Ana Karenina



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Algunos de ellos habían discutido con él sobre el asunto del heno, le habían tratado de engañar y él les había incre­pado. Y, sin embargo, le saludaban, alegres, en voz baja, y se veía que no sentían ni podían sentir rencor hacia él, y que ni siquiera recordaban que habían tratado de engañarle. Todo se había hundido en el mar del alegre trabajo común. Dios ha dado el día, Dios ha dado las fuerzas; y el día y las fuerzas es­tán consagrados al trabajo y en él se halla su propia recom­pensa.

El objeto que tuviera el trabajo, y cuáles pudieran ser sus frutos, constituían ya cálculos mezquinos y extraños a aquella alegría.

Levin solía admirar esta vida y, con frecuencia, solía expe­rimentar envidia de los que la vivían. Pero especialmente hoy, bajo la impresión de lo que viera en las relaciones de Iván Parmenov con su joven esposa, Levin pensó que de él depen­día cambiar su vida de holganza, tan penosa, su vida artificial, vida de trabajo pura y alegre como la de los demás.

El viejo que estaba a su lado se había marchado a casa ha­cía rato. Los aldeanos habían desaparecido también: los que vivían más cerca se habían ido a sus hogares; los que vivían más lejos, se habían reunido para comer y pasar la noche en el prado.

Levin, sin que le vieran los labriegos, se tendió sobre el montón de heno, mirando, oyendo, pensando.

Los que quedaron en el prado velaron durante casi toda la corta noche de verano. Primero se sentía su alegre charla y sus risas mientras cenaban. Luego siguieron canciones y otra vez risas.

El largo día de trabajo no había dejado en ellos más huellas que las de la alegría.

Poco antes de rayar el alba, todo calló. Sólo se oían los ru­mores nocturnos: el continuo croar de las ranas en los charcos y el resoplar de los caballos en la niebla matutina que se desli­zaba sobre el prado.

Levin se recobró, se levantó de encima del heno y, mirando las estrellas, comprendió que ya había pasado la noche.

«Bueno, ¿qué haré y cómo lo haré?», se preguntó, tratando de aclarar ante sí mismo cuanto había pasado y sentido de nuevo en aquella noche.

Cuanto pensara y sintiera de nuevo se dividía en tres direc­trices mentales: una, la renuncia a su vida anterior, a su cul­tura, que no le servía para nada. Esta renuncia le agradaba y la encontraba fácil y sencilla.

Otra directriz era la de la vida que había de vivir desde ahora. La sencillez, pureza y legitimidad de esta vida las com­prendía claramente, y estaba seguro de encontrar en ellas la satisfacción, la paz y la dignidad cuya falta sentía tan doloro­samente.

Pero la tercera directriz de sus pensamientos giraba en tomo a la manera cómo había de cambiar su vida de antes y emprender su nueva vida. Y aquí no imaginaba nada que fuese claro.

«Tener una mujer. Trabajar y sentir la necesidad de ha­cerlo... Y entonces, ¿abandonar a Pokrovskoe? ¿Comprar tie­rras? ¿Inscribirse en la comunidad de los campesinos? ¿Casarse con una aldeana? Pero ¿cómo hacerlo?», se preguntaba sin hallar contestación. « No he dormido en toda la noche y no puedo ver las cosas con claridad», se dijo. «Ya lo aclararé todo después. Pero estoy seguro de que esta noche ha decidido mi suerte. Todas mis ilusiones de antes sobre la vida familiar son tonterías. No es aquello lo que necesito. Todo es más sencillo y mucho mejor.»

«¡Qué hermoso es esto!, pensó mirando la especie de ex­traña concha de nácar formada por blancas nubecillas retorci­das que se había detenido en el cielo sobre su cabeza. ¡Qué her­moso es todo en esta noche maravillosa! ¿Cuándo ha podido formarse esa concha de nubes? Hace poco he mirado el cielo y no había nada en él, salvo dos franjas blancas. De igual modo, imperceptiblemente, ha cambiado mi concepción de la vida.»

Salió del prado y por el camino real se dirigió al pueblo. Se levantó un vientecillo y todo a su alrededor tomó un aspecto apagado y sombrío. Era el momento oscuro que precede ge­neralmente a la salida del sol, a la victoria definitiva de la luz sobre las tinieblas.

Levin, temblando de frío, avanzaba rápidamente mirando al suelo.

«¿Quién vendrá», pensó al oír ruido de cascabeles. Y alzó la cabeza.

A unos cuarenta pasos de distancia avanzaba a su encuen­tro por el ancho camino cubierto de hierba que Levin seguía un coche con cuatro caballos, enganchados en doble pareja. Los caballos del exterior se apartaban de las rodadas, apretán­dose contra las varas, y el hábil cochero, sentado a un lado del pescante, guiaba de modo que las varas quedasen sobre el re­fleje, con lo que las ruedas giraban sobre el suelo liso.

Levin no reparó más que en este detalle y, sin pensar en quién pudiera ir en el coche, miró distraídamente al interior.

En un rincón del asiento dormitaba una viejecita y, junto a la ventanilla, una joven, que al parecer acababa de desper­tarse, se anudaba con ambas manos las cintas de su cofia blanca. Radiante y pensativa, rebosante de vida interior, ele­gante y complicada, muy ajena a Levin, miraba, por encima de él, la naciente aurora.

Y en el momento en que esta visión desaparecía, dos ojos límpidos y sinceros se posaron en él, ella le reconoció, y una alegría llena de sorpresa iluminó su rostro.

Levin no podía equivocarse. Aquellos ojos eran únicos en el mundo. Sólo un ser en la tierra podía concentrar para él toda la luz y todo el sentido de la vida. Era ella. Era Kitty, que, por lo que él comprendió, se dirigía a Erguchevo desde la estación del ferrocarril.

Y todo lo que había agitado a Levin en aquella noche de in­somnio, cuantas decisiones tomara, todo desapareció de re­pente. Recordó con repugnancia sus ideas de casarse con una campesina. Sólo allí, en aquel coche que se alejaba por el otro lado del camino, estaba la posibilidad de solventar el pro­blema de su vida, de hallar aquella solución que hacía tanto tiempo le atormentaba.

Kitty no le miró más. Ya no sonaba el ruido de los muelles del coche y apenas se sentía el rumor de los cascabeles. Por el ladrido de los perros adivinó Levin que el coche pasaba por el pueblo. Y él quedó solo consigo mismo, entre los campos desiertos, cerca del pueblo, ajeno a todo, caminando por un ancho camino abandonado.

Miró al cielo, esperando hallar aquella concha de nubes que despertara su admiración y que simbolizaba sus pensamientos y sentimientos de la pasada noche. En las alturas inaccesibles se había operado un cambio misterioso. Ya no existían ni seña­les de la concha, sino sólo un tapiz de vellones que cubría la mitad del cielo, vellones que se iban empequeñeciendo a cada instante. El cielo fue volviéndose más claro y más azul; y con la misma ternura, pero también con la misma inaccesibilidad, contestaba a la mirada intemogadora de Levin.

«No», se dijo Levin. «Por hermosa que sea esta vida de tra­bajo y sencillez, no puedo vivirla. Porque la amo a "ella"...»
XIII
Ni aun los más allegados a Alexey Alejandrovich sabían que aquel hombre de aspecto tan frío, aquel hombre tan razonable, tenía una debilidad: no podía ver llorar a un niño o a una mujer. El espectáculo de las lágrimas le hacía perder por completo el equilibrio y la facultad de razonar.

El jefe de su oficina y el secretario lo sabían y, cuando el caso se presentaba, avisaban a los visitantes que se abstuvieran en absoluto de llorar ante él si no querían echar a perder su asunto.

–Se enfadará y no querrá escucharles –decían.

Y, en efecto, en tales casos, el desequilibrio moral produ­cido en Karenin por las lágrimas se manifestaba en una imita­ción que le llevaba a echar sin miramientos a sus visitantes.

–¡No puedo hacer nada! ¡Haga el favor de salir! –gritaba en tales ocasiones.

Cuando, al regreso de las carreras, Ana le confesó sus rela­ciones con Vronsky a inmediatamente, cubriéndose el rostro con las manos, rompió a llorar, Alexey Alejandrovich, a pesar del enojo que sentía, notó a la vez que le invadía el desequili­brio moral que siempre despertaban en él las lágrimas.

Comprendiéndolo, y comprendiendo también que la exte­riorización de sus sentimientos estaría poco en consonancia con la situación que atravesaban, Alexey Alejandrovich pro­curó reprimir toda manifestación de vida, por lo cual no se movió para nada ni miró a Ana.

Y aquél era el motivo de que ofreciese aquella extraña ex­presión como de muerto que sorprendiera a su mujer.

Al llegar, la ayudó a apearse y, dominándose, se despidió de ella con su habitual cortesía, pronunciando algunas frases que en nada le comprometían y diciéndole que al día siguiente le comunicaría su decisión.

Las palabras de su mujer al confirmar sus sospechas daña­ron profundamente el corazón de Karenin, y el extraño senti­miento de compasión física hacia ella que despertaban en él sus lágrimas aumentaba todavía su dolor.

Mas, al quedar solo en el coche, Alexey Alejandrovich, con gran sorpresa y alegría, se sintió libre en absoluto de aquella compasión y de las dudas y celos que le atormentaban última­mente.

Experimentaba la misma sensación de un hombre a quien arrancan una muela que le hubiese estado atormentando desde mucho tiempo. Tras el terrible sufrimiento y la sensación de haberle arrancado algo enorme, algo más grande que la propia cabeza, el paciente nota de pronto, y le parece increíble tal fe­licidad, que ya no existe lo que durante tanto tiempo le amar­gara la vida, lo que absorbía toda su atención, y que ahora puede vivir de nuevo, pensar a interesarse en cosas distintas a su muela.

Tal era el sentimiento de Alexey Alejandrovich. El dolor fue terrible a inmenso, pero ya había pasado, y ahora sentía que podía vivir y pensar de nuevo sin ocuparse sólo de su es­posa.

«Es una mujer sin honor, sin corazón, sin religión y sin mo­ral. Lo he sabido y lo he visto siempre, aunque por compasión hacia ella procuraba engañarme», se dijo.

Y en efecto, le parecía haberlo visto siempre. Recordaba los detalles de su vida con ella, y éstos, aunque antes no le pa­recieron malos, ahora a su juicio demostraban claramente la perversidad de su esposa.

«Me equivoqué al unir su vida a la mía, pero en mi equivo­cación no hay nada de indigno y por tal razón no he de ser desgraciado. La culpa no es mía, sino suya», se dijo. «Ella no existe ya para mí.»

Lo que pudiera ser de Ana y de su hijo hacia el que experi­mentaba iguales sentimientos que hacia su mujer, dejó de in­teresarle. Lo único que le preocupaba era el modo mejor, más conveniente y más cómodo para él –y como tal, el más jus­to– de librarse del fango con que ella le contaminara en su caída, a fin de poder continuar su vida activa, honorable y útil.

«No puedo ser desgraciado por el hecho de que una mujer despreciable haya cometido un crimen. únicamente debo bus­car la mejor salida de la situación en que me ha colocado. Y la encontraré», reflexionaba, arrugando el entrecejo cada vez más. «No soy el primero, ni el último...» Y aun prescindiendo de los ejemplos históricos, entre los cuales le venia primero a la memoria el de la bella Elena y Menelao, toda una larga teo­ría de infidelidades contemporáneas de mujeres de alta socie­dad surgieron en la mente de Alexey Alejandrovich.

«Darialov, Poltavky, el príncipe Karibanob, el conde Pas­kudin, Dram... Sí, también Dram, un hombre tan honrado y laborioso..., Semenov, Chagin, Sigonin... –recordaba–. Cierto que el más necio ridicule cae sobre estos hombres, pero yo nunca he considerado eso más que como una desgracia y he tenido compasión de ellos», se decía Alexey Alejandro­vich.

Esto no era verdad, pues nunca tuvo compasión de desgra­cias tales, y tanto más se había apreciado hasta entonces a sí mismo cuantas más traiciones de mujeres habían llegado a sus oídos.

«Es una desgracia que puede suceder a todos, y me ha to­cado a mí. Sólo se trata de saber cómo puedo salir mejor de esta situación.»

Y comenzó a recordar cómo obraban los hombres que se hallaban en casos como el suyo de ahora.

«Darialov se batió en duelo.»

En su juventud el duelo le preocupaba mucho, precisa­mente porque físicamente era débil y le constaba. Alexey Ale­jandrovich no podía pensar sin horror en una pistola apuntada a su pecho, y nunca en su vida había usado arma alguna. Tal horror le obligó a pensar en el duelo desde muy temprano y a calcular cómo había que comportarse al ponerse en frente de un peligro mortal. Luego, al alcanzar el éxito y una posición sólida en la vida, hacía tiempo que había olvidado aquel senti­miento. Y como la costumbre de pensar así se había hecho preponderante, el miedo a su cobardía fue ahora tan fuerte que Alexey Alejandrovich, durante largo tiempo, no pensó más que en el duelo, aunque sabía muy bien que en ningún caso se batiría.

«Cierto que nuestra sociedad, bien al contrario de la in­glesa, es aún tan bárbara que muchos –y en el número de es­tos "muchos" figuraban aquellos cuya opinión Karenin apre­ciaba más– miran el duelo con buenos ojos. Pero ¿a qué conduciría? Supongamos que le desafío», continuaba pen­sando. E imaginó la noche quo pasaría después de desafiarle, imaginó la pistola apuntada a su pecho, y se estremeció, y comprendió que aquello no sucedería nunca. Pero seguía reflexionando: «Supongamos que me dicen lo que tengo que hacer, que me colocan en mi puesto y aprieto el gatillo», se decía, cerrando los ojos. « Supongamos que le mato ...»

Alexey Alejandrovich sacudió la cabeza para apartar tan necios pensamientos.

«Pero ¿qué tiene que ver que mate a un hombre con lo que he de hacer con mi mujer y mi hijo? ¿No tendré también en­tonces que pensar lo que he de decidir referente a ella? En fin: lo más probable, lo que seguramente sucederá, es que yo re­sulte muerto o herido. Es decir, yo, inocente de todo, seré la víctima. Esto es más absurdo. Pero, por otro lado, provocarle a duelo no sería por mi parte un acto honrado. ¿Acaso ignoro que mis amigos no me lo permitirían, que no consentirían que la vida de un estadista, necesaria a Rusia, se pusiera en peli­gro? ¿Y qué pasaría entonces? Pues que parecerá que yo, sa­biendo bien que el asunto nunca llegará a implicar riesgo para mí, querré darme un inmerecido lustre con este desafío. Esto no es honrado, es falso, es engañar a los otros y a mí msmo. El duelo es inadmisible y nadie espere que yo lo provoque. Mi objeto es asegurar mi reputación, que necesito para conti­nuar mis actividades sin impedimento.»

Su trabajo político, que ya antes le parecía muy importante, ahora se le presentaba como de una importancia excepcional.

Una vez descartado el duelo, Karenin estudió la cuestión del divorcio, salida que eligieran otros maridos que él cono­cía.

Recordando los casos notorios de divorcios (y en la alta so­ciedad existían muchos que él conocía perfectamente), Alexey Alejandrovich no encontró ninguno en que el fin del divorcio fuera el mismo que él se proponía. En todos aquellos casos, el marido cedía o vendía a la mujer infiel; y la parte que, por ser culpable, no tenía derecho a casarse de nuevo, afirmaba falsas relaciones del esposo. En su propio caso, Alexey Alejandrovich veía imposible obtener el divorcio legal de modo que fuera castigada la esposa culpable. Comprendía que las delicadas condiciones de vida en que se movía no ha­cían posibles las demostraciones demasiado violentas que exi­gía la ley para probar la culpabilidad de una mujer.

Su vida, muy refinada en cierto sentido, no toleraba prue­bas tan crudas, aunque existiesen, ya que el ponerlas en prác­tica le rebajaría más a él que a ella ante la opinión general.

El intento del divorcio no habría valido más que para pro­vocar un proceso escandaloso que aprovecharían bien sus enemigos a fin de calumniarle y hacerle descender de su posi­ción en el gran mundo. De modo que el objeto esencial, obte­ner la solución del asunto con las mínimas dificultades, no lo llenaba el divorcio. Además, con el divorcio o su plantea­miento se evidenciaba que la mujer rompía sus relaciones con el marido y nada le impedía ya unirse a su amante. Y en el alma de Karenin, pese a la completa indiferencia que hacia su mujer creía experimentar ahora, restaba aún un sentimiento que se expresaba por el deseo de que ella no pudiese unirse li­bremente con Vronsky, con lo que su delito habría redundado en beneficio de ella.

Tal pensamiento irritaba tanto a Alexey Alejandrovich que sólo al imaginarlo se le escapó un gemido de íntimo dolor. Se irguió, cambió de sitio en el coche y durante un prolongado instante permaneció con el entrecejo fruncido mientras envol­vía sus pies huesudos y friolentos en la suave manta de viaje.

En vez del divorcio legal podía, como Karibanov, Paskudin y el buen Dram, separarse de su mujer, siguió pensando Alexey Alejandrovich cuando se sintió un poco calmado. Pero este procedimiento tenía los mismos efectos deshonrosos que el divorcio, y lo peor era que, como el divorcio legal, arrojaba a su mujer en brazos de Vronsky.

« ¡No: es imposible, imposible!», dijo en alta voz, mientras comenzaba a desenrollar otra vez la manta de viaje. «Yo no he de ser desgraciado, pero no quiero que ni él ni ella sean dicho­sos.»

El sentimiento de celos que experimentara mientras igno­raba la verdad se disipó en cuanto las palabras de su mujer le arrancaran la muela con dolor. A aquel sentimiento lo susti­tuía otro: el de que su mujer no sólo no debía triunfar, sino que debía ser castigada por el delito cometido. No reconocía que experimentara tal sentimiento, pero en el fondo de su alma deseaba que ella sufriese, en castigo a haber destruido la tranquilidad y mancillado el honor de su marido. Y, estu­diando de nuevo las posibilidades de duelo, divorcio y separa­ción, y rechazándolas todas otra vez, Alexey Alejandrovich concluyó que sólo quedaba una salida: retener a Ana a su lado, ocultar lo sucedido ante la sociedad y procurar por todos los medios poner fin a aquellas relaciones, lo que era el medio más eficaz de castigarla, aunque esto no quería confesárselo.

«Debo decirle que mi decisión es, una vez examinada la posición en que ha puesto a la familia, y considerando que cualquier otra medida sería peor para ambas partes, mantener el exterior «statuto quo», con el cual estoy conforme, a condi­ción inexcusable de que cumpla enteramente mi voluntad, es decir, suspenda toda relación con su amante.»

Y cuando hubo adoptado definitivamente esta resolución, acudió, como un refuerzo de ella, un pensamiento muy im­portante a la mente de Alexey Alejandrovich:

«Sólo con esta decisión obro de acuerdo con las prescrip­ciones de la Iglesia», se dijo. «Únicamente con esta solu­ción no arrojo de mi lado a la mujer criminal y le doy proba­bilidades de arrepentirse, a incluso, aunque esto me sea muy penoso, consagro parte de mis fuerzas a su corrección y sal­vación.»

Alexey Alejandrovich sabía que carecía de autoridad moral sobre su mujer y que de aquel intento de corregirla no resulta­ría más que una farsa, y, a pesar de que en todos aquellos tris­tes instantes no había pensado ni una sola vez en buscar orien­taciones en la religión, ahora, cuando la resolución tomada le parecía coincidir con los mandatos de la Iglesia, esta sanción religiosa de lo que había decidido le satisfacía plenamente y, en parte, le calmaba.

Le era agradable pensar que, en una decisión tan importante para su vida, nadie podría decir que había prescindido de los mandatos de la religión, cuya bandera él había sostenido muy alta en medio de la indiferencia y frialdad generales.

Reflexionando acerca de los demás detalles, Alexey Ale­jandrovich no veía motivo para que sus relaciones con su mu­jer no pudiesen continuar como antes. Cierto que jamás po­dría volver a respetarla, pero no había ni podía haber motivo alguno para que él destrozara su vida y sufriese porque ella fuera mala a infiel.

«Sí; pasará el tiempo, que arregla todas las cosas, y nues­tras relaciones volverán a ser las de antes», se dijo Alexey Alejandrovich.

Y añadió:

«Es decir, esas relaciones se reorganizarán de tal modo que no experimentaré desorden alguno en el curso de mi vida. Ella debe ser desgraciada, pero yo no soy culpable y no tengo por qué ser desgraciado a mi vez».
XIV
Al acercarse a San Petersburgo, no sólo Karenin había adoptado su decisión de una manera definitiva, sino que hasta redactó mentalmente la carta que iba a escribir a su mujer.

Entró en la portería, vio las cartas y documentos que le habían llevado del Ministerio y ordenó que los llevarán a su gabinete.

–Apaguen y no reciban a nadie –contestó a la pregunta del portero, con satisfacción que denotaba su buen humor, acentuando la frase «no reciban».

Ya en su gabinete, Karenin paseó recorriéndolo dos veces en toda su longitud y se detuvo ante su gran mesa escritorio, en la que había seis velas encendidas que había puesto allí su ayuda de cámara.

Luego hizo crujir las articulaciones de sus dedos, se sentó y comenzó a arreglar los objetos que había en el escritorio. Con los codos sobre la mesa y la cabeza inclinada de lado, re­flexionó un momento y luego escribió sin detenerse ni un se­gundo. Escribía en francés, sin dirigirse directamente a ella, y empleando el «usted», que no posee en aquel idioma la frial­dad que posee en el ruso:
En nuestra última entrevista le indiqué mi intención de comunicarle lo que he decidido respecto a lo que hablamos.

Después de reflexionar detenidamente, le escribo como le prometí. Mi decisión es ésta: sea cual sea su proceder, no me considero autorizado a romper lazos con los que nos ha unido un poder superior. La familia no puede ser deshecha por el capricho, el deseo o incluso el crimen de uno de los cónyu­ges. Nuestra vida, pues, debe seguir como antes. Eso es nece­sario para usted, para mí y para nuestro hijo. Estoy seguro de que usted se arrepiente de lo que motiva la presente carta y que me ayudará a arrancar de raíz la causa de nuestra discor­dia y a olvidar el pasado. En caso contrario, puede suponer lo que le espera a usted y a su hijo. De todo ello espero hablarle en nuestra próxima entrevista. Como termina la temporada veraniega, le pido que vuelva a San Petersburgo lo antes po­sible, el martes a más tardar. Se darán las órdenes necesarias para su regreso. Le ruego que tenga en cuenta que doy una especial importancia al cumplimiento de este deseo mío.


A. Karenin.
P. S. Acompaño el dinero que pueda necesitar para sus gastos.
Releyó la carta y se sintió contento, sobre todo por haberse acordado de enviar dinero; no había un reproche ni una pala­bra dura, pero tampoco ninguna condescendencia. Lo princi­pal era que en ella había como un puente dorado para que pu­diese volven

Plegó y alisó la carta con la grande y pesada plegadera de marfil, la puso en un sobre, en el que metió el dinero, y llamó con la particular satisfacción que le producía el adecuado em­pleo de sus bien ordenados útiles de escritorio.

–Llévala al ordenanza para que la entregue mañana a Ana Arkadievna en la casa de verano –dijo, levantándose.

–Bien. ¿Tomará vuecencia el té en el gabinete?

Alexey Alejandrovich ordenó que llevasen el té allí y, ju­gueteando con la plegadera, se dirigió a la butaca junto a la que había una lámpara y a su lado el libro francés que había empezado a leer, relativo a inscripciones antiguas.

Sobre la butaca, en un marco dorado, pendía el magnífico retrato de Ana hecho por un célebre pintor.

Alexey Alejandrovich lo miró. Los ojos impenetrables le miraban burlones, insolentes, como en aquella última noche en la que habían tenido la explicación.

Todo en aquel retrato le parecía impertinente y provocador: desde los encajes de la cabeza, con los cabellos negros, exce­lentemente pintados, hasta la hermosa mano blanca, cuyo dedo anular estaba cubierto de sortijas, todo le causaba la misma desagradable impresión. Después de mirarlo durante un instante, Karenin se estremeció de tal modo que sus labios temblaron y hasta emitieron un sonido casi imperceptible:

–¡Brrr!

Volvió la cabeza, se sentó precipitado en la butaca y abrió el libro. Trató de leer, pero en modo alguno consiguió que despertara en él su anterior interés por las inscripciones anti­guas. Mientras miraba el libro, pensaba en otra cosa. No en su mujer, sino en una complicación de su actividad gubernamen­tal que surgiera últimamente y en la que radicaba el interés principal de su trabajo del momento.


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