Francés Gapper, nacida en Stockport en 1957, trabaja en la redacción de una revista de horticultura, y entre sus publicaciones destaca una novela infantil, Jane and the Kenilwood Occurrences (Faber, 1979).
Dice de su relato. "Tardé mucho tiempo en escribirlo y suscita en mí sentimientos protectores, sobre todo la primera parte. Se lo dedico a Gilí Hague, con amor".
Era en el mes de junio del año 2045, poco tiempo después de cumplir yo dieciséis años. Me estaba hundiendo lentamente en un profundo letargo. La desaprobación de la familia me abrumaba, envolviéndome por todas partes como una niebla. Había fracasado. No tenía novio, y eso, en 2045, era cosa seria para una chica de dieciséis años, sana y de segunda clase. Era una deshonra; significaba visitantes morales fisgoneando, puntos de penalización, en fin, todas las desgracias sin excepción. En mi familia nadie había merecido jamás puntos de penalización, salvo yo, claro. Mi madre rondaba por la casa, pálida, ojerosa, como un fantasma, como una feminista de los años 90 en huelga de hambre.
En junio daban comienzo las vacaciones de responsabilidad social. Yo hubiera debido estar ahora ampliando mis actividades comunitarias, incrementando mi conciencia social, participando en proyectos cívicos... y en lugar de ello estaba metida en la bañera. Todo el santo día metida en la
bañera, pasiva, testaruda, absorbiendo cupos energéticos. ("Los baños calientes tienen un precio: PUJANZA Y VITALIDAD", decían por todas partes los anuncios. "El sibaritismo lo paga el país." Dos grifos humeantes inundando casas y edificios. Calles y barrios enteros tragados por el agujero del desagüe.) En el rellano de la escalera se oyeron voces horrorizadas, de indignación.
—¡Por el amor de Dios...! (mi padre) ¡Mira el marcador, no cesa de bajar! ¡Hazla salir de ahí dentro!
—Ya lo intento, cariño; es muy difícil... (mi madre, que de joven había obtenido un diploma en técnicas maternales; la inflexibilidad persuasiva era su especialidad, en teoría, porque en la práctica era un desastre).
Se puso a pasar el aspirador por delante de la puerta del cuarto de baño con acusadora insistencia; yo me hundí en la bañera, sumergiéndome en el agua hasta las orejas.
Fue aquel junio cuando mi hermano ganó el concurso literario de la escuela con un poema en el que fustigaba a los árboles demostrando que agotaban los recursos cívicos. En aquel momento estaban de moda los poemas ecológicos y el de mi hermano obtuvo notable repercusión. Apareció publicado en el Boletín Nacional, y al cabo de cierto tiempo, por orden del gobierno central, los árboles, todos los árboles, fueron arrancados y sustituidos por hidratantes de oxígeno.
En el aspecto económico, los puntos de contribución social de mi hermano subieron tanto que casi compensaron mis puntos de penalización. Y el ambiente familiar general se distendió un poco, circunstancia perceptible incluso a través de la puerta del cuarto de baño. Con cierta cautela salí al exterior. Entretanto mi madre se había dedicado a presentar en mi nombre una serie de solicitudes sancionarías. Se trataba de un procedimiento bastante complicado, pero a ella los impresos siempre se le habían dado muy bien, de modo que quedé inscrita como "invisible social" (abreviado, IS). Duran? te los cinco años siguientes a partir de la inscripción, hasta que volviera a revisarse el caso, mi existencia quedaba ignorada, o cuando menos decentemente descontada. Esta situación tenía su aspecto positivo: la familia obtenía puntos de horas sociales (por albergar a un indeseable) y también rebajas de calefacción. Por otra parte, los IS casi siempre se volvían locos. O morían. Qué le vamos a hacer.
Mi madre leía cada mañana las listas de deshonra, en las últimas páginas del periódico; las estudiaba con una especie de horrendo y fascinado interés durante todo el desayuno. Mi padre cogía las primeras páginas del diario. Y yo estaba sentada entre los dos, ceñuda, pellizcando bocados de sus respectivos platos.
—Te vas a atragantar —decía mi madre con frialdad, sin levantar la vista, hablándole al vacío, sin dirigirse a nadie en particular. O bien "es asqueroso", pero no lograba dar un tono de eficacia a sus palabras; carecían de fuerza y de propósito—. Un día aparecerás en una de estas listas —añadía—, oye bien lo que te digo. Tu nombre saldrá en las listas de deshonra. En la lista de las brujas, seguramente. Y acabarás ejecutada. Ya verás como sí —agregaba dirigiéndose a mi padre.
—¿Quién va a acabar ejecutada?
—Esa, la que era... ya sabes.
Y el rostro de mi padre perdía la expresión, como si no consiguiese recordar. No hacía comedia; al cabo de cierto tiempo había dejado de verme.
—Ah, sí, ella... Pero no era una bruja, ¿verdad?
—Lo hubiera sido —contestaba mi madre sombría— por menos de nada.
Con un gesto de firmeza mi padre dejó la taza de té en el plato. La conversación terminó. La brujería era tema peligroso de introducir en las comidas; estaba al borde de la grosería y la incorrección. Y él tenía un estómago muy delicado.
—Por favor, querida, ¿quieres decirme qué hora es?
El arte de escribir se ha perdido.
Perdido por decreto en el gran silencio.
Lo que hago, lo que creo con mis manos, no tiene sentido.
No tiene sentido lo que soy.
Las palabras duelen. Deforman la mente. Hay que empujar
una pared. Silencio. Hablar duele. Mejor no hablar. Han hecho algo. Lo sé seguro. Por sus caras. Indiferentes. Satisfechas. ¿Qué ha sido, qué ha ocurrido?
Una mañana llegó un letagrama. Llegó por pasaje aéreo directo, cruzando la ciudad, revoloteando en el aire, girando. A mí me encantaban los letagramas, porque tenían un vuelo delicado y gracioso. Como el de los pájaros; como me imagino que debían volar los pájaros antes de las exterminaciones higiénicas.
Los letagramas habían quedado anticuados, claro. Ya casi nadie escribía. Era demasiado peligroso; a la mínima podía infringirse la ley, decir algo equivocado. Los mensajes mentales, a través de ordenador, con censura automática incorporada, eran más seguros.
Cuando éramos pequeños, mi hermano y yo nos entreteníamos observando el vuelo de los letagramas. Luego él se cansó; decía que le aburría. Pasábamos horas enteras, días enteros parecían, observándolos. Mira, ahí va uno. ¡Ojalá fuese para nosotros! ¡Que venga, que venga hacia aquí!
Alcé la ventana, un poquito, los dos centímetros autorizados. El letagrama voló hacia mí, directo y hermoso, como un regalo especial que alguien me enviase, penetró por la abertura y cayó en el suelo.
Hubiese encontrado cualquier resquicio para introducirse en la casa, y de lo contrario hubiese esperado afuera, inmóvil ante la puerta. Yo vivía de sueños y esperanzas, de posibilidades; uno se vuelve así. Siendo invisible, podía ocurrir cualquier cosa... o nada.
Permitidme que sea mío, por favor, mi futuro.
Me quedé mirando el letagrama. La misiva me devolvió una mirada glacial. Era oficial, se veía por el sello y por los dispositivos de localización.
Mi madre lo recogió cautelosa, sujetándolo por una esquina. En aquel momento sonó el timbre de la puerta, accionado por control remoto desde las oficinas centrales de Correos, demasiado tarde, como de costumbre.
Aquí hay una ventana. Colócate ahí. Mira por ella. Ahí está el mundo, el cielo. Mira. No nos hemos llevado nada. Todo está ahí, sigue estando ahí, siempre estará. Estabas soñando. Has tenido una pesadilla.
Pero era... diferente. El cielo era de otro color...
El cielo cambia de color. Muchas veces es de este color. Estaba soñando.
Miro por la ventana. ¿El cielo era naranja? ¿Así de muerto? El cielo nunca fue... Hago un esfuerzo por recordar. Tengo agujeros en la cabeza, vacíos, dolorosos. Mi mente forma, intenta formar, otro color, otra palabra. Noto algo... en las manos. Me han quitado, creo, trozos de mí misma, trozos del mundo. Trozos del interior de mi cabeza. Lo deduzco por sus caras satisfechas. No hay peligro. No se ha ido nadie. Pero había... algo.
—Vuelve, Magda —dijo mi madre.
Y dejó caer la carta. Estaba tan impresionada que se me quedó mirando fijamente, temblorosa.
—¿Quién es, Magda? —pregunté yo curiosa.
—Es...
Justo a tiempo mi madre logró dominarse y apresuradamente se dio media vuelta.
—¿Quién es, Magda? —dijo mi padre.
—Mi..., ¿no te acuerdas? La que era mi hermana. La que vivía con nosotros. El fantasma.
—Ah. Creí que había muerto.
—No. Fue transformada. Convertida en fantasma. Regresa. Dice que ahora está bien. Lo dice aquí, en esta carta.
Hay una niña. Eso es. A ella no la soñé, seguro. En el sitio silencioso, el piso de mi hermana. Donde yo estaba callada, donde me obligaban a estar callada, sonriendo. Lugar de aprobación, frágil seguridad. Si no te movías. Si no decías nada, si no emitías el menor sonido. Pero ella... ella nació mal. Demasiada vitalidad. Como un animal, como un ser de otro mundo. Explorando, agarrando, llamando a gritos. Era demasiado peligrosa. Hubiera debido matarla.
Yo recordaba a mi tía. Era muy bella mi tía. Mi tía plateada, la bruja de la palabra. Escribía; siempre escribía, cuando no la miraba nadie, cuando no había nadie en el cuarto, excepto yo y mi hermano, que era un bebé. Se sentaba a la mesa, se inclinaba y se ponía a escribir y a escribir, con la cara plateada, radiante, ilusionada, hermosa. Pero siempre vigilaba y, al menor ruido, dejaba la pluma, doblaba el papel a toda prisa y guardaba ambas cosas bajo llave. Y luego me miraba, asustada, sonriendo. Y se llevaba un dedo a los labios. Era un juego, nuestro secreto.
Recuerdo que un día llegué a casa de la escuela y me encontré todo el piso invadido de gente. Gentes grises, policía. El fogonazo de las bombillas de flash, rayos electrónicos. Mi madre hablaba. Mi madre lloraba sacudida por los sollozos.
—¡Bruja! ¡Bruja! ¡Blasfema!
Mi tía estaba de pie, completamente inmóvil. Parecía más alta, pero como vacía, con la cara en blanco, sin expresión. La mesa estaba destrozada; había pedacitos de papel desparramados por el suelo.
—Es sólo lo que pienso —dijo mi tía. Con la cara en blanco.
—¡Blasfemias! —chilló mi madre.
—Es sólo lo que siento.
¿Estaría cambiada? Me figuraba que sí. En los hospitales la gente cambiaba. Y estaría más mayor. Pensé que quizás estaría un poquito distinta.
Estaba completamente distinta. Cuando entró, quiero decir cuando la entraron, sentí náuseas. Tenía la cabeza calva y como con pegotes, como con heridas tapadas. Las manos las tenía iguales, delgadísimas. La sentaron en una silla. Y los pies... Pensé: de ahora en adelante me portaré bien. No diré nada, nada, ni pensaré nada, nunca más.
—Magda, querida —dijo mi madre —, cuánto me alegro de verte. Soy Charla. Te acuerdas de mí, ¿verdad? Este es Dav, ¿le recuerdas?
Ella levantó la vista y me miró.
—¿Esa es Jene?
—¡No! —gritó mi madre interponiéndose entre ella y yo—. ¡Es una invisible! Recuerdas lo que significa invisible, ¿verdad que sí, querida?
—¿Eres Jene?
—Sí.
Estaba loca mi tía. Todo el mundo estaba de acuerdo. Convertida en un fantasma. A veces se ven fantasmas, pero nadie les hace mucho caso ni nadie cree lo que dicen.
Durante la primera semana no dijo nada. Se limitaba a quedarse sentada, contemplándose las manos. La segunda semana, un día de repente dijo:
—Que venga el viento.
—¿Qué? —dije yo.
—Que vengan las aguas. Rasgad sus cubiertas metálicas.
—¿Qué? ¿Qué estás diciendo? ¿Qué quieres decir?
Me acerqué. Estábamos solas, o casi. Había un vigilante, por supuesto, zumbando suavemente en la pared, cerca de un rincón, grabando cualquier palabra que se pronunciase. Por suerte era de los sencillos, de tipo magnetofón, sin vídeo. Y no estaba programado para códigos, poesía, insensateces, o lo que fuesen esas cosas que decía mi tía. Lo más probable era que se produjese un cruce o que empezase a echar chispas. Me puse muy nerviosa.
Ella levantó los ojos, me miró y volvió a bajarlos en seguida.
—Desenvolved —añadió —. Asid las manos del enemigo para su propia destrucción.
—Creo —dije yo un tanto alarmada— que tendrías que ir con cuidado. Él vigilante es muy rudimentario, quizá no asimile...
—Sueños —prosiguió ella —. Encuentro de mundo contra mundo. No hay amor entre planetas.
El vigilante emitió dos pitidos y luego se fundió.
—¿Lo ves? —dije—. Ya te he dicho...
Mi voz se apagó. Vi que una sonrisa, veloz como una sombra, le cruzaba el rostro. Vi que aguzaba los ojos.
—Atlántida — dijo.
—¿Qué?
La puerta se abrió sin ruido. Era mi madre, que llegaba de las clases de cultura. Miró brevemente a mi tía y luego a mí, y detrás mío vio el aparato de vigilancia con la señal roja de emergencia centelleando intermitente. Sofocó un grito.
—No puedes entrar —dijo mi tía con inesperada sencillez—. Va en contra de la ley.
—¿Qué ley? —pregunté.
—La primera ley de la tercera constitución: "No se reunirán dos o más mujeres en un lugar sin que se encuentre presente un vigilante plenamente operativo o, en su defecto, un número equivalente de hombres".
Tenía razón. Mi madre retrocedió, presa del pánico. Ponía cara de horror.
—Pronto estará aquí la policía —dije yo —. De modo que el número de hombres será equivalente.
—¿Qué ocurre? —gritó mi madre—, ¿Qué está haciendo? ¡Impídeselo!
Mi tía se había puesto de pie y dirigiéndose al centro de la habitación, comenzó a manipular la terminal del ordenador principal. El rostro, concentrado, tenía una expresión de calma. Evidentemente estaba completamente cuerda. Me pregunté a quién le gritaba mi madre.
—¡Lo va a destruir todo!
—Al contrario —replicó mi tía con absoluta claridad —. Esta es nuestra última oportunidad. Si todavía te quedan ojos, úsalos. Mira aquí. Y mira por la ventana.
El ordenador estaba medio desmontado. Ella se hallaba de pie ante el aparato, completamente inmóvil, con los brazos extendidos. Entre sus dedos chasqueó algo. Entonces abrió los brazos. Y vi una cosa que aumentaba de tamaño. Una especie de cuadro.
Vi colinas, colinas bajas y tierras de pastos. Un territorio amplio y vacío que se extendía a lo largo y a lo ancho de muchos kilómetros. No había edificios, no había gente, nada, salvo colinas, pastos, cielo. Me produjo una extraña sensación en la boca del estómago, algo que estaba entre el miedo y el anhelo.
—Mira por la ventana —dijo mi tía de nuevo.
De mala gana, haciendo un gran esfuerzo, obligué a mis ojos a mirar. Había algo en el cielo, una mancha, una oscuridad que se agrandaba a toda velocidad, que venía hacia nosotros. Como una nube gigantesca, una gran ola negra que derramaba tinieblas.
—Es el fin —dijo ella—. Mirad. El mundo se termina. Si queréis vivir, infringid las leyes y venid conmigo. Si no, pereceréis. Elegid.
El otro mundo, el nuevo, crecía entre sus brazos. Colinas, hierba. El cielo de un color tan bonito, puro, radiante, vivo.
Di un paso hacia adelante; luego otro. Era difícil, más que lo que cabría imaginar. En cierto modo morir hubiera sido más natural. Pero elegí, y avancé, y penetré en el nuevo mundo. Creado, programado —que sé yo cuál será la palabra— por una mujer, con ayuda de un ordenador.
Antes de irme miré hacia atrás una sola vez, a mi madre. Pero no existía ni la más remota posibilidad de que viniera con nosotras. Y no se puede obligar a nadie a partir a la fuerza.
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