Ana Karenina



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–Compraremos caballos. Ya sé –añadió Levin, riendo– ­que ustedes lo hacen todo con lentitud y mal, pero este año no les dejaré hacerlo a su gusto. Lo haré yo mismo.

–No sé cómo lo hará, porque ya ahora apenas duerme. Para nosotros es mejor trabajar bajo el ojo del amo.

–Ha dicho usted que están sembrando el trébol detrás de Beresovy Dol; voy a ver cómo lo hacen –dijo Levin.

Y montó en « Kolpik», el caballito bayo que le llevaba el cochero.

–¡No podrá usted atravesar el arroyo –le gritó éste.

–Iré por el bosque en ese caso.

Y al rápido paso del caballo, cansado de la larga inmovili­dad y de que relinchaba al pasar sobre los charcos, impaciente por galopar, salió del patio cubierto de barro y se halló en pleno campo.

Si en el corral, entre el ganado, se sentía contento, ahora en el campo se sintió más alegre aún.

Al pasar por el bosque, meciéndose suavemente al trote de su caballo, sobre la nieve blanda llena de pisadas que se veía aún aquí y allá, respiraba el aroma a la vez tibio y fresco de la nieve y la tierra; y la vista de cada árbol con el musgo nuevo que cubría la corteza y los botones a punto de abrirse le ale­graba el alma. Al salir del bosque se abrió ante él la amplia extensión del campo lleno de un aterciopelado y suave verdor, sin calveros ni pantanos, sólo, en algunos lugares, con restos de nieve en fusión.

No se enojó siquiera al ver la yegua de un aldeano que, con su potro, pastaba en sus campos, limitándose a mandar a un trabajador que los hiciera salir de allí, ni tampoco con la estú­pida y burlona respuesta del campesino Ipat, al que encontró por el camino, y que al preguntarle: «¿Qué, Ipat? ¿Sembrare­mos pronto?», le contestó: «Antes hay que labrar, Constan­tino Dmitrievich».

Cuanto más se alejaba Levin, más alegre se sentía y sus planes de mejora de la propiedad se le aparecían a cual mejor: plantar estacas en todos los campos, mirando al sur, de modo que la nieve no pudiese amontonarse; dividir el terreno en seis partes cubiertas de estiércol y tres de hierba, construir un corral en la parte más lejana de las tierras, cavar un depósito para el abono y hacer cercas portátiles para el ganado. Con ello habría trescientas deciatinas de trigo candeal, cien de pa­tatas, ciento cincuenta de trébol, sin cansar para nada la tierra.

Embargado por estas ilusiones, Levin, conduciendo cuida­dosamente su caballo por los deslindes para no pisar las plan­tas, se acercó a los jornaleros que sembraban el trébol.

El carro con la simiente no estaba en el prado, sino en la tierra labrada, y el trigo invernizo quedaba aplastado y removido por las ruedas y por las patas del caballo. Los jornaleros permanecían sentados en la linde, probablemente fumando to­dos una misma pipa. La tierra del carro, con la que se mezcla­ban las semillas, no estaba bien desmenuzada, y se había con­vertido en una masa de terrones duros y helados.

Viendo al amo, el jornalero Basilio se dirigió al carro y Minchka empezó a sembrar. Aquello le hizo muy mal efecto, pero Levin se enojaba pocas veces contra los jornaleros.

Cuando Basilio se acercó, Levin le ordenó que sacase el caballo del sembrado.

–No hace ningún daño, señor. La semilla brotará igual­mente ––dijo Basilio.

–Hazme el favor de no replicar y obedece a lo que te digo –repuso Levin.

–Bien, señor –contestó Basilio, tomando el caballo por la cabeza–. ¡Hay una siembra de primera! –dijo, adula­dor–. Pero no se puede andar por el campo. Parece que lleva uno un pud de tierra en cada pie.

–¿Por qué no está cribada la tierra? –preguntó Levin

–Lo está, lo hacemos sin la criba –contestó Basilio–. Cogemos las semillas y deshacemos la tierra con las manos.

Basilio no tenía la culpa de que le dieran la tierra sin cribar, pero el hecho indignaba a Levin.

En esta ocasión Levin puso en práctica un procedimiento que había ya empleado más de una vez con eficacia, a fin de ahogar en él todo disgusto y convertir en agradable lo ingrato.

Viendo a Michka, que avanzaba arrastrando enormes masas de barro en cada pie, se apeó, cogió la sembradora de manos de Basilio y se dispuso a sembrar.

–¿Dónde te has parado? –preguntó a Basilio.

Éste le indicó con el pie el sitio al que había llegado y Le­vin comenzó a sembrar, como pudo, la tierra mezclada con las semillas. Era muy difícil andar: la tierra estaba convertida en un barrizal. Levin, tras recorrer un surco, empezó a sudar y devolvió la sembradora a Basilio.

–En verano, señor, no me riña por este surco –dijo Basilio.

–¿Por qué? –preguntó alegremente Levin, sintiendo que el remedio empleado daba el resultado que esperaba.

–En verano lo verá. El surco será diferente de los otros. Mire usted cómo ha crecido lo que yo sembré la primavera pasada. Yo, Constantino Dmitrievich, procuro hacer el trabajo a conciencia como si fuera para mi propio padre. No me gusta trabajar mal, ni permito que otros lo hagan. Así el amo queda contento y nosotros también. ¡Se le ensancha a uno el corazón viendo esa abundancia! –añadió Basilio mostrando el campo.

–¡Qué hermosa primavera!, ¿verdad, Basilio?

–Ni los viejos recuerdan otra parecida. He pasado por mi casa porque el viejo ha sembrado tres octavas de trigo. Dice que crece tan bien que no puede distinguirse del centeno.

–¿Hace mucho que sembráis trigo?

–Desde hace dos años, cuando usted nos enseñó a hacerlo. ¿No se acuerda que nos regaló dos medidas? De ello, vendi­mos una parte y sembramos el resto.

–Bien, desmenuza con cuidado la tierra –dijo Levin, acercándose al caballo– y vigila a Michka. Si la siembra crece bien, te daré cincuenta copecks por deciatina.

–Muchas gracias. Pero ya estamos contentos de usted sin necesidad de eso.

Levin montó y se dirigió al prado en el que sembraron el trébol el año anterior, y que ahora estaba preparado y arado para sembrar trigo. El trébol, que había crecido mucho en el rastrojo, estaba ya muy alto. Su vivo verdor destacaba entre los secos tallos de trigo del año pasado y la cosecha prometía ser magnífica.

El caballo de Levin se hundía hasta las corvas y, con sus patas, chapoteaba vigorosamente, luchando por salir de la tierra medio helada. Como no se podía pasar por el campo arado, el caballo sólo pisaba fuerte allí donde quedaba algo de hielo, pero en los surcos, ablandados por el deshielo, el animal se hundía hasta los jarretes.

El campo estaba muy bien arado. De allí a dos días se po­dría trabajar y sembrar. Todo era hermoso y alegre.

Levin regresó vadeando el arroyo. Esperaba que las aguas hubiesen bajado ya y, en efecto, pudo pasar, espantando al ha­cerlo a una pareja de patos silvestres.

«Seguramente hay también chochas», pensó Levin, y el guardabosque, al que encontró al doblar el camino dirigién­dose a casa, le confirmó su suposición.

Levin se encaminó a casa al trote largo, a fin de tener tiempo de comer y preparar la escopeta para la tarde.
XIV
Al acercarse a su casa en inmejorable disposición de ánimo, Levin oyó un ruido de campanillas por el lado de la puerta principal.

«Ha venido alguien por ferrocarril» , pensó. «Es la hora del tren de Moscú. ¿Quién será? ¿Mi hermano Nicolás? Me dijo que iría a tomar las aguas en el extranjero o que vendría a mi casa. »

En principio, la idea de la presencia de su hermano le dis­gustó, sospechando que iba a perturbar su buena disposición de ánimo, tan acorde con la alegría primaveral. Pero, aver­gonzándose, abrió sus brazos espiritualmente, experimen­tando una sencilla alegría y deseando de corazón que el lle­gado fuese Nicolás.

Espoleó al caballo y, al salir de las acacias, vio una troika de alquiler que llegaba de la estación y en la que iba un señor con pelliza.

No era su hermano.

«¡Si fuese al menos alguna persona simpática con la que se pudiese hablar!» , pensó Levin.

Y, al reconocer a Esteban Arkadievich, exclamó alegre­mente, levantando los brazos:

–¡Qué visita más agradable! ¡Cuánto me complace verte!

Y pensaba:

«Ahora sabré con certeza si Kitty se ha casado o cuándo se casa.»

Y sintió que en aquel día primaveral el recuerdo de Kitty no le era tan penoso.

–¿No me esperabas? –dijo Esteban Arkadievich, sa­liendo del trineo.

Llevaba barro en la nariz, en las mejillas y en las cejas, pero iba radiante de salud y alegría.

–Ante todo, he venido para verte –dijo, abrazando y be­sando a Levin–; después, para cazar con perro y, además, para vender el bosque de Erguchovo.

–¡Muy bien! ¿Has visto qué primavera? ¿Cómo has po­dido llegar en trineo?

–En coche habría sido más difícil aún –contestó el co­chero, que conocía a Levin.

–Estoy contentísimo de verte ––dijo Levin sonriendo con toda el alma, infantilmente.

Levin acompañó a su amigo al cuarto reservado para los invitados, donde ya habían llevado los efectos de Esteban Ar­kadievich: un saco de viaje, una escopeta enfundada, una bolsa de cigarros...

Dejándole lavarse y cambiar de ropa, Levin pasó a su des­pacho para dar órdenes relativas a la labranza y al trébol.

Agafia Mijailovna, muy preocupada como siempre del ho­nor de la casa, abordó a Levin en el recibidor, mareándole con preguntas sobre la comida.

–Haga lo que quiera, pero pronto ––dijo Levin.

Y fue en busca del encargado.

A su regreso, Esteban Arkadievich, peinado y lavado y con una sonrisa deslumbradora en los labios, salía de su cuarto. Subieron los dos juntos.

–¡Cuánto me alegro de haber venido! Ahora podré averi­guar las cosas misteriosas que haces aquí. Pero te aseguro que te envidio. ¡Qué bien está todo en esta casa! ––decía Esteban Arkadievich, olvidando que no siempre era primavera ni to­dos los días como aquél–. Tu ama de llaves es un encanto de viejecita... Cierto que sería mejor tener una doncella con de­lantalito... Pero esa anciana va muy bien con tus costumbres austeras y tu vida monástica.

Esteban Arkadievich contó muchas noticias interesantes y, sobre todo, una interesantísima para Levin: que su hermano Ser­gio Ivanovich se proponía pasar el verano con él, en el pueblo.

No dijo una palabra de Kitty ni de los Scherbazky, sólo se limitó a transmitirle recuerdos de su mujer.

Levin le agradeció mucho la delicadeza y se sintió feliz de su visita. Como siempre que vivía solo una temporada, había recogido en aquel tiempo gran cantidad de sentimientos e ideas que no podía compartir con los que le rodeaban, y ahora hablaba a su amigo de la alegría que le causaba la primavera, de sus planes futuros con respecto a la propiedad, de sus fra­casos, de sus pensamientos; hacía comentarios sobre los li­bros que había leído y le habló, sobre todo, de la idea de su obra, la base de la cual consistía, aunque él no lo advirtiese, en una crítica de todas las obras antiguas que se habían escrito sobre el mismo tema. Esteban Arkadievich, que era siempre amable y que todo lo comprendía con una palabra, estaba aquel día más amable que nunca, y Levin notó, además, en su amigo una especie de respeto y ternura hacia él que le encan­taban.

Las preocupaciones de Agafia Mijailovna y el cocinero respecto a la comida tuvieron por resultado que los dos ami­gos, que tenían gran apetito, acometieran los entremeses, comiendo mucho pan con mantequilla, caza ahumada y se­tas saladas. Para colmo, Levin ordenó servir la sopa sin las empanadillas con las que el cocinero quería deslumbrar al invitado.

Aunque acostumbrado a otras comidas, Esteban Arkadie­vich lo encontraba todo excelente: el vodka de hierbas, el pan con manteca, la caza ahumada, el vino blanco de Crimea. Sí, todo era espléndido y exquisito.

–¡Admirable admirable! –dijo, encendiendo un grueso cigarro después del asado–––. Se dijera que después de viajar en un vapor, entre ruidos y tambaleos, he arribado a una costa tranquila... ¿De modo que, según tú, el factor obrero debe ser estudiado a inspirar el modo de organizar la economía agra­ria? Aunque profano en estas materias, me parece que esa teo­ría y su aplicación van a influir sobre el obrero también.

–Sí; pero no olvides que no hablo de economía política, sino de la ciencia de la explotación de la tierra. Esta última debe, como todas las ciencias naturales, estudiar los fenóme­nos, así como al obrero en los aspectos económico, etnográ­fico...

Agafia Mijailovna entró con la confitura.

–Agafia Mijailovna –dijo el invitado, haciendo ademán de chuparse los dedos–, ¡qué caza y qué licores tan bien pre­parados tiene usted! ¿Qué, Kostia? ¿Es hora ya?

Levin miró por la ventana el sol que se ponía entre las des­nudas copas de los árboles del bosque.

–Sí lo es. Kusmá, prepara el charabán –dijo Levin.

Y descendieron.

Ya abajo, Esteban Arkadievich quitó él mismo la funda de una caja de laca y, una vez abierta, comenzó a armar su esco­peta, un arma cara, último modelo.

Kusmá, presintiendo una buena propina para vodka, no se separaba de Esteban Arkadievich. Le ponía las medias y las botas y él le dejaba hacer de buen grado.

–Kostia, si llega el comerciante Riabinin, a quien he man­dado llamar, ordena que le reciban y que espere.

–¿Vendes el bosque a Riabinin?

–Sí. ¿Le conoces?

–Le conozco. Tuve con él asuntos que terminaron «positi­vamente y definitivamente».

Esteban Arkadievich rió. Aquellas últimas palabras eran las preferidas del comerciante.

–Sí; habla de un modo muy divertido. ¡Veo que has comprendido a dónde va tu amo! –añadió, acariciando a «Laska», que ladraba suavemente dando vueltas en torno a Levin y lamiéndole, ya las manos, ya las botas, ya la esco­peta.

Cuando salieron, el charabán estaba al pie de la escalera.

–He mandado preparar el charabán, pero no está lejos... ¿Quieres que vayamos a pie?

–No, será mejor que vayamos montados –dijo Esteban Arkadievich, acercándose al coche.

Sentóse, se envolvió las piernas en una manta de viaje que imitaba una piel de tigre y encendió un cigarro,

–No puedo comprender cómo no fumas. Un cigarro no es sólo un placer, sino el mejor de los placeres. ¡Esto es vida! ¡Qué bien va aquí todo! ¡Así me gustaría vivir!

–¿Quién te prohíbe hacerlo? –dijo, sonriendo, Levin.

–¡Eres un hombre feliz! Tienes cuanto quieres: si quieres caballos, los tienes; si quieres perros, los tienes; si quieres caza, la tienes; siquieres fincas, las tienes.

–Acaso soy feliz porque me contento con lo que tengo y no me aflijo por lo que me falta –dijo Levin pensando en Kitty.

Esteban Arkadievich le comprendió. Miró a su amigo y no dijo nada.

Levin agradecía a Oblonsky que no le hubiese hablado de los Scherbazky, comprendiendo que no deseaba que lo hiciese. Pero al presente Levin sentía ya impaciencia por saber lo que tanto le atormentaba, aunque no se atrevía a hablar de ello.

–¿Y qué, cómo van tus asuntos? –prejuntó Levin, com­prendiendo que estaba mal por su parte hablar sólo de sí.

Los ojos de su amigo brillaron de alegría.

–Ya sé que tú no admites que se busquen panecillos cuando se tiene ya una ración de pan corriente y que lo consi­deras un delito; pero yo no comprendo la vida sin amor –res­pondió, interpretando a su modo la pregunta de Levin–. ¡Qué le vamos a hacer! Soy así. Esto perjudica poco a los demás y en cambio a mí me proporciona tanto placer...

–¿Hay algo nuevo sobre eso? –preguntó Levin.

–Hay, hay... ¿Conoces ese tipo de mujer de los cuadros de Osián? Esos tipos que se ven en sueños... Pues mujeres así existen en la vida. Y son terribles. La mujer, amigo mío, es un ser que por más que lo estudies te resulta siempre nuevo.

–Entonces vale más no estudiarlo.

–¡No! Un matemático ha dicho que el placer no está en descubrir la verdad, sino en el esfuerzo de buscarla.

Levin escuchaba en silencio, y a pesar de todos sus esfuer­zos, no podía comprender el espíritu de su amigo. Le era im­posible entender sus sentimientos y el placer que experimen­taba estudiando a aquella especie de mujeres. ,


XV
El lugar indicado para la caza estaba algo más arriba del arroyo, no lejos de allí, en el bosquecillo de pequeños olmos.

Al llegar, dejaron el coche y Levin condujo a Oblonsky a la extremidad de un claro pantanoso, cubierto de musgo, donde ya no había nieve. Él se instaló en otro extremo del claro, junto a un álamo blanco igual al de Oblonsky; apoyó la esco­peta en una rama seca baja, se quitó el caftán, se ajustó el cin­turón y comprobó que podía mover los brazos libremente.

La vieja «Laska», que seguía todos sus pasos, se sentó frente a él con precaución y aguzó el oído. El sol se ponía tras el bosque grande. A la luz crepuscular, los álamos blancos di­seminados entre los olmos se destacaban, nítidos, con sus bo­tones prontos a florecer.

En la espesura, donde aún había nieve, corría el agua con leve rumor formando caprichosos arroyuelos. Los pájaros gorjeaban saltando de vez en cuando de un árbol a otro. En los intervalos de silencio absoluto se sentía el ligero crujir de las hojas secas del año pasado, removidas por el deshielo y el crecer de las hierbas.

–¡Qué hermoso es esto! Se siente y hasta se ve crecer la hierba –exclamó Levin, viendo una hoja de color pizarra mo­verse sobre la hierba nueva.

Escuchaba y miraba ora la tierra mojada cubierta de mus­gos húmedos, ora a «Laska», atenta a todo rumor, ora el mar de copas de árboles desnudos que tenía delante, ora el cielo que, velado por las blancas vedijas de las nubecillas, se oscu­recía lentamente.

Un buitre batiendo las alas muy despacio volaba altísimo sobre el bosque lejano; otro buitre volaba en la misma direc­ción y desapareció. La algarabía de los pájaros en la espesura era cada vez más fuerte. Se oyó el grito de un búho. «Laska», avanzando con cautela con la cabeza ladeada, comenzó a es­cuchar con atención. Al otro lado del arroyo se sintió el cantar de un cuclillo. El canto se repitió dos veces, luego se apresuró y se hizo más confuso.

–¡Ya tenemos ahí un cuclillo! –dijo Esteban Arkadievich saliendo de entre los arbustos.

–Ya lo oigo –repuso Levin, enojado al sentir interrum­pido el silencio y con una voz que a él mismo le sonó desa­gradable–. Ahora, pronto...

Esteban Arkadievich desapareció de nuevo en la maleza y Levin no vio más que la llamita de un fósforo y la pequeña brasa de un cigarro con una voluta de humo azul.



Chic–chic, sonaron los gatillos de la escopeta que Esteban Arkadievich levantaba en aquel momento.

–¿Qué es eso? ¿Quién grita? –preguntó Oblonsky, lla­mando la atención a Levin sobre un ruido sordo y prolongado como el piafar de un potro.

–¿No lo sabes? Es el macho de la liebre. Pero basta de ha­blar. ¿No oyes? ¡Se oye ya volar! –exclamó Levin alzando a su vez los gatillos.

Se sintió un silbido agudo y lejano y en dos segundos, el espacio de tiempo familiar a los cazadores, sonaron otros dos silbidos y luego el característico cloqueo.

Levin miró a derecha a izquierda, y ante sí, en el cielo azul seminublado, sobre las suaves copas de los arbolillos, divisó un pájaro.

Volaba hacia él directamente. Su cloqueo, tan semejante al rasgar de un tejido recio, se sintió casi en el mismo oído de Levin, quien veía ya su largo pico y su cuello.

En el momento en que se echaba la escopeta a la cara, tras el arbusto que ocultaba a Oblensky brilló un relámpago rojo. El pájaro bajó, como una flecha, y volvió a remontarse. Sur­gió un segundo relámpago y se oyó una detonación.

El ave, moviendo las alas como para sostenerse, se detuvo un momento en el aire y luego cayó pesadamente a tierra.

–¿No le he dado? ¿No he hecho blanco? –preguntó Este­ban Arkadievich, que no podía ver a través del humo.

–Aquí está –dijo Levin, señalando a «Laska» que, levan­tando una oreja y agitando la cola, traía a su dueño el pájaro muerto, lentamente, como si quisiera prolongar el placer, se diría que sonriendo...

–¡Me alegro de que hayas acertado! –dijo Levin, sin­tiendo a la vez cierta envidia de no haber sido él quien matara a la chocha.

–¡Pero erré el tiro del cañón derecho, caramba! –con­testó Esteban Arkadievich cargando el arma–. ¡Chist! Ya vuelven.

Se oyeron, en efecto, silbidos penetrantes y seguidos. Dos chochas, jugueteando, tratando de alcanzarse, silbando sin emitir el cloqueo habitual, volaron sobre las mismas cabezas de los cazadores.

Se oyeron cuatro disparos. Las chochas dieron una vuelta, rápidas como golondrinas, y desaparecieron.


La caza resultaba espléndida. Esteban Arkadievich mató dos piezas más y Levin otras dos, una de las cuales no pudo encontrarse. Oscurecía. Venus, clara, como de plata, brillaba muy baja, con suave luz, en el cielo de poniente, mientras, en levante, fulgían las rojizas luces del severo Arturo.

Levin buscaba y perdía de vista sobre su cabeza la conste­lación de la Osa Mayor. Ya no volaban las chochas. Pero Le­vin resolvió esperar hasta que Venus, visible para él bajo una rama seca, brillase encima de ella y hasta que se divisasen en el cielo todas las estrellas del Carro.

Venus remontó la rama, fulgía ya en el cielo azul toda la constelación de la Osa, con su carro y su lanza, y Levin conti­nuaba esperando.

–¿Volvemos? –preguntó Esteban Arkadievich.

En el bosque reinaba un silencio absoluto y no se movía ni un pájaro.

–Quedémonos un poco más –dijo Levin.

–Como quieras.

Ahora estaban a unos quince pasos uno de otro.

–Stiva ––dijo de pronto Levin–, ¿por qué no me dices si tu cuñada se casa o se ha casado ya? –y al decir esto, se sen­tía tan firme y sereno que creía que ninguna contestación ha­bía de conmoverle.

Pero no esperaba la respuesta de Oblonsky.

–No pensaba ni piensa casarse. Está muy enferma y los médicos la han enviado al extranjero. Hasta se teme por su vida.

–¿Qué dices? ––exclamó Levin–. ¿Muy enferma? ¿Qué tiene? ¿Cómo es que ...?

Mientras hablaba, «Laska», aguzando los oídos, miraba al cielo y contemplaba a los dos con reproche.

«Ya han encontrado ocasión de hablar», pensaba la perra. «Y mientras tanto el pájaro está aquí, volando. Y no van a verlo. »

Pero en aquel momento los dos cazadores oyeron a la vez un silbido penetrante que parecía golpearles las orejas.

Ambos empujaron sus armas, brillaron dos relámpagos y dos detonaciones se confundieron en una.

Una chocha que volaba muy alta plegó las alas instantánea­mente y cayó en la espesura, doblando al desplomarse las ra­mas nuevas.

–¡Magnífico! ¡Es de los dos! –exclamó Levin y corrió con «Laska» en dirección al bosque para buscar la chocha.

«¿No me han dicho ahora algo desagradable?», se pre­guntó. «¡Ah, sí; que Kitty está enferma! En fin, ¿qué le vamos a hacer? Pero me apena mucho», pensaba.

–¿Ya la has encontrado? ¡Eres un as! ––dijo tomando de boca de «Laska» el pájaro palpitante aún y metiéndolo en el morral casi lleno.

Y gritó:

–¡Ya la ha encontrado, Stiva!


XVI
De vuelta a casa, Levin preguntó detalles sobre la dolencia de Kitty y sobre los planes de los Scherbazky, y aunque le avergonzaba confesarlo, hablar de ello le producía satisfac­ción.

Le satisfacía porque en aquel tema sentía renacer en su alma la esperanza, y también por la secreta satisfacción que le proporcionaba el saber que también sufría la que tanto le ha­bía hecho sufrir a él. Pero cuando su amigo quiso informarle de las causas de la enfermedad de Kitty y nombró a Vronsky, Levin le interrumpió:

–No tengo derecho alguno y tampoco, a decir verdad, in­terés en entrar en detalles familiares.

Esteban Arkadievich sonrió imperceptiblemente al obser­var el rápido –y tan conocido para él– cambio de expresión del semblante de Levin, tan triste ahora como alegre un mo­mento antes.

–¿Has ultimado con Riabinin lo de la venta del bosque? –preguntó Levin.

–Sí, todo ultimado. El precio es excelente: treinta y ocho mil rublos. Ocho mil al contado y los demás pagaderos en seis años. He esperado mucho tiempo antes de decidirme, pero na­die me daba más.


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