Ana Karenina



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–¿Para qué? –repuso ella–. Después de pintarme tú, no quiero otros retratos. Más vale que pinte a Anny –así llama­ban a la niña–. Ahí viene –añadió, mirando por la ventana a la nodriza, una belleza italiana, que había sacado a la niña en brazos aljardín.

Y luego volvió la cara para contemplar a Vronsky.

La hermosa nodriza, cuya cabeza pintaba él para su cuadro, era el único dolor oculto que había en la vida de Ana.

Vronsky, pintándola, admiraba su hermosura y su aire me­dieval, y Ana había de reconocer que temía tener celos de la italiana, y por ello trataba con especial afecto tanto a la no­driza como a su hijita.

Vronsky miró por la ventana, puso sus ojos en los de Ana y luego, volviéndose hacia Golenischev, le preguntó:

–¿Conoces a ese Mijailov?

–Le veo a veces. Pero es un hombre raro y sin instrucción alguna, uno de esos hombres que se encuentran ahora con fre­cuencia, de esos librepensadores, educados d'emblée en las concepciones de la incredulidad, la negación y el materialismo.

Y Golenischev, sin ver o no queriendo ver que también Ana y Vronsky deseaban hablar, prosiguió:

–Antes, sucedía que el hombre de ideas libres estaba edu­cado en normas religiosas, en la ley y la moralidad, llegando a las ideas libres mediante luchas y trabajos. Pero ahora surge un tipo nuevo de gente de ideas libres que crece sin saber si­quiera que existen leyes de moral y religión y que hay autori­dad. Se desarrollan en la negación de todo, es decir, como salvajes. Mijailov es de ésos. Al parecer, es hijo de un mayor­domo de Moscú y no recibió instrucción alguna. Al entrar en la Academia y adquirir fama, como no es tonto, se quiso culti­var. Y se dirigió a lo que le parecía la fuente de la cultura: los periódicos. En otros tiempos, un hombre, supongamos un francés, que hubiera querido–instruirse, se habría dedicado a estudiar a los clásicos: teólogos, trágicos, historiadores y filó­sofos, y comprendería todo el esfuerzo intelectual que habría tenido que desarrollar. Pero en Rusia, éste cayó en derechura sobre la literatura negativa, absorbió rápidamente todo el ex­tracto de la ciencia negativa, y he aquí formado al hombre... Veinte años atrás habría encontrado en esa literatura los sig­nos de la lucha con la autoridad, con las creencias seculares, y en esta lucha habría comprendido que antes había existido algo más. Pero ahora da con una literatura que no hace dignas de discusión tales ideas, sino que dice sencillamente: «No hay nada. Sólo existen la evolución, la selección, la lucha por la vida y nada más». Yo, en mis artículos...

–¿Saben –dijo Ana, que por las miradas que hacía rato cambiaba con Vronsky, comprendía que a éste no le intere­saba la cultura del pintor, sino que no tenía más intención que ayudarle–, saben lo que debemos hacer? –sugirió, interrum­piendo decididamente a Golenischev, entusiasmado en sus explicaciones–. Vayamos a verle.

Golenischev, serenándose, consintió, gozoso, en ir. Pero como el pintor vivía en un lugar muy apartado de la ciudad, resolvieron tomar un coche.

Una hora después, Ana, al lado de Golenischev y Vronsky en el asiento delantero, se acercaban a una fea casa de mo­derna construcción en un barrio apartado.

Informados por la mujer del portero de que Mijailov permitía visitar su estudio, pero que ahora estaba en su casa, cercana a él, le enviaron sus tarjetas pidiéndole que les dejara examinar sus cuadros.


X
El pintor Mijailov estaba trabajando, como de costumbre, cuando le llevaron las tarjetas del conde Vronsky y de Gole­nischev. Por la mañana no se había movido de su estudio, trabajando en su gran lienzo. De vuelta a su casa, se enfadó con su mujer por no haber sabido ésta contestar adecuadamente a la dueña de la casa, que pedía el dinero del alquiler.

–¡Ya lo he dicho veinte veces que no tienes que darle ex­plicación alguna! Eres una tonta rematada, pero lo eres toda­vía más cuando te pones a explicarte en italiano –dijo, des­pués de una larga disputa.

–Pues no dejes pasar tanto tiempo sin pagar. Yo no tengo la culpa. Si hubiera tenido dinero...

–¡Déjame en paz, por Dios! –exclamó Mijailov con voz lastimera.

Y, tapándose los oídos con las manos, se fue a su cuarto de trabajo, tras el tabique, y cerró la puerta, diciéndose que su mujer era una necia.

Se sentó a la mesa, abrió la carpeta y empezó a dibujar con extraordinaria animación.

Nunca trabajaba con tanto ardor y acierto como cuando la suerte le era adversa y, sobre todo, como cuando discutía con su mujer.

«¡Quisiera desaparecer!», pensaba, mientras continuaba su tarea.

Estaba dibujando la figura de un hombre encolerizado. Ya había hecho el dibujo antes, pero no había quedado contento de él.

«No, el otro era mejor. ¿Dónde estará?»

Salió de su cuarto con aspecto sombrío y, sin mirar a su es­posa, preguntó a la niña mayor dónde estaba el papel que les había dado.

El papel con el dibujo desdeñado apareció, pero sucio y manchado de estearina. No obstante, Mijailov tomó el dibujo, lo puso en la mesa, se apartó y lo miró entornando los ojos.

De pronto sonrió y agitó alegremente las manos.

–¡Esto es, esto! –exclamó.

Y, cogiendo el lápiz, empezó a dibujar con gran entu­siasmo. La mancha de estearina daba al hombre una nueva ac­titud.

Mientras trazaba aquella nueva actitud, recordó de pronto el rostro enérgico, de saliente barbilla, del comerciante a quien compraba los cigarros, y Mijailov dio aquel rostro y aquella barbilla a la figura que dibujaba. Una vez hecho, rió con júbilo. De repente, la figura, antes muerta y artificial, co­braba vida y se le aparecía con carácter tan definido que no podía pedirse más.

Cabía, no obstante, corregir el dibujo según las exigencias de la figura; podíase y se debía abrir más las piernas, cambiar del todo la posición del brazo izquierdo, descubrir la frente le­vantando algo los cabellos. Al hacer tales correcciones, no cambiaba, sin embargo, la figura, sino que prescindía de lo que la ocultaba. Era como si le quitase los celos que la envol­vían y la hacían imprecisa.

Cada nueva línea que trazaba el pintor daba más relieve a la figura, mostrándola en todo su vigor, tal como se le apare­ciera de pronto bajo la mancha de estearina.

Cuando, cuidadosamente, daba la última mano al dibujo, le llevaron las tarjetas.

–Voy en seguida...

Se acercó a su mujer.

–Mira, Sacha, no te enfades –dijo, sonriendo con dulce timidez–. La culpa ha sido de los dos. Ya lo arreglaré todo.

Y, después de reconciliarse con su esposa, se vistió el abrigo color de aceituna con cuello de terciopelo, se puso el sombrero y marchó al estudio.

La figura que, al fin, había conseguido fijar sobre el cartón quedaba olvidada. Ahora, la visita de aquellos rusos distingui­dos, que habían llegado en coche a su estudio le tenía alegre y agitado.

De aquel cuadro suyo, colocado en un caballete en el estudio, Mijailov, en el fondo de su alma, tenía una sola opinión: que nadie había pintado nunca un cuadro semejante. No creía que valiese más que los de Rafael, pero sí que lo que él quería expresar en el lienzo nadie lo había expresado aún.

Esta convicción estaba firmemente arraigada en su ánimo desde hacía mucho tiempo, desde que lo empezara a pintar, pero, a pesar de ello, la opinión ajena, fuese la que fuese, te­nía para él una enorme importancia y despertaba en su alma una emoción muy viva.

La más leve observación que le demostrara que los críticos veían una mínima parte de lo que él encontraba en su cuadro le agitaba hasta lo más profundo de su ser. En general atribuía a sus jueces más capacidad de comprensión que la que él po­seía, y siempre esperaba que, en sus palabras, había de descu­brir algo que él no había podido ver en su cuadro.

Se acercó con paso rápido a la puerta del estudio, y, a pesar de su emoción, la figura suavemente iluminada de Ana, que estaba a la sombra de la entrada, escuchando las animadas ex­plicaciones de Golenischev, mientras trataba de dirigir una mirada al pintor que se aproximaba, hizo en éste una viva im­presión.

Sin que ni él mismo se diera cuenta, Mijailov captó y asi­miló toda la gracia de aquella figura, como cazara al vuelo la barbilla del vendedor de cigarros, guardándola en el rincón de su cerebro de donde había de extraerla cuando la necesitó.

Los visitantes, ya desilusionados por lo que Golenischev les contara del pintor, quedaron aún más decepcionados ante su aspecto.

De mediana estatura, corpulento, de andar balanceante y amanerado, Mijailov, con su sombrero castaño y su abrigo co­lor de aceituna, con sus pantalones estrechos cuando hacía tiempo que se llevaban anchos, producía una impresión que la vulgaridad de su ancho rostro y la mezcla de timidez y preten­siones de dignidad que se pintaban en él hacían aún más des­agradable.

–Hagan el favor –les dijo, tratando de adoptar un aire indi­ferente, mientras hacía pasar a sus visitantes y les abría la puerta del estudio.


XI
Al entrar en el estudio, el pintor Mijailov miró una vez más a los visitantes. La expresión del rostro de Vronsky, sobre todo de sus pómulos, se grabó en su imaginación.

Aunque su sensibilidad artística trabajaba sin cesar, acu­mulando más y más materiales, aunque sentía una emoción cada vez mayor al acercarse el momento de exponer su cuadro, Mijailov, rápida y sutilmente, se formó una idea sobre aquellas tres personas basándose en apenas perceptibles in­dicios.

Sabía que Golenischev era un ruso que vivía en la ciudad. No recordaba su apellido ni dónde le había visto, ni lo que ha­bía hablado con él. Sólo recordaba su rostro, como el de todas las personas que encontraba, y sabía que lo había clasificado ya en la inmensa categoría de los rostros sin expresión, a pe­sar de su falso aire de originalidad.

Los cabellos largos y la frente despejada daban una apa­rente individualidad a aquel semblante de expresión mi­núscula, infantil, inquieta y concentrada sobre el arranque de la nariz.

A juicio de Mijailov, Vronsky y Ana debían de ser rusos de la alta sociedad y muy ricos, artísticamente tan ignorantes corno todos aquellos rusos opulentos que fingían amar y apre­ciar el arte.

«Seguramente han visto todas las antigüedades; ahora es­tán visitando los estudios de los pintores modernos –el char­latán alemán, el prerrafaelista inglés– y han venido a ver mi estudio para completar la revista», pensaba.

Conocía bien las costumbres de los dilettanti –tanto peores cuanto más informados– de visitar los estudios de los pintores modernos sólo con el fin de poder decir que el arte decae y que cuanto más conocen a los modernos más se per­suaden de lo inimitables que son los maestros antiguos.

Esperaba esto, lo veía en sus rostros, en la indiferente ne­gligencia con que hablaban entre sí, mirando los maniquíes y bustos y paseando de un lado a otro en espera de que él descu­briese su cuadro.

Y, no obstante, cuando removió sus estudios, levantó las cortinas y descubrió el lienzo, Mijailov se sintió invadido por una viva emoción, tanto más cuanto que, a pesar de su juicio de que todos los nobles y ricos rusos tenían forzosamente que ser unos estúpidos, Vronsky, y sobre todo Ana, habían cau­sado en él una excelente impresión.

–Aquí... ¿Quieren verlo? –dijo Mijailov, apartándose del cuadro con su andar balanceante–. Es Cristo ante Pilatos...

Mateo, capítulo XXVII –murmuró, sintiendo que sus labios empezaban a temblar de emoción.

Y retrocedió, colocándose detrás de ellos.

Durante los pocos segundos en que los visitantes miraron en silencio el cuadro, él lo contemplaba también con ojo indi­ferente a imparcial. Parecíale ahora que el juicio superior y justo sobre su pintura había de ser pronunciado por aquellos tres visitantes a quienes había despreciado un momento antes.

Olvidó cuanto había pensado de su cuadro anteriormente, en los tres o cuatro años que llevaba pintándolo; olvidó todos sus méritos, fuera de duda para él, contemplándolo con la mi­rada severa, crítica y desapasionada de sus visitantes y no ha­llaba en él nada bueno.

Veía en primer término el rostro de Pilatos, impaciente en su despecho, y el rostro sereno de Cristo; veía después las fi­guras de los criados de Pilatos y el semblante de Juan obser­vando la escena.

Cada rostro lentamente surgido en su interior, en medio de búsquedas y errores, con su carácter peculiar; cada figura tan­tas veces cambiada de sitio, para la armonía del conjunto; los tonos, matices y colores conseguidos con tanto trabajo, todo, mirado por los ojos de sus visitantes, le parecía trivial y repe­tido ya mil veces.

Lo que más estimaba de él, el semblante de Cristo, centro del cuadro, que tanto le entusiasmara cuando lo descubrió, perdió todo su mérito al mirarlo con ojos ajenos.

Veía una repetición, bien pintada –y aún no muy bien, porque ahora notaba en ella muchos defectos– de los innu­merables Cristos de Tiziano, Rafael, Rubens, de los mismos guerreros y del invariable Pilatos. Todo aquello era trivial, mezquino y viejo a incluso mal pintado, con excesivo color y poca energía. Los visitantes tendrían razón en proferir algu­nas frases de fingido elogio en presencia del pintor, y compa­decerle y burlarse de él cuando quedaran solos.

Le pareció pesar durante largo rato aquel dilatado silencio, aunque en realidad no duró más de un minuto. Para interrum­pirles y mostrar que no estaba conmovido, Mijailov, con un esfuerzo sobre sí mismo, habló a Golenischev.

–Creo que ya he tenido el gusto de conocerle ––dijo, mi­rando con inquietud, ora a Ana, ora a Vronsky, a fin de no per­der un detalle de la expresión de sus rostros.

–Así es: nos vimos en casa de Rossi. ¿No se acuerda? En la velada en que declamó aquella señorita italiana, la nueva Raquel... ––dijo con naturalidad Golenischev, apartando sin pesar los ojos del cuadro para hablar con el pintor.

Advirtiendo, sin embargo, que Mijailov esperaba su juicio sobre el lienzo, dijo:

–Su cuadro ha mejorado mucho desde la última vez que lo vi. Y como entonces, también ahora me sorprende extraor­dinariamente la figura de Pilatos. ¡Es tan comprensible este hombre, bueno, simpático, pero, en el fondo de su alma, un funcionario «que no sabe lo que se hace» ! No obstante, me parece...

El movible rostro de Mijailov se iluminó de repente. Sus ojos brillaron. Fue a decir algo, pero la emoción no se lo per­mitió y fingió una tos.

A pesar de lo poco que apreciaba el gusto artístico de Gole­nischev, a pesar de la insignificancia de aquella justa observa­ción sobre la expresión del rostro de Pilatos como funciona­rio, a pesar de lo humillante que pudiese parecer un comentario tan minúsculo silenciando lo principal, Mijailov se sintió en­tusiasmado de aquella observación.

Él opinaba sobre la figura de Pilatos lo mismo que Gole­nischev le había dicho. Que aquel comentario fuese uno de los millones de comentarios justos que pudieran hacerse so­bre su pintura no disminuía a sus ojos la importancia de la ob­servación de Golenischev. Sentía que sus palabras desperta­ban su simpatía hacia el otro y le hacían pasar del estado de abatimiento en que se encontraba a un estado de alegre entu­siasmo.

El cuadro, en el acto, se animaba a sus ojos con inexplica­ble complejidad en cuanto tenía de vivo.

Trató de decir que él entendía también así a Pilatos, pero le temblaron los labios y fue incapaz de pronunciar una palabra.

Vronsky y Ana hablaban en voz baja, como suele hacerse en las exposiciones, en parte por respeto al pintor y en parte por no decir en voz alta alguna tontería, tan fácil de decir en cuestiones de arte.

Mijailov, pareciéndole que el lienzo les había impresio­nado también, se les acercó.

–¡Qué extraordinaria expresión la de Cristo! ––dijo Ana.

De cuanto veía, era aquello lo que más le gustaba. Le pare­cía, además, que, tratándose de la figura principal del cuadro, el elogio había de placer al pintor.

–Se le nota que siente compasión de Pilatos –añadió.

Tal observación pertenecía también a los millones de ellas que podían hacerse sobre un cuadro y sobre la figura de Cristo. Había dicho que sentía compasión de Pilatos, y era ló­gico que se viera en él la expresión de amor, de serenidad ul­traterrena, de sentimiento de la proximidad de la muerte y de conciencia de la inutilidad de las palabras.

Estaba claro que Pilatos debía tener una expresión de fun­cionario y Cristo había de tenerla de compasión, ya que uno encamaba la vida mortal y otro la vida espiritual. Todo esto y mucho más pasó por la mente de Mijailov, y, no obstante, su rostro volvió a iluminarse de entusiasmo.

–Sí. Está muy bien pintada esa figura. ¡Y cuánta atmós­fera en tomo de ella! Parece que habría de ser posible darle la vuelta –dijo Golenischev, seguramente queriendo signifcar que no estaba conforme con el significado a idea de la figura.

–Es de una maestría excepcional –afirmó Vronsky–. ¡Cómo se destacan estas figuras del segundo término! ¡Esto tiene una técnica perfecta! –agregó, dirigiéndose a Golenis­chev, como dándole a entender, siguiendo su charla de antes, que él desesperaba de adquirir aquella habilidad.

–Sí, es excepcional –confirmaron Golenischev y Ana.

Pese al estado de exaltación en que se hallaba, la referencia a la técnica hirió dolorosamente a Mijailov.

Mirando con enojo a Vronsky, se puso serio de repente. Oía con frecuencia la expresión «técnica» a ignoraba por com­pleto lo que la gente entendía por ella. Sabía que indicaban así la facultad mecánica de pintar y dibujar completamente fuera de la idea del cuadro. Observaba a menudo, como en la pre­sente alabanza, que contraponían la técnica al verdadero mérito, como si fuera posible pintar con arte una mala composi­ción. Sabía que hay que tener mucha atención y esmero para, al quitar todas aquellas pinceladas que no expresaban nada in­terno, no estropear la obra de arte, pero en ello aquí no había ni arte pictórico ni técnica alguna.

Si a un niño o a una cocinera se les hubiera revelado lo que veía él, también ellos habrían podido expresar lo que veían. Y el más hábil y diestro pintor técnico no habría podido pintar nada sólo con su facultad mecánica de no haber descubierto antes los límites del argumento y el contenido.

Además, sabía que, hablando de técnica, era imposible elo­giarle por ella. En cuanto había pintado y pintaba, reconocía defectos que saltaban a la vista, hijos de la escasa atención con que corregía sus cuadros de detalles materiales y que ya no podía corregir sin estropear la obra. Y en casi todas las fi­guras y rostros veía aún restos de defectos no bien corregidos que afeaban el cuadro.

–Sólo objetaría una cosa, si me lo permitiera –notó Go­lenischev.

–Lo celebro y se lo ruego –dijo Mijailov esforzándose en sonreír.

–Que, en su cuadro, Cristo es un hombre–Dios y no un Dios­hombre. Aunque ya sé que era eso lo que usted se proponía.

–No puedo pintar un Cristo que no llevo en mi alma –re­puso Mijailov, huraño.

–Sí; pero entonces permítame expresar mi idea. Su cuadro es tan bueno, que mi observación no puede perjudicarle, y, además, es sólo mi opinión personal. En usted, el motivo mismo es diferente. Tomemos por ejemplo a Ivanov. Yo con­sidero que si se reduce a Jesús al papel de figura histórica, ha­bría sido preferible que Ivanov hubiese elegido otro tema his­tórico, más fresco, no tocado todavía por nadie.

–¡Pero si es el tema más grande que se presenta al arte!

–Sabiéndolos buscar se encuentran también otros. Su­cede, no obstante, que el arte no admite discusión ni razones. Y ante el lienzo de Ivanov, tanto para el creyente como para el que no lo es, se presenta la misma duda: «¿Es Dios o no es Dios?». Y eso destruye el conjunto de la impresión.

–¿Por qué? A mí me parece –dijo Mijailov– que para las personas cultas no puede ya haber discusión.

Golenischev se mostró disconforme con esta opinión y, aferrándose a su primera idea sobre la unidad de impresión necesaria en el arte, venció a Mijailov, que, excitado, no supo decir nada en favor de su tesis.
XII
Hacía tiempo que Ana y Vronsky cambiaban miradas, can­sados de la erudita charla de su amigo.

Al fin, Vronsky se acercó a un pequeño cuadro sin esperar a que el pintor le invitara.

–¡Oh, qué hermoso, qué hermoso! ¡Qué encanto! ¡Qué maravilla! –exclamaron al unísono él y Ana.

«¿Qué les habrá gustado tanto?», se preguntó Mijailov, que no se acordaba ya de aquel cuadro, pintado por él tres años antes. Los sufrimientos que le había costado y los entusias­mos que despertara en él en aquellos meses que le tuvo absor­bido noche y día, estaban olvidados, como los olvidaba siem­pre apenas terminaba su obra. En cuanto a aquélla, incluso le desagradaba verla y la había expuesto únicamente porque es­peraba la visita de un inglés que quería comprarlo.

–Es un estudio de hace tiempo –dijo.

–Es admirable –afirmó Golenischev, notándose que sen­tía con sinceridad la fascinación de aquel lienzo.

Dos niños, al pie de un alto arbusto, pescaban con caña. El mayor acababa de tender la suya y en aquel instante, colocado detrás de un arbusto, iba sacando el hilo con atención concen­trada a fin de no perder el corcho de vista.

El otro, menor, tendido en la hierba y acodado en ella, con su cabecita de cabellos rubios y enmarañados apoyada en sus manos, miraba el agua con pensativos ojos azules. ¿En qué pensaba?

El entusiasmo ante aquel cuadro despertó en Mijailov la emoción de antes, pero no le placía aquel inútil sentimiento referente a algo ya pasado y así, aunque le halagaban los elogios, trató de desviar la atención de aquel cuadro y concen­trarla en un tercero.

Pero Vronsky le preguntó si quería venderlo. A Mijailov, emocionado con la visita, le resultaba desagradable hablar ahora de dinero.

–Está expuesto para la venta, claro... –repuso con grave­dad frunciendo el entrecejo.

Cuando todos los visitantes se hubieron ido, Mijailov se sentó frente al cuadro de «Cristo ante Pilatos» y mentalmente se repitió lo que le dijeran y lo que podía sobreentender en las palabras de los visitantes.

Y, cosa extraña, lo que tanto valor tenía para él cuando es­taban presentes, perdía de pronto toda importancia ahora que mentalmente se ponía fuera del punto de vista de ellos.

Ahora, mirando el cuadro con ojo de artista, adquiría la cer­teza absoluta de su perfección y la seguridad de su transcen­dencia, sentimiento que necesitaba para alcanzar aquella ten­sión que excluía todo otro interés y sin la cual no le era posible trabajar.

No obstante, el pie de Cristo le parecía ahora algo despro­porcionado. Cogió la paleta y empezó a trabajar. Mientras corregía el pie, miraba sin cesar la figura de Juan, en segundo término, y en el que no se fijaron los visitantes, pero que él sabía que era un modelo de perfección.

Concluido el pie, pensó en trabajar en aquella figura, pero se sentía demasiado conmovido para poder hacerlo. No podía trabajar ni en frío ni cuando se sentía emocionado y lo veía todo exageradamente. De la frialdad a la inspiración había sólo un peldaño, y era entonces cuando le resultaba posible pintar. Hoy tuvo, pues, que abandonar el trabajo.

Fue a tapar el cuadro, pero se detuvo con el paño en la mano mirando embelesado la figura de Juan.

Al fin, apartó la mirada con pena, dejó caer el paño, y can­sado, pero feliz, volvió a su casa.

Vronsky, Ana y Golenischev, de regreso, iban animados y alegres.

Hablaban de Mijailov y de sus cuadros. La palabra «ta­lento», que ellos definían como una facultad natural, casi física, independiente del alma y el corazón, y con la que nom­braban cuanto produjera el pintor, surgía en su charla con fre­cuencia, ya que necesitaban nombrar algo que no compren­dían, pero de lo que deseaban hablar.

Afirmaban que no se podía negar talento a Mijailov, pero que tal talento no había podido desarrollarse por falta de cul­tura, desgracia común a los pintores rusos. Mas el cuadro de los niños quedó grabado en su memoria, y de vez en cuando lo mencionaban de nuevo.


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