Ana Karenina



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TERCERA PARTE

I
Sergio Ivanovich Kosnichev quiso descansar de su trabajo intelectual y, en vez de marchar al extranjero, según acostum­braba, se fue a finales de mayo al campo para disfrutar de una temporada al lado de su hermano.

Constantino Levin se sintió muy satisfecho recibiéndolo, tanto más cuanto que en aquel verano ya no contaba que lle­gase su hermano Nicolás.

A pesar del respeto y cariño que sentía hacia Sergio Ivno­vich, Constantino Levin experimentaba al lado de su hermano un cierto malestar. La manera que tenía éste de considerar al pueblo le molestaba y le hacían desagradables la mayoría de las horas pasadas allí en su compañía.

Para Constantino Levin el pueblo era el lugar donde se vive, es decir donde se goza, se sufre y se trabaja.

En cambio, para su hermano, era, de una parte, el lugar de descanso de su labor intelectual, y de otra, como un antídoto contra la corrupción de la ciudad, antídoto que él tomaba con placer comprendiendo su utilidad.

Para Constantino Levin el pueblo era bueno porque consti­tuía un campo de nobles actividades: algo indiscutiblemente útil. Para Sergio Ivanovich era bueno porque allí era posible y hasta recomendable no hacer nada.

Además, Constantino estaba disgustado con su hermano por el modo que tenía éste de considerar a la gente humilde. Sergio Ivanovich decía que él la conocía mucho y la estimaba; a menudo hablaba con los campesinos, lo que sabía hacer muy bien, sin fingir ni adoptar actitudes estudiadas, y en todas sus conversaciones descubría rasgos de carácter que honraban al pueblo y que después se complacía él en generalizar.

Este modo de opinar sobre la gente humilde no placía a Le­vin, para el cual el pueblo no era más que el principal colabo­rador en el trabajo común. Era grande su aprecio hacia los campesinos y el entrañable amor que por ellos sentía –amor que sin duda mamó con la leche de su nodriza aldeana, como solía decir él–, y considerábase él mismo como un copartí­cipe del trabajo común; y a veces se entusiasmaba con la ener­gía, la dulzura y el espíritu de justicia de aquella gente; pero en otras ocasiones, cuando el trabajo requería cualidades dis­tintas, se irritaba contra el pueblo, considerándolo sucio, ebrio y embustero.

Si hubieran preguntado a Constantino Levin si quería al pueblo, no habría sabido qué contestar. Al pueblo en particu­lar, como a la gente en general, la amaba y no la amaba a la vez. Cierto que, por su bondad natural, más tendía a querer que a no querer a los hombres, incluyendo a los de clase hu­milde.

Pero amar o no a éstos como a algo particular no le era po­sible, porque no sólo vivía con el pueblo, no sólo sus intereses le eran comunes, sino que se consideraba a sí mismo como una parte del pueblo y ni en sí mismo ni en ellos veía defectos o cualidades particulares, y no podía oponerse al pueblo.

Además, vivía con gran frecuencia en íntima relación con el campesino, como señor y como intermediario y principal­mente como consejero, ya que los aldeanos confiaban en él y a veces recorrían cuarenta verstas para pedirle consejos.

Pero no tenía sobre el pueblo opinión definida. Si le hubie­sen preguntado si conocía al pueblo o no, habríase visto en la misma perplejidad que al contestar si le amaba o no le amaba. Decir si conocía al pueblo era para él como decir si conocía o no a los hombres en general.

En principio estudiaba y sabía conocer a los hombres de to­das clases y entre ellos a los campesinos, a los que conside­raba buenos a interesantes. A menudo, observándolos, descubría en ellos nuevos rasgos de carácter que le llevaban a mo­dificar su opinión anterior y a formarse nuevas y distintas opi­niones.

Sergio Ivanovich hacía lo contrario. Del mismo modo que alababa y amaba la vida del pueblo por contraste con la otra que no amaba, así amaba también a la gente humilde por con­traste con otra clase de gente, y de una manera absolutamente idéntica conocía a esta gente como algo distinto y opuesto a los hombres en general.

En su metódico cerebro se habían creado formas definidas de la vida popular, deducidas parcialmente de esta misma vida, pero deducidas también, y en mayor parte, por oposi­ción a la contraria.

Jamás, pues, variaba su opinión sobre el pueblo ni la com­pasión que le inspiraba. En las discusiones que los hermanos mantenían sobre aquel tema siempre vencía Sergio Ivanovich, por poseer una opinión definida sobre los aldeanos sobre sus caracteres, cualidades a inclinaciones, mientras que Constan­tino Levin no tenía ideas fijas y firmes sobre la gente del pue­blo, por lo que siempre se le cogía en contradicción.

Para Sergio Ivanovich, su hermano menor era un buen mu­chacho, con «el corazón en su sitio» (lo que solía expresar en francés), de cerebro bastante ágil, pero esclavo de las impre­siones del momento y lleno, por ello, de contradicciones. Con la condescendencia de un hermano mayor, Sergio Ivanovich le explicaba a veces la significación de las cosas, pero no ex­perimentaba interés en discutir con él porque le vencía dema­siado fácilmente.

Constantino Levin tenía a su hermano por un hombre de inteligencia y cultura, noble en el más elevado sentido de la palabra y dotado de grandes facultades de acción en pro de la sociedad. Pero en el fondo de su alma y a medida que aumen­taba en años y conocía mejor a su hermano, tanto más a me­nudo pensaba que aquella facultad de servir a la sociedad, de la cual Constantino Levin se reconocía privado, quizá, al fin y al cabo, no fuera una cualidad, sino más bien un defecto. No un defecto de algo, no una falta de buenos, nobles y honrados deseos a inclinaciones, sino una carencia de poder de vida efectiva, de ese impulso que obliga al hombre a escoger y de­sear una determinada línea de vida entre todas las innumera­bles que se abren ante él.

Cuanto más conocía a su hermano, más observaba que Sergio Ivanovich, como muchos otros hombres que servían al bien común, no se sentían inclinados a ello de corazón, sino porque habían reflexionado y llegado a la conclusión de que aquello estaba bien, y sólo por tal razón se ocupaban de ello.

La suposición de Constantino Levin se confirmaba por la observación de que su hermano no tomaba más a pecho las cuestiones del bien colectivo y de la inmortalidad del alma que las de las combinaciones de ajedrez o la construcción in­geniosa de alguna nueva máquina.

Además, Constantino Levin se sentía a disgusto en el pue­blo cuando estaba su hermano allí, sobre todo durante el ve­rano, pues en esta época estaba siempre ocupado en los traba­jos de su propiedad y aun en todo el largo día estival le faltaba tiempo para sí mismo, para poder atender a todo, mientras Sergio Ivanovich descansaba. Sin embargo, aunque descan­sase ahora, es decir no escribiera obra alguna, estaba tan he­cho a la actividad cerebral que le gustaba explicar en forma breve y elegante los pensamientos que acudían a su mente, y le gustaba tener a alguien que le escuchase.

El oyente más continuo era, naturalmente, su hermano. Por este motivo, a pesar de la sencillez amistosa de sus relaciones, Constantino Levin no sabía cómo arreglárselas cuando tenía que dejar solo a Sergio Ivanovich.

A éste le gustaba tenderse en la hierba bajo el sol y perma­necer así, charlando perezosamente.

–No sabes qué placer experimento sumergiéndome en esta pereza ucraniana. Tengo la cabeza completamente vacía de pensamientos. Podría hacerse rodar por ella una pelota.

Pero Constantino Levin se aburría de estar sentado escu­chando a su hermano, sobre todo porque sabía que, mientras ellos hablaban, los campesinos debían de estar lavando el es­tercolero o trabajando en el campo no preparado aún, y que si él no estaba allí iban a hacerlo de cualquier manera. Pensaba también que seguramente no atornillarían suficientemente las rejas de los arados ingleses y luego las apartarían afirmando que aquellos arados eran invenciones de tontos y que sólo el arado corriente, etcétera.

–¿No has andado ya bastante con este calor? –le decía Sergio Ivanovich.

–No... Tengo que pasar un momento por el despacho... –contestaba Levin.

Y se iba al campo corriendo.
II
A primeros de junio, el aya y ama de llaves Agafia Mijai­lovna, un día que bajaba al sótano con un tarro de setas recién saladas en las manos, resbaló, cayó y se lastimó la muñeca.

Llegó el joven médico rural, recién salido de la Facultad y muy hablador. Miró la mano, dijo que no estaba dislocada y se apresuró a entablar conversación con el célebre Sergio Iva­novich.

Para mostrarle sus ideas avanzadas, le contó todas las co­madrerías de la provincia, quejándose de la mala organiza­ción del zemstvo.

Sergio Ivanovich le escuchaba con atención, le pregun­taba... Animado por el nuevo auditor, habló y expuso algunas observaciones justas y concretas –que fueron respetuosa­mente apreciadas por el joven médico–, animándose mucho, como siempre le ocurría después de una conversación agrada­ble y brillante.

Cuando el médico se hubo ido, Sergio Ivanovich quiso ir a pescar con caña; le gustaba la pesca y se mostraba casi orgu­lloso de que una ocupación tan estúpida pudiera gustarle.

Constantino Levin, que tenía que echar un vistazo a los hombres que estaban arando y también a los prados, ofreció a su hermano llevarle hasta el río en su carretela.

Era la época del año en que el grano llega ya a su madurez, cuando hay que prepararse ya para la siembra de la próxima cosecha; se acerca la siega y el centeno, crecido ya, con su ligero tallo verdegrís y su espiga no acabada aún de llenar, on­dea bajo el viento; la época en que las verdes avenas, con las matas de hierba amarillentas que brotan, aisladas entre ellas, se extienden irregularmente en los sembrados tardíos; cuando se abre el alforfón y sus granos cubren la tierra; cuando la bar­bechera, pisoteada por los animales y endurecida como la pie­dra, con la que no puede la raspa, se ve ya con sus surcos tra­zados hasta la mitad; cuando los secos montones de estiércol llevados a los campos al nacer y al ponerse el sol mezclan su olor al perfume de las hierbas, y cuando en las tierras bajas, esperando la guadaña, se extienden como un mar inmenso los prados ribereños con los negreantes montones de tallos de acederas arrancados.

Era, pues, la época en que se produce un corto descanso en los trabajos del campo antes de la recolección anual que reúne todos los esfuerzos del pueblo.

La cosecha era espléndida; los días, claros y calurosos; las noches, cortas y húmedas de rocío.

Los hermanos tenían que pasar por el bosque para llegar a los prados, Sergio Ivanovich iba admirando la belleza del bos­que, magnífico de hojas y verdor. Llamaba la atención de su hermano, ora sobre un viejo tilo, oscuro en su parte de som­bra, pero rico de colorido con sus amarillos brotes prontos a florecer, ora sobre los tallos nuevos de otros árboles que bri­llaban como esmeraldas.

A Constantino Levin no le agradaba hablar ni que le habla­sen de las bellezas de la naturaleza. Las palabras despojaban de belleza al paisaje.

Respondía, pues, a su hermano con distraídos monosílabos, mientras, contra su voluntad, iba pensando en otras cosas.

Al salir del bosque atrajo su atención el campo en barbecho de una colina: aquí ya cubierto de amarilla hierba, allí labrado en cuadros, más allá salpicado de montones de estiércol y en otros puntos arado.

Pasaba por el campo una fila de carros. Levin los contó y se alegró al ver que llevaban todo lo necesario. Contemplando los prados sus pensamientos pasaron a la siega. Este momento le producía siempre una intensa emoción.

Al llegar al prado, Levin detuvo el caballo.

El rocío matinal humedecía aún la parte inferior de las hier­bas, por lo cual, para no mojarse los pies, Sergio Ivanovich pidió a su hermano que le llevase con la carretela hasta el sauce que se alzaba en el lugar señalado para pescar. Constan­tino Levin, a pesar del disgusto que le producía aplastar la hierba de su prado, dirigió el coche a través de él.

Las altas hierbas se abatían suavemente bajo las ruedas y las patas del caballo, y en los cubos y radios de las ruedas se desgranaban las semillas.

Sergio Ivanovich se sentó bajo el sauce, arreglando sus úti­les de pesca. Levin ató el caballo no lejos de allí y se internó en el enorme mar verde oscuro del prado, inmóvil, no agitado por el menor soplo de viento. La hierba, suave como seda, en el lugar adonde alcanzaba, en primavera, el agua del río al sa­lirse de madre, le llegaba hasta la cintura.

A través del prado, Constantino Levin saltó al camino y en­contró a un viejo, con un ojo muy hinchado, que llevaba una colmena con abejas.

–¿Las has cogido, Tomich? –preguntó Levin.

–¡Quia, Constantino Dmitrievich! ¡Gracias si consigo guar­dar las mías! Ya se me han marchado por segunda vez. Menos mal que sus muchachos las alcanzaron. Los que están traba­jando el campo... Desengancharon un caballo y las cogieron.

–Y qué, Tomich: ¿qué te parece? ¿Conviene segar ya o es­perar más?

–A mi parecer, habrá que esperar hasta el día de San Pe­dro. Ésta es la costumbre. Claro que usted siega siempre an­tes. Si Dios quiere, todo irá bien. La hierba está muy crecida. Los animales quedarán contentos.

–¿Y qué te parece el tiempo?

–Eso ya depende de Dios. Quizá haga buen tiempo.

Levin se acercó otra vez a su hermano, que, con aire distra­ído, estaba con la caña en las manos.

La pesca era mala, pero Sergio Ivanovich no se aburría y parecía hallarse de excelente buen humor.

Levin notaba que, animado por la charla con el médico, su hermano tenía deseos de hablar más. Pero él quería volver a casa lo antes posible para dar órdenes de que los segadores fueran al campo al día siguiente y resolver las dudas relativas a la siega, que constituían en aquel momento su mayor preo­cupación.

–Vámonos ––dijo.

–¿Para qué apresurarnos? Estemos aquí un rato más. Oye: estás muy mojado. En este sitio no se pesca nada, pero se en­cuentra uno muy bien. El encanto de estas ocupaciones con­siste en que ponen a uno en contacto con la naturaleza. ¡Qué bella es esta agua! ¡Parece de acero! ––continuó–. Estas ori­llas de los ríos cubiertas de hierba me recuerdan siempre aquella adivinanza... ¿Recuerdas?, que dice: «la hierba dice al agua: vamos a forcejear, a forcejear»...

–No conozco esa adivinanza–respondió Constantino Levin con voz opaca.
III
–He estado pensando en ti –dijo Sergio Ivanovich–. ¡Hay que ver lo que sucede en tu provincia! Por lo que me contó el médico veo que... Por cierto que ese muchacho no parece nada tonto... Ya te he dicho, y te lo repito, que no está bien que no asistas a las juntas rurales de la provincia y que te hayas alejado de las actividades del zemstvo. Si la gente de nuestra clase se aparta, claro es que las cosas habrán de ir de cualquier modo... Nosotros pagamos el dinero que ha de des­tinarse a sueldos, pero no hay escuelas, ni médicos auxiliares, ni comadronas, ni farmacias, ni nada...

–Ya he probado –repuso Levin en voz baja y desga­nada– y no puedo. ¿Qué quieres que haga?

–¿Por qué no puedes? Confieso que no lo comprendo. No admito que sea por indiferencia o ineptitud. ¿Será por pereza?

–Ninguna de las tres cosas. Es que he probado y visto que no puedo hacer nada –replicó Levin.

Apenas pensaba en lo que le decía su hermano. Tenía la mirada fija en la tierra labrada de la otra orilla, donde distin­guía un bulto negro que no podía precisar si era un caballo solo o el caballo de su encargado montado por aquél.

–¿Por qué no puedes? Probaste y no resultó como querías. ¡Y por eso te consideraste vencido! ¿Es que no tienes amor propio?

–No comprendo a qué amor propio te refieres ––contestó Levin, picado por las palabras de su hermano–. Si en la Uni­versidad me hubieran dicho que los demás comprendían el cálculo integral y yo no, eso sí que habría sido un caso de amor propio. Pero en este caso tienes que empezar por con­vencerte de que no careces de facultades para esos asuntos y además, y eso es lo principal, tienes que tener la convicción de que son importantes.

–¿Acaso no lo son? –preguntó Sergio Ivanovich, ofen­dido de que su hermano no diera importancia a lo que tanto le preocupaba a él y ofendido, también, de que Levin casi no le escuchara.

–No me parecen importantes y no me interesan. ¿Qué quieres? –repuso Levin, advirtiendo ya que la figura que se acercaba.era el encargado y que seguramente éste habría he­cho retirar a los obreros del campo labrado, ya que éstos re­gresaban con sus instrumentos de trabajo. «Es posible que ha­yan terminado ya de arar», pensó.

–Escúchame ––dijo su hermano mayor, arrugando las ce­jas de su rostro hermoso a inteligente–. Todo tiene sus límites. Está muy bien ser un hombre excepcional, un hombre sincero, no soportar falsedades... Ya sé que todo eso está muy bien. Pero lo que tú dices, o no tiene sentido, o lo tiene muy profundo. ¿Cómo puedes no dar importancia a que el pueblo, al que tú amas, según aseguras...

«Jamás lo he asegurado», pensó Levin.

–... muera abandonado? Las comadronas ineptas ahogan a los niños, y el pueblo en general se ahoga en la ignorancia y está a merced del primer funcionario que encuentra. Entre tanto, tú tienes a tu alcance el medio de ayudarles y no lo ha­ces por encontrarlo innecesario.

Sergio Ivanovich le ponía en un dilema: o Levin era tan poco inteligente que no comprendía cuanto le era dable hacer o no quería sacrificar su tranquilidad, vanidad o lo que fuera para hacerlo.

Levin reconocía que no le quedaba más remedio que some­terse o reconocer su falta de interés por el bien común. Aque­llo le disgustó y le ofendió.

–Ni una cosa ni otra –contestó rotundamente Levin–. No veo la posibilidad de...

–¿Cómo? ¿No es posible, empleando bien el dinero, orga­nizar la asistencia médica al pueblo?

–No me parece posible. En las cuatro mil verstas cuadradas de nuestra circunscripción, con los muchos lugares del río que no se hielan en invierno, con las tempestades, con las épocas de trabajo en el campo, no veo modo de llevar a todas partes la asis­tencia médica. Además, por principio, no creo en la medicina.

–Permíteme que te diga que eso no es razonable. Te pon­dría miles de ejemplos. Y luego, las escuelas...

–¿Para qué sirven?

–¿Qué dices? ¿Qué duda puede caber sobre la utilidad de la instrucción? Si es conveniente para ti, es conveniente para todos.

Constantino Levin se sentía moralmente acorralado. Se irritó, pues, más aún a involuntariamente explicó el motivo esencial de su indiferencia por el interés común.

–Bien: todo eso podrá ser muy acertado, pero no sé por qué voy a preocuparme de la instalación de centros sanitarios, cuyos servicios no necesito nunca, y de procurar la instala­ción de escuelas a las que no voy a mandar a mis hijos jamás. Aparte de que no estoy muy seguro de que convenga enviar a los niños a la escuela –dijo.

Por un momento, Sergio Ivanovich quedó sorprendido ante aquella inesperada objeción, pero en seguida formó un nuevo plan de ataque.

Calló unos intantes, sacó la caña del agua, la cambió de po­sición y se dirigió, sonriendo, a su hermano.

–Dispensa que te diga: primero, que el auxilio médico lo has necesitado ya. Acabas de enviar a buscar al médico rural para Agafia Mijailovna.

–Pues creo que ésta se quedará con la mano torcida.

–Eso no se sabe aún. Por otra parte, supongo que un cam­pesino no analfabeto, un operario que sepa leer y escribir, te es más útil que los que no saben.

–No. Pregúntaselo a quien quieras –respondió Constan­tino Levin–. El campesino culto es mucho peor como opera­rio. No saben ni arreglar los caminos... y en cuanto arreglan los puentes los roban...

–De todos modos... –insistió Sergio Ivanovich.

Y frunció las cejas. No le gustaban las contradicciones, y menos las que saltaban de un tema a otro, presentando nuevas demostraciones inconexas, no sabiendo nunca a cual contestar.

–De todos modos, no se trata de eso. Permíteme... ¿Reco­noces que la instrucción es beneficiosa para el pueblo?

–Lo reconozco –dijo Levin impremeditadamente.

Y en seguida comprendió que había dicho una cosa que no pensaba. Reconoció que, admitido aquel postulado, podía re­plicársele que entonces decía necedades, cosas sin sentido. Cómo se le pudiera demostrar no lo sabía, pero estaba seguro de que iba a demostrársele lógicamente y se dispuso a esperar tal demostración.

Ésta fue mucho más sencilla de lo que aguardaba.

–Si reconoces que es un bien –dijo Sergio Ivanovich–, entonces, como hombre honrado, no puedes dejar de simpati­zar con esa obra y no puedes negarte a trabajar para ella,

–No reconozco esa obra como buena –repuso Constan­tino Levin sonrojándose.

–¿Cómo? ¡Si has dicho que sí ahora mismo!

–Quiero decir que no me parece que sea conveniente ni posible.

–No puedes saberlo, puesto que no has aplicado tus es­fuerzos a ello.

–Supongamos –repuso Levin–, aunque yo no lo su­pongo, supongamos que todo sea como tú dices. Ni aun así veo por qué habría de ocuparme yo de tal cosa.

–¿Cómo que no?

–Acuérdate de que ya una vez hablamos de esto y ya en­tonces te dije mi opinión. Pero ya que hemos llegado otra vez a esto, explícamelo desde el punto de vista filosófico –dijo Levin.

–No veo qué tiene que ver con esto la filosofía –repuso Sergio Ivanovich.

Y su tono irritó a Levin, porque parecía dar a comprender que él no tenía autoridad para ocuparse de filosofía.

–Ahora te lo diré yo –repuso ya acalorado–. Supongo que el móvil de todos nuestros actos es, en resumen, nuestra felicidad personal. Y en la institución del zemstvo, yo, como noble, no veo nada que pueda favorecer mi bienestar. Por ello los caminos no son mejores ni pueden mejorarse. Además, mis caballos me llevan muy bien por los caminos mal arregla­dos. No necesito al médico ni al puesto sanitario. Tampoco necesito al juez del distrito, a quien nunca me he dirigido ni dirigiré. No sólo no necesito escuelas, sino que me perjudi­can, según lo he demostrado. Para mí, el zemstvo se reduce a tener que pagar dieciocho copecks por deciatina de tierra, a la obligación de ir a la ciudad a pasar una noche en cuartos con insectos y luego a tener que oír necedades y disparates. Mi in­terés personal no me aconseja soportar eso.

–Permíteme –interrumpió Sergio Ivanovich, sonriendo–. El interés personal no nos aconsejaba procurar la liberación de los siervos y, sin embargo, lo hemos procurado.

–¡No! –interrumpió Constantino Levin, animándose–. La liberación de los siervos era otra cosa. Allí había un interés personal. Queríamos quitar un yugo que nos oprimía a toda la gente buena. Pero ser vocal de un consejo para deliberar sobre cuántos deshollinadores son necesarios y sobre la necesidad de instalar tuberías en la ciudad en la que no vivo; tener, como vocal, que juzgar a un aldeano que robó un jamón, escu­chando durante seis horas las tonterías que sueltan defensores y fiscales, mientras el presidente pregunta, por ejemplo, a mi viejo Alecha el tonto: «¿Reconoce usted, señor acusado, el hecho de haber robado el jamón?», y Alecha el tonto contesta: «¿Qué...?».

Constantino Levin, ya lanzado por este camino, comenzó a imitar al presidente y a Alecha el tonto, como si todo ello tu­viera alguna relación con lo que decían.

Sergio Ivanovich se encogió de hombros.

–¿Qué quieres decir?

–Quiero decir que los derechos que mi... que son... que tratan de mis intereses, los defenderé con todas mis fuerzas. Cuando los gendarmes registraban nuestras habitaciones de estudiantes y leían nuestros periódicos, estaba, como estoy ahora, dispuesto a defender mis derechos a la libertad y la cul­tura. Me intereso por el servicio militar obligatorio, que afecta a mis hijos, a mis hermanos, a mí mismo, y estoy dispuesto a discutir sobre él cuanto haga falta, pero no puedo juzgar sobre cómo han de distribuirse los fondos del zemstvo ni sentenciar a Alecha el tonto. No comprendo todo eso y no puedo hacerlo.


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