Antecedentes



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—Dile que voy enseguida —ordenó Caridemo, y salió por una poterna para reunirse con el macedonio.

—Me llamo Crátero —se presentó el oficial— y te pido que nos dejes pasar. No queremos haceros ningún daño, sólo uniros a nuestro rey que está a vuestras espaldas y dirigirnos a Larisa, donde el soberano convocará al consejo de la liga tesálica.

—No tengo mucha elección —observó Caridemo.

—No. No la tienes —replicó Crátero.

—Está bien, negociemos. Pero ¿puedo saber algo?

—Si está en mis manos responderte, así lo haré —declaró Crátero muy formalmente.

—¿Cómo es que vuestra infantería está a mis espaldas?

—Hemos tallado una escalera en una ladera del monte Ossa.

—¿Una escalera?

—Sí. Es un pasaje que nos permite estar en contacto con nuestros aliados tesalios.

Caridemo, consternado, no pudo por menos que dejarle pasar.

Dos días después Alejandro llegó a Larisa, convocó al consejo de la liga tesálica y se hizo confirmar como tagos vitalicio.

Luego esperó a que las restantes secciones del ejército le alcanzasen para atravesar Beocia y desfilar bajo los muros de Tebas con gran despliegue de fuerzas.

—No quiero ningún derramamiento de sangre —afirmó—. Pero tienen que llevarse un susto de muerte. Piensa en ello, Tolomeo.

Tolomeo formó al ejército como en la batalla de Queronea. Hizo ponerse a Alejandro la misma armadura que había llevado su padre e hizo preparar el gigantesco tambor de guerra sobre ruedas tirado por cuatro caballos.

El sordo retumbo se pudo oír claramente desde las murallas de la ciudad donde, algunos días antes, los tebanos habían intentado un asalto a la guarnición macedonia de la ciudadela de Cadmea. El recuerdo de las penalidades sufridas y el miedo a aquel ejército amenazador bastaron para calmar por un tiempo los ánimos más agitados, pero no así para extinguir el odio y la voluntad de revancha.

—¿Bastará? —preguntó Alejandro a Hefestión mientras desfilaban a los pies de Tebas.

—Por ahora. Pero no te hagas ilusiones. ¿Qué piensas hacer con las restantes ciudades que han expulsado a nuestras guarniciones?

—Nada. Quiero ser el caudillo de los griegos, no su tirano. Deben comprender que yo no soy un enemigo. Que el enemigo está al otro lado del mar, que es el persa quien impide la libertad en las ciudades griegas de Asia.

—¿Es cierto que has ordenado iniciar pesquisas sobre la muerte de tu padre?

—Sí, a Calístenes.

—¿Y crees que va a conseguir descubrir la verdad?

—Creo que hará lo posible.

—¿Y si descubriera que fueron los griegos? ¿Los atenienses, por ejemplo?

—Decidiré lo que haya que hacer en su momento.

—Calístenes ha sido visto con Aristóteles, ¿lo sabías?

—Por supuesto.

—¿Y cómo explicas tú el hecho de que Aristóteles no venga a hablar contigo?

—Ha sido difícil hablar conmigo en estos últimos tiempos. O tal vez lo que quiere es mantener una total independencia de juicio.

La última sección de los hetairoi se dispersó en medio del estruendo cada vez más débil del gran tambor y los tebanos se reunieron en consejo para deliberar. Había llegado una carta de Demóstenes desde Calauria exhortándoles a no desesperar, a estar preparados para el momento de la liberación.

«El trono de Macedonia está ocupado por una criatura —decía— y la situación es propicia.»

Las palabras del orador entusiasmaron a todos, pero no eran pocos los que se inclinaban por la prudencia. Intervino un anciano que había perdido a dos hijos en Queronea:

—Esa criatura, como la llama Demóstenes, ha reconquistado Tesalia en tres días sin desenvainar siquiera la espada y nos ha dirigido un mensaje muy preciso con esta parada bajo nuestras murallas. Yo le escucharía.

Pero las voces airadas que se alzaban de varias partes ahogaban aquella invitación a la cordura, y los tebanos se prepararon para levantarse en armas no bien se presentase la ocasión.

Alejandro llegó a Corinto sin mayores problemas, convocó al consejo de la liga panhelénica y pidió ser confirmado como general de todos los ejércitos confederados.

—Cada uno de los estados será libre de gobernarse como prefiera y no se ejercerá ninguna interferencia en sus regulaciones internas y en su constitución —proclamó desde el sitial que había sido de su padre—. La única finalidad de la Liga es la de liberar a los griegos de Asia del yugo de los persas y mantener entre los griegos de la península una paz duradera.

Todos los delegados firmaron la moción, a excepción de los espartanos que no se habían adherido tampoco a la de Filipo.

—Estarnos acostumbrados desde siempre a guiar a los griegos, no a ser guiados —declaró su enviado a Alejandro.

—Lo siento —replicó el rey— porque los espartanos son magníficos guerreros. En la actualidad, sin embargo, son los macedonios el pueblo más poderoso entre los griegos y justo es que tengamos la guía y la hegemonía.

Pero habló con amargura porque recordaba cuál había sido el valor lacedemonio en la batalla de las Termópilas y en Platea. También se daba cuenta de que ninguna potencia estaba en condiciones de resistir el desgaste del tiempo: sólo la gloria de quien ha vivido con honor crece con el paso de los años.

De regreso quiso visitar Delfos y se quedó fascinado y estupefacto ante las maravillas de la ciudad sagrada. Se detuvo delante del frontón del grandioso santuario de Apolo y contempló las palabras esculpidas en letras de oro: «Conócete a ti mismo».

—¿Qué significa en tu opinión? —le preguntó Crátero, que no se había planteado jamás problemas de naturaleza filosófica.

—Es evidente —repuso Alejandro—. Conocerse a uno mismo es la tarea más difícil porque pone en juego directamente nuestra racionalidad, pero también nuestros miedos y pasiones. Si uno consigue conocerse a fondo a sí mismo, sabrá comprender a los demás y la realidad que le rodea.

Observaron la larga procesión de fieles procedentes de todas partes, que llevaban ofrendas y pedían una respuesta al dios. No había lugar en el mundo donde viviesen griegos que no tuviera allí algún representante.

—¿Crees que el oráculo dice la verdad? —preguntó Tolomeo.

—Tengo aún en los oídos la respuesta que dio a mi padre.

—Una respuesta ambigua —rebatió Hefestión.

—Pero al final verdadera —replicó Alejandro—. Si Aristóteles estuviese aquí, tal vez diría que las profecías pueden hacer realidad el futuro, más que preverlo...

—Es probable —asintió Hefestión—. Estuve de oyente una vez en una de sus clases en Mieza: Aristóteles no se fía de nadie, ni tan siquiera de los dioses. Confía tan sólo en su mente.

Aristóteles se apoyó en el respaldo de su sillón y cruzó las manos sobre su abdomen.

—¿Y el oráculo deifico? ¿Has tenido en cuenta la respuesta de Delfos? También sobre ella pueden recaer las sospechas. Recuerda que un oráculo vive de su propia credibilidad, mas para ganarse esta credibilidad necesita de un patrimonio ilimitado de conocimientos. Y nadie en el mundo posee tantos conocimientos como los sacerdotes del santuario de Apolo: por eso pueden prever el futuro. O bien determinarlo. El resultado es idéntico.

Calístenes tenía en la mano una tablilla en la que había anotado los nombres de todos aquéllos que hasta aquel momento podían ser sospechosos del asesinato del rey.

Aristóteles prosiguió:

, —¿Qué sabes del asesino? ¿A quién frecuentó en el período inmediatamente anterior al asesinato del rey?

—Se cuenta una desagradable historia al respecto, tío —comenzó diciendo Calístenes—. Una historia en la que Átalo, el padre de Eurídice, se halla profundamente implicado. Digamos que está metido en ella hasta el cuello.

—Y Átalo ha sido asesinado.

—Exacto.


—Y también Eurídice está muerta.

—En efecto. Alejandro le ha hecho construir una tumba suntuosa.

—Por otra parte, reaccionó violentamente contra su madre Olimpia porque la había tratado con rigor y porque, probablemente, hizo matar a su niño.

—Eso exculparía a Alejandro.

—Pero al mismo tiempo le favorece en la sucesión.

—¿Sospechas de él?

—No, porque le conozco. Pero a veces el saber o el sospechar un hecho criminal sin hacer demasiado para impedirlo puede ser una forma de culpabilidad.

»El problema es que eran muchos los que tenían interés en dar muerte a Filipo. Hemos de seguir recabando información. La verdad, en este caso, podría ser la suma del mayor número de indicios contra uno u otro de los sospechosos. Sigue indagando sobre los hechos que implican a Átalo y luego tenme informado. Pero házselo saber también a Alejandro: es él quien te ha confiado la investigación.

—¿Debo contárselo todo?

—Todo. Y no pases por alto sus reacciones.

—¿Puedo decirle que me estás ayudando?

—Por supuesto —respondió el filósofo—. En primer lugar, porque eso le gustará. En segundo, porque ya lo sabe.



El general Parmenio regresó a Pella junto con su hijo Pilotas hacia finales del otoño, tras haberlo dispuesto todo para que el ejército de Asia pudiera pasar el invierno tranquilo.

Le recibió Antípatro, que tenía en ese momento el sello real y desempeñaba la función de regente.

—He sentido mucho no poder tomar parte en el funeral del rey —dijo Parmenio—. Y también he sentido mucho la muerte de Átalo, pero no puedo decir que no me la esperase.

—Alejandro, de todos modos, te ha demostrado una confianza absoluta enviándote a Pilotas. Ha querido que tomases libremente la decisión que te pareciera más acertada.

—Es por eso por lo que he vuelto. Pero me sorprende verte en el dedo el anillo real: la reina madre no te ha querido nunca mucho y me dicen que ha tenido siempre una gran influencia sobre Alejandro.

—Es cierto, pero el soberano sabe muy bien lo que quiere. Y su voluntad es que su madre se mantenga al margen de la política. Absolutamente.

—¿Y en cuanto a lo demás?

—Juzga tú mismo. En tres meses ha vuelto a reunir a la liga tesálica, intimidado a los tebanos, reforzado la liga panhelénica y recuperado al general Parmenio, o sea, la llave de Oriente. Para ser una criatura, como le llama Demóstenes, no está nada mal.

—Tienes razón, pero queda el norte. Los tribales se han aliado con los getas, que viven a lo largo del curso bajo del Istro, y al mismo tiempo realizan incursiones continuas por nuestros territorios. Muchas de las ciudades fundadas por el rey Filipo se han perdido.

—Si no he entendido mal, ése es el motivo por el cual Alejandro te ha reclamado a Pella. Tiene intención de marchar hacia el norte a mediados de invierno para coger al enemigo por sorpresa, y tú deberás mandar la infantería de línea. Pondrá a sus amigos a tus órdenes, al mando de los batallones: quiere que aprendan la lección de un buen maestro.

—¿Y ahora dónde está? —preguntó Parmenio.

—Según las últimas noticias, está atravesando Tesalia. Pero antes ha pasado por Delfos.

Parmenio se ensombreció.

—¿Ha consultado el oráculo?

—Si así puede decirse.

—¿Por qué?

—Los sacerdotes querían probablemente evitar que sucediese de nuevo lo que sucedió con el rey Filipo y le explicaron que la pitia estaba indispuesta y no quería responder a sus preguntas. Pero Alejandro la arrastró a la fuerza hacia el trípode para obligarla a darle el vaticinio. —Parmenio ponía unos ojos como platos como si escuchase cosas imposibles de creer—. En aquel momento, la pitia gritó fuera de sí: «¡Pero es imposible resistirse a ti, muchacho!». Entonces Alejandro se detuvo, impresionado por la frase, y dijo: «Como respuesta ya me sirve». Y se marchó.

Parmenio sacudió la cabeza.

—Una buena frase, sí señor, digna de un gran actor.

—Y Alejandro lo es. O al menos es también esto. Ya lo verás.

—¿Piensas que cree en los oráculos?

Antípatro se pasó una mano por la hirsuta barba.

—Sí y no. En él conviven la racionalidad de Filipo y de Aristóteles, y la naturaleza misteriosa, instintiva y bárbara de su madre. Pero vio caer a su padre como un toro delante del altar, y en ese momento las palabras del vaticinio debieron, de estallar como un trueno en su mente. No lo olvidará mientras viva.

Caía la noche y los dos viejos guerreros fueron embargados por una imprevista, profunda melancolía. Sentían que su tiempo había periclitado con la muerte del rey Filipo y sus días parecían haberse disuelto en la vorágine de llamas que había envuelto la pira del soberano muerto.

—Tal vez, de haber estado nosotros a su lado... —murmuró de golpe Parmenio.

—No digas nada, amigo mío. Nadie puede impedir los designios del destino. Hemos de pensar únicamente en que nuestro rey había preparado a Alejandro como su sucesor. Y cuanto nos queda de vida le pertenece.

El soberano regresó a Pella a la cabeza de sus tropas y atravesó la ciudad entre dos alas de gentes en fiesta. Era la primera vez desde que se tenía memoria que un ejército volvía vencedor de una campaña sin haber luchado en ningún momento, sin haber sufrido ninguna baja. Todos veían en aquel muchacho de gran apostura, de rostro, vestiduras, armadura resplandecientes, poco menos que la encarnación de un joven dios, de un héroe épico. Y en sus compañeros que cabalgaban a su lado parecía reflejarse idéntica luz, en sus ojos parecía brillar la misma mirada ansiosa y febril.

Antípatro fue a recibirle para devolverle el sello y anunciarle que había llegado Parmenio.

—Llévame enseguida hasta él —ordenó Alejandro.

El general montó a caballo y le indicó el camino hasta una casa de recreo algo aislada a las afueras de la ciudad.

Parmenio bajó las escaleras con el corazón en un puño tan pronto como le anunciaron que el rey había venido a verle sin siquiera pararse en sus habitaciones de palacio. Cuando salió por la puerta, se topó con él.

—¡Viejo, valiente soldado! —le saludó Alejandro abrazándole—. Gracias por haber vuelto.

—Señor —replicó Parmenio con un nudo en la garganta—, la muerte de tu padre me ha causado un profundo dolor. Habría dado la vida por salvarle, de haber podido. Le habría hecho de escudo con mi cuerpo, habría... —No pudo proseguir porque se le quebraba la voz.

—Lo sé —asintió Alejandro. Luego apoyó las manos sobre sus hombros, le miró fijamente a los ojos y dijo—: También yo.

Parmenio bajó la mirada.

—Fue como un rayo, general, un plan organizado por una mente genial e inexorable. Había un gran estruendo y yo me hallaba delante con el rey Alejandro de Epiro: Eumenes me gritó algo, pero no comprendí, no conseguí oír y, cuando me di cuenta de que estaba sucediendo algo y me volví, él había caído de rodillas, bañado en sangre.

—Lo sé, señor. Pero no hablemos más de esas cosas tan tristes. Mañana me dirigiré a Egas, ofreceré un sacrificio en su templo fúnebre y espero que me oiga. ¿Cuál es el motivo de tu visita?

—Quería verte e invitarte a cenar. Estaremos todos y os expondré mis planes para el invierno. La que os anuncie será nuestra última empresa en Europa. Luego marcharemos hacia Oriente, hacia el sol naciente.

Saltó sobre el caballo y se alejó al galope. Parmenio regresó a casa y llamó a su servidor.

—Prepárame el baño y mis mejores vestiduras —le ordenó—. Esta noche iré a cenar al palacio del rey.

Durante los días posteriores a estos acontecimientos, Alejandro se ejercitó en las artes militares y tomó parte en numerosas partidas de caza, pero tuvo ocasión asimismo de darse cuenta de que su autoridad era ya reconocida en países muy distantes. Le llegaron embajadas de los griegos de Asia y hasta de Sicilia y de Italia.

Algunos enviados de un grupo de ciudades que se asomaban al mar Tirreno le trajeron como presente una copa de oro y le dirigieron una súplica.

Alejandro se sintió increíblemente halagado y les preguntó de dónde venían.

—De Neápolis, Medma y Poseidonia —le contestaron con un acento que no había oído nunca, pero que le recordaba un poco el de la isla de Eubea.

—¿Y qué deseáis que haga?

—Rey Alejandro —repuso el de más edad de ellos—. Hay una poderosa ciudad en nuestra tierra, más al norte, cuyo nombre es Roma.

—He oído hablar de ella —replicó Alejandro—. Se dice que fue fundada por Eneas, el héroe troyano.

—Pues bien, en el territorio de los romanos hay una ciudad costera que ejerce la piratería y causa enorme daño a nuestro tráfico. Queremos que se ponga fin a esta situación y que pidas a los romanos que tomen medidas. Tu fama se ha extendido por todas partes y creo que intervención tuya tendría su peso.

—Lo haré con mucho gusto. Y espero que me escuchen. Vosotros informadme, os lo ruego, sobre el resultado de esta iniciativa.

Luego hizo una seña al escriba y comenzó a dictar.

Alejandro, rey de los macedonios, jefe supremo panhelénico, al pueblo y a la ciudad de los romanos, ¡salve!

Nuestros hermanos que habitan en las ciudades del golfo Tirreno dicen padecer graves molestias a causa de vuestros súbditos que ejercen la piratería.

Os pido, pues, que le pongáis remedio cuanto antes o, si no estáis en condiciones de hacerlo, que dejéis que sean otros quienes resuelvan el problema en vuestro lugar.

Estampó su sello en la misiva y la ofreció a sus huéspedes, que le expresaron su gran agradecimiento y se alejaron satisfechos.

—Me pregunto qué resultado tendrá esta misiva —dijo vuelto hacia Eumenes que estaba sentado cerca de él—. ¿Y qué pensarán esos romanos de un rey tan lejano que se inmiscuye en sus asuntos exteriores?

—No tan lejano —afirmó Eumenes—. Ya verás lo que te responden.

Llegaron también otras embajadas y otras noticias, bastante peores éstas, desde la frontera septentrional: la alianza entre los tribalos y los getas se había consolidado y ponía en peligro todas las conquistas de Filipo en Tracia. Los getas, en particular, eran bastante temibles porque, creyéndose seres inmortales, luchaban con furia salvaje y con absoluto desprecio del peligro. Muchas de las colonias fundadas por su padre habían sido atacadas y saqueadas, la población aniquilada o reducida a la esclavitud. Sin embargo, en aquel período parecía que la situación era tranquila y que los guerreros hubiesen regresado a sus pueblos a fin de protegerse de los rigores del frío.

Alejandro decidió, así pues, adelantar la partida, por más que fuera invierno aún, y poner en práctica el plan que había preparado. Mandó decir a la flota bizantina que remontara el Istro durante cinco días de navegación, hasta su confluencia con el río Peukes. Por su parte, concentró todas las unidades del ejército de Pella, puso a Parmenio a la cabeza de la infantería, asumió personalmente la guía de la caballería y ordenó la partida.

Salvaron el monte Ródope, bajaron al valle del Euros y a continuación prosiguieron camino a marchas forzadas hacia los desfiladeros del monte Hemo, cubiertos aún por una espesa capa de nieve. A medida que avanzaban veían ciudades destruidas, campos devastados, cadáveres de hombres empalados, otros atados y quemados, y la cólera del soberano macedonio creció como la furia de un río en avenida.

Cayó inesperadamente con la caballería sobre la llanura gética, prendió fuego a los pueblos, quemó los campamentos, destruyó las cosechas, acabó con rebaños y manadas.

Las poblaciones, presas del terror, se retiraron en desbandada hacia el Istro y buscaron refugio en una isla en medio del río, donde Alejandro no pudiera alcanzarles. Pero llegó entre tanto la flota de guerra bizantina que transportaba las tropas de asalto, los escuderos, y la caballería de La Punta.

En la isla, la lucha arreció con furia: los getas y los tribales combatían con ardor desesperado porque defendían el último pedazo de tierra que les quedaba, a sus mujeres e hijos; pero Alejandro conducía personalmente el ataque a sus posiciones, desafiando el viento gélido y las olas impetuosas del Istro henchido por las lluvias torrenciales. El humo de los incendios mezclábase con las ráfagas de lluvia y nevisca, los alaridos de los combatientes, los gritos de los heridos; los relinchos de los caballos se confundían con el fragor de los truenos y el silbido del viento del Norte.

Los defensores habían formado un círculo compacto uniendo los escudos a los escudos, plantando las astas de las lanzas en tierra para presentar una muralla de puntas a la carga de la caballería. Detrás habían alineado a los arqueros, que disparaban nubes de dardos mortíferos. Pero Alejandro parecía dominado por una fuerza espantosa.

Parmenio, que también le había observado combatir tres años antes en Queronea, se quedó atónito y espantado al verle enzarzarse en el cuerpo a cuerpo, olvidado de todo, como preso de un furor incontrolable, animado por un vigor inagotable, gritando, segando la vida a los enemigos con la espada y con el hacha de guerra, acicateando a Bucéfalo, acorazado de bronce, contra las filas enemigas hasta abrir una brecha por la que lanzarse detrás de la caballería pesada y la infantería de asalto.

Cercados, dispersos, perseguidos uno a uno como fieras en fuga, los tribalos se detuvieron, mientras que los getas siguieron resistiendo hasta el último hombre, hasta el último aliento.

Cuando todo hubo terminado, la tempestad que avanzaba desde el norte llegó al río y a la isla, pero, al encontrar la humedad que subía de la vasta corriente, se atenuó. Como por ensalmo, comenzó a caer la nieve, primero mezclada con lluvia, en forma de minúsculos cristales de hielo, y luego cada vez más densa y en grandes copos. El fangal sanguinolento pronto estuvo cubierto de blanco, los incendios se apagaron y por doquier descendió un pesado silencio, roto tan sólo aquí y allá por algún que otro grito amortiguado o por los bufidos de los caballos que avanzaban cual espectros en la tormenta.

Alejandro volvió hacia la orilla del mar, y los soldados que había dejado de guardia en el atracadero le vieron aparecer de repente por entre la cortina de nieve y niebla: no tenía su escudo, empuñaba aún la espada y el hacha de doble filo y estaba cubierto de sangre de la cabeza a los pies. Las placas de bronce sobre su pecho y sobre la frente de Bucéfalo estaban igualmente rojas y emanaba del cuerpo y de los ollares del semental una densa nube de vapor, como si de una fiera fantástica, de una criatura de pesadilla se tratase.

Parmenio le alcanzó enseguida, con el estupor pintado en el rostro.

—Señor, no hubieras tenido que...

Alejandro se quitó el yelmo liberando sus cabellos al viento helado y el viejo general no reconoció su voz cuando dijo:

—Se acabó, Parmenio, volvamos atrás.

Una parte del ejército fue repatriada por el mismo camino de ida, mientras que Alejandro guió a la parte restante de los soldados y a la caballería hacia el oeste, remontando el curso del Istro hasta que se encontró con el pueblo de los celtas, que provenían de tierras lejanísimas a orillas del océano del Norte, y estableció con ellos un pacto de alianza.

Se sentó bajo una tienda de pieles curtidas con su jefe, un gigante rubio que se tocaba con un yelmo rematado en un pájaro, a las que subían y bajaban con un leve crujido cada vez que movía la cabeza.

—Juro —afirmó el bárbaro —que seguiré siendo fiel a este pacto mientras la tierra no se hunda en el mar, el mar no sumerja a la tierra y el cielo no caiga sobre nuestras cabezas.

Alejandro se quedó sorprendido por aquella fórmula que no había oído nunca en su vida y preguntó:

—¿Cuál de esas cosas teméis más?

El jefe alzó la mirada y las alas del pájaro se movieron arriba y abajo; pareció pensar un momento y luego dijo, muy seriamente:

—Que el cielo caiga sobre nuestras cabezas.

Alejandro no supo nunca el motivo.

A continuación atravesó los territorios de los dárdanos y de los agríanos, poblaciones salvajes de estirpe iliria que habían traicionado la alianza de Filipo y se habían unido a los getas y a los tribalos. Les derrotó y les obligó a proporcionarle tropas porque los agríanos eran famosos por su capacidad de trepar, armados, hasta las peñas más escarpadas y el joven soberano pensaba que sería más cómodo poder emplear semejantes tropas que hacer tallar una escalera en la roca del monte Ossa para su infantería de asalto.


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