Ana Karenina



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–Aunque no tiene el tifus, no está bien.

–¡Qué lástima! ––dijo ella.

Y habiendo cumplido de aquel modo con la gente de fuera de la casa, Ana dirigió su atención a sus amigos.

–De todos modos, Ana Arkadievna, será muy difícil cons­truir la máquina con su explicación ––dijo en broma Sviajsky.

–¿Por qué? –replicó Ana con sonrisa que decía clara­mente que ella sabía que en su explicación había un punto de afectación no desprovista de gracia, observada también por Sviajsky.

Este nuevo rasgo de coquetería en el carácter de Ana sor­prendió desagradablemente a Dolly.

–Pero, en cambio, los conocimientos de Ana Arkadievna en arquitectura son sorprendentes ––dijo Tuschkevich.

–¡Claro que sí! Ayer le oí hablar de «colocar el cabrío», y « los plintos» –dijo irónicamente Veselovsky–. ¿Es así como se pronuncia?

–No hay nada de particular en ello cuando tengo que verlo y oírlo tantas veces ––dijo Ana–. Y usted –agregó dirigién­dose a Veselovsky– estoy segura de que no sabe ni siquiera de qué se hacen las casas.

Daria Alejandrovna advertía que, aunque reprobando el tono de coquetería en que le hablaba Veselovsky, Ana, invo­luntariamente, lo adoptaba a su vez.

En esta ocasión, Vronsky obraba de modo completamente distinto al de Levin. Se veía que no daba ninguna importancia a las charlas de Veselovsky con su mujer y hasta, al contrario animaba a aquél en sus bromas.

–Sí, díganos, Veselovsky, ¿con qué se unen las piedras? –le preguntó.

–Está claro: con cemento.

–¡Bravo! ¿Y qué es el cemento?

–Algo así como... ¿cómo diré?, una masa líquida y pega­josa ––expuso Veselovsky provocando la risa general.

La conversación entre los comensales, excepto el doctor, el arquitecto y el encargado, sumidos de nuevo en un obstinado silencio, no paraba, ora deslizándose placenteramente o pun­zante, a hiriendo a alguien. En cierto punto, fue Daria Alejan­drovna la que se sintió herida en sus sentimientos. Se acaloró de tal modo que llegó a ponerse roja, y hasta un poco después, no se le ocurrió que acaso habría proferido alguna palabra in­conveniente. Sviajsky había aludido a Levin, refiriendo sus extrañas ideas de que las máquinas son nocivas en la propie­dad rusa.

–No tengo el gusto de conocer a ese señor –dijo Vronsky, sonriendo con ironía–, pero seguramente él no ha visto nunca las máquinas que censura. Y si ha visto alguna, segura­mente no era una máquina extranjera sino cualquiera rusa... Pues, ¿qué dudas pueden caber sobre esta cuestión?

–En general, tiene ideas turcas –dijo Veselovsky diri­giéndose, con su eterna sonrisa, a Ana.

–No puedo defender sus ideas porque no sabría –dijo Daria Alejandrovna acalorada, pero con energía–. Lo que sí puedo decir es que es un hombre culto, y que si él estuviera aquí, le contestaría debidamente...

–Le quiero mucho y somos buenos amigos –dijo Sviajsky bonachonamente–. Mais pardon, il est un peu to­qué. Por ejemplo, afirma que el zemstvo y los jueces muni­cipales no son necesarios y no quiere intervenir en nada.

–Es nuestra indiferencia rusa –comentó Vronsky, echando agua helada de una botella en su alta copa. Es no sentir las obligaciones que nos imponen nuestros derechos, es negar esas obligaciones.

–No conozco hombre más severo en el cumplimiento de sus obligaciones –opuso Daria Alejandrovna, irritada por el tono de superioridad con que el Conde había hablado.

–Yo, al contrario –continuó Vronsky, a quien, al parecer interesaba vivamente la conversación–. Yo, por el contrario, digo, estoy muy agradecido por el honor que me han hecho, gracias a Nicolás Ivanovich (indicando a Sviajsky) de ha­berme elegido juez municipal honorario. Considero para mí muy importante la obligación de ir a la Junta para juzgar las cuestiones de los campesinos, aunque se trate sólo de un ca­ballo. Y consideraré un gran honor que me nombren vocal del zemstvo. Sólo de este modo podré pagar los beneficios de que disfruto como propietario de tierras. Por desgracia, no se com­prende la importancia que deben alcanzar en el Estado los grandes terratenientes.

A Daria Alejandrovna le extrañaba que Vronsky hablara en aquella forma de sí mismo, de sus ideas sentado a su mesa, en su propia casa. Era verdad que Levin, cuyas ideas, eran completamente opuestas, las defendía también con igual ener­gía y también en su casa, sentado a la mesa... Pero a Levin le quería y, por eso, lo encontraba natural en él.

–¿Así, Conde, que podremos contar con usted para la próxima sesión? –preguntó Sviajsky–. Pero hay que ir pronto, para estar ya allí el día ocho. Si me hubiera otorgado el honor de venir a mi casa...

–Pues yo estoy en parte conforme con tu cuñado –dijo Ana a Dolly–. Temo que actualmente el número de obliga­ciones sociales haya aumentado de una manera exagerada, aunque probablemente por motivos diferentes, –añadió con una sonrisa–. Como antes había tantos empleados que parecía que se necesitaba uno para cada asunto, así ahora necesi­tan para todo la actividad de la gente. Alexey sólo lleva aquí seis meses y me parece que es ya miembro de cinco o seis dis­tintas instituciones sociales: la tutoría, juez, vocal, agregado, hasta algo que trata de los caballos. Du train que cela va, todo el tiempo se le irá en esas obligaciones. Temo, sin embargo, que toda esa cantidad de cargos sea sólo una fórmula. ¿De cuántas sociedades es usted miembro, Nicolás Ivanovich? –preguntó a Sviajsky–. Me parece que de más de veinte, ¿no?

Ana hablaba en broma, pero en su tono se advertía una cierta irritación.

Daria Alejandrovna, que observaba con atención a Ana y a Vronsky, en seguida lo notó. Observó, también, que durante esta conversación el rostro de Vronsky adquiría al punto una expresión severa y obstinada. Al advertirlo y darse también cuenta de que la princesa Bárbara se apresuraba a hablar de los conocidos de San Petersburgo para cambiar de conversa­ción, recordó que Vronsky le había hablado en el jardín muy poco oportunamente de su actividad social, y Dolly compren­dió en seguida que en aquella cuestión iba ligada una disen­sión íntima entre los dos amantes.

La comida, los vinos, la vajilla, el servicio, todo esto estaba muy bien, pero el carácter impersonal y de tirantez que se no­taba en ella, Dolly lo había visto ya en las comidas de gala, en los bailes de gran mundo, de los que había perdido ya la cos­tumbre. Verlo, no obstante, en un día corriente, en una socie­dad reducida, casi en familia, despertaba en ella una impre­sión desagradable.

Después de la comida pasaron, a reposar, a la terraza. Luego jugaron una partida de lawn–tennis.

Los jugadores, separados en dos grupos, se pusieron sobre el croquet ground cuidadosamente apisonado y nivelado, a ambos lados de la red tendida entre dos columnitas doradas.

Daria Alejandrovna probó a jugar, pero no pudo en mucho tiempo entender el juego. Cuando acabó de comprenderlo, estaba cansada ya y lo abandonó y se sentó junto a la prin­cesa Bárbara, observando las incidencias de las jugadas. Su compañero de partida tampoco jugó más, pero los otros con­tinuaron.

Svianjsky y Vronsky jugaban bien y seriamente. Vigilaban la pelota que les tiraban sin precipitarse ni perder tiempo, corrían con destreza a su encuentro, se estiraban, saltaban y paraban con habilidad y la devolvían diestramente con la ra­queta, al otro lado de la red.

Veselovsky jugaba peor que los demás. Se excitaba dema­siado; pero, con su alegría, animaba a los otros jugadores. Sus risas y exclamaciones no cesaban de oírse un momento. Como los otros hombres, tras pedir permiso a las señoras, se había quitado la levita, y sù recia y hermosa figura, en mangas de camisa, el rostro colorado y cubierto de sudor y sus movi­mientos impresionaban de tal modo, que aquella noche Daria Alejandrovna tardó mucho en dormirse recordando la figura de Veselovsky moviéndose sobre la pista.

Durante el juego, Daria Alejandrovna no se sintió alegre: no le agradaba el trato algo libre que observaba entre Vese­lovsky y Ana; y le desagradaba, también, aquella falta de na­turalidad que se nota en las personas mayores cuando se di­vierten en un juego infantil sin niños. Pero, para no desanimar a los demás y pasar el tiempo de algún modo, después de des­cansar un rato, de nuevo se unió a los jugadores y fingió di­vertirse.

Todo aquel día tuvo la impresión de que estaba represen­tando en un teatro con actores mejores que ella y que la tor­peza con que desempeñaba su papel estropeaba toda la obra.

Había ido con intención de pasar dos días allí, si se encon­traba muy bien; pero, durante la partida de tenis, tomó la reso­lución de marcharse al día siguiente.

Aquellas mismas preocupaciones de madre que aborreciera tanto durante el camino, ahora, después del día pasado sin sus hijos, se le presentaban bajo otro aspecto y la instaban a vol­ver junto a ellos.

Cuando, después del té de la tarde y el paseo en barca que dieron por la noche, Daria Alejandrovna entró en su habita­ción, se quitó el vestido y se arregló sus cabellos, ya escasos, para pasar la noche, experimentó un gran alivio.

Hasta le era desagradable pensar que Ana iba a entrar en­tonces en su habitación. En aquel momento Dolly ansiaba quedar a solas con sus pensamientos.


XXIII
Iba ya a meterse en la cama, cuando entró Ana, en camisón.

Durante el día, en varias ocasiones, había intentado hablar a Dolly de sus cosas íntimas, sobre las cuales quería su opi­nión, y cada vez, después de pocas palabras, se había inte­rrumpido. «Luego, cuando nos quedemos solas, hablaremos... ¡Tenemos que decimos tantas cosas!»

Ahora se hallaban solas y Ana no sabía de qué hablar. Es­taba sentada cerca de la ventana, mirando a Dolly, y repasaba mentalmente aquellas reservas de conversaciones cordiales, íntimas, que antes le habían parecido inagotables, y no encon­traba nada. En este momento le parecía que todo lo que tenían que hablar se lo habían ya dicho.

–¿Y cómo está Kitty? –preguntó, por fin, tras un suspiro profundo y mirando a Dolly con aire culpable.

Y en seguida, precipitadamente, reflejando una gran ansie­dad,añadió:

–Dime la verdad. ¿No está enfadada conmigo?

–¿Enfadada? No –contestó Daria Alejandrovna.

–No está enfadada, pero me desprecia.

–¡Oh, no! Pero ya sabes que en estos casos no se perdona.

–Sí, sí –suspiró Ana volviendo el rostro y mirando a la ventana–. Pero no es mía la culpa –siguió–. ¿Y quién tiene la culpa? ¿Qué significa tener la culpa? ¿Cómo podía pasar de otro modo?... Pues, ¿qué piensas? Por ejemplo, ¿acaso podía ocurrir que tú no hubieses sido la mujer de Stiva?

–De verdad, no lo sé... Pero dime...

–Sí, sí. No hemos acabado de hablar de Kitty. ¿Es feliz? Dicen que él es un hombre excelente.

–¡Oh! Es poco decir « es un hombre excelente»: no co­nozco un hombre mejor que él.

–¡Ah! ¡Cuánto me alegra lo que dices! No sabes lo que me satisface, Dolly. «Es poco decir que es un hombre exce­lente» –repitió.

Dolly sonrió.

–Pero hablemos de ti ––dijo–. Has de tener como castigo una larga y quizá enojosa conversación conmigo. He hablado con... con...

Dolly no sabía cómo nombrar a Vronsky, porque tan desa­gradable le era llamarle Conde como Alexey Kirilovich llana­mente.

–Con Alexey –le apuntó Ana–. Ya sé que habéis ha­blado. Pero yo quisiera preguntarte qué te parece mi vida.

–¿Cómo podré decirlo así, de una vez? No sé...

–No, dímelo, a pesar de todo... Ya ves mi vida. Pero no ol­vides que nos ves viviendo durante el verano y no estamos so­los. Nosotros llegarnos aquí cuando apenas comenzaba la pri­mavera y vivimos solos, y solos volveremos a vivir, luego, porque no aspiro a nada mejor que esto. Pero imagínate que vivo sola, sin él, lo cual sucederá. Veo, por todos los indicios, que se va a repetir a menudo, que la mitad del tiempo se lo va a pasar fuera de casa –dijo Ana, levantándose y sentándose más cerca de su cuñada–. Naturalmente –siguió, interrum­piendo a Dolly que quiso replicarle–, naturalmente, yo no le retendré por la fuerza. Y no le retengo. ¿Que hay carreras en las cuales toman parte sus caballos ...? Pues tendrá que asistir. Ello me satisface, pero pienso en mí... Pienso en mí, en mi si­tuación... Pero, ¿por qué te hablo de todo esto? –y, son­riendo, le preguntó––: ¿De qué te habló, pues, Alexey?

–Me habló de lo mismo que yo quería hablarte y por esto me es fácil ser su abogado. De si hay alguna posibilidad, de si es posible... –Daria Alejandrovna se paró buscando las pala­bras– de si cabe arreglar mejor tu situación... Ya sabes cómo considero las cosas... Pero de todos modos, si es posible, hay que casarse...

–Es decir, ¿el divorcio? –––dijo Ana–. ¿Sabes que la única mujer que vino a verme en San Petersburgo fue Betsy Tvers­kaya? ¿La conoces? Au fond c'est la femme la plus dépravée qui existe. Estaba en relaciones con Tuschkevich, más que nada por placer de engaitar a su marido. Y ella me dijo que no volvería a verme más hasta que mi situación estuviera regula­rizada. ¡Ella me dijo eso! No pienses que te comparo. Te co­nozco, querida Dolly. Pero, involuntariamente, he recordado... Entonces, ¿qué te ha dicho Alexey? –insistió.

–Ha dicho que sufre por ti y por él... Puede ser que digas que esto es egoísmo, pero ¡es un egoísmo tan legítimo, tan noble! Antes que nada, quiere legalizar a su hija y ser tu ma­rido, tener sus derechos sobre ti.

–¿Qué esposa puede ser esclava hasta el grado en que lo soy yo por mi situación? –le interrumpió Ana sombríamente.

–Y lo que quiere sobre todo es que tú dejes de sufrir.

–Esto es imposible... ¿Y qué más?

–Pues lo más legitimo: quiere que vuestros hijos lleven su nombre.

–¿Qué hijos? ––dijo Ana, sin mirar a Dolly y frunciendo los ojos.

–Anny y los que vengan.

–Por lo que se refiere a lo último, puede estar tranquilo: no tendré más hijos.

–¿Cómo lo puedes decir?

–No tendré hijos porque no quiero.

A pesar de su agitación, Ana no pudo menos de sonreír al ver las expresiones ingenuas de sorpresa, interés y espanto que se dibujaron sucesivamente en el rostro de Dolly.

–El doctor me dijo, después de mi enfermedad...


–¡No puede ser! ––exclamó Dolly con los ojos desmesu­radamente abiertos.

Para ella, aquél era uno de esos descubrimientos cuyos efectos y consecuencias son tan enormes que en el primer mo­mento nos dejan anonadados, sintiendo solamente que es im­posible comprenderlos bien y que será preciso pensar en ellos detenidamente.

Este descubrimiento, que le explicaba de súbito lo que hasta entonces le había resultado incomprensible, cómo en muchas familias había sólo uno o dos niños, despertó en ella tantos pensamientos, ideas y sentimientos contrapuestos que, de momento, no pudo decir nada a Ana, y sí mirarla con sus grandes ojos abiertos enormemente, con una expresión de profunda extrañeza.

Era eso mismo lo que ella había deseado, pero ahora, al en­terarse de cómo era posible, estaba horrorizada. Sentía que era una solución demasiado sencilla para una cuestión tan complicada.

Nest–ce pas immoral? –pudo decir, al fin, después de un largo silencio.

–¿Por qué? Piensa que tengo para escoger dos cosas: o es­tar embarazada, es decir, como enferma inútil, o ser la amiga, la compañera de mi marido –dijo Ana pronunciando las últi­mas palabras en tono intencionadamente superficial y ligero.

«Sí, está claro, está claro» , se decía Daria Alejandrovna.

Eran los mismos argumentos que ella se había hecho, pero ahora no encontraba en ellos ninguna persuasión.

–Para ti, para otras, puede haber dudas aún, pero para mí... –dijo Ana, adivinando los pensamientos de Dolly–. ¿No comprendes? No soy su esposa, me ama, sí, y me amará... ntientras me ame. ¿Y cómo podré retener su amor? ¿Con esto? –y Ana adelantó sus blancos brazos ante su vientre.

Con la rapidez extraordinaria con que sucede en los mo­mentos de emoción, los pensamientos y recuerdos pasaban en torbellino por la mente de Daria Alejandrovna.

«Yo» , pensaba, « no, atraía a Stiva y, claro, se fue con otra, y asimismo, como aquella primera mujer con quien me trai­cionó no supo retenerle, y estar siempre hermosa y alegre, la dejó y tomó otra. ¿Y es posible que Ana pueda atraer y retener con esto al conde Vronsky? Desde luego, si él busca esto, en­contrará maneras y vestidos más atractivos y alegres; y por blancos, por magníficos que sean sus brazos desnudos, por hermoso que sea su cuerpo, su rostro animado bajo la ne­gra cabellera, él encontrará siempre algo mejor, como lo busca y encuentra mi marido, mi repugnante, miserable y que­rido marido».

Dolly no contestó y suspiró profundamente.

Ana advirtió que suspiraba, y se afirmó en su idea de que Dolly, aun estando conforme con sus argumentos, no aproba­ría su decisión.

–Dices que esto no está bien ––continuó, creyendo que lo que iba a exponer era tan firme que no admitía réplica al­guna–. Hay que reflexionar, que pensar en mi situación. ¿Cómo puedo desear niños? No hablo de los sufrimientos, que no los temo. Pero pienso, «¿qué serán mis hijos?» . Unos desgraciados que llevarán un apellido ajeno. Por su estado ¡le­gal, serán puestos en trance de tener que avergonzarse de su madre, de su padre, y hasta de haber nacido...

–Pero precisamente por esto –insinuó Dolly– te es con­veniente, necesario, el divorcio y vuestro casamiento.

Ana no la escuchaba: pensaba exponerle los mismos argu­mentos con que tantas veces había querido persuadirse a sí misma.

–¿Para qué me servirá la razón, si no la empleo en no traer desgraciados al mundo?

Miró a Dolly y, sin esperar contestación, continuó:

–Me sentiría siempre culpable ante estas criaturas desdi­chadas. Si no vienen al mundo no hay desventura, pero si na­ciesen y fuesen desgraciados, solamente yo sería la culpable.

También estos argumentos se los había hecho Dolly a sí misma; y, no obstante, ahora no los entendía.

«¿Cómo se puede ser culpable ante seres que no existen?», pensaba.

De repente, le acudió este pensamiento:

«¿Podría haber sido mejor en algún sentido, para mi que­rido Gricha, que no hubiese venido al mundo?»

Esto le pareció tan extraño, tan terrible, que sacudió su ca­beza para disipar la confusión de sus pensamientos.

–No sé... No lo sé... Esto no está bien –sólo pudo decir Dolly, con expresión de repugnancia en su rostro.

–Sí... Pero no olvides lo principal: que ahora no me en­cuentro en la misma situación que tú. Para ti la cuestión es «si quieres todavía tener hijos», para mí es « si me está permitido tenerlos». Hay, pues, entre ambos casos, una gran diferencia. Yo, comprenderás, que en mi situación, no puedo desearlos.

Daria Alejandrovna no replicó. Comprendió de repente, que se encontraba ya tan alejada de Ana, que entre ellas exis­tían cuestiones sobre las cuales no se pondrían nunca de acuerdo, que era mejor no hablar más.
XXIV
–Por esto es aún más necesario normalizar tu situación si es posible –insistió Dolly.

–Sí... Sí es posible... –dijo Ana en un tono completa­mente distinto, suave y tristemente.

–¿Es acaso imposible el divorcio? Me han dicho que tu marido consiente.

–Dolly, no quiero hablar de esto.

–Bien, no hablemos –se apresuró a decir Daria Alejan­drovna, al ver la expresión de sufrimiento del rostro de Ana–. Veo –añadió– que tomas las cosas demasiado sombría­mente.

–¿Yo? Nada de eso. Estoy muy alegre... muy contenta... Ya lo has visto. Je fais même des passions. Veselovsky.

–Sí. Y, si he de decirte la verdad, no me gusta el tono de ese hombre –dijo Daria Alejandrovna, queriendo cambiar de conversación.–¡ Bah! Nada. Esto hace cosquillas a Alexey y nada más... Él es un chiquillo y le tengo absolutamente en mis manos. ¿Sabes? Hago de él lo que quiero. Es igual que tu Gricha...

De repente, Ana volvió al tema del divorcio:

–¡Dolly! Dices que me tomo las cosas demasiado som­bríamente... No puedes comprender.. Es demasiado terrible... Lo que hago es esforzarme en no ver nada.

–Pues a mí me parece que es preciso mirar. Hay que hacer todo lo que sea posible.

–Pero, ¿qué es posible?... Nada... Dices «debes casarte con Alexey» y que yo no pienso en esto. ¡Que yo no pienso en esto! –repitió Ana. La emoción coloreó sus mejillas. Se le­vantó, enderezó el busto, suspiró profundamente y se puso a pasear por la habitación, deteniéndose de cuando en cuando.

–¿Qué yo no pienso? No hay ni un día ni una hora que no piense en ello. Y me irrito contra mí misma al pensarlo, por­que estos pensamientos pueden volverme loca. ¡Volverme local –repitió Ana exaltadamente–. Cuando lo pienso, ya no puedo dormir sin morfina... Pero está bien: hablemos de ello con la mayor tranquilidad posible. Me dicen «el divor­cio». Primero, él no accederá. «El» está ahora bajo la influen­cia de la condesa Lidia Ivanovna..

Recostada sobre el respaldo de la silla, Daria Alejandrovna seguía, volviendo la cabeza y con la mirada, los movimientos de Ana con ojos llenos de comprensión.

–Hay que probar –––dijo con voz débil.

–Supongamos que hemos probado –siguió Ana–. ¿Qué significa esto? –––dijo, repitiendo una idea sobre la cual había, evidentemente, meditado mil veces y que se sabía de memo­ria–. Esto significa que yo, aunque le odio, reconozco, no obstante, mi culpa, que le considero un hombre generoso y debo rebajarme para escribirle... Supongamos que, haciendo un esfuerzo, me decido a hacerlo. O bien recibiré una contes­tación humillante o su consentimiento... Pues bien, he reci­bido su consentimiento...

Ana estaba en este momento en el rincón más lejano de la habitación y se había detenido allí jugando distraídamente con la cortina.

–Hemos supuesto que recibo el consentimiento. ¿Y mi hijo? No me lo darán. Y crecerá, despreciándome, en la casa de su padre, al cual he abandonado. ¿Comprendes que quiero a dos seres, a Sergio y a Alexey igualmente, más que a mí misma?

Ana volvió al centro de la habitación y se paró ante Dolly, oprin–tiéndose el pecho con las manos. Dentro del blanco salto de cama su figura resaltaba particularmente alta y ancha. Bajó la cabeza y, con los ojos brillantes de lágrimas, miraba de arriba abajo la figura pequeña, delgadita, miserable de Dolly, que se encontraba ante ella con su blusita escocesa y su cofia de dormir, temblorosa toda de emoción.

–Amo sólo a estos dos seres –siguió– y uno de ellos ex­cluye al otro. No puedo unirlos, y esto es lo único que necesito. Y si no lo tengo, todo me da igual. Todo, todo, me da igual... Se terminará de uno a otro modo, pero de esto no quiero ni hablar. Así que no me reproches nada, no me criti­ques. Con tu pureza no puedes comprender lo que sufro...

Ana se acercó a Dolly, se sentó a su lado, y, mirándola con ojos que expresaban un hondo sufrimiento, un inmenso pesar por su culpa, tomó la mano de su cuñada.

–¿Qué piensas? ¿Qué piensas de mí? No me desprecies... No merezco desprecio... Soy muy desgraciada. Si hay en el mundo un ser desgraciado, ése soy yo –dijo, y, volviendo el rostro, lloró amargamente.

Cuando Dolly se quedó sola, rezó sus oraciones y se metió en la cama.

Mientras había oído hablar a Ana, la había compadecido con toda su alma; pero ahora le era imposible pensar en ella: los recuerdos de su casa, de sus hijos, se presentaron en su imaginación con un nuevo encanto, con una luz nueva y ra­diante.

Aquel mundo suyo le pareció ahora tan querido, que se pro­puso no pasar por nada fuera de él ni un día más, y decidió partir al siguiente, sin falta.

Mientras tanto, Ana había vuelto a su habitación, cogió una copita, vertió en ella algunas gotas de una medicina cuya parte principal era morfina y, habiéndola bebido, se sentó y perma­neció así inmóvil algún tiempo, y se dirigió a la cama con el ánimo calmado y alegre.

Cuando entró en el dormitorio, Vronsky la miró atenta­mente, buscando en su rostro las huellas de la larga conversa­ción que suponía había tenido con Dolly. Pero en la expresión del rostro de Ana, que ocultaba su emoción, no encontró nada fuera de su belleza que, aunque acostumbrada, ofrecía siem­pre un nuevo atractivo para él. Fuese simplemente por quedar admirado, absorto, ante la belleza de su amada o porque ésta despertara en él deseos que absorbieron sus pensamientos, Vronsky nada preguntó. Esperó a que ella misma le hablara.


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