Alejandro dumas



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-Sólo que olvidáis una cosa, se­ñor ilustre político -dijo el rey.

-Posible es, en verdad, sobre to­do, si lo que olvido es algún cuarto rey.

-No, olvidáis -dijo Enrique con desdén-, qué para aspirar a la co­rona de Francia, cuando está colo­cada en las sienes de un Valois, es necesario mirar atrás y tener en cuenta los antepasados. Que a M. de Anjou se le ocurra tal idea, pasa, porque su estirpe es digna de tanto honor, y sus abuelos lo son también míos; puede luchar conmigo, porque no hay más diferencia entre nosotros que la primogenitura. Mas M. de Guisa... Vamos, M. Chicot, estu­diad un poco el blasón, amigo nues­tro, y luego nos diréis si las flores de lis de Francia no son de mejor casa que los pajarillos de la de Lo­rena.

-En eso precisamente está el error -contestó Chicot.

-¡Cómo! ¿en qué está el error?

-En eso; M. de Guisa es de mu­cho mejor casa que lo que tú crees.

-¿Acaso de mejor casa que yo? -dijo Enrique con una sonrisa.

-Y sin acaso, querido Enriqui­to.

-Estáis loco, M. Chicot.

-Como que ese es mi título y mi oficio.

-Yo digo loco de veras, loco re­matado. Anda a aprender a leer, amigo.

-Mira, Enrique -prosiguió Chi­cot-, pues tú que sabes leer y que no tienes como necesidad de volver a la escuela, lee aquí un poco.

Y extrajo del pecho el pergamino en que Nicolás David había escrito la genealogía de que ya tenemos no­ticia, la misma que había vuelto de Aviñón aprobada por el Papa, Y según la cual Enrique de Guisa des­cendía de Carlomagno.

Púsose Enrique pálido conforme iba leyendo el pergamino, y mucho más cuando conoció al lado de la firma del legado el sello del Santo Padre.

-¿Qué me dices ahora, Enrique? -interrogó Chicot-. Parece que las flores de lis han quedado un poco desairadas: me parece ¡pardiez! que los pajarillos de la Lorena quieren volar tan alto como el águila de César; ve con cuidado, hijo mío, bien puedes estar prevenido.

-¿Pero cómo te has apoderado de esa genealogía?

-Yo no me ocupo de estas cosas; ella ha venido a buscarme sola.

-¿Y dónde se encontraba antes de venir a buscarte?

-Debajo de la almohada de un abogado.

-¿Cómo se llamaba?

-Maese Nicolás David.

-¿Dónde vive?

-En Lyon.

-¿Y quién ha ido a Lyon a sa­carla de debajo de la almohada de ese abogado?

-Un amigo mío.

-¿A qué se dedica ese amigo?

-Predica.

-¿Luego es fraile?

-Justamente.

-¿Y se llama?

-Gorenflot.

-¡Cómo! -exclamó Enrique-, ¿ese odioso panegirista de la Liga que pronunció un discurso incen­diario en Santa Genoveva, y que me estaba insultando ayer en las ca­lles de París?

-¿No recuerdas la historia de Bruto, que se hacía el loco?...

-Luego tu amigo es un profun­do político.

-Ya habréis oído hablar de M. Machiavelli, secretario de la Repú­blica de Florencia, del cual es discí­pula vuestra madre.

-Entonces sustrajo al abogado este documento.

-Sustraído no, precisamente; se le ha quitado a la fuerza.

-¿A Nicolás David, a ese espa­dachín?

-A Nicolás David, a ese espada­chín.

-¡Cómo! ¿es valiente ese fraile?

-Como Bayard.

-Y habiendo dado tan buen gol­pe, ¿cómo no se ha presentado a re­cibir la recompensa?

-Ha vuelto a entrar con humil­dad en su convento, y no pide más que una cosa, que se olvide que ha salido de él.

-¿Es modesto?

-Como San Crispín.

-A fe de caballero, Chicot, he de dar a tu amigo la primer aba­día que vaque -exclamó el rey.

-Te doy las gracias en su nom­bre, Enrique.

Y luego se dijo a sí mismo:

-Ya le tenemos entre Mayena y Valois; entre una cuerda y una pre­benda; ¿será ahorcado, o será nom­brado abad? Difícil sería pronosti­carlo.

En todo caso, si todavía está dur­miendo, debe soñar en este mo­mento cosas muy agradables.

L. ETOCLES Y POLINICE

Aquel famoso día concluía tan tumultuoso y brillante como había empezado.

Los amigos del rey se regocija­ban; los predicadores de la Liga se preparaban a canonizar al hermano Enrique, y preconizaban, como en otra época hicieran con San Mauri­cio, los grandes hechos de armas de que Valois había sido el héroe en su juventud.

Los favoritos decían:

-Por fin ha despertado el león.

Los de la Liga decían:

-Al fin adivinó la zorra adónde estaba la trampa.

Y como en el carácter de la na­ción francesa domina principalmen­te el amor propio, y los franceses no obedecen con gusto a jefes de una inteligencia inferior, los mis­mos conspiradores se regocijaban de que les hubiese engañado el rey.

Verdad es que los principales se habían puesto en salvo: los tres príncipes de Lorena habían aban­donado a París a toda prisa, y su agente principal, M. de Monsoreau, iba a salir del Louvre para hacer los preparativos de marcha, con objeto de alcanzar al duque de Anjou; pe­ro al tiempo de ir a poner el pie fuera del Louvre, se llegó a él Chi­cot. Los partidarios de la Liga se habían marchado ya de palacio, y el gascón nada tenía que temer por su rey.

-¿Adónde vais con tanta preci­pitación, señor montero mayor?

-A reunirme a Su Alteza.

-¿Vais a buscar a Su Alteza?

-Sí, monseñor me tiene con cui­dado; porque en estos tiempos no pueden ponerse en camino los prín­cipes sin una buena escolta.

-¡Oh! -repuso Chicot-, éste es tan valiente como temerario.

El montero mayor miró al gascón atentamente.

-En todo caso -agregó Chi­cot-, si os tiene con cuidado, tam­bién a mí.

-¿Quién?

-¿Quién ha de ser? Su Alteza.

-¿Por qué?

-¿No sabéis lo que se dice?

-Que se ha marchado: ¿no es eso?

-Se dice que ha muerto -con­testó muy quedito Chicot al oído de su interlocutor.

-¡Bah! -exclamó Monsoreau con una entonación de sorpresa que no estaba exenta de alegría-; de­cíais que estaba en camino.

-Me lo han hecho creer, porque me conduzco siempre de tan buena fe, que me trago todas las bolas que me cuentan; pero ahora, ya veis que tengo motivo para creer, que si está en camino el pobre príncipe, es en camino para el otro mundo.

-¿Qué os hace concebir esas fú­nebres ideas?

-Ayer volvió al Louvre, ¿no es verdad?

-Sin duda alguna, porque entré yo con él.

-Pues bien: nadie le ha visto volver a salir.

-¿Del Louvre?

-No.


-¿Pero y Aurilly?

-Ha desaparecido.

-¿Y sus sirvientes?

-Han desaparecido, han desapa­recido.

-¿Es todo eso una burla, M. Chi­cot?

-Preguntad.

-¿A quién?

-Al rey.


-A Su Majestad no se le pre­gunta.

-Es el único modo de saber la verdad.

-Vamos -dijo el conde-, no puedo resistir al deseo de salir de dudas.

Y separándose de Chicot, o más bien, caminando delante de él, se dirigió al gabinete del rey.

Su Majestad acababa de salir.

-¿Adónde ha ido el rey? -inte­rrogó el montero mayor-. Tengo que darle cuenta del cumplimiento de algunas órdenes que me ha co­municado.

-A la habitación de monseñor el duque de Anjou -le contestó el criado a quien se dirigía.

-¡A la habitación de monseñor el duque de Anjou! -dijo el conde á Chicot-. ¿Luego no ha muerto el príncipe?

-¡Psé! -repuso el gascón-, ca­si soy ahora de la misma opinión.

El montero mayor se confundía al principio; pero luego se conven­ció de que el duque no había salido del Louvre; algunos rumores que llegaron a sus oídos y las idas y ve­nidas de los criados, y como igno­raba las verdaderas causas de la ausencia del príncipe en un mo­mento tan decisivo, su admiración iba siempre en aumento.

El rey había ido en efecto al cuar­to del duque de Anjou; el montero mayor, a pesar del gran deseo que tenía de saber lo que había aconte­cido al príncipe, no podía entrar en él, estando el rey, y tuvo que espe­rar en la galería.

Ya hemos dicho que los cuatro favoritos, para asistir a la sesión regia, se habían hecho relevar por una guardia de cuatro suizos, pero así que terminó la ceremonia, les llevó al lado de Su Alteza el deseo de comunicarle noticias desagrada­bles y de referirle el brillante triun­fo del rey; este deseo pudo más que el aburrimiento que les domina­ba mientras montaban la guardia a Su Alteza y volvieron a su puesto, posesionándose Schomberg y d'Eper­non de la sala, y Maugiron y Que­lus del gabinete del duque.

Francisco, por su parte, estaba también mortalmente aburrido, y un tanto temeroso de la suerte que le preparaba su hermano, a lo cual hay que añadir, que la conversación de los cuatro jóvenes no era la más a propósito para distraerle.

-Sabes -decía Quelus a Maugi­ron de un extremo a otro del gabi­nete y como si no estuviese allí el príncipe-, sabes que hace una hora que he principiado a conocer lo mu­cho que vale nuestro amigo Valois: realmente es un gran político.

-Explícate -respondió Maugi­ron acomodándose en un sillón.

-El rey ha hablado públicamen­te de la conspiración, luego tenía noticias de ella y disimulaba: si disimulaba era porque la temía, y si ahora ha hablado en público de ella, es porque ya no la teme.

-Discurres lógicamente -contes­tó Maugiron.

-Si no la teme ya, la castigará; porque harto conoces a Valois, en quien resplandecen, a la verdad, un gran número de eminentes cualida­des, entre las cuales no se cuenta, sin embargo, la clemencia.

-Conforme.

-Si castiga, pues, la susodicha conspiración, será por medio de un proceso, y siendo por medio de un proceso, gozaremos sin molestar­nos de la segunda representación del drama de Amboise.

-¡Magnífico espectáculo, vive Dios!

-Sí, en el cual ya tenemos seña­lado nuestro sitio, a menos que...

-A menos que...

-A menos que... porque es muy posible... a menos que la posición de los acusados sea causa de que se prescinda de las formas judicia­les, y se termine el asunto a cence­rros tapados, como suele decirse.

-Soy de ese parecer; así es como se arreglan generalmente los asun­tos de familia, y esta conspiración no es más que un asunto de fami­lia.

Aurilly miró aterrado al príncipe.

-Lo que puedo decir -prosiguió Maurigon-, es que si yo me halla­se en lugar del rey, no perdona­ría a las cabezas principales, por­que son doblemente más culpables que los otros, cuando conspiran, los que por su elevada posición creen que les es permitido conspi­rar impunemente: digo, pues, que yo castigaría sin compasión a uno o a dos, a uno principalmente, y luego mandaría arrojar al río a to­dos los demás. El Sena lleva mu­cha agua por debajo de la Torre de Nesle, y en lugar del rey no re­sistiría, a fe, a la tentación.

-En tal caso -agregó Quelus-, no sería malo resucitar la famosa invención del saco.

-¿Qué invención es esa? -pre­guntó Maugiron.

-Un capricho real que data del año 1350 poco más o menos: le explicaré: se introduce a un hom­bre dentro de un saco en compañía de tres o cuatro gatos, y luego se tira el saco al agua. Como los gatos no pueden sufrir la humedad, ape­nas han caído al Sena culpan al hombre de su mala ventura y se vengan de él; y deben de pasar co­sas muy graciosas y que desgracia­damente no pueden ser vistas.

-Ya veo, Quelus, que eres un pozo de ciencia, y que tu conversa­ción es de las más interesantes.

-Podría eximirse de esta clase de castigo a los jefes, que siempre tienen derecho a reclamar el privi­legio de ser decapitados en la plaza pública, o de ser asesinados en al­gún rincón; pero como tú acabas de decir, se debía aplicar a todos los demás, a los favoritos a los escude­ros, a los posaderos, a los músi­cos...

-Señores -dijo Aurilly pálido de espanto.

-No respondas, Aurilly -excla­mó Francisco-; eso no puede diri­girse a mí, ni, por consiguiente, a las gentes de mi casa; en Francia no se burla nadie de los príncipes de la sangre.

-No -repuso Quelus-, se les trata con mucha más formalidad, se les corta la cabeza; así lo hacía el gran rey Luis XI, testigo M. de Nemours.

A tal punto de su conversación llegaban los favoritos, cuando se abrió la puerta del gabinete y apa­reció el rey. Francisco se puso de pie.

-Señor -exclamó-, apelo a vuestra justicia de los malos trata­mientos que me hacen sufrir vues­tros amigos.

Enrique no oyó, o fingió no haber oído a su hermano.

-Buenos días, Quelus -dijo, be­sando a su favorito en las meji­llas-, buenos días, hijo mío, el verte me alegra el corazón; y tú, pobre Maugiron, ¿cómo te va?

-Aburrido a no poder más -res­pondió Maugiron-; cuando me en­cargué de guardar a vuestro herma­no creí que era una ocupación más divertida; pero ¡qué príncipe tan fastidioso! Parece imposible que sea hijo de vuestro padre y de vuestra madre.

¿Lo oís, señor -interrumpió Francisco-, es vuestra real inten­ción que insulten de este modo a vuestro hermano?

-Silencio -dijo Enrique sin vol­ver la cabeza-, no me gusta que mis presos se quejen.

-Estaré preso cuanto tiempo os plazca, pero no por eso dejo de ser vuestro...

-El título que invocáis es pre­cisamente el que os pierde; porque mi hermano culpable, es culpable dos veces.

-¿Y si no lo fuese?

-Lo es.


-¿De qué crimen?

-De haberme ofendido.

-Señor -dijo Francisco humil­demente-, ¿por qué han de pre­senciar personas extrañas nuestras disputas de familia?

-Tenéis razón. Amigos míos, de­jadme hablar un instante a solas con mi hermano.

-Señor -dijo Quelus al oído del rey-, no es prudente que Vues­tra Majestad se quede solo entre dos enemigos.

-Me llevaré a Aurilly -añadió Maugiron al oído del rey.

Y entre los dos favoritos se lle­varon a Aurilly, que se moría de impaciencia y de curiosidad.

-Ya estamos solos -dijo el rey.

-Esperaba este momento con im­paciencia, señor.

-Y yo también; ¡ah! queréis quitarme la corona, mi digno Eto­cles. ¡El medio de que os valéis es la Liga, y el fin que perseguía, el trono! ¡Ah! Os han consagrado en un extremo de París, en una iglesia insignificante, para mostraros luego a los parisienses ungido con el San­to Oleo.

-Pero -contestó Francisco, que veía al rey montar en cólera-, Vuestra Majestad no me deja ha­blar.

-¿Para qué? Para mentir; o para decirme, por lo menos, cosas que sé tan bien como vos; aunque no las diríais, hermano mío, no, por­que confesar lo que habéis hecho, sería confesar que merecéis la muer­te. Mentiríais, y quiero ahorraros esa vergüenza.

-Hermano, hermano mío, ¿que­réis envilecerme con semejantes ul­trajes?

-Si las verdades son ultrajes, en­tonces yo soy el que miento, y me alegraría mentir. Veamos, hablad, hablad, ya os oigo; probadme que no sois desleal, y que no sois trai­dor, lo cual es mucho peor.

-No sé lo que quiere decir Vues­tra Majestad, que se ha propuesto hablar en enigmas.

-Pues entonces voy a explicaros mis palabras -repuso Enrique en tono amenazador-; habéis conspi­rado contra mí, sí, del mismo modo que conspirábais en tiempos pasa­dos contra mi hermano Carlos; sin otra diferencia, que antes os ayuda­ba el rey de Navarra, y ahora os habéis unido con el duque de Gui­sa. Admiro, en verdad, ese bello proyecto que te ha señalado un pues­to distinguido en la historia de los usurpadores; antes te arrastrabas como una serpiente y hoy quieres morder como un león; detrás de la perfidia, está siempre la fuerza, de­trás del veneno, la espada.

-¡El veneno! ¿Qué queréis de­cir? -exclamó Francisco pálido de ira, y buscando, como el Etocles a quien su hermano le había compa­rado, un sitio en donde herir a Po­linice con sus miradas de fuego a falta de espada y de puñal-. ¿De qué veneno habláis?

-Del veneno con que asesinaste a nuestro hermano Carlos; del vene­no que destinabas a tu cómplice En­rique de Navarra. Es ya muy cono­cido ese veneno fatal; nuestra ma­dre ha usado de él muchas veces: sin duda por eso has renunciado tú a emplearle contra mí; por eso ha­brás querido echarla de valiente ca­pitán y ponernos la ley mandando los ejércitos de la Liga. Pero mira­me bien, Francisco -prosiguió En­rique dando un paso amenazador hacia su hermano-, mírame bien, y convéncete de que un hombre de tu temple no matará nunca a un hombre del mío.

Quedó Francisco anonadado bajo el peso de esta terrible acusación, y el rey continuó sin consideración ni piedad para con el preso.

-¡La espada! ¡La espada! Qui­siera verte en este mismo gabinete solo conmigo, con una espada en la mano. Te he vencido siempre en la intriga, Francisco, porque tam­bién yo he seguido caminos tortuo­sos para subir al trono de Francia; mas para llegar a él era preciso pasar sobre el cuerpo de un millón de polacos. Si queréis ser intrigan­te, sedlo de este modo; si queréis imitarme, imitadme; pero no cons­piréis bajamente, imitad mis intri­gas, que son intrigas reales, astucias dignas de un capitán; te repito que has sido derrotado en esta clase de combate, y que en un combate leal quedarías muerto; no pienses en lu­char ni de un modo ni de otro, por­que desde hoy me conduciré como rey, como amo, como déspota; des­de hoy vigilaré todos tus conciliá­bulos, y a la menor duda, pongo mi poderosa mano sobre ti, misera­ble, y te entrego sin compasión al hacha del verdugo.

Esto era lo que tenía que decirte, hermano, sobre nuestros asuntos de familia; para esto deseaba hablarte a solas, frente a frente: ahora voy a mandar a mis amigos que te dejen solo esta noche, para que puedas meditar sobre lo que te acabo de de­cir. Si es verdad que la noche da buenos consejos, aun debe aconse­jar mejor a los presos.

-¿Y por un capricho de Vuestra Majestad -murmuró el duque-, por una sospecha que se parece mu­cho a un sueño, he de caer en des­gracia?

-Algo más, Francisco: has caído en poder de mi justicia.

-Mas, señor, señalad al menos el término de mi cautiverio.

-Le sabréis cuando se os lea vuestra sentencia.

-¡Madre mía! ¿No podré ver a mi madre?

-¿Para qué? No había en el mundo más que tres ejemplares del célebre libro de caza que devoró mi pobre hermano Carlos, y los otros dos se encuentran, el uno en Florencia y el otro en Londres. Por otra parte yo no soy un Nemrod como mi pobre hermano. Adiós, Francisco.

El príncipe cayó aterrado en un sillón.

-Señores -exclamó el rey vol­viendo a abrir la puerta-, el duque de Anjou me ha pedido permiso para reflexionar esta noche con to­da libertad la respuesta que me ha de dar mañana por la mañana; por lo tanto, le dejaréis solo en su gabinete, salvo las visitas de precau­ción que de cuando en cuando creáis oportuno hacerle. Acaso le encon­traréis un poco exaltado por la con­versación que acabamos de tener, pero acordaos que el duque de An­jou, al conspirar contra mí, ha re­nunciado el título de hermano; aquí no hay, por lo tanto, más que un preso y sus guardianes, no hay que tratarle con ceremonia; si el preso os ofende, avisadme, porque tengo a mano la Bastilla, y en la Bastilla a maese Lorenzo Testu, el primer hombre del mundo para domar a las personas de genio irascible.

-Señor, señor -exclamó Fran­cisco, tentando el último esfuerzo-; acordaos que soy vuestro...

-También creo que érais herma­no del difunto rey Carlos IX. -Pero se permitirá venir a mis gentes...

-¿Os quejáis aún, cuando me privo yo de mis amigos para que os acompañen?

Y salió Enrique dando con la puerta en el rostro a su hermano, que se dejó caer pálido y aterrado en un sillón.

LI. NO SIEMPRE SE PIERDE EL TIEMPO REGISTRANDO ARMARIOS VACIOS

La conversación que acababa de tener el duque de Anjou con el rey, le hizo creer que estaba en una posición desesperada: los cuatro fa­voritos le contaron todo lo que ha­bía pasado en el Louvre, y no con­tentos con esto, le pintaron la derro­ta de los Guisas y el triunfo de En­rique más completos que lo eran realmente; además había oído gritar al populacho, lo cual al principio le parecía incomprensible: viva el rey y viva la Liga a un mismo tiempo. Le habían abandonado los jefes principales, porque tenían también que defender sus personas: se veía abandonado de su familia, diezmada por los asesinatos y por los enve­nenamientos, dividida por odios y rencillas; y echaba de menos, con pesar, los tiempos pasados que le había citado Enrique acordándose de que en su lucha contra el rey Carlos IX tenía por confidentes y auxiliares, o mejor dicho, por incau­tos instrumentos a dos amigos fie­les, a dos espadas de fuego, que se llamaban Cotonnas y La Mole.

El sentimiento que causaba ha­ber perdido algunas ventajas, es el único remordimiento de que son ca­paces muchas conciencias. Cuando el duque de Anjou se halló sólo y aislado, sintió por la primera vez de su vida una especie de remordi­miento de haber sacrificado a La Mole y a Cotonnas: en aquellos tiempos le amaba así mismo y le consolaba su hermana Margarita; ¿cómo había recompensado este ca­riño?

Quedaba su madre, la reina Ca­talina; pero su madre no le había querido nunca. Se había servido de el como de otros muchos, es decir, como un instrumento, y por lo de­más, Francisco se hacía la justicia de conocer que cayendo en mano de su madre, no podía disponer de sí mismo, ni seguir el rumbo que más le conviniese; quedaría en la misma situación que un buque en medio del Océano, cuando ruge la tem­pestad.

Pocos momentos antes tenía toda­vía junto a sí un corazón que valía por todos aquellos corazones, una espada que valía por muchas espa­das. Entonces se acordó de Bussy, del fiel y valiente Bussy; entonces sintió una cosa muy parecida a los remordimientos, porque se había enajenado el afecto de Bussy por agradar a Monsoreau; estuvo tan complaciente con Monsoreau, por­que el montero mayor sabía su se­creto, con el cual le estaba siempre amenazando Monsoreau, había lle­gado sin saber cómo, a oídos del rey; de manera que ya no era te­mible el que le sabía.

Riñera pues con Bussy inútil y gratuitamente, lo cual, como ha di­cho luego un gran político, era mu­cho más que un crimen, era una f alta.

¡Cuánto habría variado la situa­ción del príncipe si hubiese sabido que Bussy, Bussy reconocido, y por lo tanto fiel, velaba por él! Bussv el invencible, Bussy el corazón leal, Bussy el favorito de todo el mundo, porque un corazón leal y un brazo vigoroso proporcionan siempre mu­chos amigos a todo el que ha reci­bido el primero de Dios, y de la ca­sualidad el segundo.

Si Bussy hubiese velado por él, era muy probable obtener la liber­tad, y tenía segura la venganza; pe­ro, como hemos dicho, ofendido Bussy en lo más íntimo de su cora­zón, estaba muy incomodado con el príncipe, se había retirado, y el pre­so se hallaba solo con cincuenta pies de altura que bajar para llegar al foso, y con cuatro hombres que poner fuera de combate para llegar al corredor. Sin contar que los pa­tios estaban llenos de suizos y de soldados.

Miraba de vez en cuando por la ventana, calculando exactamente la profundidad del foso, pero había una altura capaz de desalentar a los más valientes, y el duque de Anjou estaba muy lejos de serlo.

De hora en hora entraba uno de los guardianes del príncipe, unas veces Schomberg, otras Maugiron, tan pronto d'Epernon como Quelus, y sin tener en cuenta que estaba allí el príncipe, a menudo sin saludarle siquiera, hacían su requisa, abrien­do las puertas y las ventanas, re­gistrando los armarios y los baúles, mirando debajo de las camas y de las mesas, observando si las corti­nas se hallaban en su sitio, y ase­gurándose de que no había cortado las sábanas en tiras. También se solían asomar al balcón, y los cua­renta y cinco pies de altura que te­nía éste, les quitaba todo recelo.

-A fe mía -dijo Schomberg, al volver una vez de la requisa-, re­nuncio a entrar más en el cuarto del preso, y no pienso volverme a mover del salón, ni despertarme otra vez para visitar de cuatro en cua­tro horas al duque de Anjou.

-En eso se conoce -repuso d'Epernon-, que somos unos ni­ños, o que hemos sido siempre capitanes y nunca soldados, puesto que no sabemos interpretar una consig­na.

-¿Por qué? -preguntó Quelus.


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