Manuel
Manuel había desarrollado una peculiar forma de diversión que llevó a su familia a repudiarlo, por lo que se fue a vivir como un bohemio a Montparnasse. Cuando no le obsesionaban sus exigencias eróticas, era astrólogo, un cocinero extraordinario, un gran conversador y un excelente compañero de café. Pero ninguna de esas ocupaciones podía apartar su mente de su obsesión. Tarde o temprano, Manuel tenía que abrirse los pantalones y exhibir su más bien formidable miembro.
Cuanta más gente hubiera y cuanto más refinada la reunión, mejor. Si se hallaba entre pintores y modelos, esperaba a que todo el mundo estuviera un poco bebido y alegre, y entonces se desnudaba completamente. Su rostro ascético, sus ojos soñadores y poéticos y su cuerpo de aspecto monacal contrastaban tan vivamente con su conducta, que nadie se la explicaba. Si se alejaban de él no sentía placer. Si se quedaban mirándole aunque sólo fuera un momento, caía en trance, su rostro se tornaba extático y no tardaba en revolcarse por el suelo presa de una crisis orgásmica.
Las mujeres tendían a huir de su lado. Tenía que rogarles que se quedaran, y para ello recurría a todos los ardides. Posaba como modelo y buscaba trabajo en estudios donde hubiera muchachas, pero las condiciones en que se ponía cuando estaba ante los ojos de las estudiantes obligaba a los hombres a ponerlo en la calle.
Si lo invitaban a una reunión, primero trataba de llevarse a una mujer a alguna habitación vacía o a un balcón y se bajaba los pantalones. Si a la mujer le interesaba, él caía en éxtasis. En caso contrario, echaba a correr tras ella, erección en ristre, y regresaba a la reunión permaneciendo allí con la esperanza de despertar curiosidad. No era un espectáculo hermoso, sino más bien incongruente. Como el miembro no parecía pertenecer a su rostro y al cuerpo austero y religioso, adquiría una gran prominencia, como si se tratara de algo separado.
Un día conoció a la esposa de un pobre agente literario que estaba pereciendo de inanición y exceso de trabajo, y llegó al siguiente arreglo con ella. El iría por la mañana y haría todas las tareas domésticas: lavar los platos, barrer su estudio e ir de compras; a cambio, una vez todo aquello estuviera listo, podría exhibirse. En este caso exigía toda la atención de la mujer. Quería que le observara desabrocharse el cinturón, desabotonarse los pantalones y bajárselos. No llevaba ropa interior. Se sacaba el pene y lo meneaba como una persona que está sopesando un objeto de valor. Ella debía permanecer de pie cerca de él y observar todos sus gestos; tenía que mirarle el miembro como si fuera un alimento que le gustara.
Aquella mujer desarrolló el arte de satisfacerle por completo. Se quedaba absorta ante su pene y decía:
–¡Qué miembro tan hermoso que tienes! Es el más grande que he visto en Montparnasse. ¡Y tan suave y tieso! Es precioso.
Mientras pronunciaba estas palabras, Manuel continuaba frotándose el sexo ante los ojos de la mujer, como si fuera un recipiente de oro, y se le hacía la boca agua. Se admiraba él mismo. Cuando ambos se inclinaban para admirarlo, su placer se agudizaba hasta el punto de que era presa de un temblor en todo el cuerpo, de pies a cabeza, pero no soltaba el pene ni dejaba de agitarlo ante el rostro de la mujer. El temblor acababa convirtiéndose en ondulación, y se caía al suelo y se revolcaba como una pelota hasta que le llegaba el orgasmo, en ocasiones sobre su propia cara.
A menudo se apostaba en esquinas obscuras, desnudo bajo un abrigo y, si pasaba una mujer, lo abría y sacudía el pene ante ella. Pero esta actividad resultaba peligrosa, pues la policía castigaba severamente semejante conducta. Con más frecuencia aún, le gustaba meterse en un compartimiento vacío de tren, desabrocharse un par de botones y arrellanarse como si estuviera borracho o dormido. El miembro asomaba un poco por la abertura. Otras personas montaban en las sucesivas estaciones y, si Manuel estaba de suerte, una mujer podía sentarse frente a él y mirarlo fijamente. Como parecía bebido, nadie trataba de despertarlo. A veces, algún hombre le hacía levantar airadamente y le decía que se abrochara. Las mujeres no protestaban. Si alguna de .ellas entraba acompañada de colegialas, Manuel se sentía en el paraíso. Se ponía en erección, y la situación acababa volviéndose tan insoportable que la mujer y sus muchachitas abandonaban el compartimiento.
Un día Manuel halló su alma gemela en esta clase de diversión. Había tomado asiento en un compartimiento, solo, y fingía estar dormido cuando una mujer entró y se sentó ante él. Se trataba de una prostituta más bien madura, por lo que pudo ver: ojos muy pintados, la cara con una espesa capa de polvos, ojeras, pelo exageradamente rizado, zapatos gastados y vestido y sombrero de «cocotte».
La observó con los ojos entrecerrados. La prostituta lanzó una mirada a los pantalones parcialmente abiertos y luego volvió a mirar. También ella se repantigó y fingió estar dormida, con las piernas completamente separadas. Cuando el trer arrancó, se subió la falda del todo. No llevaba nada debajo. Extendió las piernas abiertas y se exhibió mientras contemplaba el pene de Manuel, que se iba endureciendo, escapando de los pantalones, hasta que, por fin, salió del todo. Se quedaron sentados el uno frente al otro, mirándose fijamente. Manuel tenía miedo de que la mujer se moviera y tratara de agarrarle el miembro, que no era en absoluto lo que él pretendía. Pero no; gustaba de idéntico placer pasivo. Ella sabía que él miraba su sexo, bajo el negrísimo y espeso vello, y al final abrieron los ojos y se sonrieron. El estaba entrando en un estado de éxtasis, pero tuvo tiempo de percatarse de que ella también experimentaba placer. Podía ver la brillante humedad que aparecía en la boca de su sexo, y cómo la mujer se movía casi imperceptiblemente de un lado a otro, como si se estuviera acunando para dormir. El cuerpo de Manuel comenzó a temblar de placer voluptuoso. Ella, entonces, se masturbó ante él, sin dejar de sonreír.
Manuel se casó con aquella mujer, que jamás trató de poseerlo como las demás mujeres.
Dostları ilə paylaş: |