E la vida y sacramentos de la reina del cielo, y lo que el altísimo obro en esta pura criatura desde su inmaculada con­cepción hasta que en sus virgíneas entrañas tomo carne huma­na el verbo, y los favores que la hizo en estos primeros quin­ce



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Doctrina de la Reina Santísima María.
612. Hija mía, estos nobilísimos y excelentísimos dones del Es­píritu Santo que has entendido, son la emanación por donde la Divinidad se comunica y transfiere a las almas santas; y por esto no admiten limitación de su parte, como la tienen del sujeto donde se reciben. Y si las criaturas desocupasen el corazón de los afectos y amor terreno, aunque su corazón es limitado, participarían sin tasa el torrente de la Divinidad infinita por medio de los inestima­bles dones del Espíritu Santo. Las virtudes purifican a la criatura de la fealdad y mácula de los vicios, si los tenía, y con ellas comien­za a restaurar el orden concertado de sus potencias, perdido prime­ro por el pecado original y después por los actuales propios; y aña­den hermosura, fuerza y deleite en el bien obrar. Pero los dones del Espíritu Santo levantan a las mismas virtudes a una sublime perfección, ornato y hermosura con que se dispone, hermosea y agracia el alma para entrar en el tálamo del Esposo, donde por ad­mirable modo queda unida con la Divinidad en un espíritu y vínculo de la eterna paz. Y de aquel felicísimo estado sale fidelísima y se­guramente a las operaciones de heroicas virtudes, y con ellas se vuelve a retraer al mismo principio donde salió, que es el mismo Dios, en cuya sombra (Cant., 2, 3) descansa sosegada y quieta, sin que la per­turben los ímpetus furiosos de las pasiones y sus desordenados apetitos; pero esta felicidad alcanzan pocos, y sólo por experiencia la conoce quien la recibe.
613. Advierte, pues, carísima, y con atención profunda consi­dera cómo ascenderás a lo alto de estos dones; porque la voluntad del Señor y la mía es que subas más arriba (Lc., 14, 10) en el convite que te previene su dulzura con la bendición de los dones (Sal., 20, 4), que para este fin de su liberalidad recibiste. Atiende que para la eternidad hay solos dos caminos: uno que lleva a la eterna muerte por el desprecio de la virtud y por la ignorancia de la Divinidad; otro lleva a la eterna vida por el conocimiento fructuoso del Altísimo; porque ésta es la vida eterna, que le conozcan a él y a su Unigénito que envió al mundo (Jn., 17, 3). El camino de la muerte siguen infinitos necios (Ecl., 1, 45) que igno­ran su misma ignorancia, presunción y soberbia con formidable insipiencia. A los que llamó su Misericordia a su admirable lum­bre (1 Pe., 2, 9) y los reengendró en hijos de la luz, les dio en esta generación el nuevo ser que tienen por la fe, esperanza y caridad, que los hace suyos y herederos de la Divina y eterna fruición; y reducidos al ser de hijos les dio las virtudes que se infunden en la primera justifi­cación, para que como hijos de la luz obren con proporción opera­ciones de luz; y tras ellas tiene prevenidos los dones del Espíritu Santo. Y como el sol material a nadie niega su calor y luz, si hay capacidad y disposición para recibir la fuerza de sus rayos, tampoco la Divina Sabiduría que, dando voces en los altos montes, sobre los caminos reales y en las sendas más ocultas, en las puertas y plazas de las ciudades (Prov., 8, 1-3), convida y llama a todos, a ninguno se negaría ni ocultaría. Pero la estulticia de los mortales los hace sordos, o la malicia impía los hace irrisores, y la incrédula perversidad los aparta de Dios, cuya sabiduría no halla lugar en el corazón malévolo, ni en el cuerpo sujeto a pecados (Sab., 1, 4).
614. Pero tú, hija mía, advierte en tus promesas, vocación y deseos; porque la lengua que miente a Dios es feo homicida de su alma (Sab., 1, 11); y no celes la muerte en el error de la vida, ni adquieras la perdición con las obras de tus manos, como se te manifiesta en la divina luz que lo hacen los hijos de las tinieblas. Teme al poderoso Dios y Señor con temor santo, humilde y bien ordenado, y en todas tus obras te gobierna con este Maestro. Ofrece tu corazón blando, fácil y dócil a la disciplina y obras de piedad. Juzga con rectitud de la virtud y del vicio. Anímate con invencible fortaleza para obrar lo más arduo y levantado y sufrir lo más adverso y difícil de los trabajos. Elige con discreción los medios para la ejecución de estas obras. Atiende a la fuerza de la divina luz, con que transcenderás todo lo sensible y subirás al conocimiento altísimo de lo oculto de la Divina sabiduría y aprenderás a dividir el hombre nuevo del antiguo; y te harás capaz de recibirla, cuando entrando en la ofi­cina del vino de tu Esposo serás embriagada de su amor, ordena­da en ti su caridad eterna.
CAPITULO 14

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