Ana Karenina



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Lo que sí podía y debía hacer, y así lo decidió Vronsky in­mediatamente, sin ninguna vacilación, era pedir diez mil ru­bios a un usurero, cosa que encontraría sin dificultad, dismi­nuir sus gastos generales y vender su cuadra de carreras. Esto resuelto, envió en seguida una carta a Rolandaky, que le había ofrecido más de una vez comprarle los caballos, mandó bus­car al inglés y a un usurero a hizo cuentas sobre el dinero que tenía. Terminados todos estos asuntos escribió a su madre dándole una respuesta áspera y fría. Sacó al fin de la cartera tres notas de Ana, las quemó y quedó pensativo al recordar la conversación sostenida el día anterior con ella.
XX
La vida de Vronsky era tanto más feliz cuanto que poseía un código particular de reglas que definían lo que debía y no debía hacer.

Este código contenía las reglas en un número muy limi­tado, y Vronsky, dentro de ese círculo, no vacilaba un mo­mento en hacer lo que debía.

Sus reglas definían claramente que debía pagar a los fulle­ros y no al sastre; que no debía mentir a los hombres, aunque sí podia mentir a las mujeres; que no era lícito engañar a na­die, mas sí a los maridos; que era imposible perdonar las ofen­sas y que estaba permitido ofender, etc. Tales reglas podían ser ilógicas y malas, Pero eran concretas, y Vronsky, cum­pliéndolas, se sentía tranquilo y con derecho a llevar la cabeza muy alta.

Pero últimamente, a causa de sus relaciones con Ana, Vronsky empezaba a notar que el código de sus reglas de vida no preveía todas las posibilidades y que se le presentaban en el futuro complicaciones y dudas, y que para vencerlas no ha­llaba el halo conductor que le guiara.

Sus relaciones del momento con Ana y su marido se le apa­recían sencillas y claras, y el código que le servía de norma las definía con precisición.

Ella era una mujer honrada que le había hecho presente de su amor y que, por tanto, puesto que él, además, la amaba, merecía su máximo respeto: tanto, si no más, como habría merecido su mujer legal. Antes se habría dejado cortar una mano que permitirse, ni siquiera a sí mismo, ni aun con una palabra, no sólo ofenderla, sino no guardarle todo el respeto que puede exigir una mujer.

Sus relaciones con la sociedad también eran claras. Todos podían sospechar y saberlo, pero nadie debía atreverse a decírselo. De lo contrario, estaba dispuesto a hacer callar a los que hablasen y a obligarles a respetar el inexistente honor de la mujer a quien amaba.

Sus relaciones con el marido eran más claras aún. Puesto que Ana quería a Vronsky, él consideraba su derecho a ella como indiscutible. El marido no era más que un personaje en­gomoso que estaba de sobra. Cierto que se hallaba en una si­tuación lamentable, pero ¿qué podia hacerse? A lo único que el marido tenía derecho era a exigirle una satisfacción con las arenas, a lo que Vronsky se había sentido siempre dispuesto.

Últimamente habían surgido, sin embargo, entre él y Ana relaciones nuevas que le asustaban por su aspecto indefinido.

Hasta ayer, ella no le había dicho que estaba embarazada. Y Vronsky comprendió que esta noticia, y lo que Ana espe­rase de él, exigían algo que no estaba previsto en el código que regulaba su vida. La noticia, en efecto, le había cogido desprevenido. Al principio de anunciarle ella su estado, el co­razón de Vronsky le dictó que Ana debía abandonar a su ma­rido, y así se lo había manifestado. Pero ahora, al reflexionar, comprendió que era preferable no hacerlo sin dejar de temer obrar mal al pensarlo.

«Si le he dicho que deje a su marido, ello significa que ha de unirse a mí. ¿Y estoy en condiciones de hacerlo? ¿Cómo puedo mantenerla si no tengo dinero? Pero supongamos que arreglo esa cuestión material. ¿Cómo llevármela si tengo que ocuparme de mi carrera? Para decide eso tenía que haber estado preparado antes: es decir tener dinero y pedir el retiro.»

Quedó pensativo. La cuestión de si debía o no pedir el re­tiro le hizo meditar en otro interés secreto de su vida, sólo co­nocido para él, pero que era el principal estímulo que le guiaba: la ambición, ilusión acariciada desde su infancia y su juventud. Y su ambición, que ni a sí mismo se confesaba, era tan fuerte que aun ahora mismo luchaba con su amor. Sus pri­meros pasos en el mundo y en su carrera habían sido afortu­nados; pero dos años antes había cometido un gran error: que­riendo demostrar su independencia y ascender más, renunció a un cargo que le ofrecían, esperando que la negativa le daría más valor aún.

Pero resultó que había sido demasiado audaz y le dejaron de lado; y como quiera que, a pesar suyo, se había creado con ello la posición de un hombre independiente, la soportaba lo mejor que podía, con inteligencia y sagacidad, procediendo como si no se sintiera ofendido por nadie y no deseara otra cosa que vivir tranquilo su alegre existencia.

Pero la verdad era que desde que el año pasado había vuelto de Moscú ya no se sentía alegre. Notaba que aquella posición independiente de hombre que lo ha podido tener todo y no quiere nada perdía mérito y que muchos empezaban ya a pensar que nunca habría conseguido otra cosa que ser un jo­ven bueno y honorable.

Sus relaciones con la Karenina, que habían provocado tan­tos comentarios, atrajeron sobre él la atención general y le dieron un nuevo brillo, en que se calmó por algún tiempo el gusano de la ambición que le roía.

Mas, desde hacía una semana, aquel gusano despertaba con nuevo brío. Un amigo de la infancia, hombre de su misma so­ciedad y círculo, camarada suyo en el cuerpo de cadetes, y ofi­cial de la misma promoción, Serpujovskoy, con el que Vronsky rivalizara en las clases, en el gimnasio, en las diabluras y en las ilusiones ambiciosas, aquel amigo había vuelto en aquellos días del Asia central, habiendo logrado allí dos ascensos seguidos, distinción pocas veces obtenida por los militares tan jóvenes.

En cuanto Serpujovskoy llegó a San Petersburgo, empezó a hablarse de él como de una estrella de primera magnitud en curso ascendente.

De la misma edad de Vronsky y perteneciente a la misma promoción, Serpujovskoy era ya general y esperaba un nom­bramiento que le diese autoridad en los asuntos públicos, mientras Vronsky, aunque independiente, brillante y amado por una admirable mujer, no era más que un simple capitán de caballería al que se le dejaba ser tan libre como quisiera.

«Por supuesto, no envidio ni puedo envidiar a Serpujovs­koy», pensó, «pero su elevación me demuestra que hay que moverse y que entonces la carrera de un hombre como yo puede ser muy rápida. Hace años, él estaba en mi misma si­tuación. Si pido el retiro, quemo mis naves. Quedándome en el servicio, no pierdo nada. Ana misma me ha dicho que no quiere alterar mi situación. Y yo, poseyendo su amor, no tengo nada que envidiar a Serpujovskoy».

Atusándose lentamente los bigotes, se levantó y comenzó a pasear por la habitación. Sus ojos brillaban vivamente. Se sentía en aquel estado de ánimo fuerte, tranquilo y alegre que tenía siempre después de aclarar su situación. Todo estaba tan neto y despejado como sus deudas después de haberlas revi­sado. Vronsky se afeitó, tomó un baño frío, se vistió y se fue.


XXI
–Vengo a buscarte. Tu aseo ha durado hoy mucho ––dijo Petrizky–. ¿Qué? ¿Has terminado?

–Sí –respondió Vronsky, sonriendo sólo con los ojos y atusándose las puntas del bigote con tanto esmero como si, después del orden en que había dejado sus asuntos, cualquier movimiento brusco pudiese destruirlo.

–Tras esa ocupación quedas siempre como después de un buen baño –siguió Petrizky–.Vengo de ver a Crisko –lla­maba así al coronel del regimiento–, que lo está esperando.

Vronsky miraba a su compañero sin contestarle, pensando en otra cosa.

–¡Ah! ¿Viene de su casa esta música? –preguntó, sin­tiendo las notas del trombón, en valses y polkas, que llegagan a sus oídos–. ¿Dan alguna fiesta?

–Es que ha llegado Serpujovskoy.

–¡Ah, no lo sabía! –dijo Vronsky.

Una vez decidido que era feliz con su amor, sacrificando a él su ambición, Vronsky no podía sentir ni envidia de Serpujovs­koy ni enojo al pensar que, al llegar al cuartel, su camarada no hubiera ido a visitarle antes que a ninguno. Serpujovskoy era un buen amigo y Vronsky se alegraba de su triunfo.

–Me satisface mucho...

Denin, el coronel del regimiento, ocupaba una gran casa perteneciente a unos propietarios rurales. Los reunidos esta­ban en el amplio mirador del piso bajo.

Lo primero que atrajo la atención de Vronsky al entrar en el patio fueron los cantores militares vistiendo sus uniformes blancos de verano, todos de pie junto a un pequeño barril de aguardiente, y, con ellos, la figura sana y alegre del coronel del regimiento rodeado de los oficiales. Saliendo al primer peldaño, el coronel, en voz alta que dominaba el son de la or­questa, que tocaba entonces un rigodón de Offenbach, daba órdenes y hacía señales con el brazo a unos soldados que esta­ban algo separados.

El grupo de soldados, un sargento de caballería y algunos oficiales, se acercaron al balcón a la vez que Vronsky. El co­ronel, que había vuelto a la mesa, reapareció de nuevo con una copa en la mano y pronunció un brindis:

–A la salud de nuestro ex compañero, el bravo general Serpujovskoy. ¡Hurra!

Tras el coronel, y también con la copa en la mano, salió Serpujovskoy a la escalera.

–Estás cada vez más joven, Bondarenko ––dijo, dirigién­dose al sargento de caballería que estaba ante él, hombre de buena presencia y coloradas mejillas que prestaba servicio como reenganchado.

Vronsky, que no había visto a Serpujovskoy desde hacía tres años, ahora le notaba un aspecto más varonil. Se había dejado crecer las patillas; se había hecho más hombre, pero conservaba su esbeltez de siempre a impresionaba tanto por su belleza como por la dulzura y nobleza de su rostro y as­pecto. El único cambio que Vronsky observó en él fue el bri­llo radiante, tranquilo y persistente, aquel brillo que Vronsky conocía bien y que había observado en seguida en su amigo, que adquieren los rostros de los que triunfan y están conven­cidos además de que los demás no ignoran su éxito.

Serpujovskoy, al bajar la escalera, vio a Vronsky y una son­risa alegre iluminó su rostro. Alzó la cabeza y levantó el vaso, saludándole y mostrando con este gesto que no podía dejar de acercarse primero al sargento de caballería, que ya se estiraba conmovido y plegaba los labios para besar al General.

–¡Ya está aquí! –gritó el coronel–. Jachvin me ha dicho que estás de mal humor.

Serpujovskoy besó los labios frescos y húmedos del ga­llardo sargento y, secándose la boca con el pañuelo, se acercó a Vronsky.

–¡Cuánto me alegro de verte! –dijo, estrechándole la mano y llevándole aparte.

–¡Ocúpese de él! –gritó el coronel a Jachvin, mostrán­dole a Vronsky.

Y se dirigió a los soldados.

–¿Cómo es que no se te vio ayer en las carreras? Pensaba haberte visto allí –dijo Vronsky, mirando a su amigo.

–Estuve, pero llegué tarde, perdona –añadió, volvién­dose hacia el ayudante para decirle–: Haga el favor de orde­nar que se distribuya esto de mi parte, a lo que toquen cada uno, entre la tropa.

Y, sonrojándose, sacó precipitadamente de su cartera tres billetes de cien rublos.

–Vronsky. ¿Quieres tomar algo? –preguntó Jachvin–. ¡Hola: traed algo de comer para el Conde! ¡Y bébete esto!

La orgía en casa del coronel continuó largo rato. Mantea­ron a Serpujovskoy y al coronel. Luego, ante los cantores, bailaron el coronel y Petrizky. Finalmente, aquél, algo can­sado ya, se sentó en el banco del patio y empezó a demostrar a Jachvin la superioridad de Rusia sobre Prusia, sobre todo en las cargas de caballería. El bullicio se calmó por un momento. Serpujovskoy pasó un instante al tocador de la casa para la­varse las manos y halló allí a Vronsky, que, habiéndose qui­tado la guerrera y poniendo su cuello, sobre el que caían abun­dantes cabellos, bajo el grifo del lavabo, se frotaba con las manos cuello y cabeza.

Una vez que Vronsky hubo terminado de lavarse, sentóse junto a Serpujovskoy y, acomodados los dos allí mismo en un pequeño diván, empezaron una charla muy interesante para ambos.

–Estaba informado de todos tus asuntos por mi mujer –dijo Serpujovskoy–. Me alegro de que la hayas visitado a menudo.

–Es muy amiga de Varia. Son las únicas mujeres de San Petersburgo a las que me agrada tratar –contestó Vronsky, sonriendo, al prever el tema que iba a tocar la conversación y que le era en extremo agradable.

–¿Las únicas? –dijo Serpujovskoy sonriendo igual­mente.

–También yo sabía de ti por tu mujer –repuso Vrosnky, con el rostro serio, cortando así la alusión–. Me alegro mu­cho de tus éxitos, pero no me han sorprendido. Esperaba tanto o más de ti.

Serpujovskoy sonrió de nuevo. Era evidente que le hala­gaba que se tuviese de él tal opinión y no creía necesario ocul­tarlo.

–Yo, al contrario: confieso que esperaba menos. Pero es­toy muy satisfecho. Mi debilidad es ser ambicioso, lo con­fieso.

–Acaso no te confesaras de no haber triunfado –––dijo Vronsky.

–No lo creo –contestó Serpujovskoy sonriendo otra vez–. No diré que no valiera la pena vivir sin esto, pero sí que sería muy aburrido. Claro que, aunque puede que me equivoque, creo tener algunas facultades para el campo de ac­tividad que he escogido y que el mando en mis manos estará sin duda mejor que en las de otros muchos que conozco ––dijo Serpujovskoy, con radiante conciencia de su éxito–. Y por ello, cuanto más me acerco a eso, más satisfecho estoy.

–Quizá te pase a ti así, pero no a todos. Antes también pensaba yo lo mismo; mas ahora encuentro que no vale la pena vivir sólo por eso ––dijo Vronsky.

–¡Claro, claro! –––exclamó Serpujovskoy, riendo–. Ya he oído hablar de tu negativa a aceptar un cargo. Te aprobé, natu­ralmente que sí; pero hay modos de hacer las cosas... Creo que está bien lo que hiciste, aunque no del modo que...

–Lo hecho, hecho. Ya sabes que no me arrepiento jamás. Y, por otra parte, me encuentro admirablemente bien así.

–Sí, por algún tiempo. Pero no te pasará siempre lo mismo. No hablo de lo que renunciaste en favor de tu her­mano. Es un buen chico, como este «huésped nuestro». ¿Oyes? –añadió escuchando los hurras–. También él está alegre. Mas a ti esto sólo no te satisface.

–No digo que me satisfaga.

–Además, no es eso únicamente. Hombres como tú son necesarios...

–¿A quién?

–¡A quién! A la sociedad a Rusia. Rusia necesita gente, necesita un partido. Si no, todo se irá al diablo.

–¿Así que crees que es necesario un partido como el de Bertenev contra los comunistas rusos?

–No –contestó Serpujovskoy, rechazando, con una mueca, que le atribuyesen tal necedad–. Tout ça est une bla­gue. Lo ha sido y lo será siempre. No hay tales comunistas. Pero los intrigantes necesitan inventar partidos peligrosos, da­ñinos. Es un truco viejo. No, no: lo necesario es un partido de la gente independiente, como tu y yo.

–¿Mas, para qué? –y Vronsky nombró a algunos que ejercían autoridad–. ¿Acaso esos no son independientes?

–No lo son porque, desde su nacimiento, no tienen ni han tenido una situación independiente. No nacieron en esa proxi­midad a las alturas en que hemos nacido tú y yo. A ellos se les puede comprar con dinero o con halagos. Y, para poder soste­nerse, tienen que inventar la necesidad de una doctrina, de­sarrollar un programa o un pensamiento en el que no creen y que es pernicioso. Pero para ellos sus doctrinas son el modo de gozar de un sueldo y de una residencia oficial. Cela n'est pas plus malin que ça, cuando ves su juego. Quizá yo sea más tonto y peor que ellos, aunque no veo por qué lo voy a ser. Pero tú y yo tenemos una ventaja muy importante: que a no­sotros es más difícil compramos. Y gente así es más necesaria que nunca.

Vronsky escuchaba con atención, menos atento al sentido de las palabras que al modo que tenía Serpujovskoy de expo­nerlas, a su pensamiento de luchar ya contra el poder y a la manifestación de sus simpatías y antipatías en este punto. Mientras el otro poseía ideas al respecto, Vronsky no ponía interés más que en los asuntos de su escuadrón.

Vronsky reconocía que Serpujovskoy podía ser fuerte por su facultad de pensar, de ver las cosas claras, Por aquella inte­ligencia y don de palabra tan raros en el ambiente en que vivía. Y, por vergüenza que le causara, Vronsky en este sentido envidiaba a su camarada.

–En todo caso, para ello me haría falta una cosa esencial –contestó Vronsky–: el deseo del poder. Lo he sentido an­tes, pero ahora se me ha disipado.

–Dispensa, pero no es verdad –dijo Serpujovskoy, son­riendo.

–Es verdad, es verdad... por ahora al menos; te lo digo con sinceridad –añadió Vronsky.

,–Ese «por ahora» ya es otra cosa. Y no durara siempre.

–Puede ser –repuso Vronsky.

–Dices «puedes ser» –continuó Serpujovskoy, como adi­vinando sus pensamientos– y yo te digo que es seguro. Por eso quería verte. Tú has obrado como debías. Pero no debes «perseverar». Sólo te ruego que me des carte blanche... No trato de protegerte, aunque, ¿por qué no había de hacerlo? ¿Cuántas veces no me has protegido tú? Pero nuestra amistad está sobre todo eso. Sí ––dijo con una dulzura femenina, son­riéndole–. Dame carte blanche, deja el regimiento y te si­tuaré sin que se den cuenta...

–Pero ¡si no necesito nada! Con que las cosas sigan como hasta ahora... –dijo Vronsky.

Serpujovskoy, incorporándose, se plantó ante él.

–Dices que con que las cosas sigan como hasta ahora te basta. Te comprendo. Pero escúchame: ambos somos de la misma edad y quizá tú hayas conocido más mujeres que yo –la sonrisa y los ademanes de Serpujovskoy indicaban que Vronsky no debía temer nada, ya que él iba a tocar con suavi­dad y prudencia el punto neurálgico–. Pero soy casado y créeme que (como ha escrito no sé quién), conociendo sólo a una mujer a la que ames, sabes más que si hubieras conocido millares de mujeres.

–Ahora vamos –dijo Vronsky al oficial que se presentó en la habitación para decirles que el Coronel les llamaba.

Vronsky deseba ahora escuchar hasta el final lo que Serpu­jovskoy iba a decirle.

–Mi opinión es ésta: la mujer es la piedra de toque esen­cial en la actividad del hombre. Es difícil amar a una mujer y hacer a la vez algo útil. Para ello hay un remedio: desviar el amor por ellas casándose. ¿Cómo te diría ...? –agregó Serpu­jovskoy, al que le gustaba hacer comparaciones–. Espera, es­pera... Llevar un paquete en la mano y hacer algo a la vez no es posible, pero sí lo es si te lo echas a la espalda. El matrimo-nio es así. Lo he visto cuando me he casado. Me sentí de pronto con las manos libres. Pero sin estar casado, y llevando ese fardo contigo, estás con las manos tan ocupadas que no puedes hacer nada de provecho. Fíjate en Masankov y en Kru­pov, que han estropeado sus carreras por las mujeres...

–¡Vaya unas mujeres! –dijo Vronsky, recordando a la francesa y a la artista con las que tenían relaciones los dos mencionados.

–Tanto peor cuanto más alta es la posición de la mujer en la sociedad, porque entonces no se tratará ya de llevar el pa­quete, sino de quitárselo a otro.

–Tú no has amado jamás –le dijo Vronsky suavemente, mirando ante sí y pensando en Ana.

–Puede ser. Pero acuérdate de lo que te he dicho. Y, ade­más, piensa que todas las mujeres son más materialistas que los hombres. Nosotros miramos el amor como algo inmenso y ellas lo consideran siempre terre–à–terre... ¡Ahora, ahora! –––dijo al lacayo, que se acercaba.

Pero el lacayo no iba a llamarles, como Serpujovskoy ha­bía imaginado, sino que llevaba una carta para Vronsky.

–La trajo el criado de la princesa Tverskaya.

Vronsky abrió la carta y se ruborizó.

–Me duele la cabeza; me voy a casa ––dijo a Serpujovskoy.

–Entonces, adiós. ¿Me das carte blanche?

–Ya hablaremos después. Nos veremos en San Petersburgo.


XXII
Eran más de las cinco y, para llegar a tiempo y no ir con sus caballos, conocidos por todos, Vronsky tomó el coche de alquiler que llevara a Jachvin y le ordenó ir lo más deprisa posible.

El viejo coche de alquiler, de cuatro asientos, era muy es­pacioso. Vronsky se sentó en un ángulo, extendió las piernas sobre el asiento delantero y quedó pensativo.

La vaga conciencia de la claridad con que había planteado sus asuntos, el confuso recuerdo de la amistad y alabanzas de Serpujovskoy, que le consideraba como un hombre necesario, y principalmente la espera de la próxima entrevista, todo se unió para infundirle una viva impresión general de la alegría de vivir.

Y aquella impresión era tan fuerte que Vronsky, sin querer, sonreía.

Bajó las piernas, pasó una sobre otra y con la mano se palpó la fuerte pantorrilla que se había lastimado el día antes al caer. Después, reclinándose en el respaldo, respiró varias veces a pleno pulmón.

« Bien, muy bien...» , se dijo.

Antes de ahora había experimentado también con frecuen­cia la alegre consciencia de su cuerpo, pero nunca se había querido a sí mismo, a su cuerpo, como hoy. Le era agradable sentir aquel ligero dolor en su vigorosa pierna, le era agrada­ble la sensación del movimiento de los músculos de su pecho al respirar.

El mismo día, claro y frío, de agosto, que tanta desespera­ción infundía en Ana, a él le excitaba y le refrescaba el rostro y el cuello, ardiente aún por el lavado reciente.

En aquel aire fresco, el perfume del cosmético que se apli­cara en el bigote resultábale particularmente agradable. Todo lo que veía por la ventanilla, en el ambiente frío y puro, a la pálida luz del ocaso, era lozano, alegre y fuerte como él mismo.

Los tejados de los edificios, brillantes a los rayos del sol poniente, las líneas destacadas de muros y esquinas las figu­ras de los transeúntes y los coches que encontraban de vez en cuando, el inmóvil verdor de árboles y hierbas, los campos de patatas, con sus surcos regulares, y las sombras oblicuas que árboles, arbustos y casas proyectaban sobre aquellos mismos surcos, todo era hermoso, como un lienzo de paisaje recién terminado y acabado de barnizar.

–¡Deprisa, más deprisa! –dijo al cochero, sacando la ca­beza por la ventanilla y dándole un billete de tres rublos. La mano del cochero hurgó un instante en el farol asegurando el cierre, chasqueó el látigo y el coche se deslizó veloz por el liso camino empedrado.

«No necesito nada, nada, excepto esta felicidad –pen­saba Vronsky, mirando el tirador de hueso de la campanilla, que pendía entre ambas portezuelas a imaginando a Ana tal como la viera por última vez–. Y cuanto más pasa el tiempo, más la amo. Aquí está el jardín de la casa veraniega oficial en que vive Vrede. ¿Dónde estará Ana? ¿Qué habrá sucedido? ¿Por qué me habrá citado aquí escribiendo en la carta de Betsy?», se dijo Vronsky al llegar. Pero ya no que­daba tiempo para pensar en ello. Mandó parar antes de lle­gar a la avenida que conducía a la casa, abrió la portezuela y saltó a tierra.

En la avenida no había nadie, pero al volver el rostro a la derecha la descubrió. Tenía el semblante cubierto con un velo, pero por su manera de andar, inconfundible, por la inclinación de su espalda, por el modo de levantar la cabeza, la reconoció, y le pareció en el acto que una sacudida eléctrica estremecía todo su cuerpo. Se sintió de nuevo ser él mismo con una fuerza renovada, desde los movimientos elásticos de las pier­nas hasta el de sus pulmones al respirar, y una sensación espe­cial de cosquilleo en los labios. Acercóse a Ana y le estrechó fuertemente la mano.

–¿No te ha molestado que te llame? Necesitaba verte –dijo ella.

Y el modo grave y severo con que plegó los labios, y que Vronsky percibió bajo el velo, hizo cambiar en el acto su es­tado de ánimo.

–¿Molestarme dices? Pero ¿por qué has venido aquí?

–Eso nada importa –dijo Ana, poniendo su brazo sobre el de él–. Vamos. Necesito hablarte.

Vronsky comprendió que pasaba algo y que la entrevista no sería alegre. En presencia de ella carecía de voluntad pro­pia; desconocía la causa de la inquietud de Ana, pero notaba ya que, a su pesar, se le comunicaba.


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