E la vida y sacramentos de la reina del cielo, y lo que el altísimo obro en esta pura criatura desde su inmaculada con­cepción hasta que en sus virgíneas entrañas tomo carne huma­na el verbo, y los favores que la hizo en estos primeros quin­ce



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Del grado perfectísimo de las virtudes de María Santísima en general y cómo las iba ejecutando.
481. Es la virtud un hábito que adorna y ennoblece la potencia racional de la criatura y la inclina a la buena operación. Llámase hábito, porque es una cualidad permanente que con dificultad se aparta de la potencia, a diferencia del acto que se pasa luego y no permanece. Inclina y facilita la virtud a las operaciones y las hace buenas; lo que no tenía por sí sola la potencia, porque es indife­rente para las obras buenas y malas. Fue adornada María Santísima desde el primer instante de su vida con los hábitos de todas las virtudes en grado eminentísimo, y continuamente fueron aumentan­do con nueva gracia y operaciones perfectas en que ejercitaba con altísimos merecimientos de todas las virtudes que la mano del Señor le había infundido.
482. Y aunque las potencias de esta Señora y Princesa Soberana no estaban desordenadas, ni tuvieron repugnancia que vencer, como la tenemos los demás hijos de Adán, porque a ella ni la alcanzó la culpa, ni el fomes que inclina al mal y resiste al bien, pero tenían aquellas ordenadas potencias capacidad para que los hábitos virtuo­sos las inclinasen a lo mejor y más perfecto, santo y loable. A más de esto, era criatura pasible y pura, estaba sujeta a sentir pena y a inclinarse al descanso lícito y dejar de hacer algunas obras, a lo menos de supererogación, y sin culpa pudiera sentir alguna propen­sión a no hacerlas. Para vencer esta natural inclinación y apetito le ayudaron los hábitos perfectísimos de las virtudes, a cuyas inclina­ciones cooperó la Reina del cielo tan varonilmente, que en ningún efecto frustró ni impidió la fuerza con que la movían y purificaban en todas las obras.
483. Con esta armonía y hermosura de todos los hábitos virtuo­sos estaba el alma santísima de María tan ilustrada, ennoblecida y enderezada al bien y al último fin de la criatura, tan fácil, pronta, eficaz y alegre en el bien obrar, que si fuera posible penetrar con nuestra flaca vista aquel secreto tan sagrado de su pecho, fuera el objeto más hermoso y admirable de todas las criaturas y de mayor gozo después del mismo Dios. Todo estaba en María Purísima como en su propio centro y esfera; y así tenían todas estas virtudes su última perfección sin que se pudiese decir: esto le falta para ser her­moso y consumado. Y a más de las virtudes que recibió infusas tuvo también las adquiridas, que con el uso y ejercicio granjeó. Y si en las demás almas un acto se suele decir que no es virtud, porque son necesarios muchos repetidos para adquirirla, pero las obras de María Santísima fueron tan eficaces, intensas y perfectas, que cada Una excedía a todas las de todas las demás criaturas; y conforme a esto, donde fueron tan repetidos los actos virtuosos, sin perder punto ni grado de perfectísima eficacia ¿qué hábitos serían los que esta divina Señora adquirió con sus propias obras? El fin del obrar, que hace también el acto virtuoso, porque ha de ser bueno y bien hecho, fue en María Señora nuestra el supremo de todas las obras, que es el mismo Dios; porque nada hizo que no la moviese la gracia y que no lo encaminase a la mayor gloria y beneplácito del mismo Señor, mirándole como motivo y último fin.
484. Estos dos géneros de virtudes infusas y adquiridas asientan sobre otra virtud que se llama natural, porque nace en nosotros con la misma naturaleza racional, y tiene por nombre sindéresis. Este es un conocimiento que la luz de la razón tiene de los primeros fun­damentos y principios de la virtud y una inclinación a ella que a esta luz corresponde en nuestra voluntad, como conocer que debes amar a quien te hace bien, que no hagas con otro lo que no quieres que se haga contigo mismo, etc. En la Reina Santísima fue esta vir­tud natural o sindéresis excelentísima y de, los principios naturales infería con suma y profunda claridad las consecuencias de todo lo bueno, aunque fuese muy remoto, porque discurría con increíble viveza y rectitud. Para estos discursos se valía de la noticia infusa de las criaturas, especialmente de las más nobles y universales, los cielos, sol, luna y estrellas, y disposición de todos los orbes y ele­mentos; y en todo discurría desde el principio al fin, convidando a todas estas criaturas a que alabasen a su Criador y llevasen al hombre tras de sí hasta darle este mismo conocimiento que por ellas podía alcanzar, y no le detuviese hasta llegar al Criador y Autor de todo.
485. Las virtudes infusas se reducen a dos órdenes y clases. En la primera entran solamente las que tienen a Dios por objeto inmediato; por esto se llaman teologales, que son fe, esperanza y caridad. En el segundo orden están todas las otras virtudes que tienen por objeto próximo algún medio o bien honesto que enca­mina el alma al último fin, que es el mismo Dios; y éstas se llaman virtudes morales, porque pertenecen a las costumbres y, aunque son muchas en número, se reducen a cuatro cabezas, que por esto se llaman cardinales, cuales son prudencia, justicia, fortaleza y tem­planza. De todas estas virtudes y sus especies hablaré adelante en particular lo que pudiere, para declarar cómo todas y cada una estuvieron en las potencias de la soberana Reina. Ahora sólo ad­vierto generalmente que ninguna le faltó en grado perfectísimo y con ellas tuvo todos los dones del Espíritu Santo y los frutos y bienaventuranzas. Y ningún género de gracia ni beneficio necesario para la perfección hermosísima de su alma y potencias, dejó de in­fundirle Dios desde el primer instante de su concepción, así en la voluntad como en el entendimiento, donde tuvo los hábitos y espe­cies de las ciencias. Y para decirlo de una vez, todo lo bueno que pudo darle el Altísimo, como a Madre de su Hijo, siendo ella pura criatura, todo se lo dio en supremo y eminentísimo grado. Y sobre esto crecieron todas sus virtudes: las infusas, porque las aumentaba con sus merecimientos, y las adquiridas, porque las engendró y ad­quirió con los intensísimos actos que hacía mereciendo.

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