Ana Karenina



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–¿Cómo te encuentras hoy? –le preguntó su hermano.

–Nada... Nervios... Como siempre.

–¿No es verdad que este retrato es una obra maestra? –pre­guntó Esteban Arkadievich a Levin, viéndole contemplar el cuadro.

–No he visto en mi vida un retrato mejor –contestó Levin.

–Se parece mucho, ¿verdad? –dijo Vorkuev.

Levin comparó el retrato con el original.

El rostro de Ana, en el momento en que Levin la miró, res­plandeció con una claridad particular; y éste, al cruzar su mi­rada con la de ella, se sonrojó.

Para ocultar su emoción, quiso preguntar a Ana si hacía mucho tiempo que no había visto a Daria Alejandrovna, pero precisamente en aquel instante ella le dijo:

–Ahora mismo hablábamos con Ivan Petrovich de los úl­timos cuadros de Vaschenkov. ¿Usted los ha visto?

–Sí, los he visto –contestó Levin.

–¡Oh! Perdón, le he interrumpido... Usted quería decir..

Levin hizo la pregunta que había pensado respecto a Daria Alejandrovna.

Ana contestó que hacía poco tiempo que Daria Alejan­drovna le había visitado.

–Por cierto que cuando estuvo aquí, parecía muy dis­gustada de lo que le pasaba a Gricha en el colegio. Al pa­recer, el maestro de latín era poco justo con el muchacho –añadió.

Levin volvió a la conversación sobre los cuadros de Vas­chenkov.

–Sí, he visto los cuadros y no me gustaron –dijo.

Ya no hablaba ahora torturándose continuamente, como lo había hecho aquella mañana. Cada palabra de Ana adquiría para él una significación particular. Y. si agradable le era ha­blarle, escucharla le era más agradable todavía.

Ana conversaba con naturalidad y desenvoltura, sin dar im­portancia alguna a lo que decía, y dándola en cambio grande a lo que decía su interlocutor.

Hablaron de las directrices que seguía el arte; de la nueva ilustración de la Biblia hecha por un pintor francés. Vorkuev criticaba a este pintor por su crudo realismo. Levin le objetó que aquel realismo era una reacción natural y beneficiosa con­tra el convencionalismo, que los franceses habían llevado en el arte hasta un extremo al que no había llegado ninguna na­ción. Y añadió que los pintores franceses, en el hecho de no mentir, veían ya poesía.

Nunca una idea espiritual expuesta por él había procurado a Levin tanto placer como ésta.

Ana, comprendiéndole, se sintió animada, le aprobó, y, sonriendo, dijo:

–Río, como se ríe cuando se ve un retrato muy parecido. Lo que usted ha dicho ahora caracteriza completamente el ac­tual arte francés –la pintura y hasta la literatura: Zola, Dau­det–. Tal vez haya sido siempre así: Se empieza por realizar sus conceptions por medio de figuras convencionales, imagi­narias; pero, luego, todas las combinaisons artificiales, todas las figuras imaginarias, acaban por fatigar, y entonces se em­piezan a concebir figuras más justas y naturales.

–Esto es verdad ––dijo Vorkuev.

–Entonces, ¿ustedes estuvieron en el Círculo? –preguntó Ana a su hermano.

«Sí, sí, he aquí una mujer», pensaba Levin, olvidándose de todo y mirando absorto el rostro bello y animado de Ana, el cual en aquel momento, a inopinadamente, cambió de expre­sión.

Levin no oyó lo que Ana decía en voz baja a su hermano, al oído, pero el cambio que se había manifestado en su rostro le impresionó. Aquel rostro antes tan hermoso en su tranquili­dad, expresó de pronto una curiosidad extraña y después ira y orgullo. Pero eso duró sólo un instante. Ana frunció las cejas como recordando algo desagradable,

–Pues, al fin y al cabo, eso no le interesa a nadie –co­mentó para sí. Y, dirigiéndose a la inglesa, dijo:

Please order the tea in the drawing–room.

La niña se levantó y salió de la habitación.

–¿Qué tal ha hecho sus exámenes? –preguntó Esteban Arkadievich, señalando a la pequeña.

–Muy bien. Es una niña inteligente y tiene muy buen ca­rácter ––contestó Ana.

–Acabarás queriéndola más que a tu propia hija.

–Se ve bien que eso lo dice un hombre. En el amor no hay más y menos... A mi hija la quiero con un amor y a ésta con otro diferente.

–Y yo digo a Ana Arkadievna –intervinó Vorkuev– que si ella hubiera puesto una centésima parte de la energía que emplea para esta inglesa en la obra común de educación de los niños rusos, habría hecho una obra grande y útil.

–Diga usted lo que quiera, yo no puedo hacer eso. El conde Alexey Kirilovich me animaba mucho a ello –y al pro­nunciar estas palabras, Ana miró tímidamente y como interro­gándole a Levin, que le contestó con una mirada afirmativa y respetuosa–. El Conde, como digo, me animaba a ocuparme de la escuela del pueblo y he ido varias veces allí... Son muy simpáticos, sí; pero no pude interesarme por ellos. Usted dice: «energía». La energía se basa en el amor y no es posible ad­quirir amor a la fuerza; no se puede ordenar que se ame. A esta niña le tomé cariño sin saber yo misma porqué.

Ana miró de nuevo a Levin. Y su sonrisa y su mirada le di­jeron claramente que hablaba sólo para él, que tenía en mucho su opinión, y que sabía de antemano que se comprendían.

–La entiendo muy bien –dijo Levin–. En la escuela y en otras instituciones semejantes no es posible poner el cora­zón y pienso que, precisamente por esta razón, todas las insti­tuciones filantrópicas dan tan malos resultados.

Ana sonrió.

–Sí, sí –afirmó después–. Por mi parte, nunca lo pude hacer. Je n'ai pas le coeur assez large como para querer a un asilo entero de niños, incluyendo los malos. Cela ne m'a ja­mais réussi! ¡Y, no obstante, hay tantas mujeres que se han creado con esto una position sociale! Y ahora, precisamente ahora, cuando tan necesaria me sería una ocupación cualquiera, es cuando puedo menos ––dijo con expresión melancólica y confiada, dirigiéndose a su hermano, pero hablando en reali­dad para Levin.

De pronto frunció las cejas y cambió de conversación.

Levin comprendió por aquel gesto que Ana estaba descon­tenta de sí misma, pesarosa de haber hablado de sí.

–¿Y usted qué hace? –dijo dirigiéndose ahora directa­mente a Levin–. Pasa usted por ser un mal ciudadano, pero yo he tomado siempre su defensa...

–¿Y cómo me defendía usted?

–Según los ataques... Bueno, ¿quieren ustedes tomar el té?

Ana se levantó y cogió un libro encuadernado en tafilete.

–Démelo usted, Ana Arkadievna –dijo Vorkuev indi­cando el libro–. Es merecedor de...

–¡Oh, no! No está bien terminado...

–Ya le he hablado a Levin de él –dijo Esteban Arkadie­vich a su hermana.

–No debiste hacerlo. Mis escritos son por el estilo de aquellas cestitas de madera que me vendía Lisa Markalova, hechas por los presos. A fuerza de paciencia, aquellos desgraciados hacían milagros –dijo, dirigiéndose también ahora a Levin.

Y éste descubrió un rasgo nuevo en aquella mujer que tanta admiración había ya despertado en él. Además de ser inteli­gente, espiritual y hermosa, tenía una sinceridad admirable que le llevaba a no disimular en nada todo lo que de penoso tenía su situación.

Dicho aquello, Ana suspiró y, de repente, su rostro adquirió una expresión seria y triste, y quedó inmóvil, como petrificada.

Con ese aspecto parecía aún más bella que antes; pero esta expresión era nueva, estaba fuera de aquel círculo de expre­siones que irradiaban alegría y producían felicidad y que el pintor había sabido reproducir tan bien en el retrato.

Levin miró una vez más al cuadro, mientras Ana tomaba por el brazo a su hermano, y un sentimiento de ternura y de compasión, que le sorprendieron a él mismo, se despertó en su alma por aquella mujer.

Ana pidió a Levin y Vorkuev que pasaran al salón y ella se quedó en la habitación a solas con su hermano para hablar se­cretamente con él.

«Hablarán ahora del divorcio, de Vronsky, de lo que hace éste en el Círculo, de mí...» , pensó Levin. Y le preocupaba tanto lo que pudieran estar hablando los dos hermanos, que no atendía a lo que Vorkuev le decía en aquel momento de las cualidades de la novela para niños escrita por Ana.

Durante el té continuó la conversación, agradable y llena de interés.

No sólo no hubo un momento de silencio, sino que, al con­trario, se desenvolvía tan rápida y agradablemente como si hubiera de faltarles tiempo para decir todo lo que querían ex­poner.

Y todo lo que decía Ana a Levin le parecía interesante, a in­cluso los relatos o comentarios de Vorkuev y Esteban Arkadie­vich adquirían para él una profunda significación por el interés que ponía en ellos y las atinadas observaciones que hacía.

Mientras seguía la interesante conversación, Levin se exta­siaba continuamente ante la belleza, la inteligencia y la cul­tura y a la vez la sencillez y sinceridad de Ana.

Él escuchaba o hablaba, pero incluso entonces pensaba constantemente en ella, en su vida interior, y no apartaba de Ana sus ojos, queriendo, por sus gestos y su mirada, adivinar sus sentimientos. Y él, que antes la juzgaba con severidad, ahora la justificaba y, al mismo tiempo, la compadecía; y la idea de que Vronsky no llegara a comprenderla completa­mente le oprimía el alma.

Habían dado ya las diez de la noche cuando Esteban Arka­dievich se levantó para marcharse. (Vorkuev se había mar­chado ya.) A Levin le había pasado el tiempo tan agradable­mente, que le pareció que acababan de llegar y se levantó pesaroso.

–Adiós –dijo Ana, reteniendo la mano de Levin y mirán­dole a los ojos con una mirada que le conturbó–. Me siento muy dichosa de que la glace soit rompue.

Mas, seguidamente, ella retiró su mano y frunció el ceño.

–Dígale a su esposa –encargó a Levin– que la quiero como siempre. Y que si ella no puede perdonarme, le deseo que no me perdone nunca. Para perdonar es preciso padecer lo que yo he padecido. Y de esto deseo de corazón que la libre Dios.

–Sí, se lo diré... se lo diré... repuso Levin sonrojándose.
XI
«¡Qué mujer tan extraordinaria, tan simpática y digna de compasión!», pensaba Levin mientras salía, acompañado de Esteban Arkadievich, al aire frío de la calle.

–¿Qué te ha parecido? ¿No te lo dije yo? –preguntó Oblonsky, observando que su cuñado estaba completamente entregado al recuerdo de Ana.

–Sí –contestó Levin pensativo–. Es una mujer extraor­dinaria. No sólo es inteligente sino, también, de una admira­ble cordialidad. La compadezco con toda el alma.

–Ahora, si Dios quiere, todo se arreglará. Y puesto que ves lo que te ha pasado en este caso, en adelante no formes juicios prematuros sobre la gente –añadió Esteban Arkadie­vich en tanto que abría la puerta de su carruaje.

–Y adiós –se despidió–, que vamos por caminos dife­rentes.

Levin se dirigió a su casa, en la que entró sin dejar de pen­sar en Ana, en la conversación tan sencilla que con ella había tenido, en todos los cambios que había observado en su fiso­nomía, en su situación, que despertaba en él una piedad pro­funda.

Al entrar en su casa, Kusmá le comunicó que Katerina Ale­jandrovna se encontraba bien, que hacía pocos momentos que se habían marchado de allí las hermanas, y le entregó dos car­tas. Una era de su encargado, Sokolov, el cual le decía que no había vendido el trigo porque ofrecían tan sólo cinco rublos y medio y que no tenía de dónde sacar más dinero; la otra carta era de su hermana reprochándole el que su asunto no estu­viera aún terminado.

Levin, con el ánimo alegre, resolvió en seguida, con extra­ordinaria facilidad, la cuestión del trigo, que en otra ocasión le habría dado mucho que pensar.

«Pues bien: si no dan más, lo venderemos a cinco rublos y medio.»

En cuanto a las quejas de su hermana no despertaron en él más que este pensamiento:

«Es extraordinario lo ocupado que tenemos aquí todo el tiempo».

Se sentía culpable ante su hermana por no haber hecho aún lo que ésta le había pedido, pero encontró fácil disculpa.

«Es verdad que hoy no he ido tampoco al Juzgado», se acu­saba. «Pero es que hoy», se disculpaba luego, « no he tenido, realmente, tiempo de hacerlo».

Y, después de haber decidido ocuparse de aquel asunto al día siguiente, se dirigió a las habitaciones que ocupaba su es­posa.

Mientras se dirigía hacia allí, repasaba mentalmente todo lo que había hecho durante el día; las conversaciones que ha­bía escuchado y aquellas en las que había tomado parte. En todas ellas –se confesaba– habían tratado de cuestiones por las cuales no se habría interesado en otra ocasión, sobre todo estando solo, en el pueblo, pero ahora, aquí, le habían resultado interesantes. Tan sólo en dos ocasiones encontraba haber hecho algo que no le satisfacía plenamente: una era su símil del sollo en los comentarios respecto a la pena impuesta a un extranjero; la otra era «algo no bien definido» que había en aquella dulce compasión o tierno afecto que se había desper­tado en él hacia Ana.

Levin encontró a su mujer triste y aburrida.

La comida entre las tres hermanas había resultado animada, pero se habían cansado de esperarle, y la animación fue deca­yendo hasta no saber qué decirse. Luego las hermanas se mar­charon, y Kitty quedó sola con sus pensamientos, preocupada por la tardanza de su marido.

–¿Y tú qué has hecho durante todo el día? –le preguntó Kitty, mirándole a los ojos, en los que advertía cierto brillo sospechoso. No obstante, y a fin de no contenerle en su efu­sión, disimuló y escuchó con dulce sonrisa de aprobación la referentecia de lo que había hecho aquella noche.

–En el Círculo me encontré con Vronsky –explicó Le­vin–, y me alegré de verle. Todo sucedió de la manera mas natural. ¿Lo comprendes, verdad? La tirantez que había entre nosotros ha dejado ya de existir. Era una situación absurda que tenía que terminar. No vayas a creer por esto que intente ahora buscar su sociedad –y mientras decía estas palabras Levin se puso rojo, pensando que «por no buscar su socie­dad» había ido a visitar a Ana a la salida del Círculo.

–¡Y decimos que el pueblo bebe! –exclamó después–. No sé quién bebe más, si el pueblo o nuestra clase... El pueblo bebe en los días de fiesta, pero nosotros...

Kitty oía extrañada las incoherencias de su marido. ¿A qué venía aquello de si el pueblo bebía o si los aristócratas be­bían? ¿Qué les importaba a ellos? A ella, lo que le interesaba ahora era averiguar por qué causa se había él sonrojado, cosa que había observado muy bien.

–¿Y luego dónde estuviste?

–Esteban Arkadievich me pidió con gran interés que visi­tara a su hermana.

Y al decir esto se sonrojó de nuevo y sintió que las dudas sobre si habría hecho bien o mal visitando a Ana se le desvanecían para dejar paso al convencimiento de que había obrado de una manera inconveniente.

Los ojos de Kitty relampaguearon, pero se contuvo, disi­muló su emoción y exclamó sencillamente:

–¡Ah!


–Espero que no te enfades porque haya ido allí. Me lo pi­dió, como te digo, Esteban Arkadievich, y Dolly también lo deseaba –continuó Levin.

–¡Oh, no! –dijo ella con una mirada que nada bueno pre­decía.

–Es una mujer muy simpática, digna de compasión –dijo Levin tratando de convencer a Kitty–. Me dio para ti un en­cargo conmovedor. –Y le repitió las palabras que le había di­cho para su esposa.

–Sí, sí, está claro. Es una mujer digna de compasión –dijo Kitty con voz indiferente. Y, en seguida, le preguntó–: ¿De quién has recibido carta?

Levin explicó la correspondencia que había recibido, y so­segado por el tono tranquilo de su esposa, se marchó al gabi­nete para cambiarse de traje.

Al volver, encontró a su mujer en la misma butaca, en la misma actitud en que la había dejado. Cuando Levin se le acercó, ella le miró con tristeza y rompió a sollozar.

–¿Qué es eso? ¿Qué te pasa? –preguntó él, que ya había adivinado lo que «le pasaba».

–Te has enamorado de esa mala mujer –decía Kitty entre sollozos–. Te ha hechizado... Lo he visto en tus ojos... Sí, sí... ¿Qué puede resultar de eso? Has ido al Círculo... Has be­bido... Has bebido... Has jugado a las cartas... Y luego has ido... ¡Adónde has ido!... ¡No, vámonos de aquí...! ¡Esto no puede durar! ¡Yo me voy mañana mismo!

Durante un largo rato Levin trató inútilmente de calmarla.

No lo consiguió sino prometiéndole no visitar más a Ana, cuya perniciosa influencia junto con el vino que había bebido, habían perturbado su razón. Lo que más sinceramente recono­ció fue, sin embargo, que el vivir tanto tiempo en Moscú, de­dicado sólo a conversar, a fumar en exceso, a comer abunda­mentemente y a beber más abundantemente aún, habían acabado por hacer de él un estúpido. Y con igual sinceridad le prometió que nada de aquello volvería a suceder.

Así hablaron hasta altas horas de la noche. Cuando se acos­taron, ya completamente reconciliados, eran las tres.
XII
Cuando Esteban Arkadievich y Levin se hubieron mar­chado, Ana se puso a pasear a lo largo de la habitación.

Aunque inconscientemente (como lo hacía todo en los últi­mos tiempos), Ana había hecho durante toda la noche cuanto le había sido posible para enamorar a Levin. Sabía que había logrado su propósito tanto como era posible en una noche y tratándose de un hombre casado y honesto enamorado de su mujer.

También él le había gustado y, a pesar de la gran diferencia que existía entre Vronsky y Levin, su tacto de mujer le había permitido descubrir en ambos aquel rasgo común gracias al cual Kitty había podido sentirse atraída por los dos. Y, no obs­tante, apenas se hubo despedido, Ana dejó de pensar en él para pensar en Vronsky de nuevo.

Un solo pensamiento la perseguía de una manera obsesiva: «Si tal efecto causo en un hombre casado», se decía, «y ena­morado de su mujer, ¿por qué sólo él se muestra tan frío con­migo? Yo sé que Alexey me ama», siguió pensando» . «Pero ahora hay algo nuevo que nos separa. ¿Por qué no ha estado aquí en toda la noche? Encargó a Stiva que me dijera que no podía dejar a Jachvin en su juego... ¿Es que es un niño ese Jachvin? Supongamos que sea así, puesto que él nunca miente. Sin embargo, dentro de esta verdad hay alguna otra cosa. Aprovecha todas las ocasiones para mostrarme que tiene otras obligaciones que le impiden estar más conmigo. Sé que es así y estoy conforme... Mas, ¿por qué ese afán de decírmelo? ¿Quiere hacerme comprender que su amor hacia mí no debe coartar su libertad? Pues bien: no necesito esas demostraciones; lo que preciso que me demuestre es su ca­riño. Debía comprender todo lo penosa que es mi vida aquí, en Moscú. ¿Es que esto es vivir? No, no vivo; paso el tiempo esperando este desenlace que nunca acaba de llegar. ¡Otra vez estoy sin contestación! Stiva dice que no puede ir a casa de Alexey Alejandrovich, y yo no puedo escribir de nuevo. No puedo hacer nada, no puedo emprender nada para salir de esta situación. Tan sólo puedo procurarme pequeños entrete­nimientos –la familia inglesa, leer, escribir– para ir mal pasando el tiempo, pues todo esto no es sino un engaño, como la morfina. Vronsky debía tener compasión de mí», ter­minó. Y lágrimas de piedad por su propia suerte le inundaron los ojos.

Oyó el nervioso campanillazo de Vronsky, y, precipitada­mente, se secó las lágrimas, se sentó en una butaca al lado de la lámpara, abrió un libro y fingió leer para que él creyese que estaba tranquila. Creía conveniente mostrar algún descontento porque él no había vuelto a la hora prometida, pero no extre­mar el enfado, y, sobre todo, no despertar en él compasión. Ella se compadecía a sí misma, pero no quería en manera al­guna compasión de él; de él sólo quería amor. No quería tam­poco luchar, pero, involuntariamente, se colocaba en plan de combate.

–¿No te has aburrido? –le preguntó él, acercándose a Ana, animado y alegre–. ¡Qué pasión más terrible es el juego! –comentó luego.

–No, no me he aburrido –contestó Ana–. Ya hace tiempo que aprendí a no aburrirme en estas largas esperas. Además, han estado aquí Stiva y Levin.

–Sí, me dijeron que venían a visitarte. ¿Te ha gustado Le­vin? –preguntó Vronsky, sentándose al lado de Ana.

–Mucho. Hace poco que se han marchado. ¿Qué ha hecho Jachvin?

–Al principio ganó diecisiete mil rublos. Le llamé para que abandonara el juego. Casi se decidió, pero, luego volvió a jugar, y ahora está perdiendo.

–Entonces, ¿a qué te quedaste tú allí? –dijo Ana, levan­tando sus ojos hacia él.

Su mirada se cruzó con la de Vronsky, que en aquel mo­mento era fría y agresiva.

–Has dicho a Stiva –siguió– que te quedabas allí para evitar que Jachvin jugara demasiado, y resulta que esto no era verdad, que fue sólo un pretexto, puesto que ahora le has de­jado en el juego y perdiendo por añadidura.

Y sus palabras, su entonación, sus ademanes, todo en ella reflejaban deseos de discusión, de lucha...

Vronsky contestó fríamente y con firmeza:

–Primero, no le he pedido a Stiva que te dijera nada. Se­gundo, nunca digo lo que no es verdad. Y tercero y principal: he tenido ganas de quedarme en el círculo y me quedé.

–Y después de un breve silencio añadió–: Ana, ¿a qué vienen estas recriminaciones? –Y se inclinó hacia ella y ex­tendió, abierta, su mano derecha esperando que ella pondría entre aquélla las suyas.

Ana se sintió conmovida y dichosa ante aquel gesto de ter­nura; pero una fuerza extraña y maligna –un sentimiento de lucha– la impelía a no dejarse dominar.

No correspondió, pues, a aquel gesto de su amado, sino que le dijo con más irritación:

–Naturalmente: has querido quedarte allí y te has que­dado. Haces todo lo que quieres. Está bien. Pero, ¿para qué me lo dices? ¿Para qué? –dijo más enardecida cada vez–. ¿Acaso te discute alguien tus derechos? Si quieres tener ra­zón, quédate con ella.

La mano de Vronsky se cerró con enojo, su cuerpo se ende­rezó y en su rostro se pintó una expresión más decidida aún y tenaz.

–Para ti es una cuestión de tozudez –dijo Ana de repente, al encontrar una palabra que definiera justamente los pensa­mientos y el sentir de Vronsky, un calificativo para aquella expresión de su rostro que tanto la irritaba–. Para ti se trata sólo de salir vencedor en esta lucha conmigo, mientras que para mí...

La invadió una inmensa compasión por sí misma, y, casi llorando, continuó:

–¡Si supieras lo que representa esto para mí! ¡Si pudieras comprender lo que significa para mí tu hostilidad, esta hostili­dad, que ahora, en este instante, siento tan cruelmente! ¡Me encuentro al borde de una gran desgracia y siento miedo de mí misma!

Ana volvió la cabeza para ocultar sus sollozos.

–Pero, ¿a qué te refieres? –pregúntó Vronsky, horrori­zado de sus pensamientos. Y, asustado ante la desesperación que ella manifestaba, se le acercó de nuevo, le tomó la mano acariciándosela, a inclinándose, se la besó. Luego le dijo cari­ñosamente, esforzándose en convencerla:

–¿De qué te quejas? ¿Acaso busco diversiones fuera de casa? ¿Es que no huyo del trato con otras mujeres?

–¡No faltaría más! –exclamó Ana.

–Pues dime: ¿qué debo hacer para que estés contenta? Es­toy pronto a hacer todo lo que me digas con tal de que seas fe­liz –decía Vronsky– ¡Qué no haría yo, Ana, para librarte de todas tus penas!

–No es nada... no es nada... –dijo ella, sintiéndose di­chosa de nuevo–. Ni yo misma sé lo que quiero... Acaso la soledad... Los nervios... Pero no hablemos más de esto –y cambió la conversación procurando disimular la victoria con­seguida–. ¿Cómo han ido las carreras? No me has contado nada todavía.

Vronsky pidió la cena y se puso a contar las incidencias de las carreras de caballos, pero por su tono y por sus miradas, que se hacían a cada momento más fríos, Ana comprendió que, a pesar de su precaución, Vronsky no le perdonaba la derrota sufrida, que reaparecía en él aquel sentimiento de tozudez contra el cual venía luchando. Parecía incluso que estaba más frío y duro que antes, como arrepentido de haberse dejado dominar por ella.

Ana recordó las palabras que le habían proporcionado el triunfo sobre él («estoy al borde de una gran desgracia, y siento miedo de mí misma»), mas comprendió que este re­curso era peligroso, quizá contraproducente, y desistió de em­plearlo otra vez.


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