Ana Karenina



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SEGUNDA PARTE

I

A últimos de invierno, los Scherbazky tuvieron en su casa consulta de médicos, ya que la salud de Kitty inspiraba temo­res. Se sentía débil y con la proximidad de la primavera su sa­lud no hizo más que empeorar. El médico de la familia le re­cetó aceite de hígado de bacalao, hierro más adelante y, al fin, nitrato de plata. Pero como ninguno de aquellos remedios dio buen resultado, el médico terminó aconsejando un viaje al ex­tranjero.



En vista de ello, la familia resolvió llamar a un médico muy reputado. Éste, hombre joven aún y de buena presencia, exi­gió el examen detallado de la enferma. Insistió con una com­placencia especial en que el pudor de las doncellas era una re­miniscencia bárbara, y que no había nada más natural que el que un hombre aunque fuera joven auscultara a una mucha­cha a medio vestir.

Él estaba acostumbrado a hacerlo cada día y como no ex­perimentaba, por tanto, emoción alguna, consideraba el pudor femenil no sólo como un resto de barbarie, sino también como una ofensa personal.

Fue preciso someterse, porque, aunque todos los médicos hubiesen seguido igual número de cursos, estudiado los mis­mos libros y hubiesen, por consiguiente, practicado la misma ciencia, no se sabe por qué razones, y a pesar de que algunos calificaron a aquel doctor de persona no muy recomendable, se resolvió que sólo él podía salvar a Kitty.

Después de un atento examen de la enferma, confusa y aturdida, el célebre médico se lavó escrupulosamente las ma­nos y salió al salón, donde le esperaba el Príncipe, quien le es­cuchó tosiendo y con aire grave. El Príncipe, como hombre ya de edad, que no era necio y no había estado nunca enfermo, no creía en la medicina y se sentía irritado ante aquella come­dia, ya que era quizá el único que adivinaba la causa de la en­fermedad de Kitty.

«Este admirable charlatán sería capaz hasta de espantar la caza» , pensaba, expresando con aquellos términos de viejo cazador su opinión sobre el diagnóstico del médico.

Por su parte, el doctor disimulaba con dificultad su desdén hacia el viejo aristócrata. Siendo la Princesa la verdadera dueña de la casa, apenas se dignaba dirigirle a él la palabra, y sólo ante ella se proponía derramar las perlas de sus conoci­mientos.

La Princesa compareció en breve, seguida por el médico de la familia, y el Príncipe se alejó para no exteriorizar lo que pensaba de toda aquella farsa.

La Princesa, desconcertada, sintiéndose ahora culpable con respecto a Kitty, no sabía qué hacer.

–Bueno, doctor, decida nuestra suerte: digánoslo todo.

Iba a añadir «¿Hay esperanzas?» , pero sus labios tembla­ron y no llegó a formular la pregunta. Limitóse a decir:

–¿Así, doctor, que...?

–Primero, Princesa, voy a hablar con mi colega y luego tendré el honor de manifestarle mi opinión.

–¿Debo entonces dejarles solos?

–Como usted guste...

La Princesa salió, exhalando un suspiro.

Al quedar solos los dos profesionales, el médico de familia comenzó tímidamente a exponer su criterio de que se trataba de un proceso de tuberculosis incipiente, pero que...

El médico célebre le escuchaba y en medio de su perora­ción consultó su voluminoso reloj de oro.

–Bien –dijo–. Pero...

El médico de familia calló respetuosamente en la mitad de su discurso.

–Como usted sabe –dijo la eminencia–, no podemos precisar cuándo comienza un proceso tuberculoso. Hasta que no existen cavernas no sabemos nada en concreto. Sólo caben suposiciones. Aquí existen síntomas: mala nutrición, nervio­sismo, etc. La cuestión es ésta: admitido el proceso tubercu­loso, ¿qué hacer para ayudar a la nutrición?

–Pero usted no ignora que en esto se suelen mezclar siem­pre causas de orden moral –se permitió observar el otro mé­dico, con una sutil sonrisa.

–Ya, ya –contestó la celebridad médica, mirando otra vez su reloj–. Perdone: ¿sabe usted si el puente de Yausa está ya terminado o si hay que dar la vuelta todavía? ¿Está con­cluido ya? Entonces podré llegar en veinte minutos... Pues, como hemos dicho, se trata de mejorar la alimentación y cal­mar los nervios... Una cosa va ligada con la otra, y es preciso obrar en las dos direcciones de este círculo.

–¿Y un viaje al extranjero? –preguntó el médico de la casa.

–Soy enemigo de los viajes al extranjero. Si el proceso tu­berculoso existe, lo que no podemos saber, el viaje nada re­mediaría. Hemos de emplear un remedio que aumente la nu­trición sin perjudicar al organismo.

Y el médico afamado expuso un plan curativo a base de las aguas de Soden, plan cuyo mérito principal, a sus ojos, era evidentemente que las tales aguas no podían en modo alguno hacer ningún daño a la enferma.

–Yo alegaría en pro del viaje al extranjero el cambio de ambiente, el alejamiento de las condiciones que despiertan re­cuerdos... Además, su madre lo desea...

–En ese caso pueden ir. Esos charlatanes alemanes no le harán más que daño. Sería mejor que no les escuchara. Pero ya que lo quieren así, que vayan.

Volvió a mirar el reloj.

–Tengo que irme ya –dijo, dirigiéndose a la puerta.

El médico famoso, en atención a las conveniencias profe­sionales, dijo a la Princesa que había de examinar a Kitty una vez más.

–¡Examinarla otra vez! –exclamó la madre, consternada.

–Sólo unos detalles, Princesa.

–Bien; haga el favor de pasar..

Y la madre, acompañada por el médico, entró en el salon­cito de Kitty.

Kitty, muy delgada, con las mejillas encendidas y un brillo peculiar en los ojos a causa de la vergüenza que había pasado momentos antes, estaba de pie en medio de la habitación.

Al entrar el médico se ruborizó todavía más y sus ojos se llenaron de lágrimas. Su enfermedad y la curación se le figu­raban una cosa estúpida y hasta ridícula. La cura le parecía tan absurda como querer reconstruir un jarro roto reuniendo los trozos quebrados. Su corazón estaba desgarrado. ¿Cómo componerlo con píldoras y drogas?

Pero no se atrevía a contrariar a su madre, que se sentía, por otra parte, culpable con respecto a ella.

–Haga el favor de sentarse, Princesa –dijo el médico fa­moso.

Se sentó ante Kitty, sonriendo, y de nuevo, mientras le to­maba el pulso, comenzó a preguntarle las cosas más enojosas.

Kitty, al principio, le contestaba, pero, impaciente al fin, se levantó y le contestó irritada:

–Perdone, doctor, mas todo esto no conduce a nada. Ésta es la tercera vez que me pregunta usted la misma cosa.

El médico célebre no se ofendió.

–Excitación nerviosa ––dijo a la madre de Kitty cuando ésta hubo salido–. De todos modos, ya había terminado.

Y el médico comenzó a explicar a la Princesa, como si se tratase de una mujer de inteligencia excepcional, el estado de su hija desde el punto de vista científico, y terminó insistiendo en que hiciese aquella cura de aguas, que, a su juicio, de nada había de servir.

Al preguntarle la Princesa si procedía ir al extranjero, el médico se sumió en profundas reflexiones, como meditando sobre un problema muy difícil, y después de pensarlo mucho termino aconsejando que se hiciera el viaje. Puso, no obstante, por condición que no se hiciese caso de los charlatanes de allí y que se le consultara a él para todo.

Cuando el médico se hubo ido se sintieron todos aliviados, como si hubiese sucedido allí algún feliz acontecimiento. La madre volvió a la habitación de Kitty radiante de alegría y Kitty fingió estar contenta también. Ahora se veía con fre­cuencia obligada a disimular sus verdaderos sentimientos.

–Es verdad, mamá, estoy muy bien. Pero si usted cree conveniente que vayamos al extranjero, podemos ir –le dijo, y, para demostrar el interés que despertaba en ella aquel viaje, comenzó a hablar de los preparativos.
II
Después de marchar el médico, llegó Dolly.

Sabía que se celebraba aquel día consulta de médicos y, a pesar de que hacía poco que se había levantado de la cama des­pués de su último parto (a finales de invierno había dado a luz a una niña), dejando a la recién nacida y a otra de sus hijas que se hallaba enferma, acudió a interesarse por la salud de Kitty.

–Os veo muy alegres a todos ––dijo al entrar en el salón, sin quitarse el sombrero–. ¿Es que está mejor?

Trataron de referirle lo que dijera el médico, pero resultó que, aunque éste había hablado muy bien durante largo rato, eran incapaces de explicar con claridad lo que había dicho. Lo único interesante era que se había resuelto ir al extranjero.

Dolly no pudo reprimir un suspiro. Su mejor amiga, su her­mana, se marchaba. Y su propia vida no era nada alegre. Des­pués de la reconciliación, sus relaciones con su marido se ha­bían convertido en humillantes para ella. La soldadura hecha por Ana resultó de escasa consistencia y la felicidad conyugal volvió a romperse por el mismo sitio.

No había nada en concreto, pero Esteban Arkadievich no estaba casi nunca en casa, faltaba siempre el dinero para las atenciones del hogar y las sospechas de las infidelidades de su marido atormentaban a Dolly continuamente, aunque procuraba eludirlas para no caer otra vez en el sufrimiento de los celos. La primera explosión de celos no podía vol­verse a producir, y ni siquiera el descubrimiento de la infi­delidad de su marido habría ya de despertar en ella el dolor de la primera vez.

Semejante descubrimiento sólo le habría impedido atender sus obligaciones familiares; pero prefería dejarse engañar, despreciándole y despreciándose a sí misma por su debilidad. Además, las preocupaciones propias de una casa habitada por una numerosa familia ocupaban todo su tiempo: ya se trataba de que la pequeña no podía lactar bien, ya que de que la ni­ñera se iba, ya, como en la presente ocasión, de que caía en­fermo uno de los niños.

–¿Cómo estáis en tu casa? –preguntó la Princesa a Dolly.

–También nosotros tenemos muchas penas, mamá... Ahora está enferma Lilí, y temo que sea la escarlatina. Sólo he salido para preguntar por Kitty. Por eso he venido en seguida, por­que si es escarlatina –¡Dios nos libre!–, quién sabe cuándo podré venir.

Después de marchar el médico, el Príncipe había salido de su despacho y, tras ofrecer la mejilla a Dolly para que se la besase, se dirigió a su mujer:

–¿Qué habéis decidido? ¿Ir al extranjero? ¿Y qué pensáis hacer conmigo?

–Creo que debes quedarte, Alejandro –respondió su es­posa.

–Como queráis.

–Mamá, ¿y por qué no ha de venir papá con nosotras? –preguntó Kitty–. Estaríamos todos mejor.

El Príncipe se levantó y acarició los cabellos de Kitty. Ella alzó el rostro y le miró esforzándose en aparecer sonriente.

Le parecía a Kitty que nadie de la familia la comprendía tan bien como su padre, a pesar de lo poco que hablaba con ella. Por ser la menor de sus hijas, era ella la predilecta del Príncipe y Kitty pensaba que su mismo amor le hacía penetrar más en sus sentimientos.

Cuando su mirada encontró los ojos azules y bondadosos del Príncipe, que la consideraba atentamente, le pareció que aquella mirada la penetraba, descubriendo toda la tristeza que ha­bía en su interior.

Kitty se irguió, ruborizándose, y se adelantó hacia su padre esperando que la besara. Pero él se limitó a acariciar sus cabe­llos diciendo:

–¡Esos estúpidos postizos! Uno no puede ni acariciar a su propia hija. Hay que contentarse con pasar la mano por los ca­bellos de alguna señora difunta... ¿Qué hace tu «triunfador», Dolliñka? –preguntó a su hija mayor.

–Nada, papa –contestó ella, comprendiendo que se refe­ría a su marido. Y agregó, con sonrisa irónica–: Está siempre fuera de casa. No le veo apenas.

–¿Todavía no ha ido a la finca a vender la madera?

–No... Siempre está preparándose para ir..

–Ya. ¡Preparándose para ir! ¡Habré yo también de hacer lo mismo! ¡Muy bien! –dijo dirigiéndose a su mujer, mien­tras se sentaba–. ¿Sabes lo que tienes que hacer, Kitty? –agregó, hablando a su hija menor–. Pues cualquier día en que luzca un buen sol te levantas diciendo: «Me siento com­pletamente sana y alegre y voy a salir de paseo con papa, tempranito de mañana y a respirar el aire fresco». ¿Qué te parece?

Lo que había dicho su padre parecía muy sencillo, pero Kitty, al oírle, se turbó como un criminal cogido in fraganti.

«Sí: él lo sabe todo, lo comprende todo, y con esas palabras quiere decirme que, aunque lo pasado sea vergonzoso, hay que sobrevivir a la vergüenza.»

Pero no tuvo fuerzas para contestar. Iba a decir algo y, de pronto, estalló en sollozos y salió corriendo de la habitación.

–¿Ves el resultado de tus bromas? –dijo la Princesa, en­fadada–. Siempre serás el mismo... –añadió, y le espetó un discurso lleno de reproches.

El Príncipe escuchó durante largo rato las acusaciones de su esposa y callaba, pero su rostro adquiría una expresión cada vez más sombría.

–¡Se siente tan desgraciada la pobre, tan desgraciada! Y tú no comprendes que cualquier alusión a la causa de su sufri­miento la hace padecer. Parece imposible que pueda una equi­vocarse tanto con los hombres.

Por el cambio de tono de la Princesa, Dolly y el Príncipe adivinaron que se refería a Vronsky.

–No comprendo que no haya leyes que castiguen a las personas que obran de una manera tan innoble, tan bajamente.

–No quisiera ni oírte –dijo el Príncipe con seriedad, le­vantándose y como si fuera a marcharse, pero deteniéndose en el umbral–. Hay leyes, sí; las hay, mujer. Y si quieres sa­ber quién es el culpable, te lo diré: tú y nadie más que tú, Siempre ha habido leyes contra tales personajes y las hay aún. ¡Sí, señora! Si no hubieran ido las cosas como no debían, si no hubieseis sido vosotras las primeras en introducirle en nuestra casa, yo, un viejo, habría sabido llevar a donde hiciera falta a ese lechuguino. Pero como las cosas fueron como fue­ron, ahora hay que pensar en curar a Kitty y en enseñarla a to­dos esos charlatanes.

El Príncipe parecía tener aún muchas cosas más por decir, pero apenas le oyó la Princesa hablar en aquel tono, ella, como hacía siempre tratándose de asuntos serios, se arrepintió y se humilló.

–Alejandro, Alejandro... –murmuró, acercándose a él, sollozante.

En cuanto ella comenzó a llorar, el Príncipe se calmó a su vez. Se aproximó también a su esposa.

–Basta, basta... Ya sé que sufres como yo. Pero ¿qué pode­mos hacer? No se trata en resumidas cuentas de un grave mal. Dios es misericordioso... démosle gracias... –continuó sin sa­ber ya lo que decía y contestando al húmedo beso de la Princesa que acababa de sentir en su mano. Luego salió de la habitación.

Cuando Kitty se fue llorando, Dolly comprendió que arre­glar aquel asunto era propio de una mujer y se dispuso a entrar en funciones. Se quitó el sombrero y, arremangándose moral­mente, si vale la frase, se aprestó a obrar. Mientras su madre había estado increpando a su padre, Dolly trató de contenerla tanto como el respeto se lo permitía. Durante el arrebato del Príncipe, se conmovió después con su padre viendo la bondad demostrada por él en seguida al ver llorar a la Princesa.

Cuando su padre hubo salido, resolvió hacer lo que más ur­gía: ver a Kitty y tratar de calmarla.

–Mamá: hace tiempo que quería decirle que Levin, cuando estuvo aquí la última vez, se proponía declararse a Kitty. Se lo dijo a Stiva.

–¿Y qué? No comprendo...

–Puede ser que Kitty le rechazara. ¿No te dijo nada ella?

–No, no me dijo nada de uno ni de otro. Es demasiado or­gullosa, aunque me consta que todo es por culpa de aquél.

–Pero imagina que haya rechazado a Levin... Yo creo que no lo habría hecho de no haber pasado lo que yo sé. ¡Y luego el otro la engañó tan terriblemente!

La Princesa, asustada al recordar cuán culpable era ella con respecto a Kitty, se irritó.

–No comprendo nada. Hoy día todas quieren vivir según sus propias ideas. No dicen nada a sus madres, y luego...

–Voy a verla, mamá.

–Ve. ¿Acaso te lo prohíbo? –repuso su madre.
III
Al entrar en el saloncito de Kitty, una habitación reducida, exquisita, con muñecas vieux saxe, tan juvenil, rosada y ale­gre como la propia Kitty sólo dos meses antes. Dolly recordó con cuánto cariño y alegría habían arreglado las dos el año anterior aquel saloncito.

Vio a Kitty sentada en la silla baja más próxima a la puerta, con la mirada inmóvil fija en un punto del tapiz, y el corazón se le oprimió.

Kitty miró a su hermana sin que se alterase la fría y casi se­vera expresión de su rostro.

–Ahora me voy a casa y no saldré de ella en muchos días; tampoco tú podrás venir a verme –dijo Daria Alejandrovna, sentándose a su lado–. Así que quisiera hablarte.

–¿De qué? –preguntó Kitty inmediatamente, algo alar­mada y levantando la cabeza.

–¿De qué quieres que sea, sino del disgusto que pasas?

–No paso ningún disgusto.

–Basta Kitty. ¿Crees acaso que no lo sé? Lo sé todo. Y créeme que es poca cosa. Todas hemos pasado por eso.

Kitty callaba, conservando la severa expresión de su rostro

–¡No se merece lo que sufres por él! –continuó Daria Alejandrovna, yendo derecha al asunto.

–¡Me ha despreciado! –dijo Kitty con voz apagada–. No me hables de eso, te ruego que no me hables...

–¿Quién te lo ha dicho? No habrá nadie que lo diga. Estoy segura de que te quería y hasta de que te quiere ahora, pero...

–¡Lo que más me fastidia son estas compasiones! –ex­clamó Kitty de repente. Se agitó en la silla, se ruborizó y mo­vió irritada los dedos, oprimiendo la hebilla del cinturón que tenía entre las manos.

Dolly conocía aquella costumbre de su hermana de co­ger la hebilla, ora con una, ora con otra mano, cuando es­taba irritada. Sabía que en aquellos momentos Kitty era muy capaz de perder la cabeza y decir cosas superfluas y hasta desagradables, y habría querido calmarla, pero ya era tarde.

–¿Qué es, dime, qué es, lo que quieres hacerme compren­der? –dijo Kitty rápidamente–. ¿Qué estuve enamorada de un hombre a quien yo le tenía sin cuidado y que ahora me muero de amor por él? ¡Y eso me lo dice mi hermana pen­sando probarme de este modo su simpatía y su piedad! ¡Para nada necesito esa piedad ni esa simpatía!

–No eres justa, Kitty.

–¿Por qué me atormentas?

–Al contrario: veo que estás afligida, y...

Pero Kitty, en su irritación, ya no la escuchaba.

–No tengo por qué afligirme ni consolarme. Soy lo bas­tante orgullosa para no permitirme jamás amar a un hombre que no me quiere.

–Pero si no te digo nada de eso –repuso Dolly con suavi­dad. Dime sólo una cosa –añadió tomándole la mano–: ¿te habló Levin?

El nombre de Levin pareció hacer perder a Kitty la poca serenidad que le quedaba. Saltó de la silla y, arrojando al suelo el cinturón que tenía en las manos, habló, haciendo rápidos gestos:

–¿Qué tiene que ver Levin con todo esto? No comprendo qué necesidad tienes de martirizarme. He dicho, y lo repito, que soy demasiado orgullosa y que nunca nunca haré lo que tú ha­ces de volver con el hombre que te ha traicionado, que ama a otra mujer. ¡Eso yo no lo comprendo! ¡Tú puedes hacerlo, pero yo no!

Y, al decir estas palabras, Kitty miró a su hermana y, viendo que bajaba la cabeza tristemente, en vez de salir de la habita­ción, como se proponía, se sentó junto a la puerta y, tapándose el rostro con el pañuelo, inclinó la cabeza.

El silencio se prolongó algunos instantes. Dolly pensaba en sí misma. Su humillación constante se reflejó en su corazón con más fuerza ante las palabras de su hermana. No esperaba de Kitty tanta crueldad y ahora se sentía ofendida.

Pero, de pronto, percibió el roce de un vestido, el rumor de un sollozo reprimido... Unos brazos enlazaron su cuello.

–¡Soy tan desventurada, Dolliñka! –exclamó Kitty, como confesando su culpa.

Y aquel querido rostro, cubierto de lágrimas, se ocultó en­tre los pliegues del vestido de DariaAlejandrovna.

Como si aquellas lágrimas hubiesen sido el aceite sin el cual no pudiese marchar la máquina de la recíproca compren­sión entre las dos hermanas, éstas, después de haber llorado, hablaron no sólo de lo que las preocupaba, sino también de otras cosas, y se comprendieron. Kitty veía que las palabras dichas a su hermana en aquel momento de acaloramiento, so­bre las infidelidades de su marido y la humillación que impli­caban, la habían herido en lo más profundo, no obstante lo cual la perdonaba.

Y a su vez Dolly comprendió cuanto quería saber: com­prendió que sus presunciones estaban justificadas, que la amargura, la incurable amargura de Kitty, consistía en que ha­bía rehusado la proposición de Levin para luego ser engañada por Vronsky; y comprendió también que Kitty ahora estaba a punto de odiar a Vronsky y amar a Levin.

Sin embargo, Kitty no había dicho nada de todo ello, sino que se había limitado a referirse a su estado de ánimo.

–No tengo pena alguna ––dijo la joven cuando se calmó–. Pero ¿comprendes que todo se ha vuelto monótono y desagra­dable para mí, que siento repugnancia de todo y que la siento hasta de mí misma? No puedes figurarte las ideas tan horri­bles que me inspira todo.

–¿Qué ideas horribles pueden ser esas? –preguntó Dolly con una sonrisa.

–Las peores y más repugnantes. No sé cómo explicártelo. Ya no es aburrimiento ni nostalgia, sino algo peor. Parece que cuanto había en mí de bueno se ha eclipsado y que sólo queda lo malo. ¿Cómo hacértelo comprender? –continuó al ver di­bujarse la perplejidad en los ojos de su hermana–. Si papá habla, me parece que quiere darme a entender que lo que debo hacer es casarme. Si mamá me lleva a un baile, se me figura que lo hace pensando en casarme cuanto antes para desha­cerse de mí. Y aunque se que no es así, no puedo apartar de mi mente tales pensamientos... No puedo ni ver a eso que se llama «un pretendiente». Me parece que me examinan para medirme. Antes me era agradable ir a cualquier sitio en traje de noche, me admiraba a mí misma... Pero ahora me siento cohibida y avergonzada. ¿Qué quieres? Con todo me sucede igual... El médico, ¿sabes...?

Y Kitty calló, turbada. Quería seguir hablando y decir que desde que había empezado a experimentar aquel cam­bio, Esteban Arkadievich le era particularmente desagrada­ble y no podía verle sin que le asaltasen los más bajos pen­samientos.

–Todo se me presenta bajo su aspecto más vil y más gro­sero –continuó– y ésa es mi enfermedad. Quizá se me pase luego...

–¡No pienses esas cosas!

–No puedo evitarlo. Sólo me siento a gusto entre los ni­ños. Por eso sólo me encuentro bien en tu casa.

–Lamento que no puedas ir a ella por ahora.

–Si iré. Ya he padecido la escarlatina. Pediré permiso a mamá.

Kitty insistió hasta que logró que su madre la dejara ir a vi­vir a casa de su hermana. Mientras duró la escarlatina, que efectivamente padecieron los niños, estuvo cuidándoles. Las dos hermanas lograron salvar a los seis niños, pero la salud de Kitty no mejoraba y, por la Cuaresma, los Scherbazky mar­charon al extranjero.
IV
La gran sociedad de San Petersburgo es, en rigor, un círcu­lo en el que todos se conocen y se visitan mutuamente. Mas ese amplio círculo posee sus subdivisiones.

Así, Ana Arkadievna tenía relaciones en tres diferentes sectores: uno en el ambiente oficial de su marido, con sus co­laboradores y subordinados, unidos y separados de la manera más extraña en el marco de las circunstancias sociales. En la actualidad, Ana difícilmente recordaba aquella especie de re­ligioso respeto que sintiera al principio hacia aquellas perso­nas. Conocía ya a todos como se conoce a la gente en una pequeña ciudad provinciana. Sabía las costumbres y debili­dades de cada uno, dónde les apretaba el zapato, cuáles eran sus relaciones mutuas y, con respecto al centro principal; no ignoraba dónde encontraban apoyo, ni como ni por qué lo encontraban, ni en qué puntos coincidían o divergían entre ellos.

Pero aquel círculo de intereses políticos y varoniles no la había interesado nunca y a pesar de los consejos de la condesa Lidia Ivanovna procuraba frecuentarlo lo menos posible.


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