Ana Karenina



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Levin fingió dormir.

Oblonsky, poniéndose las pantuflas y encendiendo un ci­garro, salió del pajar, y sus voces se fueron perdiendo.

Levin tardó mucho en dormirse. Oía a los caballos masticar el heno, y luego sintió al dueño de la casa y a su hijo mayor marcharse al campo. Finalmente, percibió cómo el soldado se arreglaba para dormir al otro lado del pajar, con su sobrino, hijo menor del amo.

Oyó al niño explicar a su tío la impresión que le habían cau­sado los perros, que le parecieron enormes y terribles, y pre­guntarle que a quién iban a coger aquellos animales. El sol­dado, con voz ronca y soñolienta, contestó que los cazadores se irían por la mañana al carrizal y harían fuego con sus escopetas, y al fin, para librarse de las preguntas del chiquillo, le dijo:

–Duerme, Vasika, duerme. Si no, ya verás lo que te pasa...

A poco el soldado empezó a roncar; todo estaba en calma. Sólo se oía el relinchar de los caballos y el graznar de las cho­chas en las marismas.

Levin se preguntaba: «¿Es posible que yo no sea más que un ser negativo? Y si es así, ¿qué culpa tengo?».

Comenzó a pensar en el día siguiente. «Saldré muy tem­prano y procuraré serenarme. Hay muchas chochas y también fúlicas. Al volver, encontraré la cartita de Kitty. Quizá Stiva tenga razón. Me muestro poco enérgico con ella. Pero, ¿qué puedo hacer? Otra vez lo negativo...»

Entre sus sueños oyó la risa y el animado charlar de sus ami­gos. Abrió los ojos por un momento. En la puerta del pajar charlaban los dos, a la luz de la luna, muy alta ya. Esteban Arkadievich comentaba la lozanía de la muchacha, comparán­dola con una avellanita recién sacada de la cáscara, y Vese­lovsky, con su risa alegre, repetía unas palabras probablemente dichas por el labriego: «Usted procure salirse con la suya ...».

Levin repitió, medio dormido:

–Mañana al amanecer, señores...

Y se durmió.


XII
Al despertarse a la aurora, Levin trató de hacer levantar a sus compañeros.

Vaseñka de bruces, con las medias puestas y las piernas es­tiradas, dormía tan profundamente que fue imposible obtener de él respuesta alguna.

Oblonsky, entre sueños, se negó a salir tan temprano. In­cluso «Laska», que dormía enroscada en el extremo del heno, se levantó, perezosa y desganada, estirando y enderezando a disgusto las patas traseras.

Levin se calzó, cogió el arma, abrió la puerta con cuidado y salió.

Los cocheros dormían junto a los coches; los caballos dor­mitaban también. Sólo uno de ellos comía indolentemente su ración de avena. Aún se sentía mucha humedad.

–¿Por qué te has levantado tan pronto, hijo? –preguntó la vieja casera, con tono amistoso, como a un viejo conocido.

–Voy a cazar tiíta. ¿Por dónde he de ir para salir al carri­zal? –preguntó él.

–Llegarás en seguida por detrás de casa, cruzando nues­tras eras, buen hombre, y luego por los cáñamos, donde halla­rás un sendero, que es el que debes seguir.

Pisando con cuidado, con los pies descalzos, la vieja acom­pañó a Levin, a través de las eras, hasta el camino que había indicado, y una vez en él, habló:

–Siguiendo este sendero, llegarás derechito al carrizal. Nuestros mozos ayer llevaron allí los caballos.

«Laska» corría alegre por el camino. Levin le seguía con paso ligero, rápido, siempre mirando hacia el cielo. Quería llegar a los pantanos antes de la salida del sol. Pero el sol no perdía el tiempo. La media luna, que aún iluminaba el paisaje cuando Levin salió de la casa, ya no brillaba mas que como un trozo de mercurio. Apuntaba la aurora. Las manchas inde­finidas sobre el campo vecino aparecían ya claramente como montones de centeno. El rocío, invisible aún en la penumbra matinal, y que llenaba los altos cáñamos, mojaba a Levin los pies y el cuerpo hasta más arriba de la cintura. En el silencio diáfano de la campiña dormida se oían los más tenues soni­dos. Una abeja pasó, volando, al lado mismo de una de sus orejas. Levin miró con atención y vio otras muchas. Todas sa­lían desde el seto del colmenar, volaban por encima del cá­ñamo y desaparecían en dirección del carrizal. El camino, como había indicado la vieja, llevó a Levin directamente a los pantanos. Se adivinaban éstos desde lejos por el vapor que despedían y bajo el cual aparecían indefinidos como islas los esparanganios y las matas de codeso.

Al borde de las marismas y a ambos lados del camino, se veían hombres y chiquillos que habían pernoctado allí. Esta­ban echados, durmiendo, abrigados con sus caftanes. No lejos de ellos distinguíanse tres caballos trabados, uno de los cuales hacía resonar las cadenas que le sujetaban. «Laska» iba al lado de su amo, mirándole de cuando en cuando, como pi­diéndole permiso para alejarse.

Al llegar al primer montículo del carrizal, Levin revisó los pistones de la escopeta y dejó marchar al perro. Uno de los ca­ballos –un robusto potro de tres años– al ver a «Laska» se espantó y, levantando la cola y relinchando, trató de huir. Los otros caballos se asustaron también, y a saltos, con las pa­tas trabadas, salieron del carrizal, produciendo con sus cas­cos, en el agua y la tierra arenosa, un ruido como de latigazos.

«Laska» se paró, miró a los caballos y luego a Levin como preguntándole qué había de hacer. Éste la acarició y, con un silbido, dio la señal de que podía comenzar la caza. La perra corrió alegremente por la tierra blanda, penetró en los aguaza­les, y no tardó en percibir el olor a ave, que, ente los otros mil de hierbas pantanosas, raíces, moho y estiércol de caballos, era el que la excitaba más. Ahora este olor se extendía por to­das partes sobre las tierras pantanosas, sin que fuera fácil pre­cisar de dónde salía. « Laska» corría de un lado para otro, ven­teando, muy abiertas sus narices. El olor se percibió, de pronto, más fuerte. La perra se paró en seco y miró atenta­mente, vacilante, como sin poder precisar todavía dónde se hallarían las aves, pero seguro que estaban cerca y debían de ser en gran número. «Laska» avanzó cautelosamente, hus­meando todas las matas, cuando la distrajo la voz de su dueño:

–¡«Laska» allí! –tiijo Levin indicando al otro lado.

La perra miró a Levin como preguntándole si no sería me­jor que continuase la búsqueda que estaba llevando a cabo, pero el amo repitió la orden con voz severa. «Laska» corrió al ribazo de tierra cubierto de agua que le indicaba su dueño. Sa­bía que allí no podía haber nada, pero tenía que obedecer. Lo recorrió todo, segura de no encontrar nada, y volvió al lugar que había dejado. Ahora, cuando Levin no la estorbaba, sabía bien lo que tenía que hacer, y sin mirar a sus pies, tropezando con los montoncillos de tierra que encontraba en su camino y hundiéndose en el agua, pero levantándose al punto con un fuerte impulso de sus patas elásticas y fuertes, comenzó a des­cribir círculos en tomo a un punto determinado.

El olor de los pájaros se percibía cada vez más fuerte y de­finido. De repente, la perra, pareció comprender con claridad que una de las aves estaba allí, a cinco pasos, detrás de un sa­liente de tierra, y quedó inmóvil. Sus cortas piernas no le per­mitían ver nada frente a ella, pero el olfato no la engañaba. In­móvil, la boca y las narices muy abiertas, el oído alerta y la cola tensa agitada sólo en su extremidad, respiraba penosamente; pero, con cautela, gozábase en la espera y, con más cautela aún, miraba a su dueño, volviéndose más con los ojos que con la ca­beza. Levin, con el semblante que el perro conocía, pero con una mirada que le parecía terrible, avanzaba tropezando y con una lentitud extraordinaria, según le parecía al animal.

Al advertir que «Laska» se bajaba al suelo y entreabría la boca, comprendió Levin que las chochas estaban allí y, ro­gando a Dios que no le fallase la caza, sobre todo en aquel pri­mer pájaro, se dirigió corriendo, aunque con precaución, hacia donde se encontraba el perm. Subió la pequeña loma y al mi­rar entre dos montecillos de tierra descubrió con los ojos lo que «Laska» había olfateado: una chocha bastante grande, que en aquel momento volvió la cabeza hacia ellos, alargó el cue­llo y permaneció en actitud de escuchar. Luego abrió ligera­mente las alas, las volvió a cerrar, y, moviendo pesadamente la cola, se alejó, desapareciendo detrás de uno de los montecillos.

–¡Busca, «Laska»! ¡Busca! –gritó Levin, azuzando al perro.

«Pero, si no puedo ir! », pensaba el animal. «¿Adónde iré? Desde aquí las olfateo y si avanzo no sabré dónde están ni qué son.» Pero el dueño la empujó con la rodilla y con voz exci­tada le volvió a gritar:

–¡Busca, « Laska»! ¡Busca!

«Bueno, lo haré como quieres», pareció pensar aún el ani­mal, « pero no respondo del éxito». Y salió disparado hacia adelante. Ahora ya no olfateaba nada, no seguía rastro alguno–, sólo veía y sentía sin comprender.

A diez pasos del lugar donde se encontraba antes se levantó una fúlica. Su agudo chillido y su ruido de alas característico estremeció el aire. Se oyó un disparo y el pájaro se desplomó en la hondonada húmeda. Otro pájaro se levantó detrás de él, sin que el perro interviniese. Cuando Levin le vio estaba ya lejos. Pero el disparo le alcanzó. El pájaro voló unos veinte pasos más, se levantó como una pelota y, luego, dando vuel­tas, cayó pesadamente en el carrizal.

«Laska» trajo a Levin las dos aves y aquél las metió en el zurrón, pensando: «Vaya, hoy ya es otra cosa».

–Tendremos buena caza, «Laska», ¿verdad?

Levin volvió a cargar su escopeta y se puso de nuevo en camino.

El sol había salido ya por completo. La luna había perdido su brillo, si bien blanqueaba aún sobre el ciclo. No se veía ni una estrella. Los montoncillos de tierra, que antes relucían cu­biertos por el rocío plateado, ahora estaban como dorados, El azul nocturno de las hierbas se había convertido en un verdor amarillento. Las avecillas del pantano buscaban las sombras de los arbustos, cerca del arroyo. Un buitre estaba posado so­bre un montón de centeno, mirando a un lado y otro del carri­zal. Las chochas volaban en todas direcciones. Un chiquillo, descalzo, hacía correr a los caballos, trabados aún, riéndose de sus torpes movimientos. Un viejo, sentado, se rascaba bajo el caftán. Otro chiquillo corrió hacia Levin y le dijo:

–Señor, ayer había aquí muchos patos.

Levin continuó su cacería, seguido de lejos por el pequeño.

De un solo disparo, afortunado, mató tres chochas ante el chiquillo, que expresó su entusiasmo haciendo varias cabriolas.


XIII
El proverbio de los cazadores que dice que si se mata la primera pieza, la caza será feliz, resultó cierto. Levin tuvo una cacería afortunada.

A las diez de la mañana regresó a la casa, fatigado y ham­briento, pero feliz, después de haber andado unas treinta vers­tas, con diecinueve piezas y un grueso pato que llevaba atado a la cintura porque no cabía ya en el morral.

Sus compañeros se habían levantado ya y hasta habían co­mido.

Levin entró gritando alegre y jactanciosamente:

–¡Eh! ¡Mirad! ¡Diecinueve piezas! ¡Traigo diecinueve!

Y se puso a contarlas ante ellos, gozando con la admira­cion, y gozando también con la envidia de Esteban Arkadie­vich. Las aves no tenían el hermoso aspecto de cuando iban volando o se movían graciosamente sobre el suelo, sino que estaban ya con las plumas lacias y muchas apelmazadas y cu­biertas de negruzca sangre; pero representaban, efectiva­mente, una buena caza.

Levin se sintió todavía más feliz al recibir una carta de su esposa, que le había traído un hombre.

Kitty le decía:


Estoy completamente bien y alegre. No te preocupes por mí; puedes estar más tranquilo que antes, pues tengo otro án­gel guardián. Vlasievna (era la comadrona, un nuevo a impor­tante personaje en la vida de Levin) vino a verme y la hemos hecho quedarse aquí hasta que vuelvas. Me encontró comple­tamente bien. Todos los demás están también contentos y sa­nos. No te apresures por volver y, si la caza es buena, quédate un día más.
Las dos alegrías que había recibido –la buena caza y la carta de Kitty– eran tan grandes, que le pasaron casi inad­vertidos dos contratiempos. Uno era que el caballo rojo, que al parecer había trabajado demasiado el día antes, no comía y tenía un aspecto abatido. El cochero decía que estaba re­ventado.

–Ayer le fatigaron demasiado, Constantino Dmitrievich. Recuerde usted que le hicieron correr durante diez verstas sin ningún miramiento.

Otra circunstancia le produjo de momento un disgusto: de las provisiones que Kitty había preparado, con tal abundancia que creían que habían de tener víveres para una semana, no quedaba nada ya. Levin regresaba de la caza, como antes diji­mos, con intenso apetito y, recordando con tal precisión las ri­cas empanadillas que les había cocinado su mujer, que, al acercarse a la casa, percibía ya el olor y el gusto en la boca, de igual modo que su perra percibía el olfato de la caza. En cuanto se hubo despojado de sus arreos, gritó, pues, a Filip:

–¡Eh! A ver esas empanadillas, que tengo un hambre ca­nina.

La decepción fue grande cuando le dijeron que no sólo no quedaban empanadillas, sino que tampoco quedaban pollos.

–¡Vaya un apetito! ––comentó Esteban Arkadievich, rién­dose a indicando a Vaseñka–. Yo no sufro por falta de ape­tito, pero lo que es ése... Parece imposible lo que come.

–¡Qué le vamos a hacer! –exclamó Levin, mirando som­bríamente a Veselovsky. Y pidió:

–Filip, tráeme carne, pues.

–La carne se la han comido y los huesos los han echado a los perros –contestó Filip.

–¡Hubieran podido, al menos, dejarme algo! –lamentó, casi llorando, el hambriento, Levin–. Entonces, prepara un ave –añadió– y pide para mí aunque sea sólo un porn de leche.

Cuando se hubo bebido la leche, en buena cantidad, se le pasó el enojo y hasta se sintió avergonzado de haberlo mos­trado ante un extraño y rió el trance.

Por la tarde, salieron de nuevo al campo a cazar y hasta Ve­selovsky mató algunas piezas.

Ya de noche, regresaron a la casa.

Tanto la ida como la vuelta la pasaron divertidísimos. Ve­selovsky cantaba alegremente; refería su estancia entre los campesinos que le ofrecieron vodka y constantemente le im­ploraban « que no ofendiese»; el fracaso que tuvo al querer coger avellanas; su plática picaresca con la chica de la propiedad vecina y la sentencia de otro labriego, que le preguntó si era casado y, al contestarle que no, le dijo: «pues más que mi­rar a las mujeres de otros, debías procurarte una propia». Todo lo cual le divertía de tal modo que, recordándolo, no cesaba de reír.

–En general, estoy muy contento con nuestro viaje –de­cía–. ¿Y usted, Levin? –preguntó.

–Yo lo estoy también mucho –contestó Levin sincera­mente, pues ya no sentía animosidad contra Vaseñka, sino que, por el contrario, comenzaba a cobrarle afecto.


XIV
Al día siguiente, a las diez de la mañana, habiendo ya reco­rrido toda su finca, Levin llamó a la habitación donde dormía Vaseñka.

Entrez! –gritó aquél.

Levin entró y le halló en paños menores.

–Perdóneme –se disculpó Veselovsky–, estaba aca­bando mis ablutions.

–No se apresure –contestó Levin, sentándose en el alféi­zar de la ventana. ¿Ha dormido usted bien?

–Como un leño. No me he despertado ni una sola vez.

–¿Qué toma usted, té o café?

–Ni una cosa ni otra: almuerzo sólido. Créame que estoy avergonzado de esto, pero es mi costumbre. También desearía dar antes un paseíto. Ha de enseñarme usted los caballos.

Habiendo Levin y su huésped paseado por el jardín y hasta hecho gimnasia en el trapecio, volvieron a la casa y entraron en el salón, donde estaban ya las señoras.

–¡Qué magnífica cacería! ¡Cuántas y qué agradables im­presiones! –dijo Veselovsky al saludar a Kitty, que se ha­llaba sentada ante el samovar–. ¡Qué lástima que las señoras estén privadas de estos placeres!

Otra vez le pareció a Levin ver algo humillante en la son­risa, en la expresión de triunfo con que Veselovsky se dirigió a su mujer.

La Princesa, que estaba sentada al extremo opuesto de la mesa, junto a María Vlasievna y Esteban Arkadievich, ha­blaba de la necesidad de trasladar a Kitty a Moscú para la época del parto, y Oblonsky llamó cerca de sí a Levin para hablarle de la cuestión. A Levin, que en los días que precedie­ron a su casamiento le disgustaban los preparativos, que, por su insignificancia, ofendían la grandeza de lo que se iba a rea­lizar, le disgustaban todavía más los que se hacían para el parto que se acercaba, cuya llegada contaban todos con los dedos. Hacía cuanto podía para no oír las conversaciones so­bre la manera de envolver al niño, volvía el rostro para no ver las vendas infinitas y misteriosas, los pedazos triangulares de tela, a los que Dolly daba gran importancia, y otras cosas se­mejantes.

El acontecimiento del nacimiento del hijo (pues no le cabía duda de que sería niño), que se le había prometido, pero en el cual, a pesar de todo, no podía creer –tan extraordinario le parecía–, se le presentaba de un lado como una inmensa feli­cidad, tan inmensa, que le parecía imposible; y, del otro, como un suceso tan misterioso, que aquel supuesto conocimiento de lo que había de venir, y, como consecuencia, los preparativos que se hacían, como si se tratara de un acontecimiento ordina­rio producido por los hombres, despertaba en él un senti­miento de ira y de humillación.

La Princesa no comprendía, sin embargo, estos sentimien­tos y atribuía a ligereza y a indiferencia los escasos deseos que mostraba su yerno de pensar en las cosas que a ella tanto le interesaban, y de hablar de ellas. Así no le dejaba tranquilo. Insistía continuamente en sus consultas, en explicarle lo que había hecho, que había encargado a Esteban Arkadievich bus­car el piso, cómo pensaba arreglarlo...

Levin rehuía:

–No sé nada de eso, Princesa... Hagan lo que quieran...

–Pues hay que decidir. Si no, ¿cuándo se va a hacer la mu­danza?

–No sé... No sé... Sólo sé que nacen millones de niños sin ser llevados a Moscú, hasta sin médicos... Pero hagan como quiera Kitty.

–Con Kitty es imposible hablar de esto. ¿Quieres que la asustemos? Esta primavera, Natalia Galizina murió a conse­cuencia de un mal parto.

–Bien, bien. Como usted diga, así se hará.

Y mostraba un gesto sombrío.

Pero lo que le tenía así no era la conversación con la Prin­cesa, por mucho que le desagradara, sino la que sostenían Va­señka y Kitty.

Veselovsky estaba inclinado hacia su mujer, hablándole casi al oído con su sonrisa sarcástica, de dominador, y ella le escuchaba ruborizada y con emoción bien visible. Había algo impuro en la actitud de ambos.

«No, esto no es posible», se decía Levin.

Y de nuevo se le oscurecieron los ojos; de nuevo, sin la más leve transición, descendió de la altura de su felicidad, de la calma y la dignidad, y se hundió en el abismo de la desespera­ción, la humillación y la ira, y sintió asco de todo y de todos.

–Obren ustedes como quieran, Princesa –dijo, volviendo a mirar hacia su mujer.

–¡Qué pesada eres, corona de Monomaj! –le dijo Este­ban Arkadievich, en tono de broma y aludiendo, no sólo a la conversación con la Princesa, sino a la actitud que tenía Levin y que aquél había advertido bien.

Entró Daria Alejandrovna y todos se levantaron para salu­darla.

Vaseñka se levantó sólo un instante, y, con la falta de corte­sía propia de los jóvenes modernos, se limitó a hacer una leve inclinación de cabeza y volvió junto a Kitty, continuando su conversación con ella sin dejar de reír.

–¡Qué tarde te has levantado hoy, Dolly! –dijo Levin.

–Macha me ha dado muy mala noche. Ha dormido muy mal y hoy está de un pésimo humor –explicó Dolly.

Vaseñka hablaba con Kitty de lo mismo que el día anterior: de Ana. Afirmaba que el amor debe ser puesto por encima de las conveniencias sociales.

Esta conversación era desagradable a Kitty por su fondo y por el tono en que era llevada y, sobre todo, porque sabía que el verla así con Veselovsky molestaba a su marido.

Habría querido cortarla. Pero Kitty era demasiado sencilla e inocente para saber lo que había de hacer a fin de conse­guirlo y hasta para ocultar el pequeño a inocente placer que le causaban –mujer al fin– las atenciones de Veselovsky. Pen­saba, incluso, que acaso lo que hiciera con tal fin sería mal in­terpretado. Efectivamente, cuando preguntó a Dolly «qué te­nía Macha» y Vaseñka, al ser cortada su conversación, se puso a mirar a Dolly con indiferencia, a Levin la pregunta le pare­ció una astucia falta de naturalidad y repugnante.

–¿Qué, pues? ¿Iremos hoy a buscar setas? –preguntó Dolly.

–Vamos... Yo también iré ––dijo Kitty.

Kitty habría preguntado a Vaseñka si él iba también. No hizo la pregunta, pero sólo con pensarlo se ruborizó.

En aquel momento Levin pasó a su lado con andar deci­dido.

–¿Adónde vas, Kostia? –le preguntó, intranquila, a su marido.

La expresión culpable de Kitty confirmó a Levin sus sos­pechas.

Contestó desabridamente, sin mirar siquiera a su esposa.

–En mi ausencia llegó el mecánico alemán y todavía no le he visto.

Bajó al piso inferior y aun no había salido de su gabinete, cuando oyó los pasos, tan conocidos por él, de Kitty, que iba rápidamente a su encuentro.

–¿Qué quieres? –preguntó Levin–. Este señor y yo es­tamos ocupados.

–Perdone usted –dijo ella al mecánico–, necesito decir algunas palabras a mi marido.

El alemán quiso salir, pero Levin le contuvo:

–No se moleste.

–El tren sale a las tres –objetó el otro–. Temo no poder llegar a tiempo.

Levin no le contestó y salió de la estancia en unión de Kitty.

–¿Qué tienes que decirme? –preguntó a ésta en francés y sin mirarla.

Kitty sentía un temblor irresistible en todo su cuerpo; tenía lívido el semblante; y en general, un aspecto lamentable de abatimiento.

Levin lo presentía y no quería verlo.

–Quiero decir... quiero decirte –balbuceó ella–. Quiero decir que así... así es imposible... imposible vivir. Que esto es un martirio...

–No hagas escenas aquí –le atajó Levin con irritación–. Puede venir gente...

Estaban, efectivamente, en una habitación de paso. Kitty quiso entrar en la contigua, pero allí estaba la inglesa dando lección a Tania.

–Salgamos al jardín –propuso, en vista de ello.

En el jardín hallaron al campesino que cuidaba de él y que estaba limpiando el sendero. Sin tener en cuenta ya que el jar­dinero le veía, que ella lloraba y él estaba conmovido y los dos tenían aspecto de sufrir una gran desgracia, siguieron ade­lante, rápidos. Sólo pensaban en que necesitaban darse expli­caciones, de disuadirse mutuamente y de este modo librarse del martirio que ambos experimentaban.

–Así es imposible vivir. Yo sufro, tú sufres... ¿Y por qué? ––dijo Kitty cuando, al fin, se hubieron sentado en un banco solitario, en un rincón del paseo de los tilos.

–Dime una cosa –replicó Levin, poniéndose delante de ella en la misma forma que la noche anterior: los puños cris­pados, apretados contra el pecho, las piernas abiertas, ergui­dos el torso y la cabeza, la mirada muy fija en los ojos de su mujer–. ¿No había en su postura, en su tono, algo inconve­niente, impuro, humillante para mí? Dime la verdad.

–Había –confesó Kitty, con voz temblorosa–. Pero Kostia –se disculpó–, ¿qué puedo hacer yo? Esta mañana quise tomar otro tono; pero ese hombre... ¿Para qué habrá venido? –añadió entre sollozos que sacudían todo su cuerpo, que ya iba abultándose por el embarazo–. ¡Tan feli­ces que éramos!

El jardinero pudo observar, con sorpresa, cómo primero iban los dos presurosos, aunque nadie los perseguía, y caria­contecidos y que, luego, cuando nada particularmente alegre podían haber encontrado en aquel banco, volvían con rostros tranquilos y hasta radiantes.
XV
Una vez que hubo acompañado a su mujer al piso de arriba, Levin entró en la parte de la casa habitada por Dolly. Ésta es­taba también muy disgustada aquel día. Daria Alejandrovna se paseaba por la habitación y decía airada y enérgicamente, hasta con saña, a la niña, que permanecía acurrucada en un rincón y sollozando.


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