro-, el caso es que me veré obli­gado, como Epaminondas el tebano, a no salir de casa en tres días, por no tener más que un par de calzo­nes y una ropilla. Mas, perdonad, creo que me hacíais el honor de hacerme una pregunta.

-Sí, señor, iba a preguntaros cómo habéis venido a esta casa.

-Es a la vez muy sencillo y muy complicado, como vais a ver -re­puso el joven.

-Veamos.


-Señor conde, perdonad, estoy tan turbado que se me olvidaba da­ros el tratamiento.

-Es indiferente; proseguid.

-Señor conde, lo que me suce­dió fue lo siguiente: yo vivo en la calle de Beautreillis, a quinientos dos pasos de aquí: soy un pobre ciruja­no, no muy torpe en mi profesión.

-Ya lo sé -exclamó Bussy.

-Y que he estudiado mucho -continuó el joven-, pero que no tengo parroquia; me llaman, como os he dicho, Remigio el Hauduin, Remigio por mi nombre de bautismo y el Hauduin porque nací en Nan­teuil-el-Hauduin. Hace siete u ocho días que habiendo recibido un hom­bre un gran navajazo, detrás del Arsenal, le cosí la piel del vientre, volviendo a colocar en lo interior con mucha limpieza, los intestinos, que se salían. Esto me dio en el barrio alguna fama, y a ella debo atribuir la dicha de haber sido ayer despertado por una voz melodiosa como el sonido de una flauta.

-¿Una voz de mujer? -excla­mó Bussy.

-Sí, señor; pero advertid que, aunque rústico, estoy convencido de que era voz de sirvienta. En este punto soy hombre experimentado, porque he oído más voces de cria­das que de amas.

-Y entonces, ¿qué hicisteis?

-Me levanté y abrí la puerta; mas apenas había salido a la me­seta de la escalera, cuando dos ma­nitas, no muy suaves, pero tampoco muy duras, me pusieron un pañuelo en los ojos.

-¿Sin decir nada? -interrogó Bussy.

-No tal; diciéndome: "Venid, no tratéis de ver dónde os llevo sed discreto: ésta es vuestra recom,pen­sa."

-¿Y la recompensa era? ...

-Un bolsillo lleno de doblones que me puso en la mano.

-¡Hola! ¿y qué respondisteis?

-Que estaba pronto a seguir a mi hermosa conductora; no sabía si era hermosa o no, más pensé que el epíteto no podía perjudicarme, aunque fuese tal vez un poco exa­gerado.

-¿Y la seguisteis sin hacer nin­guna observación, sin exigir ningu­na garantía?

-He leído con frecuencia histo­rias de esta especie, y he notado que siempre resultaba de ellas algo bueno para el médico. Pues como os iba diciendo, la seguí; el piso por donde me guió era bastante duro; helaba; conté cuatrocientos, cuatrocientos cincuenta, quinientos, y, en fin, quinientos dos pasos.

-Muy bien -dijo Bussy-, era prudente; entonces, debe de ser ésta la puerta.

-No debe de estar lejos, al me­nos, porque he contado hasta aquí cuatrocientos noventa y nueve, a no ser que la astuta pequeña, y sos­pecho que pudiera ser capaz de esta traición, me haya hecho dar algunos rodeos.

-Sí; pero aun suponiendo que hubiera pensado en esa precaución -observó Bussy-, ¿no habrá dado algún indicio, pronunciando algún nombre?

-Ninguno.

-Pero vos mismo, ¿no habéis hecho ninguna observación?

-He observado todo lo que se puede observar cuando se tienen las manos habituadas a hacer el oficio de los ojos; noté que la puerta te­nía clavos; que detrás de ella había un patio, y al extremo de éste una escalera.

-¡A la izquierda!

-Justamente: también conté los escalones.

-¿Cuántos?

-Doce.

-¿Y se entra en línea recta?



-Hay un corredor, porque se abrieron tres puertas.

-Bien.


-Después oí una voz... ¡ah! ésta sí que era voz de ama, una voz armoniosa y suave.

-Sí, sí, era la suya.

-Claro, la suya.

-Estoy seguro.

-¿Estáis seguro? Eso ya es algo. Después me empujaron, haciéndome entrar en el cuarto en que os ha­llábais acostado, y me mandaron qui­tarme el pañuelo de los ojos.

-Eso es.

-Entonces os vi.

-¿Dónde estaba?

-Acostado en una cama.

-En una cama con colgaduras de damasco blanco con flores de oro.

-En un cuarto cubierto con ta­pices.

-Eso es.


-Con el techo pintado de figu­ras.

-Precisamente; además entre dos ventanas había...

-Un retrato.

-Cierto.


-Que representaba a una mujer de dieciocho a veinte años.

-Sí.


-Rubia.

-Justamente.

-Hermosa como todos los ange­les.

-Más todavía.

-¡Bravo! y ¿entonces qué hicis­teis?

-Os curé.

-Y bien, a fe mía.

-Lo mejor que me fue posible.

-Admirablemente, querido, ad­mirablemente; porque esta mañana la herida estaba casi cerrada y te­nía un buen color sonrosado.

-Gracias a un bálsamo que he compuesto y creo eficacísimo, por­que muchas veces, no sabiendo en quién hacer mis experimentos, me he horadado la piel en diferentes puntos, y siempre se han cerrado las heridas a los dos o tres días.

-Mi querido señor Remigio -dijo Bussy-, sois un hombre ad­mirable y siento una profunda in­clinación hacia vos. Pero después. .. veamos... decid...

-Después os desmayasteis nue­vamente. La voz me preguntaba cómo estabais.

-¿Desde dónde os lo pregunta­ba?

-Desde la habitación contigua.

-¿De modo que no habéis visto a esa dama?

-No, señor.

-Y le respondisteis ...

-Que la herida no era peligrosa y que dentro de veinticuatro horas estaría completamente curada.

-¿Y pareció contenta de la res­puesta?

-Mucho, porque exclamó: "¡Qué felicidad, Dios mío!"

-Dijo ¡qué felicidad! ¡Oh, mi querido M. Remigio! yo he de ha­cer vuestra fortuna.. . Pero, ¿y des­pués?

-Después todo quedó terminado, porque vuestra herida estaba cura­da y ya nada tenía que hacer allí; entonces me dijo la voz: M. Re­migio.. .

-¿La voz sabía vuestro nombre?

-Sin duda tal vez por la aventura de la navajada que os he re­ferido.

-Es cierto; así, pues, la voz os dijo: M. Remigio...

-Continuad siendo hombre de honor; no comprometáis a una po­bre mujer impulsada por un exceso de humanidad; volveos a poner el pañuelo en los ojos y dejad que os conduzca a vuestra casa.

-¿Y prometisteis? ...

-Di mi palabra.

-¿Y la habéis cumplido?

-Ya lo veis -contestó sencilla­mente el joven-, puesto que estoy buscando la puerta.

-Vamos -dijo Bussy-, ese es un rasgo magnífico, un rasgo de nobleza, y por más que el resultado me desespera, no puedo menos de deciros: tocad esos cinco, M. Re­migio.

Y Bussy, entusiasmado, tendió la mano al joven cirujano.

-Señor -balbuceó turbado.

-Dadme la mano, sois digno de ser noble.

-Señor -dijo Remigio-, consi­deraré siempre como una gloria para mí el haber tocado la mano del va­liente Bussy d'Ambroise. Mas tengo un escrúpulo.

-¿Y cuál?

-Había diez doblones en el bol­sillo.

-¿Y qué?


-Que es mucho para un hom­bre que cobra sus visitas a cinco sueldos, cuando no las hace de bal­de; y buscaba la casa.

-¿Para devolver el bolsillo?

-Justamente.

-Querido señor Remigio, ésa es ya demasiada delicadeza, os lo juro: habéis ganado honradamente ese di­nero y por lo tanto es vuestro.

-¿Creéis?... -dijo Remigio sa­tisfecho interiormente.

-Sin duda alguna; pero no es la dama la que debía pagaros, pues­to que no la conozco, ni ella me conoce.

-Esa es otra razón: ya veis...

-No lo digo por eso: quiero de­cir que tengo una deuda con vos.

-¿Una deuda?

-Sí, y la pagaré. ¿Qué hacéis en París? Vamos, contestad; haced­me esta confianza, M. Remigio.

-¿Qué hago en París? Nada, se­ñor conde; pero haría alguna cosa sí tuviera parroquia.

-Pues bien, habéis encontrado lo que necesitabais; en primer lu­gar, os voy a dar un parroquiano: ¿me queréis a mí? Yo doy mucho que hacer; no se pasa día sin que deteriore en mí o en los demás la obra más bella del Criador. Vamos. ¿Queréis encargaros de curar los agujeros que me hagan en la piel y los que yo abra en la de otros?

-¡Ah, señor conde, mi mérito es tan insignificante!

-Al contrario, el diablo me lleve si no sois el hombre que me hace falta. Tenéis la mano ligera como una mano de mujer, y con ese bál­samo de Fierabrás...

-¡Señor!

-Vendréis a vivir conmigo... tendréis aposento y criados en mi casa; aceptad, o vive Dios que me daréis un gran sentimiento. Además, vuestra comisión no está terminada; tenéis que ponerme otro aparato en la herida.

-Señor conde -contestó el jo­ven doctor-, es tal mi júbilo, que no se con qué palabras expresarlo. ¡Trabajaré, tendré parroquia!

-No por cierto; os he dicho que os tomo para mí solo... y para los amigos, se entiende. Ahora bien, ¿no recordáis ninguna otra circunstan­cia?

-Ninguna.

-Pues ayudadme, si podéis, a re­solver una dificultad.

-¿Cómo?

-Vos que sois hombre de obser­vación, vos que contáis los pasos, tentáis las puertas y notáis las infle­xiones de la voz, decidme: ¿cómo es que habiéndome vos curado me encontré por la mañana a orilla del foso del Temple?



-¿Vos?

-Sí, yo ... ¿Habéis contribuido de alguna manera a mi traslación?

-No tal, al contrario, me habría opuesto a ella si me hubiesen con­sultado... El frío podía haceros mu­cho daño.

-Entonces, no sé qué pensar -re­puso Bussy-; ¿queréis que sigamos examinando otro poco el terreno?

-Yo quiero todo lo que vos que­ráis; pero temo que sea inútil; to­das estas casas se parecen unas a otras.

-Pues bien -exclamó Bussy-; veremos de día.

-Sí, pero de día nos verán.

-Entonces será preciso informar­se.

-Nos informaremos, monseñor.

-Y al fin lo sabremos todo. Creedme, Remigio, ahora somos dos, y tenemos una realidad como base para nuestras pesquisas, lo cual ya es mucho.

XII. QUIÉN ERA EL MONTERO MAYOR M. DE MONSOREAU

No era alegría, sino delirio el que agitaba a Bussy cuando adquirió la certeza de que la mujer de su sue­ño existía real y verdaderamente, y de que aquella mujer le había dado, en efecto, la generosa hospitalidad, cuyo vago recuerdo había conserva­do en lo íntimo de su corazón.

Por eso no quiso dejar al joven doctor, a quien acababa de elevar al empleo de médico de cabecera. Remigio, enlodado como se hallaba, hubo de subir con él a la litera: temía Bussy que si le soltaba un instante desapareciese como otra vi­sión; pensaba llevarle a su palacio, encerrarle bajo llave por la noche, v ver a la mañana siguiente si de­bía ponerle en libertad.

Todo el tiempo que tardaron en llegar fue empleado en nuevas pre­guntas; pero las respuestas no salían del limitado círculo que hemos tra­zado hace poco. Remigio el Hauduin no sabía más que Bussy, si se ex­ceptúa la seguridad que tenía de no haber soñado, puesto que no se ha­bía desvanecido.

Mas para un hombre que comen­zaba a enamorarse, y Bussy se iba manifiestamente enamorando, era ya mucho tener alguien con quien ha­blar de la mujer que amaba: cierto que Remigio no había visto a aque­lla mujer; pero éste era un mérito más a los ojos de Bussy, porque po­dría tratar de hacerle comprender cuán superior en todo era la dama a su retrato.

Tenía Bussy grandes deseos de pasar la noche hablando de la dama desconocida; pero Remigio comen­zó sus funciones de doctor exigien­do que el herido durmiese o al me­nos se acostara; el cansancio y el dolor daban el mismo consejo al buen caballero, y estas tres poten­cias reunidas triunfaron por último de su deseo.

No lograron, sin embargo, este triunfo, sin que Bussy hubiese insta­lado a su nuevo comensal en tres habitaciones que en otro tiempo ha­bían sido las suyas y que formaban parte del tercer piso del palacio; luego, seguro de que el joven mé­dico, bien hallado con su nuevo alojamiento y con su nueva fortuna, no se escaparía clandestinamente, bajó al magnífico aposento que ocu­paba en el piso principal.

A la mañana siguiente, al desper­tar, encontró a Remigio de pie a la cabecera de su cama. El joven ha­bía pasado la noche sin poder creer en la dicha que le caía del cielo, y aguardaba a que despertase Bussy para asegurarse por su parte de que no había soñado.

-¿Qué tal? -preguntó-, ¿cómo os sentís?

-Perfectamente, mi querido Es­culapio; ¿y vos, estáis contento?

-Y tanto, mi excelente protector, que no cambiaría mi suerte por la del rey Enrique III, no obstante que en todo el día de ayer ha debido adelantar mucho Su Majestad en el camino del cielo; mas no se trata ahora de eso; veamos la herida.

-Mirad.


Bussy se puso de lado para que el joven cirujano pudiese levantar el aparato.

Todo marchaba a pedir la boca; los labios de la herida estaban son­rosados e inmediatos uno a otro. El contento había hecho dormir bien a Bussy, y auxiliado el cirujano por el sueño y la alegría del enfer­mo, apenas le restaba nada que hacer.

-Y bien, ¿qué decís de esto, maese Remigio?

-Digo que no me atrevo a con­fesaros que estáis casi curado, por­que temo que me volváis a mi casa de la calle de Beautreilleis, a qui­nientos dos pasos de la famosa puerta.

-Puerta que al fin hallaremos, ¿no es verdad, Remigio?

-Ya lo creo.

-Decíais, pues, hijo mío -con­tinuó Bussy...

-Perdonad -dijo Remigio con lágrimas en los ojos-: Creo que me habéis tuteado, monseñor.

-Remigio, yo tuteo a las perso­nas que amo. ¿Te incomoda que te tutee?

-Al contrario -exclamó el jo­ven procurando tomar la mano de Bussy y besársela-, al contrario: temía haber oído mal. ¡Oh, señor de Bussy! vos queréis que me vuel­va loco de alegría.

-No, amigo mío, quiero que co­rrespondas por tu parte al cariño que te profeso; quiero que te con­sideres como de la casa y que me permitas asistir hoy, ínterin haces traer de tu antigua habitación el equipaje, a la toma del estortuario 1 del montero mayor de la Corte.

-Adiós -exclamó Remigio-, ya volvemos a hacer locuras.

-¡Qué! No; al contrario, te pro­meto la mayor moderación.

-Mas, tendréis que montar a ca­ballo.

-¡Oh! eso es de absoluta nece­sidad.

-¿Tenéis un caballo de movi­mientos suaves y buen corredor?

-Cuatro tengo, a elegir.

-Pues bien, elegid para vos el que quisierais que montase la dama del retrato, ¿sabéis?

-¡Oh, sí sé! ya lo creo. Remi­gio, habéis hallado de una vez para siempre el camino de mi corazón: mucho temía que me prohibieseis asistir a la caza, o más bien al si­mulacro de caza, porque asistirán las damas de la Corte y gran nú­mero de curiosos. Ahora bien, mi querido Remigio, ya conocerás que la dama del retrato debe natural­mente hallarse entre unas u otros. No es una simple particular segu­ramente: esa tapicería, esos esmal­tes tan finos, ese techo pintado, esa cama de damasco blanco bordado de oro, en fin, todo ese lujo de tan buen gusto, no son propios sino de una dama de alta clase o al menos de una mujer rica: si la encontrase allí...

-Nada hay imposible en este mundo -contestó filosóficamente Remigio.

-Excepto el encontrar esa casa -dijo Bussy suspirando.

-Y el penetrar en ella luego que la hayamos encontrado -agregó Re­migio.

-¡Oh! en eso no pienso yo jamás hasta que estoy dentro -dijo Bus­sy-; además, tengo un buen medio para entrar si llegamos a encon­trarla.

-¿Y cuál?

-El que me administren otra es­tocada.

-Bueno -dijo Remigio-, eso me da esperanza de que me conser­varéis a vuestro servicio.

-Tocante a eso puedes estar tran­quilo -contestó Bussy-; me parece que hace veinte años que te conoz­co, y a fe de caballero que no po­dría pasarme sin ti.

Estas palabras hicieron brillar el semblante del joven médico con una expresión de alegría indecible.

-Vamos -dijo-, es cosa deci­dida: vos iréis a la cacería para buscar a esa dama y yo volveré a la calle de Beautreilleis con el ob­jeto de buscar la casa.

-Bueno sería -exclamó Bussy­ que volviésemos cada uno con un nuevo descubrimiento.

Con esto, Bussy y Remigio se se­pararon más bien como dos amigos que como amo y dependiente.

Se había organizado, en efecto, una gran cacería en el bosque de Vincennes para que tomase posesión de su empleo. M. Brian de Mon­soreau, montero mayor desde algu­nas semanas antes.

La procesión del día precedente y la manera con que el rey había principiado las penitencias de Cua­resma, daban motivo para dudar que asistiese en persona a la cace­ría, pues cuando el rey se entregaba a uno de sus accesos de devoción, no solía salir del Louvre en mu­chas semanas y a veces llegaba su austeridad hasta el extremo de en­cerrarse en un convento; sin em­bargo, con grande admiración de toda la Corte, se supo que a las nueve de la mañana había salido el rey para el bosque de Vincennes a correr el gamo con el señor duque de Anjou y toda su comitiva.

La reunión era en el medio punto del Rey San Luis.

Así se llamaba en aquel tiempo una encrucijada donde dicen que se veía aún la célebre encina bajo la cual el rey mártir administraba jus­ticia.

Hallábanse, pues, todos reunidos desde las nueve, cuando el nuevo empleado, objeto de la curiosidad general y casi desconocido en abso­luto de la Corte, se presentó mon­tado en un magnífico caballo negro.

Todas las miradas se fijaron en él.

Era un hombre de treinta y cinco años próximamente, de alta estatura, curo rostro pecoso de viruelas y cuya tez que coloreaban matices fu­gitivos, según las sensaciones que experimentaba el alma, afectaban desagradablemente la vista, obligan­do al espectador a una contempla­ción más atenta, pocas veces favo­rable a los que de ella son objeto.

Efectivamente, la simpatía nace al primer aspecto: la mirada franca y la leal sonrisa son acogidas desde luego benévolamente.

M. de Monsoreau, con su casaca de paño verde galoneada de plata, con su tahalí de plata en que se veía bordado el escudo de armas reales, con su bonetillo de larga pluma, blandiendo con la mano iz­quierda un venablo y llevando en la derecha el estortuario destinado al rey, podía parecer un hombre terrible, pero no era ciertamente un gallardo caballero.

-¡Uf, qué figura tan fea nos ha­béis traido de vuestro gobierno, mon­señor! -dijo Bussy al duque de An­jou-. ¿Son como éste todos los caballeros que buscáis para hacerles merced en lo más lejano de la pro­vincia de Anjou? Lléveme el diablo si se encuentra uno semejante en París, y eso que París es bien grande y está bien poblado de feos. Dícese, mas advierto a Vuestra Alteza que yo no lo creo, dícese que habéis exigido que el rey recibiese su mon­tero mayor de vuestra mano.

-El caballero de Monsoreau me ha servido bien -repuso lacónica­mente el duque de Anjou-, y por ello le recompenso.

-Bien dicho, monseñor: es tanto más digno de los príncipes el mostrarse reconocidos, cuanto que la cosa no deja de ser rara: pero si no es más que eso, yo también os he servido, monseñor, y estad seguro de que me sentaría la casaca de mon­tero mayor mejor que a ese fantas­món. Tiene la barba roja: no había caído en ello; esa es otra belleza más.

-No sabía -repuso el duque de Anjou- que para ocupar los em­pleos de la Corte fuese necesario estar vaciado en el molde de Apolo o en el de Antinoo.

-¿No lo sabíais? -dijo Bussy con la mayor seriedad-; pues es extraño.

-Yo consulto el corazón y no el rostro -repuso el príncipe-; los servicios prestados y no los prome­tidos.

-Vuestra Alteza dirá que soy muy curioso -añadió Bussy-; pero confieso que no puedo adivinar qué servicio os ha prestado ese Mon­soreau.

-¡Ah, Bussy! -exclamó el du­que con aspereza-, vos mismo lo habéis dicho; sois muy curioso, de­masiado curioso.

-¡He aquí lo que son los prín­cipes! -exclamó Bussy con su fran­queza acostumbrada-; siempre pre­guntando, siempre exigiendo que se les conteste a todo, y si en cambio se les pregunta una sola cosa, no responden.

-Es cierto -dijo el duque de Anjou-; ¿pero sabes lo que has de hacer si quieres informarte?

-No.

-Pregúntaselo al mismo M. de Monsoreau.



-¡Oiga! -exclamó Bussy-, te­néis razón, a fe, monseñor; y como que no pasa de ser un simple caba­llero, si no me responde me que­dará al menos un recurso.

-¿Cuál?


-El de decirle que es un im­pertinente.

Al decir esto, volvió Bussy las espaldas al príncipe, y sin reflexio­nar, a la vista de todos sus amigos, se acercó con el sombrero en la mano- a M. de Monsoreau, que a caballo, en medio del círculo, aguar­daba con maravillosa serenidad a que el rey le desembarazase del peso de todas las miradas que caían a plo­mo sobre él.

Cuando vio que se le aproximaba Bussy con el semblante alegre, la sonrisa en los labios y el sombrero en la mano, su rostro se desarrugó un poco.

-Perdonad, caballero -dijo Bus­sy-, os veo tan solo... ¿Acaso el favor de que disfrutáis os ha gran­jeado tantos enemigos como amigos podríais contar ocho días antes de vuestro nombramiento?


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