Eurídice dio a luz un varón hacia finales de primavera, no mucho antes de la fecha fijada para las nupcias de Cleopatra y Alejandro de Epiro, y el acontecimiento enfrió la ya no fácil relación entre el príncipe y su padre.
Aumentaron las incomprensiones y las desavenencias, que se vieron agravadas por la decisión de Filipo de mantener alejados de la corte a los amigos más íntimos de su hijo, en especial a Hefestión, Pérdicas, Tolomeo y Seleuco.
Pilotas, que se encontraba en aquel momento en Asia, se había mostrado en cambio bastante tibio con Alejandro tras su regreso. Empezó incluso a frecuentar ostensiblemente a su primo Amintas, que había sido el heredero al trono antes de que él naciera.
Todos estos hechos, unidos a la perdida familiaridad con la corte y a una aguda sensación de aislamiento, no hicieron sino acrecentar en Alejandro una peligrosa inseguridad que le empujó a torpes iniciativas y a comportamientos injustificados.
Cuando supo que Filipo había propuesto como marido para la hija del sátrapa de Caria a su hermanastro Arrideo, deficiente mental, no supo ya qué pensar. Al final, tras muchas reflexiones, temiéndose que aquella elección tenía que ver de algún modo con la expedición a Asia, mandó a un mensajero suyo a Pixódaro, ofreciéndose él a casarse con la muchacha, pero el rey se enteró de ello por sus informadores. Montó en cólera y se vio obligado a mandar al traste el proyecto de alianza matrimonial, ya comprometido.
Fue Eumenes quien comunicó a Alejandro la desagradable noticia.
—Pero ¿cómo se te ha podido ocurrir hacer semejante cosa? —le preguntó—. ¿Por qué no me dijiste nada? ¿Por qué no me lo consultaste? Yo te habría dicho que...
—¿Qué es lo que me habrías dicho? —desembuchó Alejandro, inquieto y resentido—. ¡Tú no haces más que lo que te ordena mi padre! ¡No me hables, que nunca me cuentas nada!
•—Estás fuera de ti —rebatió Eumenes—. Pero ¿cómo puedes pensar siquiera que Filipo desperdicie a su heredero al trono haciéndole tomar por esposa a la hija de un siervo de su enemigo, el rey de los persas?
—Yo no sé ya si soy el heredero de Filipo. Él no me lo dice, no me dice nada. Dedica todo su tiempo a su nueva mujer y al hijo que ha tenido con ella. Y también vosotros me habéis abandonado. ¡Tenéis todos miedo de estar conmigo porque pensáis que no seré ya el heredero del soberano! Mirad alrededor: ¿cuántos hijos tiene mi padre? Además, alguien podría decidirse a apoyar a Amintas: en el fondo era el heredero antes de que yo naciese, y Pilotas se pasa más horas últimamente con él que conmigo. ¿Y acaso no afirmó Átalo que su hija daría a luz al heredero legítimo? Bien, ahora ha nacido un varón.
Eumenes se quedó en silencio. Le miraba mientras medía la estancia a grandes pasos, esperando que se calmara. Cuando le vio detenerse delante de la ventana dándole la espalda, prosiguió:
—Debes plantarle cara a tu padre, por más que lo que él desearía en este momento es hacerte migas. Y no le faltan del todo motivos.
—¿Lo ves? ¡Estás de su parte!
—¡Déjate de cuentos! ¡Deja de tratarme de este modo! Yo he sido siempre leal a tu familia. He tratado siempre de poner paz entre vosotros porque considero a tu padre un gran hombre, el más grande que haya conocido Europa de un siglo a esta parte, y porque te quiero, ¡maldito bastardo! Pero, antes, ¡dime una cosa, una sola cosa que yo haya hecho en contra de ti, dime un solo disgusto que te haya ocasionado durante todos estos años! Habla, vamos, estoy esperando.
Alejandro no respondió. Se retorcía las manos y permanecía de espaldas para no mostrar las lágrimas que le asomaban a los ojos. Y se sentía lleno de rabia, dándose cuenta de que la ira de su padre le seguía espantando igual que cuando era niño.
—Tienes que plantarle cara. Ahora. Ahora que está furioso por lo que has hecho. Demuéstrale que no tienes miedo, que eres todo un hombre, que eres digno de sentarte un día en su trono. Admite tu error y pide excusas. Ese es el verdadero coraje.
—Está bien —hubo de aceptar Alejandro—. Pero recuerda que ya una vez Filipo se arrojó sobre mí empuñando la espada.
—Estaba ebrio.
—¿Y ahora cómo está?
—Eres injusto con él. Ha hecho lo imposible por ti. ¿Sabes cuánto ha invertido en ti? Dime, ¿lo sabes? Yo lo sé porque llevo sus cuentas y porque superviso su archivo.
—No quiero saberlo.
—Por lo menos cien talentos, una cifra desproporcionada: una cuarta parte del tesoro de la ciudad de Atenas en tiempos de su máximo esplendor.
—¡No lo quiero saber!
—Ha perdido un ojo en combate y ha quedado lisiado para el resto de sus días. Ha construido para ti el más grande imperio que haya existido jamás al oeste de los estrechos y ahora te ofrece Asia, y tú obstaculizas sus planes, le reprochas los pocos placeres que un hombre de su edad puede permitirse. Ve a verle, Alejandro, y háblale, antes de que venga él a ti.
—¡Está bien! Le plantaré cara.
Y salió dando un portazo.
Eumenes corrió tras él por el corredor:
—¡Espera! ¡Espera te he dicho!
—¿Qué ocurre ahora?
—Deja que hable yo con él primero.
Alejandro le dejó pasar y se quedó mirando cómo sacudía la cabeza mientras se apresuraba hacia el ala oriental de palacio.
Eumenes llamó y entró sin esperar la respuesta.
—¿Qué sucede? —preguntó Filipo con cara sombría.
—Alejandro quiere hablar contigo.
—¿Por qué?
—Señor, tu hijo está disgustado por lo que hizo, pero trata de comprenderlo: se siente solo, aislado. No cuenta ya con tu confianza, con tu afecto. ¿No puedes perdonarle? En el fondo no es más que un muchacho. Creyó que tú le habías abandonado y se dejó dominar por el temor.
Eumenes, que se esperaba un estallido de cólera incontrolada, se sorprendió al ver al soberano extrañamente sereno. Le causó casi impresión.
—¿Estás bien, señor?
—Estoy bien, estoy bien. Hazle pasar.
Eumenes salió y se encontró de frente a Alejandro que esperaba, con el rostro pálido.
—Tu padre es persona muy sentida —afirmó—. Tal vez está más solo que tú. No lo olvides.
El príncipe cruzó el umbral.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Filipo.
—Yo...
—¿Por qué? —aulló.
—Porque me sentía excluido de tus decisiones, de tus planes, porque estaba solo, sin nadie que me prestase una ayuda, que me diese un consejo. Creí afirmar así la dignidad de mi persona.
—¿Ofreciéndote a casarte con la hija de un siervo del rey de los persas?
«Las palabras de Eumenes», pensó para sí Alejandro.
—Pero ¿por qué no me lo dijiste? —continuó Filipo con un tono de voz más calmado—. ¿Por qué no hablaste de ello con tu padre?
—Habías preferido a Arrideo, que es medio estúpido.
—¡Pues precisamente! —gritó nuevamente Filipo descargando un puñetazo sobre la mesa—. ¿Y no te decía nada eso? ¿Así es como te enseñó a razonar Aristóteles?
Alejandro se quedó en silencio y el soberano se levantó poniéndose a renquear arriba y abajo de la habitación.
—¿Tan grave es el daño que te he causado? —preguntó el príncipe.
—No —repuso Filipo—. Aunque hubiera podido resultarme cómoda una alianza matrimonial con un sátrapa persa en el momento en que me dispongo a pasar a Asia. Pero para todo hay remedio.
—Lo siento. No ocurrirá más. Espero que me hagas saber cuál será mi puesto en el casamiento de Cleopatra.
—¿Tu puesto? Será el que corresponde al heredero al trono, hijo mío. Ve a ver a Eumenes: él lo sabe todo y ha organizado la ceremonia en sus mínimos detalles.
Alejandro enrojeció hasta la raíz de sus cabellos ante aquellas palabras y habría querido abrazar a su padre como cuando venía a verle a Mieza, pero no consiguió vencer la reserva y el embarazo que sentía en su presencia desde el día en que sus relaciones se habían vuelto difíciles. Le miró, no obstante, con una expresión emocionada y casi afligida y su padre comprendió. Dijo:
—Y ahora déjame, fuera de aquí que tengo cosas que hacer.
—Ven —le invitó Eumenes—. Tienes que ver de qué cosas es capaz tu amigo. Este matrimonio ha de ser la obra maestra de mi vida. El rey ha excluido a maestros de ceremonias y chambelanes y me ha confiado a mí toda la responsabilidad organizativa. Y ahora —afirmó abriendo de par en par una puerta y haciendo entrar a Alejandro—, ¡mira qué cosa!
El príncipe se encontró en el interior de uno de los locales de las armerías reales que había sido casi completamente vaciado para hacer sitio a una gran mesa que se apoyaba sobre unos caballetes, en la que había sido reproducido, a escala, todo el complejo del palacio real de Egas, con los santuarios y el teatro.
Los locales estaban descubiertos y podía verse su interior, donde figuritas de terracota policromadas representaban a los diferentes personajes que iban a tomar parte en las solemnes ceremonias.
Eumenes se acercó y tomó un puntero de la mesa.
—Aquí tienes —explicó, indicando una gran sala que daba a un pórtico con columnas—. Aquí se celebrará el casamiento y luego la gran procesión, un acontecimiento extraordinario, nunca antes visto.
»Después de la ceremonia, mientras la esposa sea conducida por sus damas de honor al tálamo para el baño ritual y para el peinado, se dará paso a la procesión: delante, las estatuas de los doce dioses del Olimpo, éstos que ves, conducidos a hombros por los oficiantes del culto, y entre ellos la estatua de tu padre para simbolizar su sentimiento religioso y su función de numen tutelar de todos los griegos.
»Luego, en el centro, avanzará el rey en persona cubierto por un manto blanco, con una corona de oro de hojas de encina alrededor de la cabeza. Algo más adelante, a la diestra del soberano, irás tú en tu calidad de heredero al trono, y a la siniestra el esposo, Alejandro de Epiro: os dirigiréis hacia el teatro. Aquí lo tienes.
»Los huéspedes y las delegaciones extranjeras habrán ocupado ya sus puestos con las primeras luces del alba, entretenidos, hasta el momento de la entrada de la procesión, por espectáculos y actuaciones de actores famosos que serán traídos expresamente de Atenas, de Sición, de Corinto, entre los que estará también Tésalo, que me han dicho que es el que tú más admiras.
Alejandro se acomodó en los hombros el blanco manto e intercambió una rápida mirada con su tío. Ambos precedían en unos pocos pasos a Filipo, acompañado por su guardia personal, ataviado con una túnica roja con el borde recamado en oro, de motivos ovalados y palmetas, y con un rico manto blanco, el cetro de marfil en la mano derecha, tocado con la corona de oro de hojas de encina. Era idéntico a la estatuilla que Eumenes le había enseñado en el modelo a escala en el interior de la sala de armas.
Los zapateros reales le habían confeccionado un par de coturnos de actor trágico que permanecían cubiertos por el borde del traje y tenían un grosor distinto, a fin de corregirle el andar renqueante y aumentar considerablemente su estatura.
Eumenes se había colocado sobre un armazón de madera en la parte más alta de la cávea del teatro y hacía señales al maestro de ceremonias con unas banderitas de colores para coordinar el imponente cortejo.
Miró a su derecha el gran hemiciclo abarrotado hasta los topes y, en el fondo de la calle de acceso, la cabeza de la procesión con las estatuas de los dioses maravillosamente realizadas por los más grandes artistas, engalanadas con auténticos trajes y auténticas coronas de oro, protegidas por sus animales sagrados, el águila de Zeus, la lechuza de Atenas, el pavo real de Hera, reproducidos con impresionante realismo, como si fueran a emprender el vuelo de un momento a otro.
Detrás venían los sacerdotes ceñidos con las sagradas diademas, con los turíbulos, y luego un coro de bellísimos efebos desnudos cual amorcillos que cantaban los himnos nupciales acompañándose con flautas y tímpanos.
Al fondo, el soberano precedido por el hijo y el cuñado y yerno, y, cerrando el cortejo, los siete guardias personales en traje de gala.
Eumenes dio la señal, el maestro de ceremonias indicó a los trompeteros que hicieran sonar sus instrumentos y la procesión se puso en movimiento.
Era una visión soberbia, que el sol y la jornada extraordinariamente clara hacían más espectacular aún. La cabeza de la procesión estaba entrando ya en el hemiciclo y las estatuas de los dioses recorrían una tras otras el semicírculo de la orquesta y eran colocadas acto seguido en fila delante del proscenio.
Conforme un sector de la procesión enfilaba el arco de entrada contiguo a la escena, Eumenes le perdía de vista hasta que no volvía a aparecer a la luz en el interior del teatro.
Pasaron los sacerdotes en medio de una nube de incienso y a continuación los efebos que danzaban cantando sus himnos de amor en honor a la esposa: Eumenes les vio desaparecer bajo la arquivolta y volver a aparecer por el otro lado entre las exclamaciones de júbilo del público.
Ahora pasaban Alejandro de Macedonia y Alejandro de Epiro y se acercaba el rey. Tal como estaba previsto, una vez que hubo llegado delante de la arquivolta, el soberano ordenó retirarse a su escolta porque no quería presentarse ante los griegos flanqueado por guardias personales igual que un tirano.
Eumenes vio reaparecer en el interior del teatro a los dos jóvenes en medio de un estruendo de aplausos y, al mismo tiempo, desaparecer al rey por la otra parte en la sombra de la arquivolta. Entretanto, con el rabillo del ojo, reparó en los guardias personales que se retiraban. Les echó una ojeada distraída y luego, de golpe, más atenta: ¡faltaba uno!
Precisamente en aquel instante Filipo aparecía a la luz en el interior ¿el teatro y Eumenes, habiendo intuido que algo estaba a punto de ocurrir, se puso a gritar hasta desgañitarse, pero no consiguió dominar el estruendo de las aclamaciones. Sucedió todo rápido como un relámpago: el guardia personal que faltaba apareció de repente de la oscuridad, empuñando una corta daga, se arrojó sobre el soberano y se la clavó en el costado hasta la empuñadura dándose de inmediato a la fuga.
Alejandro se dio cuenta de que algo tremendo había sucedido por la expresión de consternación en el rostro de los presentes, se volvió hacia atrás un instante después de que su padre hubiese sido traspasado y vio su rostro repentinamente pálido como las máscaras de marfil de los dioses. Le vio tambalearse y sujetarse el costado que se inundaba de sangre manchando el blanco manto.
Detrás de él, un hombre escapaba a lo largo de la calle en dirección a los prados. Se abalanzó hacia su padre que caía de rodillas, mientras Alejandro de Epiro pasaba cerca de él corriendo y gritando a voz en cuello:
—i Atrapad a ese hombre!
Alejandro pudo sostener al soberano antes de que se desplomara sobre el polvo, y le estrechó contra sí mientras la sangre le brotaba copiosamente por entre las ropas y le mojaba brazos y manos.
—¡Papá! —gritaba entre sollozos estrechándole más fuerte—. ¡Papá, no!
Filipo sintió sus lágrimas ardientes en las mejillas exangües.
Encima de él el cielo estalló en una miríada de puntos luminosos y luego se entenebreció de golpe. En aquel momento se volvió a ver de pie en el centro de una habitación inmersa en la penumbra, mientras estrechaba contra su pecho a un niño. Sintió la piel suave del pequeño contra su mejilla hirsuta, sintió sus labios sobre el hombro surcado de cicatrices y un intenso perfume de rosas de Pieria en el aire, antes de hundirse en la oscuridad y el silencio.
El fugitivo corría a más no poder hacia un grupo de árboles donde le | esperaban otros hombres, sin duda sus cómplices, que escaparon apenas vieron que era perseguido.
El hombre, al quedarse solo, se volvió y se dio cuenta de que seguían su rastro. Alejandro de Epiro se había despojado del manto y le perseguía espada en mano gritando:
—¡ Cogedle vivo! ¡ Cogedle vivo!
El hombre reemprendió su carrera lo más rápido posible y, al llegar a escasos pasos del caballo, dio un salto para montar sobre su grupa, pero tropezó con la raíz de una cepa de vid y cayó al suelo. Se volvió a levantar, pero los guardias se le habían echado ya encima y le traspasaron de parte a parte con docenas de estocadas, dándole muerte instantánea.
El rey de Epiro, apenas vio lo que habían hecho, gritó fuera de sí:
—¡Necios! ¡Os he dicho que le cogierais vivo!
—Pero, señor, estaba armado y ha tratado de herirnos.
—¡Perseguid a los demás! —ordenó entonces el soberano—. ¡Perseguid por lo menos a los demás y apresadles!
Entretanto había llegado Alejandro, con las ropas manchadas aún de sangre de Filipo. Miró al homicida y seguidamente al rey de Epiro y afirmó:
—Le conozco. Se llama Pausanias, era uno de los guardias personales de mi padre. Desnudadle, colgadle de un palo en la entrada del teatro y dejadle que se pudra hasta que no le queden más que los huesos.
Mientras tanto, se había ido formando un corro en torno al cadáver: curiosos, hombres de la guardia real, oficiales del ejército y huéspedes extranjeros.
Alejandro volvió, junto con su cuñado, al interior del teatro, que se estaba vaciando rápidamente, y encontró a su hermana Cleopatra, todavía con el vestido de novia, quien sollozaba desesperadamente inclinada sobre el cadáver de su padre. Eumenes, de pie a escasa distancia, con los ojos llenos de lágrimas y una mano delante de la boca, continuaba sacudiendo la cabeza como si no consiguiera creerse aún lo que había sucedido. La reina Olimpia, esperada desde la mañana, todavía no había llegado.
Alejandro mandó llamar a reunión a todas las unidades de combate presentes en los alrededores, dio orden de retirar el cuerpo de su padre y de prepararlo para el rito fúnebre, hizo acompañar a Cleopatra a sus habitaciones y traer para sí y para su cuñado dos armaduras.
—¡Eumenes! —gritó sacando a su amigo de su aturdimiento—. Busca el sello y tráemelo. Y manda de inmediato unos estafetas a que informen a Hefestión, Tolomeo, Pérdicas, Seleuco y a los demás: quiero que me esperen en Pella antes de mañana por la noche.
Los armeros se presentaron en pocos instantes y los dos jóvenes se pusieron las corazas y las grebas, se ciñeron las espadas y se dirigieron, entre dos filas de gente, seguidos por una sección de tropas escogidas, a ocupar el palacio. Todos los miembros presentes de la familia real fueron puestos bajo estrecha vigilancia y mantenidos en sus alojamientos, a excepción de Amintas que se presentó armado y se puso a las órdenes de Alejandro:
—Puedes contar conmigo y con mi fidelidad. No quiero que se derrame más sangre.
—Te lo agradezco —replicó Alejandro—. No olvidaré este gesto.
Las puertas de la ciudad fueron ocupadas por rondas de escuderos y secciones de caballería. Pilotas se dirigió espontáneamente a palacio y se puso a sus órdenes.
Mediada la tarde, Alejandro, flanqueado por el rey de Epiro y su primo Amintas, se presentó armado delante del ejército formado, llevando el manto real y la diadema. El mensaje fue alto y claro.
Los oficiales hicieron sonar las trompas y los hombres gritaron el saludo:
—¡Salve, Alejandro, rey de los macedonios!
Luego, a otra señal, golpearon largo rato las lanzas contra los escudos haciendo retumbar los pórticos de palacio con ensordecedor estruendo.
Alejandro, tras recibir el homenaje de las secciones formadas, ordenó preparar a Bucéfalo y estar dispuestos para la partida. Convocó a continuación a Eumenes y a Calístenes, también él presente en la ceremonia.
—Eumenes, ocúpate del cuerpo de mi padre. Haz que sea lavado y embalsamado para que se conserve hasta las solemnes exequias que organizarás tú mismo, y recibe a mi madre, si llega. Llama luego a un arquitecto y pon en marcha cuanto antes los trabajos para la tumba real.
»Calístenes, tú quédate y haz indagaciones sobre el autor del crimen. Busca a sus amigos y cómplices, trata de descubrir sus movimientos en las últimas horas, interroga a los guardias que le han dado muerte a pesar de la orden en contrario de mi cuñado. Si fuera necesario, haz uso de la tortura.
Eumenes se adelantó y entregó a Alejandro un pequeño estuche.
—El sello real, señor.
Alejandro lo cogió y se lo puso en el dedo.
—¿Sientes afecto por mí, Eumenes? ¿Me eres fiel?
—Por supuesto, señor.
—Entonces, sigue llamándome Alejandro.
Salió a la plaza de armas, saltó sobre la grupa de Bucéfalo y, tras dejar una guarnición en Egas a las órdenes de Filotas, partió con el cuñado camino de Pella para tomar posesión del trono de Filipo y para mostrar a los nobles y a la corte quién era el nuevo rey.
Es aquellos momentos, el teatro se hallaba ya completamente vacío. Únicamente quedaban las estatuas de los dioses, como abandonadas en sus pedestales, y la estatua de Filipo, a la luz declinante del ocaso, que tenía la melancólica fijeza de una divinidad olvidada.
De golpe, mientras comenzaba a caer la oscuridad, una sombra pareció materializarse de la nada: un hombre con la cabeza cubierta por un manto entró en la arena desierta y examinó largamente la mancha de sangre que enrojecía aún el terreno; luego volvió atrás, pasando por debajo de la arquivolta contigua a la escena: Su atención se vio atraída por un objeto metálico, ensangrentado y medio oculto en la arena. Se inclinó para observarlo con sus ojillos grises, inquietísimos, lo recogió y lo guardó entre los pliegues de su manto. Salió al aire libre y se detuvo delante del poste en el que había sido clavado el cuerpo del asesino, envuelto ya por las tinieblas. Una voz resonó a sus espaldas:
—Tío Aristóteles, no imaginaba encontrarte aquí.
—Calístenes. Una jornada que debía ser de alegría ha acabado con un muy triste suceso.
—Alejandro esperaba volver a abrazarte, pero la sucesión convulsa de los acontecimientos...
—Lo sé. También yo lo siento. ¿Dónde está ahora?
—Cabalgando a la cabeza de sus tropas camino de Pella. Quiere prevenir a todo el mundo de cualquier posibilidad de golpe de mano por parte de determinados grupos de la nobleza. Pero tú, ¿cómo es que estás aquí? No es éste un alegre espectáculo.
—El regicidio es siempre un punto crítico en el devenir de los acontecimientos humanos. Y, por lo que he oído, fue una premonición del oráculo de Belfos: «El toro está coronado, el fin está próximo, el sacrificador está listo». —Y luego, volviéndose hacia el cadáver martirizado de Pausanias, agregó—: Ahí tienes al sacrificador. ¡Quién hubiera pensado que sería éste el epílogo de la profecía!
—Alejandro me ha pedido que indague acerca del crimen. Que trate de descubrir quién puede estar detrás del asesinato de su padre. —Desde lo más recóndito del palacio, llegaba el lúgubre canto de las plañideras que lloraban la muerte del rey—. ¿Quieres ayudarme? —preguntó Calístenes—. Todo parece tan absurdo...
—Ahí está la clave del crimen —afirmó Aristóteles—. En lo absurdo. ¿Qué asesino hubiera elegido una forma tan burda, un asesinato en un teatro, como la escena de una tragedia interpretada, con sangre de verdad y... —extrajo un hierro de los pliegues del manto— una verdadera espada. Una daga celta, para ser más exactos.
—Un arma poco corriente... Pero veo que ya has empezado tu indagación.
—La curiosidad es la clave del conocimiento. ¿Qué se sabe de él? —preguntó señalando de nuevo al cadáver.
—Bien poco. Se llamaba Pausanias y era natural de Lincestide. Había sido incluido en la guardia personal por su presencia física.
—Por desgracia, no podrá decirnos ya nada y también eso forma parte seguramente del plan. ¿Has preguntado a los soldados que le mataron?
—A uno o dos de ellos, pero no he sacado gran cosa. Todos afirman no haber oído la orden de Alejandro de que no le mataran. Furiosos por la muerte del soberano, cegados por la ira, apenas hizo él ademán de defenderse le destrozaron.
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