E la vida y sacramentos de la reina del cielo, y lo que el altísimo obro en esta pura criatura desde su inmaculada con­cepción hasta que en sus virgíneas entrañas tomo carne huma­na el verbo, y los favores que la hizo en estos primeros quin­ce


parto con el mandato de la ley de Moi­sés, y cómo la niña María procedía en su infancia



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Cómo Santa Ana cumplió en su parto con el mandato de la ley de Moi­sés, y cómo la niña María procedía en su infancia.
345. Precepto era de la ley en el capítulo 12 del Levítico (Lev., 12, 5-6), que la mujer, si pariese hija, se tuviese por inmunda dos semanas y per­maneciese en la purificación del parto sesenta y seis días, (doblando los días del parto de varón); y cumplidos todos los de su purificación, se le mandaba ofrecer un cordero de un año por las hijas o por los hijos en holocausto, y un palomino o tortolilla por el pecado, a la puerta del tabernáculo, entregándolo al sacerdote que lo ofre­ciese al Señor y rogase por ella y con esto quedase limpia. El parto de la dichosísima Ana fue tan puro y limpio cuanto le convenía a su divina hija, de donde le venía la pureza a la madre; y aunque por esta causa no tenía necesidad de otra purificación, con todo eso pagó la deuda a la ley cumpliéndola puntualmente, teniéndose en los ojos de los hombres por inmunda la madre que estaba libre de las pensiones que la ley mandaba purificar.
346. Pasados los sesenta días de la purificación, salió Santa Ana al templo, llevando su mente inflamada en el divino ardor y en sus brazos a su hija y niña bendita; y con la ofrenda de la ley, acompañada de innumerables Ángeles, se fue a la puerta del taber­náculo y habló con el Sumo Sacerdote, que era el Santo Simeón; que como estuvo mucho tiempo en el templo, recibió este beneficio y favor de que fuese en su presencia y en sus manos ofrecida la niña María todas las veces que en el templo fue presentada y ofrecida al Señor; aunque no en todas estas ocasiones conoció el santo sacerdote la dignidad de esta divina Señora, como adelante dire­mos (Cf. infra n. 424, 713 y 745); pero tuvo siempre grandes movimientos e impulsos de su espíritu, que aquella Niña era grande en los ojos de Dios.
347. Ofrecióle Santa Ana el cordero y tórtola con lo demás que llevaba, y con humildes lágrimas le pidió orase por ella y por su hija, que, si tenían culpa, las perdonase el Señor. No tuvo que per­donar Su Majestad donde en hija y madre era la gracia tan copiosa, pero tuvo que premiar la humildad con que, siendo santísi­mas, se representaban pecadoras. El Santo Sacerdote recibió la obla­ción y en su espíritu fue inflamado y movido de un extraordinario júbilo y, sin entender otra cosa ni manifestar la que sentía, dijo dentro de sí mismo: ¿Qué es esta novedad que siento? ¿Si por ven­tura estas mujeres son parientas del Mesías que ha de venir? Y que­dando con esta suspensión y alegría, les mostró grande benevolen­cia; y la Santa Madre Ana entró con su Hija Santísima en los brazos y la ofreció al Señor con devotísimas y tiernas lágrimas, como quien sola en el mundo conocía el tesoro que se le había dado en depósito.
348. Renovó entonces Santa Ana el voto que antes había hecho de ofrecer al templo a su primogénita, en llegando a la edad que convenía; y en esta renovación fue ilustrada con nueva gracia y luz del Altísimo; y sintió en su corazón una voz que le decía cum­pliese el voto, llevase y ofreciese en el templo a su hija niña dentro de tres años. Y fue esta voz como el eco de la Santísima Reina, que con su oración tocó el pecho de Dios para que resonase en el de su madre; porque al entrar los dos en el templo, la dulce niña, viendo con sus ojos corporales su majestad y grandeza, dedicada al culto y adoración de la Divinidad, tuvo admirables efectos en su espíritu, y quisiera postrarse en el templo y besando la tierra de él adorar al Señor. Pero lo que no pudo hacer con el efecto de las acciones exteriores, suplió con el afecto interior, y adoró y bendijo a Dios con el amor más alto y reverencia más profunda que antes ni después ninguna otra pura criatura lo pudo hacer; y hablando en su corazón con el Señor, hizo esta oración:
349. Altísimo e incomprensible Dios, Rey y Señor mío, digno de toda gloria, alabanza y reverencia; yo, humilde polvo, pero he­chura Vuestra, os adoro en este lugar santo y templo vuestro, y os engrandezco y glorifico por Vuestro ser y perfecciones infinitas, y doy gracias cuanto mi poquedad alcanza a Vuestra dignación, por­que me habéis dado que vean mis ojos este santo templo y casa de oración, donde vuestros profetas y mis antiguos padres os ala­baron y bendijeron y donde vuestra liberal misericordia obró con ellos tan grandes maravillas y sacramentos. Recibidme, Señor, para que yo pueda serviros en él cuando fuere Vuestra santa voluntad.
350. Hizo este humilde ofrecimiento como esclava del Señor la que era Reina de todo el universo; y en testimonio de que el Altísi­mo la aceptaba, vino del cielo una clarísima luz que sensiblemente bañó a la niña y a la madre, llenándolas de nuevos resplandores de gracia. Y volvió a entender Santa Ana que al tercer año presentase a su hija en el templo; porque el agrado que el Altísimo había de recibir de aquella ofrenda no consentía más largos plazos, ni tampoco el afecto con que la niña divina lo deseaba. Los Santos Ángeles de guarda, y otros innumerables que asistieron a este acto, cantaron dulcísimas alabanzas al autor de las maravillas; pero de todas las, que allí sucedieron, no tuvieron noticia más de la hija santísima y su madre Ana, que interior y exteriormente sintieron lo que era espiritual o sensible respectivamente; sólo el Santo Simeón reconoció algo de la luz sensible. Y con esto se volvió Santa Ana a su casa enriquecida con su tesoro y nuevos dones del Altísimo Dios.
351. A la vista de todas estas obras estaba sedienta la antigua serpiente, ocultándole el Señor lo que no debía entender y permi­tiéndole lo que convenía, para que, contradiciendo a todo lo que él intentaba destruir, viniese a servir como de instrumento en la eje­cución de los ocultos juicios del Muy Alto. Hacía este enemigo muchas conjeturas de las novedades que en madre e hija conocía; pero como vio que llevaban ofrenda al templo y como pecadoras guardaban lo que mandaba la ley, pidiendo al sacerdote que rogase por ellas para que fuesen perdonadas, con esto se alucinó y sosegó su furor, creyendo que aquella hija y madre estaban empadronadas con las demás mujeres y que todas eran de una condición, aunque más perfectas y santas que otras.
352. La niña soberana era tratada como los demás niños de su edad. Era su comida la común, aunque la cantidad muy poca, y lo mismo era del sueño, aunque la aplicaban para que durmiese; pero no era molesta, ni jamás lloró con el enojo de otros niños, mas era en extremo agradable y apacible; y disimulábase mucho esta mara­villa con llorar y sollozar muchas veces —aunque como Reina y Señora, cual en aquella edad se permitía— por los pecados del mundo y por alcanzar el remedio de ellos y la venida del Redentor de los hombres. De ordinario tenía, aun en aquella infancia, el sem­blante alegre, pero severo y con peregrina majestad, sin admitir jamás acción pueril, aunque tal vez admitía algunas caricias; pero las que no eran de su madre, y por eso menos medidas, las mode­raba en lo imperfecto con especial virtud y la severidad que mostra­ba. Su prudente madre Ana trataba a la niña con incomparable cuidado, regalo y caricia; y también su padre Joaquín la amaba como padre y como Santo, aunque entonces ignoraba el misterio, y la niña se mostraba con su padre más amorosa, como quien le conocía por padre y tan amado de Dios. Y aunque admitía de él más caricias que de otros, pero en el padre y en los demás puso Dios desde luego tan extraordinaria reverencia y pudor para la que había elegido por Madre, que aun el candido afecto y amor de su padre era siempre muy templado y medido en las demostraciones sensibles.
353. En todo era la niña Reina agraciada, perfectísima y admi­rable; y si bien pasó por la infancia por las comunes leyes de la na­turaleza, pero no impidieron a la gracia; y si dormía, no cesaba ni interrumpía las acciones interiores del amor y otras que no pen­den del sentido exterior. Y siendo posible este beneficio aun a otras almas con quien el poder Divino lo habrá mostrado, cierto es que con la que elegía por Madre suya y Reina de todo lo criado haría con ella sobre todo otro beneficio y sobre todo pensamiento de las demás criaturas. En el sueño natural habló Dios a Samuel (1 Sam., 3, 4) y otros santos y profetas, y a muchos dio sueños misteriosos (Gén., 37, 5. 9) o visiones; porque a su poder poco le importa para ilustrar el entendimiento que los sentidos exteriores duerman con el sueño natural, o que se suspendan con la fuerza que los arrebata en el éxtasis, pues en uno y otro cesan, y sin ellos oye y atiende y habla el espíritu con sus objetos proporcionados. Esta fue ley perpetua con la Reina desde su concepción hasta ahora, y toda la eternidad; que no fue su estado de viadora en estas gracias con intervalos, como en otras criaturas. Cuando estaba sola o la recogía a dormir, como el sueño era tan medido, confería los misterios y alabanzas del Altísimo con sus Santos Ángeles y gozaba de divinas visiones y hablas de Su Ma­jestad; y porque el trato de los Ángeles era tan frecuente, diré en el capítulo siguiente los modos de manifestársele y algo de sus excelencias.
354. Reina y Señora del Cielo, si como piadosa Madre y mi Maestra oís mis ignorancias sin ofenderos de ellas, preguntaré a vuestra dignación algunas dudas que en este capítulo se me han ofrecido; y si mi ignorancia y osadía pasare a ser yerro, en lugar de responderme, corregidme, Señora, con vuestra maternal mise­ricordia. Mi duda es: si en aquella infancia sentíades la necesidad y hambre que por orden natural sienten los otros niños, y siendo así que padecíades estas penalidades ¿cómo pediais el alimento y socorro necesario, siendo tan admirable vuestra paciencia, cuando a los otros niños el llanto sirve de lengua y de palabras? También ignoro si a Vuestra Majestad eran penosas las pensiones de aquella edad, como el envolveros en paños y desenvolver vuestro virginal cuerpo, el daros la comida de niños, y otras cosas que los demás reciben sin uso de razón para conocerlas, y a vos, Señora, nada se escondía. Porque me parece casi imposible que en el modo, en el tiempo, en la cantidad y en otras circunstancias no hubiese exceso o falta, considerándoos yo en la edad de niña y grande en la capaci­dad para dar a todo la ponderación que pedía. Vuestra prudencia celestial conservaba digna majestad y compostura, vuestra edad, naturaleza y sus leyes pedían lo necesario; no lo pediais como niña llorando, ni como grande hablando, ni sabían vuestro dictamen, ni os trataban según el estado de la razón que teníades, ni Vuestra Madre Santa lo conocía todo, ni todo lo podía hacer ni acertar, ignorando el tiempo y el modo; ni tampoco en todas las cosas pudiera ella servir a Vuestra Majestad. Todo esto me causa admiración, y me despierta el deseo de conocer los misterios que en estas cosas se encierran.


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