Ana Karenina



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Su pie derecho buscó el estribo con un movimiento maqui­nal y acomodó las dobles bridas entre los dedos.

Kord apartó las manos.

Como vacilando sobre el pie con que debía pisar antes, «Fru–Fru» estiró el largo cuello, dejando tensas las riendas y se movió como sobre resortes, meciendo al jinete sobre su lomo flexible.

Kord les, seguía apresurando el paso. El caballo, nervioso, como queriendo desconcertar al jinete, tiraba de las riendas, ora de un lado, ora de otro, y Vronsky trataba en vano de cal­marle con la mano y con las palabras.

Se acercaban ya al riachuelo protegido por una barrera donde estaba el lugar de partida.

Muchos de los jinetes iban delante, otros muchos detrás. De improviso, Vronsky sintió tras sí, en el barro del camino, el pisar de un caballo, y Majotin le adelantó sobre su pati­blanco « Gladiador» de grandes orejas.

Majotin sonrió mostrando sus grandes dientes, pero Vrons­ky le miró con seriedad. En general, no sentía ningún apre­cio por él. Pero ahora le irritaba, además, el considerarle el más peligroso de los concursantes y el que le hubiese pasado de­lante.

Excitó a «Fru–Fru», la cual levantó la pata izquierda para trotar y dio dos corvetas. Luego, furiosa contra aquellas bri­das tenazmente tensas, trotó con sacudidas que hacían tamba­learse en la silla al jinete.

Kord arrugó el entrecejo y echó a correr a grandes zanca­das para alcanzar a Vronsky.
XXV
Eran en total diecisiete los oficiales que intervenían en la carrera de obstáculos, la cual se celebraba sobre una enorme elipse de cuatro verstas de longitud.

En aquella elipse había nueve obstáculos: un arroyo, una valla de dos arquinas de alto ante la tribuna, una zanja seca, otra con agua, un montículo de elevada pendiente y un obs­táculo de doble salto, consistente en una valla cubierta de ra­maje seco tras la cual había una zanja, invisible para el caba­llo, que debía saltar, valla y zanja de una vez, so pena de matarse. Aquél era el obstáculo más peligroso.

Había dos zanjas más, una con agua y otra sin ella. La meta estaba ante la tribuna.

La carrera no comenzaba en la elipse, sino a unos cien sa­jens de ella, a un lado. Ya en aquel trayecto se encontraba el primer obstáculo: una valla seguida de un arroyo que los jine­tes podían, según quisieran, saltar o vadear.

Por tres veces se alinearon los jinetes, pero siempre se ade­lantaba algún caballo y era preciso volver a empezar.

El juez de partida, coronel Sestrin, empezaba ya a irritarse.

Al fin, a la cuarta vez, dio la señal y los caballos salieron disparados.

Los ojos de todos, todos los prismáticos, se concentraban en el pequeño grupo de jinetes mientras se alineaban,

–¡Han dado ya la salida! ¡Ya corren! –se oyó gritar por todas partes, tras el silencio que precedió a la señal de partida. Y los grupos de espectadores y los peones aislados comenza­ron a correr de un sitio a otro para ver mejor la carrera.

Desde el principio, el grupo de jinetes se dispersó. De dos en dos, de tres en tres, o individualmnte, se acercaban al ria­chuelo.

Para los simples espectadores, todos los caballos corrían a la vez, mas los expertos apreciaban diferencias de segundos que tenían gran importancia para ellos.

«Fru–Fru», nerviosa y demasiado excitada, se retrasó en el primer momento y algunos caballos partieron antes que ella. Pero cuando aún no habían llegado al arroyo, Vronsky, domi­nando al animal, que tiraba siempre de las bridas, adelantó fá­cilmente a tres de los jinetes.

«Gladiador», montado por Majotin, le llevaba ventaja. El rojo caballo galopaba, fácil y rítmicamente, ante el propio Vronsky.

Y, delante de todos, la magnífica yegua «Diana» llevaba sobre sus lomos a Kuzovlev, más muerto que vivo.

Al principio, Vronsky no era dueño del caballo ni de sí mismo; hasta llegar al primer obstáculo, el riachuelo, no pudo dirigir los movimientos del animal.

«Gladiador» y «Diana» llegaban a la vez al obstáculo. Casi en el mismo instante se levantaron, saltaron sobre el riachuelo y pasaron sin esfuerzo al otro lado.

Igualmente, «Fru–Fru» saltó tras ellos. Vronsky, apenas se sintió levantado en el aire, vio de pronto, casi bajo las patas de su cabalgadura, a Kuzovlev, que trataba de desembarazarse de «Diana» , caída a la otra orilla del arroyo.

Kuzovlev había soltado las riendas después de saltar y el caballo cayó cabeza abajo con él.

Los detalles de la caída no los supo Vronsky hasta más tarde. Ahora sólo veía el peligro de que «Fru–Fru» pusiese los cascos sobre la cabeza o una pata de « Diana» .

Pero «Fru–Fru» , como una gata al caer, hizo, mientras sal­taba, un esfuerzo de remos y grupa y, dejando a «Diana» a un lado, siguió adelante.

«¡Oh, mi cara yegua!», pensó Vronsky.

Tras el salto del riachuelo, Vronsky dominaba ya comple­tamente al animal. Proponíase saltar el obstáculo principal detrás de Majotin, y en la distancia siguiente, libre de obs­táculos, de una longitud de doscientos sajens, tratar de pa­sarle.

La valla más grande estaba ante la tribuna del Zar.

El Emperador, toda la Corte, grandes masas de público, les contemplaban. Él y Majotin avanzaban galopando. Majotin le llevaba un cuerpo de distancia al llegar al «diablo», como lla­maban a aquella barrera.

Vronsky sentía los ojos del público puestos en él desde to­das partes, pero no veía nada, excepto las orejas y el cuello de su caballo, excepto la tierra que corría a su encuentro, excepto la grupa roja y las piernas blancas de « Gladiador», siempre a la misma distancia delante de él.

«Gladiador» se irguió en el aire, agitó su breve cola y des­apareció de los ojos de Vronsky sin haber rozado el obstáculo.

–¡Bravo! –se oyó gritar.

En el mismo instante, las tablas de la barrera pasaron ante los ojos de Vronsky. Sin una sola agitación, el caballo se le­vantó bajo el jinete, las tablas desaparecieron y sólo sintió de­trás de él el ruido de un ligero golpe.

«Fru–Fru», inquieta por ver delante a «Gladiador» , había saltado demasiado pronto, tropezando en la barrera con uno de los cascos traseros.

Pero su carrera no se interrumpió. Vronsky recibió en el rostro una pella de barro, comprobando casi a la vez que le se­paraba de «Gladiador» la misma distancia de antes. Veía otra vez sus ancas ante sí, su cola corta Y sus patas blancas que se movían rápidamente, pero sin agrandar la distancia.

En el instante en que Vronsky pensaba que era preciso ade­lantar a Majotin, «Fru–Fru», espontáneamente, adivinando su pensamiento sin que él la excitase, aceleró su carrera acercán­dose a Majotin por el lado de las cuerdas, que era el más favo­rable. Pero Majotin corría demasiado cerca de las cuerdas im­pidiéndole pasar. Pensó Vronsky que el único recurso que le quedaba era pasarle por el lado de fuera, y apenas lo hubo pensado, cuando ya «Fru–Fru» , cambiando de pata, comen­zaba a adelantarle por allí precisamente.

Los flancos de «Fru–Fru» , que empezaban a cubrirse de su­dor, estaban ya a la altura de la grupa de su rival.

Corrieron un rato muy juntos el uno del otro, pero al llegar al obstáculo, Vronsky, para pasar más cerca de la cuerda, em­pleó las bridas y, en el mismo montículo, adelantó a Majotin.

Al pasarle, vio el rostro de su competidor manchado de barro y se le figuró que sonreía. Vronsky le había adelantado, pero le sentía a sus talones y oía incesantemente el galope sos­tenido y la respiración tranquila, sin muestra de fatiga alguna, de las narices de «Gladiador» .

Los dos obstáculos siguientes, una zanja y una valla, se sal­varon con facilidad; pero Vronsky comenzó a sentir más cer­cano el galope y la respiración del caballo rival. Acució a la yegua y notó con alegría que aumentaba la velocidad fácil­mente. El ruido de los cascos de «Gladiador» volvió a sonar a la distancia de antes.

Vronsky estaba a la cabeza de la carrera, como se proponía y como le aconsejara Kord, y ahora se sentía seguro del triunfo. Su emoción, su alegría y su afecto por «Fru–Fru» cre­cían en él con aquella seguridad. Habría deseado mirar tras sí, pero no se atrevía y procuraba calmarse y no acuciar a la ye­gua para que corriese más, a fin de conservar sus fuerzas in­tactas, como adivinaba que las conservaba «Gladiador».

No quedaba ya más que un obstáculo: el más difícil. Si lo sal­vaba antes que los demás, llegaría el primero a la meta. Estaba ya cerca de él. Vronsky y «Fru–Fru» lo divisaban desde lejos; y a la vez, su yegua y él experimentaron un instante de vacilación.

Notó la inseguridad de su cabalgadura en un movimiento de sus orejas y levantó la fusta. Pero comprendió en seguida que su temor no tenía ningún fundamento; la yegua sabía lo que tenía que hacer.

«Fru–Fru» adelantó el paso y, con precisión, exactamente como él lo había deseado, se levantó en el aire con gran im­pulso y se entregó a la fuerza de la inercia, que le lanzó un buen espacio más allá de la zanja. Al mismo paso, sin es­fuerzo, sin cambiar de pie, «Fru–Fru» continuó la carrera.

–¡Bravo, Vronsky! –oyó gritar desde un grupo.

Eran los compañeros de su regimiento que estaban próxi­mos a aquel obstáculo, y entre sus voces Vronsky reconoció la de Yachvin, pero no le vio.

«¡Qué encanto de animal», pensaba Vronsky por «Fru­Fru» , mientras aguzaba el oído para saber lo que pasaba de­trás.

«También ha saltado», se dijo luego, al sentir cerca de él el galope de «Gladiador» .

Quedaba un obstáculo: una zanja con agua, de una anchura de dos arquinas.

Vronsky no la miraba. Para llegar el primero con mucha ventaja sobre los demás, comenzó a mover las bridas de un modo oblicuo a la marcha del caballo, haciéndole levantar y bajar la cabeza.

Notaba que «Fru–Fru» tenía las fuerzas agotadas: no sólo estaba cubierta de sudor por el cuello y el pecho, sino que hasta en la cabeza y en las finas orejas se le veían también al­gunas gotas, y respiraba con dificultad, de manera entrecor­tada. Vronsky confiaba, sin embargo, en que para las doscien­tas sajens que restaban le sobrarían aún energías.

Por la impresión de sentirse más cerca del suelo y por una peculiar suavidad de los movimientos de « Fru–Fru» , Vronsky se dio cuenta de que su caballo había aumentado la velocidad. Voló sobre la zanja casi sin notarlo, como un pájaro. Pero, en el mismo instante, el jinete advirtió con terror que, no habién­dose apresurado a seguir el impulso del animal, él, sin saber cómo, había hecho un movimiento en falso, un movimiento imperdonable, bajándose con violencia en la silla.

Su situación cambió de repente: comprendió que sucedía algo horrible. Antes de darse cuenta de la velocidad, pasaron a su lado, como un relámpago, las patas blancas del caballo rojo, y Majotin, de un salto, le adelantó. Vronsky tocaba el suelo con un pie y su corcel se inclinaba hacia aquel lado.

Apenas tuvo tiempo de libertar su pierna, cuando « Fru­–Fru» cayó de costado, respirando con dificultad y haciendo inútiles esfuerzos para levantarse, irguiendo el fino cuello cu­bierto de sudor.

Ya en tierra, agitó las patas como un pájaro herido.

El torpe movimiento del jinete le había roto la columna vertebral.

Vronsky no lo supo hasta mucho después. Ahora sólo veía a Majotin alejándose, mientras él, chapoteando en la tierra su­cia, permaneció inmóvil junto a la yegua tendida de costado, que respiraba anhelosamente, alargando la cabeza hacia él y mirándole con sus hermosos ojos.

Sin comprender aún lo sucedido, Vronsky tiraba de las bri­das del animal.

«Fru–Fru» se agitó de nuevo como un pez fuera del agua, haciendo temblar la silla con la afanosa respiración que hen­chía sus flancos. Luego levantó las patas delanteras, pero le faltaron fuerzas para erguir las posteriores; vaciló y cayó otra vez de lado.

Con el rostro desfigurado de ira, pálido, temblándole la mandiibula inferior, Vronsky dio un taconazo al animal en el vientre y de nuevo tiró de las riendas. Pero el caballo no se movía. Hundiendo la boca en la tierra miraba a su amo con elocuentes ojos.

–¡Oh! –gimió Vronsky, llevándose las manos a la ca­beza–. ¡Oh! ¿Qué he hecho? –gritó–. ¡He perdido la carrera! ¡Y por mi culpa, por mi vergonzosa a imperdonable culpa! ¡Y he perdido mi yegua, mi pobre y querida « Fru–Fru» ! ¿Qué he hecho?

La gente, el médico, su ayudante, los oficiales del regi­miento de Vronsky corrieron hacia él. Para su desgracia, se sabía ileso.

El caballo tenía rota la columna vertebral y decidieron re­matarlo. Vronsky no pudo contestar a las preguntas, no pudo hablar con nadie. Volvió la espalda a todos y, olvidando recoger su gorra, que había caído en tierra, marchó del hipó­dromo sin saber él mismo a dónde iba. Se sentía desespe­rado. Por primera vez en su vida era víctima de una des­gracia, una desgracia irremediable de la que sólo él tenía la culpa.

Yachvin le alcanzó, llevándole su gorra, y le acompañó hasta la casa. Media hora más tarde, Vronsky había reaccionado. Pero el recuerdo de aquella carrera persistió durante mucho tiempo en su memoria como el más terrible y penoso de su vida.
XXVI
Las relaciones de Alexey Alejandrovich con su mujer eran, en apariencia, las mismas de antes. La única diferencia con­sistía en que él estaba ahora más ocupado que nunca.

Como en años anteriores, al llegar la primavera Karenin fue al extranjero para una cura de aguas, a fin de fortalecer su salud, agotada por el exceso de trabajo del invierno.

Volvió en julio, según acostumbraba, y se entregó con re­dobladas energías a su labor habitual. Y también como siem­pre, su esposa fue a la casa de veraneo, mientras él quedaba en San Petersburgo.

Después de la conversación sostenida al regreso de la velada en casa de la princesa Tverskaya, Karenin no habló de sus sos­pechas y celos; pero el tono ligeramente burlón habitual en él y con el cual parecía remedar a alguien le resultaba ahora muy có­modo para sus relaciones con su mujer. Se mostraba más frío y parecía que estuviera algo descontento a causa de aquella pri­mera conversación nocturna que ella no quiso continuar. En su trato con ella apenas exteriorizaba un leve signo de descontento.

«No quisiste explicarte conmigo... Bien: peor para ti... Ahora serás tú quien pida la explicación y yo me negaré a ella... Sí: peor para ti.»

Así parecía hablar consigo mismo, al modo de un hombre que, esforzándose en vano en apagar un incendio, se irritara contra su propia impotencia y dijese: « ¡Ahora vas a quemarte, en justo castigo!» .

Karenin, hombre inteligente y experto en los asuntos ofcia­les, no comprendía, sin embargo, el error de tratar así a su mujer. Y no lo comprendía porque era demasiado terrible, porque para él era insoportable intuir la realidad de su presente situación.

Había, pues, cerrado aquel secreto cajón de su alma en el que guardaba sus sentimientos hacia su familia, es decir, ha­cia su mujer y su hijo.

Aunque padre cariñoso, desde fines de aquel invierno es­taba muy frío con su hijo, y le trataba del mismo modo iró­nico que a su mujer.

–¡Eh, muchacho! –solía decir para dirigirse al pequeño.

Alexey Alejandrovich, al reflexionar, se decía que ningún año había tenido tanto trabajo como aquel en su oficina, sin reparar en que él mismo inventaba el trabajo para no abrir el cajón en que guardaba los sentimientos hacia su mujer y su hijo, tanto me­nos naturales cuanto más tiempo los guardaba encerrados en él.

Si alguien se hubiera atrevido a preguntarle lo que pensaba por entonces sobre la conducta de su esposa, el sereno y repo­sado Alexey Alejandrovich no habría contestado nada, pero se habría incomodado con el que le hubiese dirigido semejante pregunta.

De aquí la altiva y seca expresión de su rostro cuando le in­terrogaban sobre la salud de su mujer, Alexey Alejandrovich deseaba no pensar en los sentimientos y la conducta de Ana, y lo lograba, en efecto.

La casa veraniega de los Karenin estaba en Peterhof. Gene­ralmente, la condesa Lidia Ivanovna pasaba también el ve­rano allí, vecina a Ana y en continuo trato con ella.

Pero aquel año la Condesa no quiso vivir en Peterhof, no visitó a Ana ni una vez a hizo entender a Alexey Alejandro­vich que consideraba inconveniente la amistad de Ana con Betsy y Vronsky.

Alexey Alejandrovich la interrumpió severamente, dicién­dole que Ana estaba por encima de todas las sospechas, y desde entonces evitó todo trato con Lidia Ivanovna.

Se empeñaba en no ver, y por tanto no lo veía, que muchas personas de la alta sociedad miraban con cierta prevención a su mujer. Tampoco quería comprender ni comprendía por qué Ana se obstinaba en ir a vivir a Tsarskoie Selo, donde residía Betsy, cerca del campamento de la unidad de Vronsky.

Se prohibía pensarlo y no lo pensaba; pero en el fondo de su alma, aunque no se lo confesase ni lo demostrara, no de­jando traslucir ni siquiera la más leve sospecha, sabía con certeza que era un marido burlado y ello le colmaba de des­ventura.

Antes, muchas veces, durante los ocho años de su vida de casado, tan dichosa, Alexey Alejandrovich, observando a las esposas infieles y a los maridos engañados, se había dicho:

«¿Cómo es posible llegar a esto? ¿Cómo pueden vivir sin aclarar tan horrorosa situación?».

Mas, ahora que la desgracia se abatía sobre él, no sólo no pensaba en aclarar situación alguna, sino que no quería darse por enterado de ella. Y no quería precisamente porque la si­tuación era horrorosa en exceso, en exceso ilógica.

Desde su regreso del extranjero había estado dos veces en la casa de verano. Una vez comió allí y otra pasó la tarde con los invitados, pero en ninguna ocasión se quedó por la noche, como hacía en años anteriores.

El día de las carreras Karenin estuvo muy ocupado. Por la mañana se trazó el plan de la jornada, resolviendo ir a ver a su mujer a la casa de verano inmediatamente después de comer. De allí se dirigió a las carreras, a las que, por asistir toda la Corte, Karenin no podía faltar.

El ir a ver a su esposa se debía a que había resuelto visitarla una vez por semana para guardar las apariencias. Además, aquel día necesitaba entregar a su mujer el dinero preciso para los gastos de la quincena, como acostumbraba hacer.

Con su habitual dominio de sus pensamientos, una vez que hubo pensado en todo lo que se refería a Ana, prohibió a su imaginación ir más adelante en lo que a ella se refería.

Karenin pasó la mañana muy ocupado. El día anterior Lidia Ivanovna le había mandado un folleto de un viajero célebre por sus viajes en China que estaba, a la sazón, en San Petersburgo.

Lidia Ivanovna acompañaba el envío de una carta pidién­dole que recibiese al viajero, hombre interesante y útil en mu­chos sentidos.

Alexey Alejandrovich no tuvo tiempo de leer el folleto la tarde antes y hubo de terminarlo por la mañana.

Después empezaron a acudir solicitantes, le presentaron in­formes, hubo visitas, destinos, despidos, asignación de pen­siones, de sueldos, correspondencia... En fin, el trabajo, aquel «trabajo de los días laborables», como decía Alexey Alejan­drovich, que le ocupaba tanto tiempo.

Después siguieron dos asuntos personales: recibir al mé­dico y al administrador.

Éste no le robó mucho tiempo; no hizo más que entregarle el dinero necesario y un informe sobre el estado de sus asun­tos, los cuales no marchaban demasiado bien. Este año habían salido mucho y gastado, en consecuencia, mucho más, de modo que existía déficit.

El doctor, célebre médico de la capital, amigo de Karenin, le ocupó, en cambio, bastante tiempo.

Alexey Alejandrovich, que no le esperaba, quedó extra­ñado de su visita, y sobre todo de la manera minuciosa con que le preguntó por su salud. Luego le auscultó, le dio algu­nos golpecitos en el pecho y le palpó finalmente el hígado.

Alexey Alejandrovich ignoraba que Lidia Ivanovna, obser­vando que la salud de su amigo no marchaba bien aquel año, había pedido al médico que le examinase cuidadosamente.

–Hágalo por mí –había dicho Lidia Ivanovna.

–Lo haré por Rusia, Condesa –repuso el médico.

–¡Es un hombre inapreciable! –concluyó Lidia Iva­novna.

El médico quedó preocupado por Karenin. El hígado es­taba muy dilatado, la nutrición era insuficiente y la cura de aguas no había hecho efecto alguno.

Le prescribió el mayor ejercicio físico posible y el mínimo de esfuerzo cerebral. En especial le dijo que evitara todo dis­gusto, lo que era tan imposible para Alexey Alejandrovich como prescindir de la respiración.

Finalmente, el médico se fue, dejando a Karenin la desa­gradable impresión de que en su organismo había algo que no marchaba bien y que era imposible remediarlo.

El médico, al salir, encontró al administrador de Karenin, Sludin, hombre a quien conocía mucho. Habían sido compa­ñeros de universidad y, aunque se veían raras veces, se esti­maban recíprocamente y eran buenos amigos. A nadie, pues, mejor que a Sludin podía exponer el doctor su opinión sobre el enfermo.

–Me alegro de que le haya visitado –dijo Sludin–. Creo que no está bien. ¿Qué le parece?

–Opino –repuso el médico haciendo, por encima de la cabeza de Sludin, señal a su cochero de que acercase el co­che– lo siguiente...

Cogió con sus manos blancas uno de los dedos de su guante de piel y lo estiró.

–Es como este guante. Si usted, sin estirarlo, trata de rom­perlo, le parecerá difícil. Pero tire cuanto pueda, oprima con el dedo y se romperá. Karenin, con su amor al trabajo, su hon­radez y su tarea, está estirando hasta el máximo... ¡Y hay una presión ajena y bastante fuerte! –concluyo el doctor, ar­queando las cejas, significativo.

–¿Estará usted en las carreras? –añadió, mientras bajaba la escalera dirigiéndose a su coche–. ¡Sí, sí, ya comprendo que eso ocupa mucho tiempo! –exclamó en respuesta a algo que le dijera Sludin y no había entendido bien.

Tras el doctor, que estuvo largo rato, como dijimos, llegó el viajero célebre, y Alexey Alejandrovich, gracias al folleto que acaba de leer y a su erudición en la materia, sorprendió al vi­sitante con la profundidad de sus conocimientos y la amplitud de su visión en aquel asunto.

A la vez que al viajero, le anunciaron la visita del mariscal de la nobleza de una provincia, llegado a San Petersburgo para hablar con Karenin.

Cuando éste hubo marchado, Karenin despachó los asuntos del día con su secretario. Debía, además, hacer una visita a una relevante personalidad para un asunto de importancia.

A duras penas llegó a casa a las cinco, hora justa de comer. Comió con su administrador y le invitó a que le acompañase a su casa veraniega, para ir después a las carreras de caballos.

Alexey Alejandrovich, sin darse cuenta, procuraba ahora que las visitas a su mujer fuesen ante terceros.
XXVII
Ana estaba en el piso alto, ante el espejo, prendiendo con alfi­leres un último lazo a su vestido con ayuda de Anuchka, cuando sintió crujir la grava a la entrada bajo las ruedas de un carruaje.

«Para ser Betsy, es demasiado temprano», pensó.

Asomándose a la ventana, vio el coche, el sombrero negro que se destacaba en él y las orejas tan conocidas de Alexey Alejandrovich.

«¡Qué inoportuno! ¿Será posible que venga a pasar la no­che aquí?», pensó Ana.

Y le parecieron tan horribles los resultados que podían derivarse de ello que, para no reflexionar, se apresuró a sa­lir al encuentro de los recién llegados con el rostro radiante y alegre, sintiéndose llena de aquel espíritu de engaño y fin­gimiento que se apoderaba de ella con frecuencia y bajo cuya influencia comenzó a hablar, sin saber ella misma lo que diría.

–Te agradezco la atención de haber venido –dijo Ana, dando la mano a su esposo y saludando a su acompañante, Sludin, el amigo de confianza, con una sonrisa–. Espero que te quedarás a dormir, ¿no?

Decía lo primero que le inspiraba su espíritu de falsedad.

–Iremos juntos a las carreras... Siento haber quedado con Betsy en que... Vendrá ahora a buscarme.

Alexey Alejandrovich hizo una mueca al oír el nombre de Betsy.


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