Para que la muerte de Albertina hubiera suprimido mis sufrimientos, el golpe habría debido de matarla no solamente en Turena, sino en mí. Nunca ella estuvo en mí más viva. Para entrar en nosotros, un ser ha tenido que conformarse y doblegarse al marco del Tiempo; no mostrándosenos sino por minutos sucesivos, nunca pudo ofrecernos más que un solo aspecto a la vez, detallarnos de él una única fotografía. Gran debilidad sin duda para un ser, que consista en una simple colección de momentos; gran fuerza también, que depende de la memoria, y la memoria de un momento no está informada de todo lo sucedido después; el momento que ha registrado perdura aún, vive todavía, y con él el ser que allí se perfilaba. Y además esta dispersión no sólo hace vivir a la muerta, la multiplica. Para consolarme, habría debido de olvidar no a una, sino a innumerables Albertinas. Cuando conseguía soportar la pena de haber perdido a una, volvía a comenzar con otras, con otras cien. [AD 60-62]
Hoy haríamos ese viaje [a Balbec], por creerlo así más agradable, en automóvil. Al realizarlo de ese modo, resultaría en un cierto sentido hasta más real, porque podrían seguirse más de cerca y con mayor intimidad las diversas gradaciones del terreno. Pero en definitiva el placer específico del viaje no estriba en poder apearse por el camino ni detenerse cuando se está fatigado, sino en hacer que la diferencia entre la salida y la llegada, en vez de tan insensible, sea todo lo profunda posible, sintiéndola en su totalidad, intacta, tal y como era en nuestro pensamiento cuando la imaginación nos trasladaba del lugar habitual hasta el corazón de un lugar deseado, en un salto que no nos parecía tan milagroso porque cruzara una distancia como porque unía dos individualidades distintas de la tierra, llevándonos de un nombre a otro, tal y como esquematiza (mejor que un paseo donde, como uno para donde quiere, tampoco existe ya la llegada) la misteriosa operación que se cumple en esos lugares especiales que son las estaciones, lugares que no forman parte de la ciudad pero contienen la esencia de su personalidad, lo mismo que en un cartel indicador figura su nombre. [JF 213]
La totalidad es estadística
Esos seres, entre nuestras propias manos, son seres fugaces. Para comprender las emociones que despiertan y que otros seres, aunque sean más bellos, no ocasionan, debe tenerse en cuenta que no están fijos, sino en movimiento, y añadir a su persona un signo equivalente al que en física corresponde a la velocidad. [...] Por desgracia, los ojos dispersos, con la mirada perdida, y tristes, posibilitarían quizá medir las distancias, pero nunca indican las direcciones. Se abre un campo infinito de posibles, y si por casualidad nos apareciera lo real, quedaría tan alejado de los posibles que, por un súbito aturdimiento, yendo a dar contra ese muro recién alzado, caeríamos de espaldas. [...] Y desde luego, aunque hablemos de «seres fugaces», esto es igualmente cierto de los seres aprisionados, de las mujeres cautivas que uno ve imposible poseer. [...] ¿No había adivinado yo en Albertina a una de esas muchachas bajo cuya envoltura carnal palpitan más seres ocultos, no ya que en un juego de cartas guardado aún en su caja, o que en una catedral cerrada, o en un teatro antes de abrir sus puertas, sino que en la multitud inmensa y cambiante? Y no solamente esa cantidad de seres, sino el deseo, el recuerdo voluptuoso, la inquieta búsqueda de cada uno de ellos. [...] Lo que nos vincula a los seres son esas mil raicillas, esos innumerables hilos constituidos por los recuerdos de la velada de la víspera, las esperanzas de la madrugada siguiente, toda esa trama continua de hábitos de la que no podemos desprendernos. Lo mismo que algunos avaros atesoran por generosidad, nosotros somos pródigos que gastan por avaricia, y sacrificamos nuestra vida no tanto a un ser como a todo cuanto ha podido fijar en derredor suyo de nuestras horas y nuestros días, de todo lo que comparado con ello la vida aún por vivir, la vida relativamente futura, nos parece una vida más lejana, más separada, menos íntima, menos nuestra. [...] Comprendía así la imposibilidad con que choca el amor. Creemos que su objeto es un ser que puede estar acostado junto a nosotros, recluido en un cuerpo. ¡Qué va! Es la extensión de ese ser a todos los puntos del espacio y del tiempo que ha ocupado y va a ocupar. Si no poseemos su contacto con un lugar o una hora dados, no lo poseemos en absoluto. [LP 83-92]
[...] No me daba cuenta de que debería haber renunciado a Albertina hacía tiempo, pues ella había entrado para mí en ese período lamentable en que un ser, diseminado en el espacio y en el tiempo, no es ya para nosotros una mujer, sino una serie de acontecimientos que no podemos dilucidar, una serie de problemas irresolubles, un mar que tratamos ridículamente de golpear, como Jerjes, para castigarlo por lo que se ha engullido. [LP 96]
Organización de los vasos estancos:
a) En círculos
Al dejar mi mirada deslizarse por el hermoso globo rosado de sus mejillas, cuyas superficies suavemente combadas iban a morir a pie de los primeros repliegues de sus hermosos cabellos negros, que resbalaban en accidentadas cadenas, realzaban sus escarpadas estribaciones y moldeaban las ondulaciones de sus valles, debí decirme: «Al fin voy a saborear, lo que no logré en Balbec, el gusto de la rosa desconocida que son las mejillas de Albertina. Y dado que los círculos que podemos hacer que atraviesen las cosas y los seres en el transcurso de nuestra existencia no son muy numerosos, seguramente podría considerar la mía en cierta forma realizada cuando, tras hacer salir de su remoto marco el florido rostro que había elegido entre todos, lo condujera a ese nuevo plano donde obtendría al fin conocimiento de él por medio de los labios». Me decía esto porque creía que existe un conocimiento por los labios. [CG 353]
b) En direcciones opuestas
Comprendía que lo que me pareció no valer veinte francos cuando me había sido ofrecido por veinte francos en la casa de citas, donde era solamente para mí una mujer ansiosa por ganarse veinte francos, puede valer más de un millón, más que la familia, o que todas las situaciones codiciadas, si se ha comenzado por imaginar en ella a un ser desconocido, curioso de conocer, difícil de conquistar y de conservar. Sin duda Roberto y yo veíamos la misma cara menuda y fina. Pero habíamos llegado a ella por los dos caminos opuestos que no comunicarían jamás, y nunca veríamos en ella el mismo semblante. [...] La inmovilidad de ese fino rostro, como la de una hoja de papel sometida a las colosales presiones de dos atmósferas, me parecía equilibrada por dos infinitos que venían a dar en él sin encontrarse, porque él los separaba. Y en efecto, cuando la mirábamos los dos, ni Roberto ni yo la veíamos por el mismo lado del misterio.
No es que «Rachel quand du Seigneur» me pareciera poca cosa, era el poder de la imaginación humana y la ilusión sobre la que reposaban los dolores del amor lo que encontraba grandes [...], porque el amor y el sufrimiento que forma un todo con él tienen el poder de diferenciar para nosotros las cosas. [CG 151-155]
Todos los atardeceres, reanudaba en otro sentido nuestros antiguos paseos de Combray, cuando íbamos a primera hora de la tarde por el camino de Méséglise. [...] Me entristecía ver cuán poco revivía mis años de entonces. El Vivonne me parecía estrecho y feo junto al camino de sirga. No porque descubriera grandes inexactitudes materiales en lo que recordaba. Pero separado de los lugares que volvía a recorrer por toda una vida diferente, no había entre ellos y yo aquella contigüidad de la que nace, incluso antes de que lo percibamos, la inmediata, deliciosa y total deflagración del recuerdo. [...] Hablábamos con Gilberta de manera muy grata para mí. Mas no sin dificultad. En la mayoría de los seres hay diferentes capas que no son semejantes, como el carácter del padre, o de la madre; vamos de una a otra. Pero al día siguiente el orden de superposición se ha invertido. Y al final no sabe uno quién distribuirá las partes ni a quién fiará la sentencia. Gilberta era como esos países con los que nadie se atreve a aliarse porque cambian con demasiada frecuencia de gobierno. Aunque en el fondo es erróneo. La memoria del ser más sucesivo establece en él una especie de identidad y le hace que no quiera faltar a las promesas que recuerda, aun cuando no las hubiera ratificado. En cuanto a su inteligencia, la de Gilberta era, con algunas incongruencias de su madre, muy viva. Pero, y esto no afecta a su valor propio, recuerdo que en nuestras conversaciones mientras paseábamos, muchas veces me sorprendía extraordinariamente. Una, la primera, cuando me dijo: «Si no estuvieras tan hambriento y no fuera tan tarde, tomando ese camino de la izquierda y torciendo después a la derecha, en menos de un cuarto de hora estaríamos en Guermantes». Es como si me hubiese dicho: «Tuerce a la izquierda, sigue luego a mano derecha, y alcanzarás lo intangible, los intangibles horizontes de los que, en este mundo, nunca se conoce más que la dirección, exclusivamente «el camino»-lo que en otro tiempo creí posible conocer solamente de Guermantes y acaso, en cierto sentido, no me equivocaba. Otra de mis sorpresas fue ver las «fuentes del Vivonne», que yo me figuraba tan sobrenaturales como la entrada a los Infiernos, y que no eran más que una especie de lavadero cuadrado de donde brotaban burbujas. Y la tercera vez fue cuando Gilberta me dijo: «Si quieres, podríamos salir una tarde a primera hora e ir a Guermantes por Méséglise, es el camino más bonito», frase que trastocaba todas las ideas de mi infancia, al mostrarme que los dos caminos no eran tan inconciliables como yo había creído. [AD 266-268]
Nunca vemos sino un lado de las cosas, y de no haberme entristecido, habría encontrado cierta belleza en el hecho de que, mientras la carrerilla del ascensorista hasta Saint-Loup fue para mí una forma cómoda de hacerle llegar una carta y obtener su respuesta, para éste supuso la manera de conocer a alguien que le había gustado. Y es que, en realidad, las cosas son por lo menos dobles. Al más insignificante de nuestros actos, otro hombre empalma una serie de actos enteramente distinta. Es verdad que la aventura de Saint-Loup con el ascensorista, si tuvo lugar, no me parecía que estuviera más contenida en el banal envío de mi carta que el hecho de que, por el solo conocimiento del dúo de Lohengrin, alguien pudiera prever el preludio del Tristán, de Wagner. Debido a la pobreza de nuestros sentidos, las cosas sólo ofrecen a los hombres un número restringido de sus innumerables atributos. Están coloreadas porque tenemos ojos; pero ¿cuántos otros epítetos merecerían si tuviéramos centenares de sentidos? No obstante, el aspecto diferente que podrían tener nos resulta más asequible por lo que en la vida tal vez sea un acontecimiento mínimo, del que apenas conocemos una parte como si fuera la totalidad, que otro observa por una ventana abierta al otro lado de la casa y de donde se le ofrece otra vista. [AD 260]
c) En partes separadas
Sólo conocemos verdaderamente lo que es nuevo, aquello que introduce bruscamente en nuestra sensibilidad un cambio de tono estremecedor, que el hábito no ha sustituido aún por sus pálidos facsímiles. Pero sería sobre todo aquel fraccionamiento de Albertina en numerosas partes, en varias Albertinas, su único modo de existencia en mí. Retornaron momentos en que ella había sido sólo buena, o inteligente, o sensata, o hasta aficionada a los deportes sobre cualquier otra cosa. ¿No era precisamente ese fraccionamiento lo que me calmaba? Pues aunque en sí mismo no se trataba de nada real, y se debía a la forma sucesiva de las horas en que ella se me apareció, forma que era la de mi memoria, dado que la curvatura de las proyecciones de mi linterna se adaptaba a la curvatura de los vidrios coloreados, ¿no representaba a su manera una verdad objetiva, a saber que cada uno de nosotros no es uno, sino que incluye numerosas personas, no todas del mismo valor moral, y que si la Albertina viciosa existió, no impedía que existieran otras...? [...] Las dos causas más importantes de error en nuestras relaciones con otro ser son: tener uno mismo un buen corazón, o bien amar a ese otro ser. Nos enamoramos de una sonrisa, de una mirada, de un hombro. Eso basta; luego, en las largas horas de esperanza o de tristeza, construimos una persona, componemos un carácter. [...] En mí, dado que era un hombre-uno de esos seres anfibios que están simultáneamente sumergidos en el pasado y en la realidad actual-, existía siempre una contradicción entre el recuerdo vivo de Albertina y mi conocimiento de su muerte. [...] Por lo demás, el efecto de esas breves revelaciones no era otro seguramente que hacerme más consciente de mi amor por Albertina, como sucede con todas las ideas demasiado constantes, que necesitan de una oposición para reafirmarse. Quienes vivieron durante la guerra de 1870, por ejemplo, dicen que la idea de la guerra acabó por parecerles natural, no porque no pensaran mucho en ella, sino porque pensaban continuamente. Y para comprender cuán extraño e importante es el hecho de la guerra, se requería de algo que les distanciase de su obsesión permanente, que olvidasen por un instante el imperio de la guerra y se viesen de nuevo cómo eran cuando había paz, hasta que repentinamente, sobre aquel blanco momentáneo, se destacara al fin distinta la realidad monstruosa que durante mucho tiempo habían dejado de ver, y no vieran otra cosa que ella. [AD 111-115]
Sistema de paso de un mundo a otro: la transversal
En el amor, los celos
¡Qué cantidad de personas, de ciudades, de caminos, ansiamos conocer por los celos! Gracias a su sed de saber, acabamos por tener sucesivamente, sobre puntos aislados unos de otros, todas las nociones posibles salvo aquella que quisiéramos. No puede predecirse si no nacerá una sospecha, pues de repente recordamos una frase poco clara, una coartada dicha no sin intención. [...] Por eso los celos son interminables, porque incluso si el ser amado está muerto, por ejemplo, y no puede provocarlos ya por sus actos, sucede que determinados recuerdos, posteriores a cualquier acontecimiento, se comportan en nuestra memoria asimismo como acontecimientos, recuerdos que no habíamos aclarado hasta ahora, que nos parecieron insignificantes y que basta con nuestra propia reflexión sobre ellos, sin ningún hecho exterior, para darles un sentido nuevo y terrible. No hace falta ser dos; basta con que uno solo piense en su habitación para que nuevas traiciones de la amada se produzcan, aunque esté muerta. En el amor, como en la vida habitual, tampoco hay que temer sólo el porvenir, sino también el pasado, que muchas veces no se realiza para nosotros sino después del futuro, y no hablamos sólo del pasado que conocemos inmediatamente, sino de aquel que conservamos desde tiempo atrás en nosotros y que de pronto aprendemos a descifrar. [LP 77-79]
Los días pasados recubren poco a poco cuantos les precedieron, que a su vez son sepultados por los siguientes. Pero cada día pasado queda depositado en nosotros como en una inmensa biblioteca donde, entre los libros más viejos, hay un ejemplar que seguramente nadie pedirá jamás. Pese a que ese día pasado, a través de la transparencia de las épocas siguientes, asciende a la superficie y se extiende en nosotros hasta cubrirnos por completo, de manera que por un instante los nombres recuperan su antiguo significado, los seres su antiguo rostro, nosotros nuestra alma de entonces, y sentimos con un sufrimiento vago, pero soportable y pasajero, aquellos problemas largo tiempo insolubles que tanto nos angustiaban entonces. Nuestro yo está formado de la superposición de nuestros estados sucesivos. Pero esta superposición no es inmutable como la estratificación de una montaña. Perpetuos levantamientos hacen aflorar a la superficie antiguas capas. [...]
En el sufrimiento físico al menos no somos nosotros quienes elegimos nuestro dolor. Nos lo impone y lo determina la enfermedad. Pero en los celos necesitamos experimentar en cierto modo sufrimientos de toda clase e intensidad antes de detenernos en aquel que nos parece conveniente. [AD 125-126]
En los lugares, el viaje
Puede parecer que mi afición a los mágicos viajes en ferrocarril habría de impedirme compartir el entusiasmo de Albertina por el automóvil, que conduce incluso a un enfermo allí donde desea e impide-como había hecho yo hasta entonces-considerar la situación como la marca individual o la esencia insustituible de las bellezas inamovibles. [...] No, el automóvil no nos conducía mágicamente a una ciudad cuyo conjunto veíamos resumido en su nombre, y con las ilusiones propias del espectador en el teatro. Nos introducía por las callejuelas y se detenía a preguntar una dirección a algún habitante. La compensación a una incursión tan familiar está en las vacilaciones del conductor que, inseguro de su ruta, retrocede ante el cruce de perspectivas que hace que el castillo juegue a las cuatro esquinas con la colina, la iglesia y el mar mientras se acerca a él, por mucho que se refugie tras su follaje secular; el automóvil describe círculos cada vez más concéntricos en derredor de una ciudad cautivadora que huye en todas direcciones para evadirle y sobre la que finalmente se enfila derecho, en picado, hasta el fondo del valle donde yace; de suerte que ese lugar, único punto que el automóvil parece haber despojado del misterio de los trenes expreso, da la impresión en cambio de ser un descubrimiento, de haber sido determinado por nosotros mismos mediante un compás, de ayudarnos a sentir con mano más amorosamente exploradora y con una precisión más exacta la verdadera geometría: la bella «medida de la tierra». [SG 394]
En los diversos momentos, el sueño
¿Cómo es que, cuando uno busca su pensamiento, su personalidad, como se busca un objeto perdido, acaba siempre por encontrar el propio yo antes que cualquier otro? ¿Por qué, cuando volvemos a pensar, no se encarna en nosotros una personalidad distinta de la anterior? No hay razón aparente que dicte la elección, ni por qué, entre los millones de seres humanos que uno podría ser, va a poner la mano precisamente en aquel que era la víspera. ¿Qué nos guía, cuando ha habido una verdadera interrupción (bien porque el sueño ha sido completo, o porque los sueños son totalmente distintos de nosotros), una auténtica muerte? [...] La resurrección del sueño-tras el beneficioso acceso de alienación mental que es el sueño-debe parecerse en el fondo a lo que ocurre cuando recordamos un nombre, un verso o un estribillo olvidados. Y acaso la resurrección del alma después de la muerte pueda concebirse como un fenómeno de memoria. [CG 81]
Los lugares fijos, contemporáneos de diferentes años, es mejor hallarlos en nosotros mismos. A ello pueden contribuir, en cierta medida, una gran fatiga tras una buena noche. Ambas, para hacernos descender por las galerías más subterráneas del sueño, donde ningún reflejo de la vigilia ni fulgor de la memoria alumbra ya el monólogo interior, si bien éste nunca cesa, remueven hasta tal punto el suelo y el subsuelo de nuestro propio cuerpo que nos ayudan a encontrar, allí donde nuestros músculos hunden y retuercen sus ramificaciones y absorben la vida nueva, el jardín de nuestra niñez. No hace falta viajar para verlo de nuevo, sólo hay que bajar a encontrarlo. Lo que la tierra ha cubierto no está ya sobre ella, sino debajo; la excursión no basta para visitar la ciudad muerta, son necesarias las excavaciones. Pero veremos cómo determinadas impresiones fugitivas y fortuitas nos retrotraen mucho mejor aún hacia el pasado, con una precisión más sutil y un vuelo más ligero, más inmaterial, más vertiginoso, infalible e inmortal que esas dislocaciones orgánicas. [CG 85]
El sueño era también uno de los fenómenos de mi vida que más me había impresionado y que más debió de servirme para convencerme del carácter puramente mental de la realidad, cuya ayuda no desdeñaría en la composición de mi obra. Cuando vivía entregado, de una forma algo menos desinteresada, a un amor, un sueño me aproximaba singularmente, haciéndole recorrer grandes distancias de tiempo perdido, a la abuela de Albertina, a la que comencé a amar porque a su vez me había ofrecido, en mi sueño, una versión atenuada de la historia de la lavandera. [TR 221]
La unidad se establece en la transversal
[...] Al cambiar la vía de dirección, el tren viró... y ya me desesperaba por haber perdido mi banda de cielo rosa cuando la vi de nuevo, pero esta vez encarnada, por la ventanilla de enfrente, de donde desapareció tras un segundo recodo de la vía; así que pasaba mi tiempo en correr de una ventana a otra para acercar y recomponer los fragmentos intermitentes y opuestos de mi hermosa aurora escarlata y versátil, y obtener de ella una vista total y una composición continua. [JF 223-224]
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OLVIDO: LEY DEL TIEMPO PERDIDO (INTRODUCE
DISTANCIAS ENTRE COSAS CONTIGUAS)
¿Es porque no revivimos nuestros años en una serie continua, día por día, sino en el recuerdo fijado en el frescor de una mañana o en la insolación de un atardecer que, al recibir la sombra de un lugar aislado, cercado, inmóvil, detenido y perdido, alejado de todo 1o demás, y ver así suprimidos los cambios graduales no solamente en el exterior, sino en nuestros sueños y nuestro carácter en evolución, cambios que nos han conducido insensiblemente por la vida de un tiempo a otro muy diferente, si revivimos otro recuerdo tomado de un año distinto, hallamos entre ellos, gracias a algunas lagunas, a inmensos bloques de olvido, como el abismo de una diferencia de altitud, como la incompatibilidad de dos calidades incomparables en la atmósfera aspirada y de coloraciones cambiantes?
[CC, 386]
Gilberta no sólo culminaba poco a poco la obra del olvido en relación a a Swann; la aceleraba en mí respecto a Albertina. [...] Pues si muchos recuerdos vinculados a ella contribuyeron a mantener en mí el pesar de su muerte, recíprocamente el pesar mismo estabilizó los recuerdos. De suerte que la modificación de mi estado sentimental, preparada seguramente día tras día por las continuas disgregaciones del olvido pero realizada bruscamente en su conjunto, me dio aquella impresión, que recuerdo haber sentido ese día por primera vez, del vacío, de la desaparición en mí de toda una porción de asociaciones de ideas, como siente un hombre al que se le ha roto una arteria cerebral debilitada desde hace tiempo y en quien toda una parte de su memoria queda inhibida o paralizada. No amaba ya a Albertina. [...]
La desaparición de mi sufrimiento, y de todo lo que llevaba consigo, me dejaba disminuido, como a menudo la curación de una enfermedad que ocupaba en nuestra vida un lugar importante. Seguramente el amor no es eterno porque los recuerdos no siempre conservan su verdad, y porque la vida está compuesta de la permanente renovación de las células. Pero, en los recuerdos, esta renovación se retrasa debido a la atención que detiene y estabiliza por un instante lo que ha de cambiar. Y porque ocurre con el pesar lo que con el deseo de mujeres, que aumenta al pensar en ellas, estar muy ocupado facilitaría, tanto como la castidad, el olvido.
Si, por una reacción distinta (aunque la distracción-el deseo de mademoiselle de Éporcheville-fuera la que me hizo de pronto el olvido efectivo y sensible), el tiempo es lo que de todos modos trae progresivamente el olvido, el olvido no deja de alterar a su vez profundamente la noción del tiempo. Hay errores de óptica en el tiempo como los hay en el espacio. La persistencia en mí de una antigua veleidad de trabajar, de recuperar el tiempo perdido, de cambiar de vida, o más bien de comenzar a vivir, me daba la ilusión de que aún era joven; sin embargo, el recuerdo de todos los acontecimientos sucedidos en mi vida durante los últimos meses de la existencia de Albertina-así como los sucedidos en mi corazón, pues cuando se ha cambiado mucho tendemos a suponer que hemos vivido mucho tiempo-, hacía que me parecieran mucho más largos que un año, y ahora la interpolación fragmentada e irregular en mi memoria de aquel olvido de tantas cosas, que me separaba por espacios vacíos de acontecimientos muy recientes, mostrándomelos antiguos porque yo había tenido lo que se dice «el tiempo» de olvidarlos-como una bruma densa sobre el océano y que suprime los puntos de referencia de las cosas-, era lo que trastornaba, dislocaba mi sentido de las distancias en el tiempo, distendidas aquí, contraídas allá, y me hacía creerme tan pronto muy lejos, como mucho más cerca de las cosas de lo que en realidad estaba. Y puesto que en los nuevos espacios aún por recorrer que se abrían ante mí no quedaría ya rastro de mi amor por Albertina, así como no quedó, en el tiempo perdido que acababa de atravesar, de mi amor por mi abuela -mostrando una sucesión de períodos en los que, tras un cierto intervalo, nada de lo que sostenía el precedente subsistía ya en el siguiente-, mi vida me pareció tan desprovista del soporte de un yo individual idéntico y permanente, tan fútil en el futuro como larga en el pasado, que la muerte igual podría terminar aquí que allá, sin concluirla en absoluto, como los cursos de historia de Francia que en retórica se detienen indiferentemente, según el capricho de los programas o de los profesores, en la Revolución de 1830, en la de 1848, o al final del Segundo Imperio. [AD 172-174]
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