Ana Karenina



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Ver a aquel niño despertaba en él aquel sentimiento de repulsión inmotivada que experimentaba en los últimos tiempos.

En verdad, la presencia del niño inspiraba a Vronsky los sentimientos de un navegante que comprueba, por la brújula, que sigue una ruta equivocada, sin medios para poderla recti­ficar, sintiéndose cada vez más extraviado y consciente de que el cambio de dirección equivale a su pérdida.

Aquel niño con su ingenua mirada representaba en la vida la brújula que les marcaba a Ana y a él el grado de extravío a que sabían haber llegado, aunque se negaran a reconocerlo.

Sergio no se hallaba en casa. Había salido de paseo, sor­prendiéndole la lluvia en pleno campo. Ana había enviado a un criado y a una muchacha a buscarlo y ahora estaba sola, sentada en la terraza, esperándole.

Vestía un traje blanco con anchos bordados y, hallándose en un ángulo de la terraza, tras las flores, no veía a Vronsky. Inclinando la cabeza de oscuros rizos, sostenía una regadera entre sus hermosas manos ensortijadas que él conocía tan bien.

La hermosura de su cabeza, de su garganta, de sus manos, de toda su figura, sorprendía siempre a Vronsky como algo nuevo.

Se detuvo, mirándola arrobado. Pero apenas adelantó un paso ella presintió su proximidad, soltó la regadera y volvió a él su encendido semblante.

–¿Qué le pasa? ¿Se encuentra mal! –preguntó él en fran­cés, acercándose.

Habría querido precipitarse hacia ella, pero pensando que podía haber alguien que les observara, miró primero hacia las vidrieras del balcón y se sonrojó, como siempre que se veía obligado a mirar en torno suyo.

–No. Estoy bien –repuso ella, levantándose y estre­chando la mano que le alargaba Vronsky–. Pero no lo espe­raba.

–¡Dios mío, qué manos tan frías! ––exclamó él.

–Me has asustado –dijo Ana–. Estoy sola, esperando a Sergio, que salió de paseo. Vendrán por ese lado.

A pesar de sus esfuerzos para parecer tranquila, sus labios temblaban.

–Perdóneme que viniera. No me fue posible pasar un día más sin verla–dijo Vronsky, siempre en francés, para eludir el ceremonioso «usted» y el comprometedor « tú» del idioma ruso.

–¿Perdonarte el qué? Estoy muy contenta.

–O se encuentra usted mal o está triste –continuó Vronsky, sin soltar su mano a inclinándose hacia Ana–. ¿En qué pensaba?

–Siempre en lo mismo –repuso ella, sonriendo.

Decía la verdad. En cualquier momento en que le pregunta­ran podía contestar sin faltar a la verdad: pienso en uno, en su felicidad y en su desgracia.

Ahora mismo, al llegar Vronsky, Ana pensaba precisa­mente en cómo era posible que a Betsy, por ejemplo (pues es­taba enterada de sus relaciones con Tuchskovich), le resultase todo tan fácil, mientras que a ella le era tan penoso.

Y hoy tal pensamiento la atormentaba particularmente por especiales razones.

Preguntó a Vronsky sobre las carreras y él, viendo nerviosa a Ana, a fin de distraería, le contó todo lo relativo a los prepa­rativos para el concurso hípico.

« ¿Se lo digo o no?» , pensaba ella, contemplando los ojos tranquilos y acariciadores de Vronsky. « Se siente tan feliz, tan ocupado con lo de las carreras, que no lo comprendería en su verdadero sentido, no comprendería la significación que en­cierra este hecho para nosotros...»

–Aún no me ha dicho usted en qué estaba pensando cuando entré. Dígamelo, se lo ruego –suplicó Vronsky, inte­rrumpiendo su conversación.

Ana no contestó. Inclinando levemente la cabeza, le diri­gía, con la frente baja, la mirada de sus brillantes ojos adorna­dos de largas pestañas.

Su mano jugueteaba con una hoja y temblaba. Vronsky re­paró en ello y en su rostro se expresó aquella sumisión, aque­lla obediencia ciega que tanto conmovían a Ana.

–Veo que le pasa algo. ¿Cómo voy a estar tranquilo sa­biendo que sufre usted una pena que no comparto? Dígamela, por Dios –insistió.

«No le perdonaría si no comprendiese toda la importancia de... Vale más callar. ¿A qué probarle?», pensaba Ana, mirán­dole.

Y su mano y la hoja temblaban cada vez más.

–Se lo ruego, por Dios –insistió él.

–¿Se lo digo?

–Sí, sí, sí.

–Estoy embarazada –murmuró Ana lentamente, en voz baja.

La mano, que jugaba con la hoja, tembló más aún, pero ella no separaba la vista de él para ver cómo recibía la noticia.

Vronsky palideció; quiso decir algo, pero se interrumpió, soltó la mano de Ana y bajó la cabeza.

«Sí, ha comprendido toda la importancia de este hecho», pensó Ana con gratitud.

Y le apretó la mano.

Pero se engañaba creyendo que él había comprendido toda la importancia de aquella noticia tal como ella la comprendía.

En efecto, Vronsky, al oírla, experimentó diez veces más fuertemente que de costumbre la sensación de extraña repug­nancia que solía poseerle con frecuencia.

Por otro lado, comprendió que la crisis que él anhelaba ha­bía llegado, que era imposible ocultar más los hechos al ma­rido y que de un modo a otro se tenía que acabar por fuerza con aquel estado de cosas.

Además, la emoción de Ana se comunicó a él casi física­mente. Le dirigió una mirada acariciadora y sumisa, besó su mano, se incorporó y comenzó a pasear por la terraza en silencio.

–Sí –dijo al cabo, acercándose a ella–. Ni usted ni yo hemos considerado nuestras relaciones como una broma. Y ahora nuestra suerte está decidida. Hay que terminar –dijo, mirando en torno suyo– esta mentira en que vivimos.

–¿Terminar, Alexey? ¿Y cómo? –preguntó Ana, con voz temblorosa, iluminado el rostro por una débil sonrisa.

–Abandonando a tu marido y uniendo nuestras vidas.

–Ya lo están ahora –repuso ella, con voz casi impercep­tible.

–Pero no del todo.

–¿Y qué podemos hacer, Alexey? Dímelo –repuso Ana, sonriendo con tristeza al pensar en la delicada situación en que se encontraban–. ¿Cómo salir de todo esto? ¿Acaso no soy la esposa de mi marido?

–Para todo hay salida. Es preciso decidirse –dijo Vronsky–. Cualquier cosa será mejor que vivir de este modo. Yo veo perfectamente cuánto sufres por todo: por el mundo, por tu hijo, por tu marido...

–Por mi marido, no –dijo Ana con ingenua sonrisa–. No le conozco, no pienso en él, no existe para mí.

–No dices la verdad. Te conozco. Sufres por él.

–Además, él no sabe nada –dijo Ana.

Y de pronto sintió que las mejillas, la frente, el cuello, se le cubrían de rubor.

Lágrimas de vergüenza acudieron a sus ojos.

–No hablemos de él –concluyó.


XXIII
Varias veces había probado Vronsky, aunque no tan resuel­tamente como ahora, a hablar con Ana de su situación. Y cada vez encontraba la misma superficialidad y la misma ligereza de reflexión que ahora demostraba ella al contestar a la pro­posición que le hacía.

Se diría que existía algo que Ana no quería o no podía acla­rar consigo misma, como si cada vez que empezaba a hablar de aquello la verdadera Ana se ensimismara y resultase otra mujer, extraña a él, una mujer a quien no amaba, a la que te­mía y que le rechazaba.

Pero Vronsky, hoy, estaba resuelto, pasara lo que pasara, a decirlo todo.

–Lo sepa o no su marido –manifestó con su tono habi­tual, firme y sereno–, a nosotros nos da igual. Pero no pode­mos continuar así, sobre todo ahora.

–¿Y qué quiere que hagamos? –preguntó ella, con su acostumbrada sonrisa irónica.

Había temido que Vronsky tomara a la ligera su confiden­cia y ahora se sentía disgustada contra sí misma, al ver que él deducía del hecho la necesidad absoluta de una resolución enérgica.

–Tiene que confesarlo todo a su marido y abandonarle.

–Bien: imagine que se lo confieso ––dijo Ana–. ¿Sabe lo qué pasaría? Se lo puedo decir desde ahora –y una luz malé­vola brilló en sus ojos, tan dulces momentos antes–. «¿Con­que ama usted a ese hombre y mantiene con él relaciones ilí­citas? –y al imitar a su esposo subrayó la palabra "ilícitas", como habría hecho Alexey Alejandrovich–. Ya le advertí sus consecuencias en el sentido religioso, familiar y social... Us­ted no ha escuchado mis consejos. Pero yo no puedo deshon­rar mi nombre...» –Ana iba a añadir: « ni el de mi hijo», pero no quiso complicar al niño en su burla, y añadió: «deshonrar mi nombre» , y alguna cosa más por el estilo. Continuó aún–: En resumen, con su estilo de estadista y sus palabras precisas y claras, me dirá que no puede dejarme marchar y que tomará cuantas medidas estén a su alcance para evitar el escándalo. Y hará, serena y escrupulosamente, lo que diga. No es un hom­bre, sino una máquina. Y una máquina perversa cuando se irrita –añadió, recordando a Alexey Alejandrovich con todos los detalles de su figura, con su modo de hablar, acusándolo de todo lo que de malo podía encontrar en él, no perdonán­dole nada por aquella terrible bajeza de que ella era culpable ante su marido.

–Ana –dijo Vronsky, con voz suave y persuasiva, tra­tando de calmarla–, de todos modos hay que decírselo y des­pués obrar según lo que él decida.

–¿Y tendremos que huir?

–¿Por qué no? No veo posibilidad de seguir así, y no sólo por mí, sino porque veo cuánto sufre usted.

–Claro: huir... y convertirme en su amante –dijo Ana con malignidad.

–¡Ana! –exclamó él con tierno reproche.

–Sí –continuó ella–: ser su amante y perderlo todo.

Habría querido decir «perder a mi hijo», pero no le fue po­sible pronunciar la palabra.

Vronsky no podía comprender que Ana, naturaleza enér­gica y honrada, pudiera soportar aquella situación de falseda­des y no quisiera salir de ella. No sospechaba que la causa principal la concretaba aquella palabra «hijo», que Ana no se atrevía ahora a pronunciar.

Cuando Ana pensaba en su hijo y en las futuras relaciones que habría de tener con él si se separaba de su esposo, se es­tremecía pensando en lo que había hecho y entonces no podía reflexionar; mujer al fn, no buscaba más que persuadirse de que todo quedaría igual que en el pasado y olvidar la terrible incógnita de lo que sería de su hijo.

–Te pido, lo imploro –dijo Ana de repente, en distinto tono de voz, sincero y dulce, y cogiéndole las manos– que no vuelvas a hablarme de eso.

–Pero Ana...

–¡Jamás! Déjame hacen Conozco toda la bajeza y todo el horror de mi situación. ¡Pero no es tan fácil de arreglar como te figuras! Déjame y obedéceme. No me hables más de esto. ¿Me lo prometes? ¡No, no: prométemelo!

–Te prometo lo que quieras, pero no puedo quedar tran­quilo, sobre todo después de lo que me has dicho. No puedo estar tranquilo cuando tú no lo estás.

–¿Yo? –repuso ella–. Es verdad que a veces padezco. Pero eso pasará si no vuelves a hablarme de... Sólo con hablar de ello me atormentas...

–No comprendo... –dijo Vronsky.

–Pues yo sí comprendo –interrumpió Ana– que te es penoso mentir, porque eres de condición honorable, y te com­padezco. Pienso a veces que has estropeado tu vida por mí.

–Lo mismo pensaba yo de ti en este momento –dijo Vronsky–. ¿Cómo has podido sacrificarlo todo por mí? No podré nunca perdonarme el haberte hecho desgraciada.

–¿Desgraciada yo? –dijo Ana, acercándose a él y mirán­dole con una sonrisa llena de amor y de felicidad–. ¡Si soy como un hambriento al que han dado de comer! Podrá quizá sentir frío, tener el vestido roto y experimentar vergüenza, pero no es desgraciado. ¿Yo desgraciada? No, en esto he ha­llado precisamente mi felicidad.

Oyó en aquel momento la voz de su hijo que se acercaba y, lanzando una mirada que abarcó toda la terraza, se levantó con apresuramiento.

Sus ojos se iluminaron con un fulgor bien conocido por él, y, con un rápido movimiento, levantó sus manos cubiertas de sortijas, tomó la cabeza de Vronsky, le miró largamente y, acercando su rostro, con los labios abiertos y sonrientes, le besó en la boca y en ambos ojos y luego le apartó.

Quiso marchar de la terraza, pero Vronsky la retuvo.

–¿Hasta cuándo? –murmuró contemplándola enajenado.

–Hasta esta noche a la una –contestó Ana.

Y, suspirando profundamente, se dirigió, con paso rápido y ligero, al encuentro de su hijo.

La lluvia había sorprendido a Sergio en el Parque grande y tuvo que esperar, con el aya, refugiado en el pabellón principal.

–Hasta pronto –dijo Ana a Vronsky–. Dentro de poco tengo que salir para ir a las carreras. Betsy quedó en venir a buscarme.

Vronsky consultó el reloj y salió precipitadamente.
XXIV
Cuando Vronsky había mirado el reloj en la terraza de los Karenin estaba tan perturbado y tan absorto en sus pensa­mientos que había visto las manecillas, pero no reparó en la hora que era.

Salió a la calle y, con cuidado para no ensuciarse con el barro que cubría el suelo, se dirigió a su coche.

El recuerdo de Ana llenaba hasta tal punto su imaginación que no se daba cuenta de la hora ni de si tenía o no tiempo de ver a Briansky. Como sucede a menudo, no le quedaba sino un sentido instintivo de lo que tenía que hacer, sin que la re­flexión entrase en ello para nada.

Se acercó al cochero, que dormitaba a la sombra ya oblicua de un frondoso tilo, miró la nube de mosquitos que volaban sobre los caballos cubiertos de sudor y, después de haber des­pertado al cochero, saltó al carruaje y le ordenó que se diri­giese a casa de Briansky.

Sólo después de recorrer unas siete verstas se recobró, miró el reloj, vio que eran las cinco y media y se dio cuenta de que iba con retraso.

Había fijadas para aquel día varias carreras: las de los equipos de Su Majestad, las de dos verstas para oficiales, otra de cuatro verstas y al fin la carrera en que él debía tomar parte.

Aún podía llegar a tiempo para la carrera, pero si iba a ver a Briansky muy difícilmente llegaría a tiempo y, desde luego , después de que toda la Corte estuviese ya en el hipódromo, Era algo improcedente. Pero había dado palabra a Briansky y resolvió continuar, ordenando al cochero que no tuviese com­pasión de los caballos.

Llegó a casa de Briansky, se detuvo cinco minutos en ella y volvió atrás a todo trotar.

La rápida carrera le calmó. Cuanto había de penoso en sus relaciones con Ana, lo indeciso que quedara el asunto después de su conversación, todo se le fue de la memoria y ahora pen­saba con placer en la carrera, a la que llegaría a tiempo sin ninguna duda; y, de vez en cuando, la dicha de la entrevista que había de tener con Ana aquella noche pasaba por su ima­ginación como una luz deslumbradora.

La emoción de la próxima carrera se apoderaba de él cada vez más a medida que se iba adentrando en el ambiente de ella, dejando rezagados los coches de aquellos que, desde San Petersburgo y las casas de veraneo, se dirigían al hipódromo.

En su casa no había nadie: todos estaban en las carreras. El criado le esperaba a la puerta.

Mientras se cambiaba de ropa, el criado le anunció que la segunda carrera había comenzado, que habían estado pregun­tando por él muchos señores y que el mozo de cuadras había ido ya dos veces a buscarle.

Una vez vestido sin apresurarse, ya que nunca se precipi­taba ni perdía su serenidad, Vronsky ordenó al cochero que le condujese a las cuadras.

Se veía desde allí el mar de coches, de peones, de soldados que rodeaban el hipódromo y las tribunas llenas de gente. De­bía de estar celebrándose la segunda carrera, porque en el mo­mento que él entraba en las cuadras se oyó sonar una campana.

Acercándose al establo, vio a «Gladiador», el caballo rojo de piernas blancas de su competidor Majotin, al que llevaban al hipódromo cubierto con gualdrapa de color naranja y azul marino. Sus orejas, merced al adorno azul que llevaba encima, parecían inmensas.

–¿Y Kord? –preguntó al palafranero.

–En la cuadra, ensillando el caballo.

El establo estaba abierto y «Fru–Fru» ensillada. Iban a ha­cerla salir.

–¿No llego tarde?

All right, all right! –dijo el inglés–. Todo va bien.

Vronsky miró una vez más las elegantes líneas de su que­rida yegua, cuyo cuerpo temblaba de pies a cabeza, y salió de la cuadra, costándole separar la vista del animal.

Llegó a las tribunas en el momento oportuno para no atraer la atención sobre sí.

La carrera de dos verstas acababa de terminar y ahora los ojos de todos estaban fijos en un caballero de la Guardia, se­guido de un húsar de la escolta imperial que en aquel mo­mento, animando a sus caballos con todas sus fuerzas, alcan­zaba la meta.

Desde el centro de la pista y desde el exterior, la multitud se precipitaba hacia la meta. Un grupo de oficiales y soldados expresaba con sonoras aclamaciones su alegría por el triunfo de su oficial y camarada.

Vronsky se mezcló en el grupo, sin atraer la atención, casi a la vez que sonaba la campana anunciando el final de la carrera.

El caballero de la Guardia, alto, cubierto de barro, que ha­bía llegado en primer lugar, acomodóse con todo su peso en la silla y comenzó a aflojar el bocado de su potro gris, que respi­raba ruidosamente, cubierto todo de sudon

El corcel, moviendo los pies con esfuerzo, refrenó la mar­cha veloz de su enorme cuerpo. El caballero de la Guardia miró en torno suyo como despertando de una pesadilla y son­rió con esfuerzo. Un grupo de amigos y desconocidos le rodeó.

Vronsky evitaba adrede los grupos de personas distingui­das que se movían pausadamente charlando ante las tribunas. Divisó a la Karenina y a Betsy, así como a la esposa de su her­mano. Pero no se acercó para que no le entretuviesen. Mas a cada paso encontraba conocidos que le paraban, a fin de con­tarle los detalles de las carreras y de preguntarle la causa de que llegara tan tarde.

Los corredores fueron llamados a la tribuna para recibir los premios y todos se dirigieron hacia allí.

El hermano mayor de Vronsky, Alejandro, coronel del ejér­cito, un hombre más bien bajo, pero bien formado, como el propio Alexey, y más guapo, con la nariz y las mejillas encen­didas y el rostro de alcohólico, se le acercó.

–¿Recibiste mi nota? ––dijo–. No pude encontrarte.

A pesar de la vida de libertinaje y, sobre todo, de embria­guez que llevaba, y que le había hecho célebre, Alejandro Vronsky era un perfecto cortesano.

Ahora, al hablar con su hermano de aquel asunto desagra­dable, sabía que tenían muchos ojos fijos en ellos y, por tanto, afectaba un aspecto sonriente, como si estuviese bromeando con su hermano sobre cosas sin importancia.

–La recibí y no comprendo de qué te preocupas tú –con­testó Alexey.

–Me preocupo de que ahora mismo me hayan advertido de que no estabas aquí y de que el lunes se te viera en Pe­terhof.

–Hay asuntos que sólo deben ser tratados por las personas interesadas en ellos, y el asunto a que te refieres es de esa clase.

–Sí; pero en ese caso no se continúa en el servicio, no...

–Te ruego que no te metas en eso y nada más.

El rostro de Alexey Vronsky palideció y su saliente mandí­bula comenzó a temblar, lo que le sucedía raras veces. Hom­bre de corazón, se enfadaba en pocas ocasiones; pero cuando se enojaba y comenzaba a temblarle la barbilla, era peligroso.

Alejandro Vronsky, que lo sabía, sonrió con jovialidad.

–Lo principal era que quería llevarte la carta de mamá. Contéstala y no te preocupes de nada antes de la carrera. Bonne chance! –añadió, sonriendo.

Y se separó.

En seguida un nuevo saludo amistoso detuvo a Vronsky.

–¿Ya no conoces a los amigos? Buenos días, mon cher –dijo Esteban Arkadievich, quien entre la esplendidez pe­tersburguesa brillaba no menos que en Moscú con su sem­blante encendido y sus patillas lustrosas y bien cuidadas–. He llegado ayer y me encantará asistir a tu triunfo. ¿Cuándo nos vemos?

–Podemos comer juntos mañana –repuso Vronsky, y apretándole el brazo por encima de la manga del abrigo, mien­tras se excusaba, se dirigió al centro del hipódromo, adonde llevaban ya los caballos para la gran carrera de obstáculos.

Los caballos, cansados y sudorosos, que habían corrido ya, regresaban a sus cuadras conducidos por los palafreneros, y uno tras otro iban apareciendo los que iban a correr ahora. Eran caballos ingleses en su mayoría, embutidos en sus gualdrapas que les asemejaban a enormes y extraños pajarracos. La esbelta y bella «Fru–Fru» estaba a la derecha y, como en el establo, gol­peaba sin cesar el suelo con sus largos y elegantes remos.

No lejos de ella quitaban su gualdrapa a « Gladiador». Las recias, bellas y armoniosas formas del caballo, su magnífica grupa y sus cortos remos llamaron involuntariamente la aten­ción de Vronsky.

Fue a acercarse a su caballo, pero una vez más le entretuvo un conocido.

–Por allí anda Karenin buscando a su mujer –dijo el co­nocido–. Ella está en el centro de la tribuna. ¿La ha visto?

–No, no la he visto –contestó Vronsky.

Y, sin volverse siquiera hacia la tribuna donde le decían que estaba la Karenina, se dirigió hacia su caballo.

Apenas tuvo Vronsky tiempo de mirar la silla, sobre la cual tenía que dar algunas indicaciones, cuando llamaron a los corredores a la tribuna para darles números a instrucciones so­bre la carrera.

Diecisiete oficiales, con los rostros serios y reconcentrados y algunos bastante pálidos, se reunieron junto a la tribuna y recibieron los números.

A Vronsky le correspondió el siete.

Sonó la orden:

–¡A caballo!

Notando que, entre los demás corredores, era el centro en que convergían todas las miradas, Vronsky se acercó a su ca­ballo, sintiéndose algo violento, a pesar de su serenidad habi­tual.

En honor a la solemnidad de la carrera, Kord había vestido su traje de gala: levita negra abrochada hasta arriba, cuello duro, muy almidonado, que sostenía sus mejillas en alto, som­brero negro y botas de montar.

Tranquilo y con aires de importancia, como siempre, es­taba ante el caballo, al que sostenía por las riendas. «Fru–Fru» seguía temblando como si tuviera fiebre. Su ojo lleno de fuego miraba de soslayo a Vronsky, que se acercaba.

Vronsky introdujo el dedo bajo la cincha y la yegua torció el ojo más aún y bajó una oreja.

El inglés hizo una mueca con los labios, queriendo insinuar una sonrisa ante la idea de que pudiese dudarse de su pericia en el arte de ensillar.

–Monte; así no estará usted tan agitado.

Vronsky dirigió la vista hacia atrás, para ver por última vez a sus competidores, pues sabía que no podría ya verles du­rante toda la carrera.

Dos de ellos estaban ya en el lugar de partida. Galzin, amigo de Vronsky y uno de los antagonistas peligrosos, gi­raba en torno a su potro bayo, que no se dejaba montar.

Un menudo húsar de la Guardia, con estrechos calzones de montar, trotaba muy encorvado sobre la grupa del caballo queriendo imitar a los ingleses. El príncipe Kuzovlev cabal­gaba, muy pálido, su yegua de pura sangre, de la yeguada de Grabovsky, que un inglés llevaba por la brida.

Vronsky y todos sus amigos conocían a Kuzovlev su «de­bilidad nerviosa» y el terrible amor propio que le caracteri­zaba.

Sabían que Kuzovlev tenía miedo de todo: miedo incluso de montar un caballo militar corriente. Pero ahora, precisa­mente porque existía peligro, porque podía uno romperse la cabeza y porque junto a cada obstáculo había médicos, en­fermeras y un furgón con una cruz pintada, había resuelto correr.

Las miradas de los dos se encontraron, y Vronsky le guiñó el ojo amistosamente y con aire de aprobación.

Pero en realidad no veía más que a un hombre, su antago­nista más terrible: Majotin sobre «Gladiador».

–No se precipite –dijo Kord a Vronsky– ni se acuerde de usted mismo. No contenga a la yegua ante los obstáculos, no la fuerce; déjela obrar como quiera.

–Bien, bien –dijo Vronsky, empuñando las riendas.

–A ser posible, póngase a la cabeza de los corredores, pero si no lo logra, no pierda la esperanza hasta el último mo­mento, aunque quede muy rezagado.

Antes de que el caballo se moviera, Vronsky, con un movi­miento ágil y vigoroso, puso el pie en el cincelado estribo de acero y asentó, con fume ligereza, su cuerpo recio en la cru­jiente silla de cuero.


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