Ana Karenina



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All rigth, sir –contestó el inglés con voz gutural y pro­funda–. Será mejor que no pase a verla –añadió, quitándose el sombrero–. Le he puesto el bocado y está agitada. Es pre­ferible no inquietarla.

–Voy, voy. Quiero verla.

–Vayamos, pues –pronunció el inglés, casi sin abrir la boca.

Y, moviendo los codos, penetró en la cuadra con desgar­bado andar.

Penetraron en un pequeño patio que precedía al establo. El mozo de servicio, hombre de buena estatura, vestido con un guardapolvo limpio y empujando una escoba, les siguió.

En la cuadra había cinco caballos en sus respectivos luga­res. Vronsky sabía que también estaba allí su competidor más temible, «Gladiador», el caballo rojo de Majotin.

Más que su caballo, interesaba a Vronsky examinar a «Gla­diador», al que nunca había visto hasta entonces. Pero la eti­queta vigente entre los aficionados a caballos prohibía no sólo ver los del antagonista, sino ni siquiera preguntar por ellos.

Mientras avanzaba por el pasillo, el mozo abrió la puerta del segundo departamento a la izquierda y Vronsky vio un enorme caballo rojo, de remos blancos.

Sabía que aquél era «Gladiador», pero Vronsky volvió la cabeza con el sentimiento de un hombre educado que vuelve el rostro para no leer la carta abierta de un tercero, aunque su contenido le intrigue.

Luego se acercó al departamento de «Fru–Fru».

–Ahí está el caballo de Mah... Mak... ¡No consigo pro­nunciar ese nombre! –dijo el inglés, indicando con su pulgar de sucia uña el departamento de «Gladiador».

–¿De Majotin? Sí; es mi competidor más temible –afirmó Vronsky.

–Si usted lo montara, yo apostaría por usted ––dijo el inglés.

–«Fru–Fru» es más nerviosa y «Gladiador» más fuerte –re­puso Vronsky, correspondiendo con una sonrisa a aquel cum­plido que se hacía a su pericia de jinete.

–En las cameras de obstáculos es cuestión de saber mon­tar bien y de pluck –dijo el inglés. Y con esta palabra que­ría significar osadía y arrojo. Vronsky no sólo creía tener el suficiente, sino que estaba persuadido de que nadie en el mundo podía tener más pluck que él.

–¿Cree usted que es precisa mayor sudoración?

–No es necesario. Pero, no hable tan alto, por favor –con­testó el inglés–. El caballo se inquieta –añadió señalando con la mano el departamento cerrado ante el cual se hallaban y del que salía un ruido de cascos golpeando la pala.

Abrió la puerta y Vronskv entró en el establo, débilmente iluminado por una ventanita. En el establo, agitando las patas sobre la paja fresca, estaba la yegua, baya oscura, con el freno puesto.

Ya acostumbrado a la media luz del establo, Vronsky pudo apreciar una vez más, de una ojeada, las características de su animal preferido.

«Fru–Fru» tenía regular alzada y, al parecer, no carecía de defectos. Sus huesos eran demasiado frágiles y, aunque de tó­rax saliente, resultaba estrecha de pecho. Tenía la grupa algo hundida y en los remos delanteros, y más aún en los traseros, se notaba una evidente tosquedad. Los músculos de las patas no eran fuertes y en cambio el vientre resultaba muy ancho, lo que sorprendía considerando la dieta y también las enjutas an­cas del animal. Los huesos de las patas no parecían, bajo las corvas, más anchos que un dedo si se los miraba de frente, pero resultaban muy sólidos si se examinaban de lado.

La yegua, en conjunto, salvo si se la miraba de flanco, resul­taba apretada de lados y prolongada hacia abajo. Pero poseía en grado sumo una cualidad que hacía olvidar sus defectos: la «sangre» , como se dice con arreglo a la expresión inglesa. En­tre la red de sus nervios, sus prominentes músculos, dibuján­dose a través de la piel fina, flexible y suave como el raso, pare­cían tan fuertes como los huesos. La cabeza, flaca, de ojos salientes, alegres y brillantes, se ensanchaba hacia la boca, mos­trando en las fosas nasales la membrana rica de sangre.

Toda su figura, y sobre todo su cabeza, tenía una expresión rotunda, enérgica y suave a la vez. Era uno de esos animales que parece que si no hablan es sólo porque la estructura de su boca no lo permite.

Al menos a Vronsky se le figuró que la yegua comprendía todas las impresiones que él experimentaba mirándola.

Al entrar Vronsky, el animal aspiró profundamente y tor­ciendo sus ojos hasta que las órbitas se le enrojecieron de san­gre, miró a los que entraban por el lado opuesto dando sacudi­das al freno y moviendo ágilmente los pies.

–¡Vea usted que nerviosa está! –dijo el inglés.

–¡Quieta, querida, quieta...! –murmuró Vronsky, acer­cándose a la yegua y hablándole.

Cuanto más se acercaba Vronsky, más se inquietaba el ani­mal. Al fin, cuando él estuvo a su lado, « Fru–Fru» se calmó y sus músculos temblaron bajo la piel suave y fina.

Vronsky acarició su cuello robusto, arregló un mechón de crines que le caían al lado opuesto y acercó el rostro a las na­rices del animal, finas y tensas como alas de murciélago.

La yegua hizo una ruidosa aspiración, dejó escapar el aire por las narices trémulas, bajó una oreja y alargó hacia Vronsky el belfo negro y fuerte, como si quisiera coger la manga de su amo. Mas, recordando que llevaba el bocado, comenzó a cam­biar de posición sus finos remos.

–Cálmate, querida, cálmate –dijo él, acariciándole la grupa.

Y salió del establo satisfecho de hallar al animal en tan buena disposición.

La excitación de la yegua se había comunicado a Vronsky, el cual sentía que la sangre le afluía al corazón y que, igual que al animal, le agitaba un deseo de moverse, de morder. Era una sensación que infundía temor y alegría a la vez.

–Confío en usted –dijo al inglés–. A las seis y media, en el lugar señalado.

–Todo marchará bien –repuso el inglés–. ¿Adónde va usted ahora, milord? –preguntó de pronto, dando a Vronsky un tratamiento no empleado casi nunca por él hasta entonces.

Vronsky, extrañado, levantó la cabeza y miró, como solía, no a los ojos, sino a la frente del inglés, asombrado de la au­dacia de su pregunta.

Pero, comprendiendo que al hablar así el entrenador le con­sideraba no como su señor, sino como un jinete, contestó:

–Voy a ver a Briansky y dentro de una hora estaré en casa.

«Hoy no hacen más que preguntarme todos lo mismo» , pensó sonrojándose, lo que le sucedía en raras ocasiones.

El inglés le miró atentamente y, como si adivinase a dónde iba, añadió:

–Es muy esencial estar tranquilo antes de la carrera. No se enoje ni disguste por nada.




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